09/01/2016 06:21 PM
V.
Los primeros rayos de sol comenzaban a salir por las pequeñas colinas que se alzaban por el Este. Algunos pájaros revoloteaban por los árboles mientras la humedad del suelo se evaporaba.
Taro Rossal observaba fijamente las cenizas de la fogata. Alder dormía encima de Donna mientras un pequeño hilo de saliva caía por la comisura de su labio. Balwin por el otro lado, se encontraba guardando algunas raciones de comida dentro del gran carruaje.
Taro sintió una presencia tras él.
―Os he traído un poco de conejo ―dijo Jendayi con una voz oscura―. Comed.
El joven siguió observando las extintas llamas. Tenía una pequeña herida en su tobillo y un gran rasguño atravesaba su rostro.
―No has dicho palabra desde que regresaste del carruaje―presionó la adivina―. ¿Qué es lo que habéis visto?
―Vos sois una adivina ―respondió por fin el joven con una voz débil― deberíais saber qué es lo que acontece.
―Así no es cómo funciona la obra de Marduk, él vigila, acompaña y elige ―contestó Jendayi tocando su hombro y mirándolo directamente a los ojos.
Taro sintió un escalofríos y recordó bruscamente aquellos ojos rojos que había visto hacia unas horas atrás.
―Comed ―insistió la mujer de cabello azulado―. Hoy necesitaremos vuestra fuerza.
«Es verdad, hoy pasaremos por el Paso del Sol y Balwin ha dicho que la Tribu de la Lluvia merodea por allí».
Él joven Rossal agarró bruscamente la pata del conejo de las manos de la adivina y se lo introdujo a la boca, tenía un sabor amargo y estaba frío. Jendayi se levantó de su lado y arregló la oscura y larga capa que cubría su cuerpo. A veces Taro se preguntaba que se escondía bajo el abrigo.
― ¡Estamos listos para partir! ―se escuchó de lejos la voz del hombre que solo era torso.
―Dejadme dormir un poco más ―canturreó somnoliento Alder mientras la regordete mujer parecía estar incómoda.
―Tendréis tiempo para dormir dentro del carruaje ―intervino Balwin caminando colina abajo desde el carruaje―. ¡Levantaos cabrón!
Alder no reaccionó y siguió tendido en el suelo, mientras Donna intentaba moverlo para levantarse. Balwin se apresuró y le propinó una fuerte patada en las costillas, el juglar se levantó rápidamente sollozando y buscó su sombrero; tenía el cabello sucio y desordenado.
Taro se levantó silencioso y caminó hacia el carruaje; un hedor a orina y a sudor inundaba el ambiente interior. Balwin fue el último en subir y el hombre que no tenía pies hizo avanzar el carro. El joven Rossal abrió la ventanilla para observar el exterior; era un viaje que duraría todo el día.
El joven se percató que todos estaban en silencio y lo observaban de vez en cuando, él sabía lo que todos pensaban; querían saber qué era lo que había visto allá en la oscuridad, pero él no quería recordarlo.
―Os puedo cantar una canción si queréis, Mi señor ―dijo Alder situando el laúd entre las manos.
―Os puedo lanzar hacia afuera si queréis ―replicó Taro con una voz dura.
―No es momento de canciones ―intervino Donna con una voz juguetona y metió su mano dentro de la calza del juglar.
Alder dio un pequeño brinco y luego cerró los ojos. Balwin soltó una carcajada y observó la ventanilla junto a Taro.
―Sé que no queréis hablar de lo que viste, estas tierras están llenas de cosas que no logramos comprender.
No hubo respuesta.
― ¿Habíais salido alguna vez de Puntablanca?―preguntó Balwin insistiendo―. Parecéis bastante emocionado observando hacia afuera.
―Por supuesto que sí ―respondió al fin el joven―. Conozco Puertoamargo, fue allí donde arribé por primera vez, luego acabé en los campamentos de Puntablanca y no nos movimos de allí, había buenas villas y aldeas para robar.
― ¿Y cómo acabasteis llegando a nosotros?
