Esta es la primera de las historias que he desarrollado para Nuc. Como advertencia, no es un relato corto, aparecerá en sucesivos capítulos (de numero todavía indeterminado) que exploraran la historia presente y pasada de nuestro protagonista. Porque esta es y ante todo, la historia de Okanu, un personaje con el que espero que en los sucesivos capítulos consigáis empatizar. Personalmente me encanta y tengo la firme creencia de que se convertirá en uno de los favoritos de Fantasitura.
Prólogo: El Desertor de las Olas
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El Traidor de Koralia
Prólogo: El Desertor de las Olas
Okanu suspiró, viendo ya a lo lejos su amada tierra. A partir de ese punto era un desertor, un traidor perpetuo al Archipiélago Ambarino. ¿Merece un hombre sin honor seguir viviendo? Cualquier Kae habría respondido con un rotundo «¡no!».
Okanu desenfundo su espada, una artesanía preciosa, plana y curva con forma de garfio hacia el final de la hoja. Observó el cristal amarillo de su pomo con ceremonia, luego miró por última vez a sus preciosas islas. ¿Es posible que aún siguiendo al deber, este fallando a mi honor? Enfundó el «ámbar» (carente de vaina) de nuevo sobre el cinturón que colgaba en diagonal sobre su cadera izquierda. Luego suspiró con los ojos entornados de lagrimas. Tragó saliva y con un nudo en la garganta, dio la espalda a todo lo que un día había significado algo para él.
Eso fue lo más duro que había hecho en su vida, y la suya no había sido una vida tranquila. Un Kae a menudo tenía que lidiar con problemas con los que un Ambarino corriente no topaba. Recordó con disgusto amargo la dura prueba que lo había convertido en Kae, pero no tubo tiempo para mayores distracciones, le habían enseñado a mirar hacia adelante. Entrecerró los ojos de nuevo, esta vez azotados por el viento del mar abierto, y a lo lejos diviso una embarcación comercial que parecía dirigirse al este.
Era su oportunidad, introdujo su último polvo sagrado sobre el catalizador de la mediana canoa. Sujetó con fuerza el timón ante la aceleración súbita de la embarcación. La dirigió con la presteza que le habían inculcado desde niño, surcando las grandes olas en un ofrecimiento constante de la proa de la canoa a los muros de agua, que empecinados, trataban de interponerse a su deshonroso destino… como si de un mandato divino se tratase.
Las canoas de los Kaes, eran flexibles y resistentes, y estaban desprovistos de remos y velas; las propulsaban los huesos sagrados, única moneda que un Kae aceptaba como pago.
Atisbó la enorme embarcación de dos filas de remeros a apenas media milla de distancia. Se calzó los zuecos (puesto que acostumbraba a navegar descalzo), cuya punta terminaba en media espiral como su espada. Así mismo se ajustó bien la toga: una prenda granate con patrones rojo claro de olas; holgada y con volantes, que cubría todo su cuerpo tapando incluso su mano izquierda, pero que le dejaba en cambio, el brazo derecho completamente al aire desde la altura del hombro. El brazo de la espada, lo llamaban. Allí toco ceremonialmente sus dos brazaletes de oro, que se establecían sobre el antebrazo y bajo el hombro derechos; símbolos inequívocos de un Kae consagrado.
Agitó su media melena rubia que contrastaba con su oscura piel morena, y la apretó, escurriendo el pelo apelmazado por la salitre. Luego, desmontó el pequeño catalizador de la embarcación y lo metió sobre un saco que cruzó sobre su espalda. Finalmente recogió el cabo de la canoa entre sus manos y lo enganchó uno de los arpones que habitualmente utilizaba para pescar en los arrecifes. Esas y la propia canoa eran todas sus posesiones.
Apenas unos minutos después, se encontró a suficiente distancia de la embarcación comercial. Viajaban a media vela con los remos recogidos, a su canoa en cambio, ya se le había agotado la energía y comenzaba a zozobrar entre olas.
Solo tendría una oportunidad.
El barco paso por su frente. Okanu, en un gesto de destreza que solo permite la experiencia, lanzó el arpón a modo de lanza sobre la cubierta. Pronto notó como la cuerda se tensaba entre sus manos. Se aferró a ella.
Siguió su camino con la inercia del tirón, impulsándose sobre las olas hasta que consiguió apoyar sus zuecos de madera sobre el costado de la embarcación. Haciendo a un lado la larga manga de su lado izquierdo, se asió con la fuerza de sus trabajadas manos a ese cabo, y comenzó un lento ascenso.
Por fin, desde la cubierta, sus ojos ambarinos observaron como una de las dos posesiones más valiosas de un Kae, su embarcación, moría entre las olas. No pudo evitar acariciar con nostalgia el pomo cristalino de la espada. Aún así, alzó la cabeza con determinación, cumpliría su propósito; luego volvería a casa a morir por sus pecados… solo así un Kae podía restaurar su honor.
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