03/09/2020 06:05 PM
Gracias por comentar, @Iramesoj. Creo que tienes razón en que esta historia lleva un tono más alegre. Creo que eso viene de la época en que lo escribí. Tanto así que la escena de Idmeik no existía en la historia original. ¿Por qué parece cortado tu mensaje?
Continúo con la historia.
Las personas de La Tierra hubieran supuesto que era porque las enormes ventanas de cristal habían sido cubiertas con tablas y cartones. Pero él no tenía un problema con eso. Había pasado casi toda su vida bajo tierra.
Pero su pequeña habitación en el palacio subterráneo respiraba. Murmuraba los eventos que presenciaba, a menudo guardándose aquellos que eran secretos. Este edificio era frío y carente de vida: nada más que concreto y metal.
El sonido que venía del exterior contaba historias sobre un caos permanente y cientos de soledades que, por casualidad, ocurrían en el mismo lugar y momento.
Emnaid quería escapar, no del edificio abandonado del que podía salir cuando quisiera, sino de ese mundo tan extraño.
Éste era un planeta cálido, con un sol relativamente cercano; pero en el fondo era frío. No parecía vivo, con todos esos edificios muertos y personas hastiadas. Y aun así seguía moviéndose desesperadamente, como si esperara llegar a alguna parte distinta, siguiendo siempre el mismo camino. El joven heredero al trono de Kren no hubiera sido el primero en decir que era un poco patético.
Él prefería a los monstruos con vida, letales pero hermosos. No quería estar en este lugar. Pero no era su decisión. El gobernante era su padre, nadie más tomaba decisiones en ese mundo.
―¿Emnaid? ―llamó una voz familiar, del otro lado de la puerta.
―Entra, Félix.
La puerta se abrió y dio paso a un hombre alto, pulcro desde los clavos en la suela de sus botas, hasta su rubia cola de caballo. Todo en él tenía un aire elegante, salvo por la cicatriz que iniciaba a la derecha de su coronilla y atravesaba la frente hasta llegar a la mitad de su nariz. El guerrero había notado las reacciones: unos miraban fijamente, otros luchaban para no mirar. Incluso la gente que lo veía a diario en el palacio de Kren.
Emnaid era una excepción.
―Tenemos una respuesta ―informó Félix―. Sobre Idmeik.
Los dos sabían que su tono había dejado claro lo ocurrido, así que él mayor no dio más detalles.
―Pero… hay una buena noticia ―agregó.
Emilio lo dudaba, pero dejó hablar a su guardaespaldas.
―Robó el contenedor. Ha pasado por manos terráneas, y ahora lo tiene una muchacha.
―¿Una muchacha terránea? Al menos no puede sacar la magia. ¿Fraild fue a buscarla?
―No. Insiste en no dejarse ver en este mundo. Y de todos modos… no sabemos dónde la tiene. Eba carece de tacto y yo… ―él hombre señaló la cicatriz, demasiado fácil de reconocer o de describir.
―¿Así que tengo que pedírselo yo?
―Es la opción evidente. Pero si no está listo…
―Iré. Pero si se pone difícil, sólo la traeré a rastras y Eba le sacará respuestas con uno de esos cuchillos que nunca la he visto usar.
Fue con Fraild, su mentor, para que le diera la información necesaria para encontrar e identificar a la chica terránea.
A la mañana siguiente, fue a buscarla.
Como de costumbre, intentó manejarlo con discreción. Podía darse el lujo de una investigación de un par de días en lugar de llamar la atención. Primero, le hizo conversación en la parada de autobús, asegurándose de que todo pareciera casual.
Teresa fue amable, aunque distante, hasta que descubrió que él no estaba mirando precisamente sus ojos mientras hablaban. No se sorprendió. Estaba tan convencida de que los muchachos eran animales, que decidió perdonar su evidente conducta pervertida porque había sido breve e inofensiva. Se limitó a mantener la distancia y descartar la amabilidad.
Juzgaba mal al muchacho: Emnaid estaba asegurándose de que no hubiera un cubo de cristal brillante colgando de su cuello. No lo había. Tampoco lo llevaba en su mochila ni en los bolsillos, aunque él no podía comprobar eso.
Si Emnaid quería saber en dónde estaba el contenedor, tendría que robarle la respuesta o ser lo bastante confiable para que ella le dijera lo que él quería saber. Hubiera podido torturarla, quizá, o dejar que su tutor siguiera buscando información a su modo. Él no sabía si una cosa o la otra hubieran rendido frutos, pero aún así, optó por la forma civilizada, porque había algo en la ira de ella que le había causado una buena impresión.
Viajó con ella en silencio y ella lo toleró pero no le dió excusas para entablar conversación.
Cuando bajaron del bus, Teresa habló de nuevo. Justo como él había supuesto.
―¿Estás siguiéndome?
―No.
―¿Y entonces, porque bajas del autobús en mi parada?
―Es mi parada.
―¿Y también vas a mi colegio?
―Así parece.
La chica le dirigió una mirada incrédula, que él fingió ignorar.