―El campamento fue atacado por los nativos; no pude reconocer a qué tribu pertenecían, no llevaban colores en la piel, ni adornos en el rostro.
― ¿Dónde creéis que han ido el resto de vuestro grupo?―intervino Jendayi que estaba situada frente a Taro.
―Muertos y en las barrigas de los indios―respondió sin despegar la mirada de la ventanilla.
«Solo espero que Marcus y Koll hayan atravesado a un par de ellos antes de morir».
Hubo un silencio.
― ¿Y vosotros? ―preguntó el joven observando de reojo a Jendayi―. ¿Cómo acabasteis en el carruaje de un noble?
Donna quitó la mano de la calza de Alder, quién un poco sonrojado ocultó su erección bajo el instrumento musical. Balwin se alejó de la ventanilla y observó de una manera extraña a Jendayi.
―Os he dicho que es nuestro…―contestó Donna con una voz débil.
―He sido franco con vosotros y vuestras preguntas―dijo molesto el muchacho acomodándose en el asiento―. Espero recibir lo mismo de vuelta.
―Pasamos muchos años trabajando en una compañía de teatro…―comenzó a relatar Balwin con un tono sombrío―. “Los Monstruos de Hierba Fina” nos llamaban comúnmente, hacíamos nuestros espectáculos en una gran carpa situada a las afueras de esa ciudad.
»Entenderás que en las Antiguas Tierras nos hubieran asesinado o confinado a las fortalezas por el simple hecho de nacer así, pero estas tierras son diferentes. Aquí nos respetaban, nos temían ―continuó observando el pasado―. El pueblo pagaba muchas monedas de bronce por ver lo que hacíamos; hasta algunas monedas de oro caían al escenario.
»Vesna, mi mujer, estaba a cargo de la compañía, sin embargo, con el correr del tiempo el público dejó de asistir, lo consideraban aburrido, repetitivo y simplón; querían ver más.
Taro prestaba atención a cada palabra que Balwin decía.
―Un Lord que había sido honorado con aquél título recientemente, compró la compañía. Nos prometió que volveríamos a triunfar, que seríamos nuevamente los monstruos queridos y temidos por todos.
»La carpa nunca había estado tan atestada de personas, estaban frenéticos, hasta vitoreaban nuestros nombres, pero lo que teníamos que hacer en nuestro espectáculo era horrible e inhumano. El gran Lord nos obligaba a follar entre nosotros frente al público, a quemarnos con fuego, prometía a las mujeres de la compañía a hombres que pagaban monedas de oro por tener una noche con ellas ―sus ojos estaban vidriosos―. Mi mujer era la favorita de todos.
―Yo hubiera asesinado a aquél animal―intercedió Taro molesto.
Balwin esbozó una extraña sonrisa.
―Una noche nos reunimos a las afueras de nuestra tienda y consensuamos lo que haríamos. El espectáculo de la noche siguiente fue un éxito, realizamos cada acto que el Lord quería disfrutar. Observé en sus ojos el placer de vernos humillados mientras salpicaba de su boca el vino sobre el público. Y fue allí cuando el fuego empezó, el pánico no demoró en apoderarse de las personas que comenzaron a correr hacia el exterior; muchas murieron aplastadas entre ellas mismas, mientras otras gritaban de dolor con la carne viva en sus cuerpos.
»La última vez que observé al gran Lord, un pedazo de tela ardiente caía sobre su cabeza, fue allí cuando nos percatamos de la magnitud de lo que habíamos hecho; ya no éramos simples monstruos, éramos unos carniceros.
Taro permaneció en silencio unos segundos.
― ¿Entonces este carruaje es de aquél gran Lord?
―Así es, muchacho―respondió Balwin volviendo a la realidad.
«Y ¿Por qué no está su mujer aquí?» Quiso preguntar, pero el carruaje se detuvo bruscamente. Alguien propinó dos golpetazos en la madera oscura, Taro entendió que era el hombre sin torso, así que se dispuso a abrir la puerta.
―Estamos en la entrada de Paso del Sol ―el joven bajó la mirada para observar al pequeño hombre.
