22/03/2020 04:06 PM
Algo en lo que estoy trabajando.
Os dejo el comienzo.
El arco de la entrada no era simétrico, descansaba sobre dos columnas que se retorcían sobre sí mismas recordando, la atrófica hendidura, a una vieja apoyada en su cayado.
El Portal llevaba años en ese estado, cientos según los maestres, pero esa inexplicable resiliencia no conseguía expulsar de mi pensamiento el temor a ser aplastado alguna día por una de esas grises piedras. Ese recelo, no impedía que siguiéramos acudiendo al templo, accediendo por la única entrada conocida «El Portal de la senda de las Almas». Allí descansaban los nuestros, y allí les visitábamos.
El pueblo se asentaba en el lecho de un olvidado río, del que no se tenia memoria, y sobre el que poco escrito quedaba. Todos sabíamos que aquello era un antiguo cauce, y que nadie debía ser enterrado allí, pues en el lecho de un río seco no se entierra a quien quiere descansar.
Era «Luna de Almas», durante un ciclo de luna entero, festejamos con los que no están su incierta presencia. Fuegos, danzas y ceremonias asentadas en rituales y celebraciones cuyo origen se remonta a tiempos tan antiguos y desconocidos, como el mismo cauce.
Esa noche, cuando la luna alcanzaba su plenitud, nos dirigíamos en procesión a la gruta, donde nuestros muertos reposan. Sólo túnicas de lana, sin adornos, descalzos, una vela o una antorcha, y un recipiente de barro con licores, destilados o fermentados, según las preferencias, cada familia tenia sus recetas.
En uno de sus tramos, la senda se adentra en un angosto desfiladero, las dos prominentes paredes enfrentadas daban la impresión de apoyarse la una contra la otra, cerrando el paso a todo aquel que allí penetra. El miedo y la duda te invaden la primera vez que te adentras en el pasillo, pero los muros nunca llegan a tocarse, guardan siempre la distancia. Se trata de una ilusión provocada por la curvatura del corredor, un largo instante de irracional angustia, que desaparece cuando también los hacen las paredes del pasillo, para y a pocos pasos de lo que perece un camino sin retorno, las paredes desaparecen, dejándonos frente a frente con el jardín de las Almas. Un precipicio de indistinguible y oscuro fondo, nos separa del jardín, al cual accedemos tras descender por una escalinata tallada en la pared del barranco y cruzar una pasarela de madera que nos lleva al otro extremo. A veces, un viento irregular, mece el puente, y el miedo paraliza a más de uno, interrumpiendo el flujo de procesionarios y el desarrollo de la ofrenda. Los Maestres, suelen estar atentos, y se encargan de acompañar a los asustadizos hasta el otro extremo.
En el centro del jardín una gran fuente, con decenas de caños a su alrededor, nos espera con el fin de renovar el contenido de nuestros recipientes, vertiendo los licores y recogiendo el Néctar.
No se nos está permitido beber, ni de los licores durante el camino de ida hasta el jardín, «la senda de la obediencia y el respeto», ni tampoco del Néctar durante el siguiente tramo, «la senda del miedo y del dolor», que nos encamina allí donde descansan los cuerpos de nuestros ausentes. Si tu contenido se derrama o ve disminuida su proporción, en uno u otro sendero, se considera, que el respecto y la obediencia, se han perdido a partes iguales, y según cual sea tu naturaleza, el miedo y el dolor deberán compensar esa perdida, hasta que se obtenga el perdón de tus antepasados.
Al llegar al mausoleo y volcar el contenido en las tumbas, las almas te escrutan y sopesan tus intenciones, liberando el perdón según su divino juicio, pues divinas son las almas.
Os dejo el comienzo.
El arco de la entrada no era simétrico, descansaba sobre dos columnas que se retorcían sobre sí mismas recordando, la atrófica hendidura, a una vieja apoyada en su cayado.
El Portal llevaba años en ese estado, cientos según los maestres, pero esa inexplicable resiliencia no conseguía expulsar de mi pensamiento el temor a ser aplastado alguna día por una de esas grises piedras. Ese recelo, no impedía que siguiéramos acudiendo al templo, accediendo por la única entrada conocida «El Portal de la senda de las Almas». Allí descansaban los nuestros, y allí les visitábamos.
El pueblo se asentaba en el lecho de un olvidado río, del que no se tenia memoria, y sobre el que poco escrito quedaba. Todos sabíamos que aquello era un antiguo cauce, y que nadie debía ser enterrado allí, pues en el lecho de un río seco no se entierra a quien quiere descansar.
Era «Luna de Almas», durante un ciclo de luna entero, festejamos con los que no están su incierta presencia. Fuegos, danzas y ceremonias asentadas en rituales y celebraciones cuyo origen se remonta a tiempos tan antiguos y desconocidos, como el mismo cauce.
Esa noche, cuando la luna alcanzaba su plenitud, nos dirigíamos en procesión a la gruta, donde nuestros muertos reposan. Sólo túnicas de lana, sin adornos, descalzos, una vela o una antorcha, y un recipiente de barro con licores, destilados o fermentados, según las preferencias, cada familia tenia sus recetas.
En uno de sus tramos, la senda se adentra en un angosto desfiladero, las dos prominentes paredes enfrentadas daban la impresión de apoyarse la una contra la otra, cerrando el paso a todo aquel que allí penetra. El miedo y la duda te invaden la primera vez que te adentras en el pasillo, pero los muros nunca llegan a tocarse, guardan siempre la distancia. Se trata de una ilusión provocada por la curvatura del corredor, un largo instante de irracional angustia, que desaparece cuando también los hacen las paredes del pasillo, para y a pocos pasos de lo que perece un camino sin retorno, las paredes desaparecen, dejándonos frente a frente con el jardín de las Almas. Un precipicio de indistinguible y oscuro fondo, nos separa del jardín, al cual accedemos tras descender por una escalinata tallada en la pared del barranco y cruzar una pasarela de madera que nos lleva al otro extremo. A veces, un viento irregular, mece el puente, y el miedo paraliza a más de uno, interrumpiendo el flujo de procesionarios y el desarrollo de la ofrenda. Los Maestres, suelen estar atentos, y se encargan de acompañar a los asustadizos hasta el otro extremo.
En el centro del jardín una gran fuente, con decenas de caños a su alrededor, nos espera con el fin de renovar el contenido de nuestros recipientes, vertiendo los licores y recogiendo el Néctar.
No se nos está permitido beber, ni de los licores durante el camino de ida hasta el jardín, «la senda de la obediencia y el respeto», ni tampoco del Néctar durante el siguiente tramo, «la senda del miedo y del dolor», que nos encamina allí donde descansan los cuerpos de nuestros ausentes. Si tu contenido se derrama o ve disminuida su proporción, en uno u otro sendero, se considera, que el respecto y la obediencia, se han perdido a partes iguales, y según cual sea tu naturaleza, el miedo y el dolor deberán compensar esa perdida, hasta que se obtenga el perdón de tus antepasados.
Al llegar al mausoleo y volcar el contenido en las tumbas, las almas te escrutan y sopesan tus intenciones, liberando el perdón según su divino juicio, pues divinas son las almas.