No entró al colegio con ella, pero esperó a que saliera. Eso sí: en un sitio desde el cual podía verla sin ser visto.
Continúo con la historia.
Ladrones
~ 2 ~
Emnaid estaba teniendo un ataque de claustrofobia.Las personas de La Tierra hubieran supuesto que era porque las enormes ventanas de cristal habían sido cubiertas con tablas y cartones. Pero él no tenía un problema con eso. Había pasado casi toda su vida bajo tierra.
Pero su pequeña habitación en el palacio subterráneo respiraba. Murmuraba los eventos que presenciaba, a menudo guardándose aquellos que eran secretos. Este edificio era frío y carente de vida: nada más que concreto y metal.
El sonido que venía del exterior contaba historias sobre un caos permanente y cientos de soledades que, por casualidad, ocurrían en el mismo lugar y momento.
Emnaid quería escapar, no del edificio abandonado del que podía salir cuando quisiera, sino de ese mundo tan extraño.
Éste era un planeta cálido, con un sol relativamente cercano; pero en el fondo era frío. No parecía vivo, con todos esos edificios muertos y personas hastiadas. Y aun así seguía moviéndose desesperadamente, como si esperara llegar a alguna parte distinta, siguiendo siempre el mismo camino. El joven heredero al trono de Kren no hubiera sido el primero en decir que era un poco patético.
Él prefería a los monstruos con vida, letales pero hermosos. No quería estar en este lugar. Pero no era su decisión. El gobernante era su padre, nadie más tomaba decisiones en ese mundo.
―¿Emnaid? ―llamó una voz familiar, del otro lado de la puerta.
―Entra, Félix.
La puerta se abrió y dio paso a un hombre alto, pulcro desde los clavos en la suela de sus botas, hasta su rubia cola de caballo. Todo en él tenía un aire elegante, salvo por la cicatriz que iniciaba a la derecha de su coronilla y atravesaba la frente hasta llegar a la mitad de su nariz. El guerrero había notado las reacciones: unos miraban fijamente, otros luchaban para no mirar. Incluso la gente que lo veía a diario en el palacio de Kren.
Emnaid era una excepción.
―Tenemos una respuesta ―informó Félix―. Sobre Idmeik.
Los dos sabían que su tono había dejado claro lo ocurrido, así que él mayor no dio más detalles.
―Pero… hay una buena noticia ―agregó.
Emilio lo dudaba, pero dejó hablar a su guardaespaldas.
―Robó el contenedor. Ha pasado por manos terráneas, y ahora lo tiene una muchacha.
―¿Una muchacha terránea? Al menos no puede sacar la magia. ¿Fraild fue a buscarla?
―No. Insiste en no dejarse ver en este mundo. Y de todos modos… no sabemos dónde la tiene. Eba carece de tacto y yo… ―él hombre señaló la cicatriz, demasiado fácil de reconocer o de describir.
―¿Así que tengo que pedírselo yo?
―Es la opción evidente. Pero si no está listo…
―Iré. Pero si se pone difícil, sólo la traeré a rastras y Eba le sacará respuestas con uno de esos cuchillos que nunca la he visto usar.
Fue con Fraild, su mentor, para que le diera la información necesaria para encontrar e identificar a la chica terránea.
A la mañana siguiente, fue a buscarla.
Como de costumbre, intentó manejarlo con discreción. Podía darse el lujo de una investigación de un par de días en lugar de llamar la atención. Primero, le hizo conversación en la parada de autobús, asegurándose de que todo pareciera casual.
Teresa fue amable, aunque distante, hasta que descubrió que él no estaba mirando precisamente sus ojos mientras hablaban. No se sorprendió. Estaba tan convencida de que los muchachos eran animales, que decidió perdonar su evidente conducta pervertida porque había sido breve e inofensiva. Se limitó a mantener la distancia y descartar la amabilidad.
Juzgaba mal al muchacho: Emnaid estaba asegurándose de que no hubiera un cubo de cristal brillante colgando de su cuello. No lo había. Tampoco lo llevaba en su mochila ni en los bolsillos, aunque él no podía comprobar eso.
Si Emnaid quería saber en dónde estaba el contenedor, tendría que robarle la respuesta o ser lo bastante confiable para que ella le dijera lo que él quería saber. Hubiera podido torturarla, quizá, o dejar que su tutor siguiera buscando información a su modo. Él no sabía si una cosa o la otra hubieran rendido frutos, pero aún así, optó por la forma civilizada, porque había algo en la ira de ella que le había causado una buena impresión.
Viajó con ella en silencio y ella lo toleró pero no le dió excusas para entablar conversación.
Cuando bajaron del bus, Teresa habló de nuevo. Justo como él había supuesto.
―¿Estás siguiéndome?
―No.
―¿Y entonces, porque bajas del autobús en mi parada?
―Es mi parada.
―¿Y también vas a mi colegio?
―Así parece.
La chica le dirigió una mirada incrédula, que él fingió ignorar.
No entró al colegio con ella, pero esperó a que saliera. Eso sí: en un sitio desde el cual podía verla sin ser visto.
El eje de todos los mundos posibles no tiene esquinas ni aristas.