― ¿Queréis que vaya junto a ti adelante? ―preguntó decidido.
―No os toméis esa molestia, golpearé tres veces por el asiento delantero cuando salgamos del maldito Paso, si necesitamos vuestra espada golpearé dos ―el hombre parecía tranquilo―. Cerrad todas las ventanillas, estos indios reconocen el carruaje de un noble.
Taro asintió y el hombre se marchó con sus grandes manos. Cerró la puerta del carruaje y la ventanilla que tenía a su costado. Donna y Alder parecían nerviosos mientras que Jendayi observaba al joven Rossal con su rostro frío.
―Vosotros estéis tranquilos ―Balwin se dirigió a al juglar y a su compañera―-. Los indios de La Lluvia son conocidos por temerles a los caballos, no tenéis por qué tener miedo.
― ¿Conocéis a los indios de La Lluvia?―preguntó Taro casi susurrando.
―Combatí muchas veces contra ellos en mis años de juventud, claramente antes de perder estos dos ―Balwin guio la mirada hacia sus muñones―. Son salvajes desperdigados por las colinas verdosas de ésta región, se dice que pertenecían al Imperio de las Plumas, pues hablan el mismo idioma y creen en los mismos dioses emplumados.
― Los hombres del Viejo Mundo llevan más de cincuenta años aquí y aún no han podido dominar el Imperio de las Plumas ―soltó una pequeña carcajada.
―Han conquistado las aldeas cercanas a Puertoamargo, los indios tienen un gran imperio al norte, sin embargo no hay demasiado oro, se dice que el oro está en las tierras del sur; donde el sol no se esconde jamás.
El carruaje comenzó a andar y todos guardaron silencio. Pequeños rayos de luz se colaban por las ventanillas que se encontraban cerradas, el aire comenzaba a ponerse denso y se escuchaba la respiración agitada de Donna.
Taro acercó su oído a la ventanilla que estaba situada en la puerta.
«Debo estar atento al más mínimo ruido, los indios que atacaron el campamento eran silenciosos e inteligentes, no creo que aquí sean más imbéciles»
Mientras el silencio reinaba en el ambiente, el joven observaba de reojo a sus ocupantes; Balwin estaba erguido en el asiento con los ojos cerrados; Alder y Donna permanecían abrazados en el fondo y Jendayi agarraba el prendedor con forma de serpiente que sujetaba su capa.
«Hay demasiado silencio afuera, vamos…Salgamos rápido de éste maldito lugar»
Luego de un momento, se escuchó un pequeño golpe en la madera del carruaje, luego vino otro…Y luego el último.
«Por fin hemos salido» suspiró.
De pronto un gran golpe hizo temblar el suelo; el carruaje se tambaleó de un lado y sus ocupantes perdieron el equilibrio.
― ¿Qué ha sido eso? ―preguntó Donna pálida.
De inmediato se escuchó un golpe de la misma magnitud. Escucharon los gruñidos de los caballos y el carruaje comenzó a avanzar violentamente mientras Taro trataba de aferrarse a su asiento. El joven se las ingenió para abrir la ventanilla que estaba a su lado y observó el exterior; dos grandes paredes de roca oscura se alzaban imponentes sobre ellos y la vegetación se hacía cada vez más verde y húmeda.
«Seguimos en el maldito Paso ―pensó Taro mientras identificó los violentos golpes―. Son rocas, nos están lanzando jodidas rocas».
De pronto el carruaje volcó.
El joven cayó violentamente al rígido suelo mientras escuchaba cómo la madera crujía. Sentía el sabor de la sangre en la boca y trataba de mover la mano hacia el cinto que sujetaba sus calzas.
«Mi espada…Necesito mi espada ―logró agarrar la funda de su arma―. Mierda…No está».
El dolor agudo que sentía en su cabeza no fue impedimento para que Taro se levantara rápidamente. Analizó la situación a su alrededor; el carruaje estaba destruido y volcado casi al final del Paso mientras los caballos aún atados con las cuerdas intentaban avanzar. Balwin corría hacía él con el rostro ensangrentado, no había rastro de Donna ni de Alder, mientras que Jendayi estaba parada junto al cuerpo del hombre sin torso que había sido destrozado por un gran peñasco.
― ¡Los jodidos indios! ―oía la lejana voz de Balwin―. ¡Vendrán los jodidos indios!
De pronto el joven escuchó un silbido.
«Balwin… ¡No!».
El hombre cayó al suelo con una curvada flecha que le atravesaba el muslo. Taro Rossal corrió hacia él mientras observaba hacia las alturas; las oscuras paredes de piedra musgosa parecían no terminar nunca, no sabía de donde podían venir las flechas, sin embargo, vinieron más.
Agarró rápidamente a Balwin y lo arrastró hacia el extremo derecho del Paso. Jendayi recibió al hombre y se ocultaron tras una gran roca que había caído. Balwin respiraba agitado y trataba de limpiarse la sangre de la cara con sus pequeños muñones.
―Sacadnos de aquí, Taro ―sonrió adolorido―. Dijisteis que sabías como blandir una espada.
«Primero debo encontrarla».
Jendayi permanecía con el rostro frío mientras presionaba el muslo de Balwin que estaba hinchado y de un color rosáceo. El joven Rossal asomaba su cabeza de vez en cuando por sobre la piedra para observar el escenario, sin embargo, las flechas que seguían cayendo le impedían observar con detención.
De pronto un largo pedazo de tronco ardiente cayó sobre el carruaje que permanecía volcado. Las llamas comenzaron a apoderarse de la vieja madera y un telón de humo nubló el sector.
Taro Rossal se percató que largas cuerdas forjadas con hiedra caían de lo alto de las murallas, mientras en el suelo, dos sombras emergían de la humareda.
«Alder».
El juglar cojeaba apresurado hacia él mientras realizaba un extraño gesto con sus manos. Tenía una magulladura en la parte derecha del rostro y sus ropas estaban sucias producto de las cenizas. Donna no se veía mejor, tenía el rostro empapado de sudor y un pequeño hilo de sangre caía por su cuello y se perdía entre sus tres pechos.
― ¡Aquí está! ―pudo entender lo que gritaba― ¡Vuestra espada Taro!
El joven Rossal sonrió aliviado, aquella espada era todo para él. Sin embargo, aquella sonrisa se difuminó cuando percató que otras cinco sombras emergían tras Adler. Cuando intentó correr hacia ellos era demasiado tarde; los indios llevaban mazos de hueso y pequeñas navajas de obsidiana, mientras que los otros portaban arcos largos y curvos.
Donna fue la primera en recibir un golpe en la cabeza, cayó de bruces al suelo ensangrentada mientras el juglar gritaba despavorido. Alder intentaba asestar a los nativos con la espada de Taro mientras ellos arrastraban a la gorda mujer, consiguió herir a uno con un corte en el cuello, sin embargo otros dos enterraron sus navajas en las costillas del bardo.
Taro Rossal asestó un golpe que rompió la mandíbula de uno que tenía plumas en los brazos, recogió el mazo de hueso que yacía en el suelo y con él aplastó su cabeza. Alder cayó al suelo presionando las heridas en el torso, la oscura y espesa sangre corría por entre medio de sus dedos mientras que el resto de los indios se llevaban a Donna que recuperaba la conciencia.
El noble joven agarró firmemente el pesado cuerpo del juglar, tenía la piel pálida y estaba temblando.
«Vamos Alder, tengo que sacarte de aquí».
Taro se percató que los caballos seguían atados bajo una roca que presionaba las cuerdas, miró rápidamente a Jendayi que apenas podía soportar el peso de Balwin.
― ¡A los caballos! ―gritó fuertemente―.
Cuando pudieron llegar hasta los enormes animales, él depositó a Alder sobre el lomo de la bestia más oscura y cortó la cuerda que los retenía. Jendayi observó de reojo a Balwin que yacía sobre el caballo, agarró firmemente las riendas y echó andar.
Taro Rossal escuchó los lejanos y desesperados gritos de Donna, que fueron ahogados por el rápido galope.
Los primeros rayos de sol comenzaban a salir por las pequeñas colinas que se alzaban por el Este. Algunos pájaros revoloteaban por los árboles mientras la humedad del suelo se evaporaba.
Taro Rossal observaba fijamente las cenizas de la fogata. Alder dormía encima de Donna mientras un pequeño hilo de saliva caía por la comisura de su labio. Balwin por el otro lado, se encontraba guardando algunas raciones de comida dentro del gran carruaje.
Taro sintió una presencia tras él.
―Os he traído un poco de conejo ―dijo Jendayi con una voz oscura―. Comed.
El joven siguió observando las extintas llamas. Tenía una pequeña herida en su tobillo y un gran rasguño atravesaba su rostro.
―No has dicho palabra desde que regresaste del carruaje―presionó la adivina―. ¿Qué es lo que habéis visto?
―Vos sois una adivina ―respondió por fin el joven con una voz débil― deberíais saber qué es lo que acontece.
―Así no es cómo funciona la obra de Marduk, él vigila, acompaña y elige ―contestó Jendayi tocando su hombro y mirándolo directamente a los ojos.
Taro sintió un escalofríos y recordó bruscamente aquellos ojos rojos que había visto hacia unas horas atrás.
―Comed ―insistió la mujer de cabello azulado―. Hoy necesitaremos vuestra fuerza.
«Es verdad, hoy pasaremos por el Paso del Sol y Balwin ha dicho que la Tribu de la Lluvia merodea por allí».
Él joven Rossal agarró bruscamente la pata del conejo de las manos de la adivina y se lo introdujo a la boca, tenía un sabor amargo y estaba frío. Jendayi se levantó de su lado y arregló la oscura y larga capa que cubría su cuerpo. A veces Taro se preguntaba que se escondía bajo el abrigo.
― ¡Estamos listos para partir! ―se escuchó de lejos la voz del hombre que solo era torso.
―Dejadme dormir un poco más ―canturreó somnoliento Alder mientras la regordete mujer parecía estar incómoda.
―Tendréis tiempo para dormir dentro del carruaje ―intervino Balwin caminando colina abajo desde el carruaje―. ¡Levantaos cabrón!
Alder no reaccionó y siguió tendido en el suelo, mientras Donna intentaba moverlo para levantarse. Balwin se apresuró y le propinó una fuerte patada en las costillas, el juglar se levantó rápidamente sollozando y buscó su sombrero; tenía el cabello sucio y desordenado.
Taro se levantó silencioso y caminó hacia el carruaje; un hedor a orina y a sudor inundaba el ambiente interior. Balwin fue el último en subir y el hombre que no tenía pies hizo avanzar el carro. El joven Rossal abrió la ventanilla para observar el exterior; era un viaje que duraría todo el día.
El joven se percató que todos estaban en silencio y lo observaban de vez en cuando, él sabía lo que todos pensaban; querían saber qué era lo que había visto allá en la oscuridad, pero él no quería recordarlo.
―Os puedo cantar una canción si queréis, Mi señor ―dijo Alder situando el laúd entre las manos.
―Os puedo lanzar hacia afuera si queréis ―replicó Taro con una voz dura.
―No es momento de canciones ―intervino Donna con una voz juguetona y metió su mano dentro de la calza del juglar.
Alder dio un pequeño brinco y luego cerró los ojos. Balwin soltó una carcajada y observó la ventanilla junto a Taro.
―Sé que no queréis hablar de lo que viste, estas tierras están llenas de cosas que no logramos comprender.
No hubo respuesta.
― ¿Habíais salido alguna vez de Puntablanca?―preguntó Balwin insistiendo―. Parecéis bastante emocionado observando hacia afuera.
―Por supuesto que sí ―respondió al fin el joven―. Conozco Puertoamargo, fue allí donde arribé por primera vez, luego acabé en los campamentos de Puntablanca y no nos movimos de allí, había buenas villas y aldeas para robar.
― ¿Y cómo acabasteis llegando a nosotros?
―El campamento fue atacado por los nativos; no pude reconocer a qué tribu pertenecían, no llevaban colores en la piel, ni adornos en el rostro.
― ¿Dónde creéis que han ido el resto de vuestro grupo?―intervino Jendayi que estaba situada frente a Taro.
―Muertos y en las barrigas de los indios―respondió sin despegar la mirada de la ventanilla.
«Solo espero que Marcus y Koll hayan atravesado a un par de ellos antes de morir».
Hubo un silencio.
― ¿Y vosotros? ―preguntó el joven observando de reojo a Jendayi―. ¿Cómo acabasteis en el carruaje de un noble?
Donna quitó la mano de la calza de Alder, quién un poco sonrojado ocultó su erección bajo el instrumento musical. Balwin se alejó de la ventanilla y observó de una manera extraña a Jendayi.
―Os he dicho que es nuestro…―contestó Donna con una voz débil.
―He sido franco con vosotros y vuestras preguntas―dijo molesto el muchacho acomodándose en el asiento―. Espero recibir lo mismo de vuelta.
―Pasamos muchos años trabajando en una compañía de teatro…―comenzó a relatar Balwin con un tono sombrío―. “Los Monstruos de Hierba Fina” nos llamaban comúnmente, hacíamos nuestros espectáculos en una gran carpa situada a las afueras de esa ciudad.
»Entenderás que en las Antiguas Tierras nos hubieran asesinado o confinado a las fortalezas por el simple hecho de nacer así, pero estas tierras son diferentes. Aquí nos respetaban, nos temían ―continuó observando el pasado―. El pueblo pagaba muchas monedas de bronce por ver lo que hacíamos; hasta algunas monedas de oro caían al escenario.
»Vesna, mi mujer, estaba a cargo de la compañía, sin embargo, con el correr del tiempo el público dejó de asistir, lo consideraban aburrido, repetitivo y simplón; querían ver más.
Taro prestaba atención a cada palabra que Balwin decía.
―Un Lord que había sido honorado con aquél título recientemente, compró la compañía. Nos prometió que volveríamos a triunfar, que seríamos nuevamente los monstruos queridos y temidos por todos.
»La carpa nunca había estado tan atestada de personas, estaban frenéticos, hasta vitoreaban nuestros nombres, pero lo que teníamos que hacer en nuestro espectáculo era horrible e inhumano. El gran Lord nos obligaba a follar entre nosotros frente al público, a quemarnos con fuego, prometía a las mujeres de la compañía a hombres que pagaban monedas de oro por tener una noche con ellas ―sus ojos estaban vidriosos―. Mi mujer era la favorita de todos.
―Yo hubiera asesinado a aquél animal―intercedió Taro molesto.
Balwin esbozó una extraña sonrisa.
―Una noche nos reunimos a las afueras de nuestra tienda y consensuamos lo que haríamos. El espectáculo de la noche siguiente fue un éxito, realizamos cada acto que el Lord quería disfrutar. Observé en sus ojos el placer de vernos humillados mientras salpicaba de su boca el vino sobre el público. Y fue allí cuando el fuego empezó, el pánico no demoró en apoderarse de las personas que comenzaron a correr hacia el exterior; muchas murieron aplastadas entre ellas mismas, mientras otras gritaban de dolor con la carne viva en sus cuerpos.
»La última vez que observé al gran Lord, un pedazo de tela ardiente caía sobre su cabeza, fue allí cuando nos percatamos de la magnitud de lo que habíamos hecho; ya no éramos simples monstruos, éramos unos carniceros.
Taro permaneció en silencio unos segundos.
― ¿Entonces este carruaje es de aquél gran Lord?
―Así es, muchacho―respondió Balwin volviendo a la realidad.
«Y ¿Por qué no está su mujer aquí?» Quiso preguntar, pero el carruaje se detuvo bruscamente. Alguien propinó dos golpetazos en la madera oscura, Taro entendió que era el hombre sin torso, así que se dispuso a abrir la puerta.
―Estamos en la entrada de Paso del Sol ―el joven bajó la mirada para observar al pequeño hombre.
― ¿Queréis que vaya junto a ti adelante? ―preguntó decidido.
―No os toméis esa molestia, golpearé tres veces por el asiento delantero cuando salgamos del maldito Paso, si necesitamos vuestra espada golpearé dos ―el hombre parecía tranquilo―. Cerrad todas las ventanillas, estos indios reconocen el carruaje de un noble.
Taro asintió y el hombre se marchó con sus grandes manos. Cerró la puerta del carruaje y la ventanilla que tenía a su costado. Donna y Alder parecían nerviosos mientras que Jendayi observaba al joven Rossal con su rostro frío.
―Vosotros estéis tranquilos ―Balwin se dirigió a al juglar y a su compañera―-. Los indios de La Lluvia son conocidos por temerles a los caballos, no tenéis por qué tener miedo.
― ¿Conocéis a los indios de La Lluvia?―preguntó Taro casi susurrando.
―Combatí muchas veces contra ellos en mis años de juventud, claramente antes de perder estos dos ―Balwin guio la mirada hacia sus muñones―. Son salvajes desperdigados por las colinas verdosas de ésta región, se dice que pertenecían al Imperio de las Plumas, pues hablan el mismo idioma y creen en los mismos dioses emplumados.
― Los hombres del Viejo Mundo llevan más de cincuenta años aquí y aún no han podido dominar el Imperio de las Plumas ―soltó una pequeña carcajada.
―Han conquistado las aldeas cercanas a Puertoamargo, los indios tienen un gran imperio al norte, sin embargo no hay demasiado oro, se dice que el oro está en las tierras del sur; donde el sol no se esconde jamás.
El carruaje comenzó a andar y todos guardaron silencio. Pequeños rayos de luz se colaban por las ventanillas que se encontraban cerradas, el aire comenzaba a ponerse denso y se escuchaba la respiración agitada de Donna.
Taro acercó su oído a la ventanilla que estaba situada en la puerta.
«Debo estar atento al más mínimo ruido, los indios que atacaron el campamento eran silenciosos e inteligentes, no creo que aquí sean más imbéciles»
Mientras el silencio reinaba en el ambiente, el joven observaba de reojo a sus ocupantes; Balwin estaba erguido en el asiento con los ojos cerrados; Alder y Donna permanecían abrazados en el fondo y Jendayi agarraba el prendedor con forma de serpiente que sujetaba su capa.
«Hay demasiado silencio afuera, vamos…Salgamos rápido de éste maldito lugar»
Luego de un momento, se escuchó un pequeño golpe en la madera del carruaje, luego vino otro…Y luego el último.
«Por fin hemos salido» suspiró.
De pronto un gran golpe hizo temblar el suelo; el carruaje se tambaleó de un lado y sus ocupantes perdieron el equilibrio.
― ¿Qué ha sido eso? ―preguntó Donna pálida.
De inmediato se escuchó un golpe de la misma magnitud. Escucharon los gruñidos de los caballos y el carruaje comenzó a avanzar violentamente mientras Taro trataba de aferrarse a su asiento. El joven se las ingenió para abrir la ventanilla que estaba a su lado y observó el exterior; dos grandes paredes de roca oscura se alzaban imponentes sobre ellos y la vegetación se hacía cada vez más verde y húmeda.
«Seguimos en el maldito Paso ―pensó Taro mientras identificó los violentos golpes―. Son rocas, nos están lanzando jodidas rocas».
De pronto el carruaje volcó.
El joven cayó violentamente al rígido suelo mientras escuchaba cómo la madera crujía. Sentía el sabor de la sangre en la boca y trataba de mover la mano hacia el cinto que sujetaba sus calzas.
«Mi espada…Necesito mi espada ―logró agarrar la funda de su arma―. Mierda…No está».
El dolor agudo que sentía en su cabeza no fue impedimento para que Taro se levantara rápidamente. Analizó la situación a su alrededor; el carruaje estaba destruido y volcado casi al final del Paso mientras los caballos aún atados con las cuerdas intentaban avanzar. Balwin corría hacía él con el rostro ensangrentado, no había rastro de Donna ni de Alder, mientras que Jendayi estaba parada junto al cuerpo del hombre sin torso que había sido destrozado por un gran peñasco.
― ¡Los jodidos indios! ―oía la lejana voz de Balwin―. ¡Vendrán los jodidos indios!
De pronto el joven escuchó un silbido.
«Balwin… ¡No!».
El hombre cayó al suelo con una curvada flecha que le atravesaba el muslo. Taro Rossal corrió hacia él mientras observaba hacia las alturas; las oscuras paredes de piedra musgosa parecían no terminar nunca, no sabía de donde podían venir las flechas, sin embargo, vinieron más.
Agarró rápidamente a Balwin y lo arrastró hacia el extremo derecho del Paso. Jendayi recibió al hombre y se ocultaron tras una gran roca que había caído. Balwin respiraba agitado y trataba de limpiarse la sangre de la cara con sus pequeños muñones.
―Sacadnos de aquí, Taro ―sonrió adolorido―. Dijisteis que sabías como blandir una espada.
«Primero debo encontrarla».
Jendayi permanecía con el rostro frío mientras presionaba el muslo de Balwin que estaba hinchado y de un color rosáceo. El joven Rossal asomaba su cabeza de vez en cuando por sobre la piedra para observar el escenario, sin embargo, las flechas que seguían cayendo le impedían observar con detención.
De pronto un largo pedazo de tronco ardiente cayó sobre el carruaje que permanecía volcado. Las llamas comenzaron a apoderarse de la vieja madera y un telón de humo nubló el sector.
Taro Rossal se percató que largas cuerdas forjadas con hiedra caían de lo alto de las murallas, mientras en el suelo, dos sombras emergían de la humareda.
«Alder».
El juglar cojeaba apresurado hacia él mientras realizaba un extraño gesto con sus manos. Tenía una magulladura en la parte derecha del rostro y sus ropas estaban sucias producto de las cenizas. Donna no se veía mejor, tenía el rostro empapado de sudor y un pequeño hilo de sangre caía por su cuello y se perdía entre sus tres pechos.
― ¡Aquí está! ―pudo entender lo que gritaba― ¡Vuestra espada Taro!
El joven Rossal sonrió aliviado, aquella espada era todo para él. Sin embargo, aquella sonrisa se difuminó cuando percató que otras cinco sombras emergían tras Adler. Cuando intentó correr hacia ellos era demasiado tarde; los indios llevaban mazos de hueso y pequeñas navajas de obsidiana, mientras que los otros portaban arcos largos y curvos.
Donna fue la primera en recibir un golpe en la cabeza, cayó de bruces al suelo ensangrentada mientras el juglar gritaba despavorido. Alder intentaba asestar a los nativos con la espada de Taro mientras ellos arrastraban a la gorda mujer, consiguió herir a uno con un corte en el cuello, sin embargo otros dos enterraron sus navajas en las costillas del bardo.
Taro Rossal asestó un golpe que rompió la mandíbula de uno que tenía plumas en los brazos, recogió el mazo de hueso que yacía en el suelo y con él aplastó su cabeza. Alder cayó al suelo presionando las heridas en el torso, la oscura y espesa sangre corría por entre medio de sus dedos mientras que el resto de los indios se llevaban a Donna que recuperaba la conciencia.
El noble joven agarró firmemente el pesado cuerpo del juglar, tenía la piel pálida y estaba temblando.
«Vamos Alder, tengo que sacarte de aquí».
Taro se percató que los caballos seguían atados bajo una roca que presionaba las cuerdas, miró rápidamente a Jendayi que apenas podía soportar el peso de Balwin.
― ¡A los caballos! ―gritó fuertemente―.
Cuando pudieron llegar hasta los enormes animales, él depositó a Alder sobre el lomo de la bestia más oscura y cortó la cuerda que los retenía. Jendayi observó de reojo a Balwin que yacía sobre el caballo, agarró firmemente las riendas y echó andar.
Taro Rossal escuchó los lejanos y desesperados gritos de Donna, que fueron ahogados por el rápido galope.