03/11/2015 07:39 PM
III.
La mujer era bella y escultural. Su cara perfecta, sus finos labios, sus ojos negros y su pelo azabache le daban un aspecto maravilloso. Estaba vestida con telas y gasas de transparencias, descalza, reclinada en los cojines, sonreía. La luz que invadía toda la estancia le daba un aire casi divino. Su voz era fuerte pero melodiosa.
—En el momento en el que he oído tu nombre he mandado que te hicieran pasar —dijo —. Espero que no haya sido mucho.
Devon sonrió, diciéndole que en efecto no habían tenido que esperar mucho tiempo.
—Perfecto — contestó la anfitriona.
Zhakiru se incorporó sobre los cojines, quedándose de pié en una frágil postura. Luego siguió:
—Dime, Orzon, antiguo compañero de mi mentor. ¿Qué has venido a buscar a tierras lejanas?
Devon se adelantó, pues hasta entonces tanto él como Meredith se habían mantenido en la entrada del salón. Zhakiru bajó unos peldaños que separaban el trono donde se sentaba con el suelo principal de la sala.
—Sin duda Nasherum te enseñó bien —le dijo Devon con una sonrisa. Los dos iban acercándose poco a poco—. Te has construido una reputación envidiable, y has alcanzado un poder que pocos tienen aquí.
Zhakiru sonrió y agachó la cabeza con un gesto de gratitud, aceptando los cumplidos. En un momento, los dos se quedaron quietos, uno enfrente de otro. A varios pasos de distancia, los oscuros ojos de Zhakiru escudriñaban en la niebla de los grises ojos de Devon.
Entonces Devon vio que a ella también se le había ocurrido. En ese momento, la sala alrededor de los dos desapareció y los dos se encontraron sumidos en la más absoluta oscuridad, buscando lo que el otro quería. Devon corría por los pasadizos de la mente de Zhakiru a toda velocidad, como un relámpago en una noche tormentosa. Vio lo que quería, rodeado de un alto muro que le impedía entrar para conseguir su objetivo. Entonces un intenso dolor en el pecho hizo que la habitación apareciera de nuevo, y un grito de mujer llenó la sala.
La sala estaba exactamente igual que antes. Devon estaba de pié frente a Zhakiru, que respiraba fuertemente con la boca abierta. Estaba cansada. Devon se tocó el pecho. Tenía un largo rasguño en el esternón, donde un hilo de sangre bajaba por su torso hasta mancharle las claras mallas que llevaba. Miró a Meredith. Estaba en el suelo tumbada con los ojos abiertos, inconsciente.
Devon volvió la mirada a Zhakiru, que ahora sonreía.
—Crees que eres muy listo y poderoso—le dijo, andando hacia un lado lentamente, con superioridad —. Pero nunca consideras el hecho de que los demás también lo sean.
Devon entrecerró los ojos mientras comenzaba a andar en sentido opuesto a Zhakiru. Ambos se movían lentamente, con los brazos tensos y las rodillas flexionadas, describiendo un amplio círculo. Devon se pasó los dedos por la herida del pecho, y los manchó de sangre.
—Dámelo, y no pasará nada —susurró Devon amenazante. Zhakiru rompió en una sonora carcajada.
—Ni si quiera sabes usarlo correctamente —le contestó con petulancia— te daré un tiempo hasta que llame a los guardias… Estoy intrigada con lo que eres capaz de hacer.
Zhakiru se mantuvo sonriente largo tiempo, andando lentamente. Devon seguía describiendo el mismo círculo. Entonces, con un rápido movimiento de pies, Devon se lanzó hacia Zhakiru. Esta cruzo los brazos, y cuando Devon llegó estaba estrangulando un trozo de la vaporosa tela que vestía Zhakiru, mientras ésta se encontraba a cinco metros de distancia, con una expresión de desprecio en su cara. Devon soltó el vestido que tenía entre manos, echándolo al suelo.
Las mangas del vestido se movieron y dentro se materializó Zhakiru, que cogió a Devon y lo lanzó contra el suelo con fuerza, haciéndole retorcerse de dolor. Entonces Zhakiru habló con una voz venenosa y silbante.
—Que decepción. Creía que en tus milenios de vida habías atesorado algo de poder, pero todo indica a que lo único que has hecho es leer libros y perderte en tus comodidades. ¿Verdad?
Devon levantó la cabeza y la miró con odio. Se levantó de un ágil salto. Y rápidamente se lanzó hacia ella, pero apareció por detrás en lugar de por delante. Aquello la cogió de sorpresa. La agarró, mientras sus manos emitían un fulgor blanquecino.
—¿Qué tienes que decir ahora? —le dijo Devon con los dientes apretados. Zhakiru abrió la boca, de donde emergió una larga y gorda lengua, que estrechó a Devon por la cintura, provocándole una dolorosa presión. Entonces Devon fue moviendo lentamente sus manos por el torso de Zhakiru, mientras la Oyente intentaba deshacerse de Devon, agarrándolo por la cintura con su lengua. Devon puso su mano sobre el fino rostro de Zhakiru, y le acarició los párpados con los dedos índice y corazón. Devon notaba cómo Zhakiru emanaba un gran poder, intentando cambiar la situación con algún encantamiento.
—¿Crees que eres el único que sabe lo que tengo? —gritó Zhakiru iracunda —. ¿El primero que ha venido ante mí en busca de mi herencia?
Entonces, con fuerza, Devon insertó sus dos dedos de la mano derecha en la cuencas de los ojos de Zhakiru, notando como el caliente tejido ocular bañaba sus dedos con sangre y pus. Zhakiru cayó al suelo, gritando de dolor. Devon se apartó rápidamente hacia Meredith, mientras Zhakiru se cubría los ojos con las dos manos en una extraña postura, repitiendo un largo mantra en algún idioma desconocido.
Devon se agachó al lado de Meredith, y rozándole la mejilla con la mano izquierda, susurró un par de palabras que contenías un poder inusitado. Meredith pestañeó, cansada y jadeando.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz débil —. ¿Qué…que…?
Devon la chistó suavemente para que se callara, y la ayudo a incorporarse. Meredith estaba en un grave estado de shock. Devon miraba contiguamente a Zhakiru, quien continuaba en la misma postura, susurrando con voz de ultratumba.
— Rápido —le dijo Devon a Meredith al oído. Meredith se incorporó, pero tenía la mirada perdida y parecía que en cualquier momento iba a caer de nuevo al suelo. Devon le pidió que aguantara un poco, y rebuscó en los bolsillos de su cinturón, para sacar algo que parecía un trozo de miga de pan. Se lo metió a Meredith en la boca y se lo hizo tragar, Meredith recuperó fuerzas rápidamente, y pudo sostenerse sola de pié. Miraba a Devon con cara triste. Devon la sujetaba con la mano izquierda, mientras en la otra mano, los dedos chorreaban de la sangre de los ojos de su enemiga. Devon miró a Zhakiru, y vio como apartaba las manos para mostrar unos ojos nuevos, tan negros como los de antes, pero inyectados en sangre. Marcas rojas recorrían sus mejillas, lo que le daba un aspecto terrible. Sonreía, abriendo la boca en una mueca siniestra, limpiándose la sangre de su cara con las manos, y relamiéndose con la lengua.
—¡Vamos! —le dijo Devon a Meredith. Zhakiru, se había incorporado. Justo cuando había comenzado a correr hacia ellos perseguida por un destello rubí, Devon agarró fuertemente a Meredith con una sola mano, y fluctuó. Meredith sintió cómo el suelo desaparecía a sus pies, como el techo de la sala se volvía borroso, y de pronto nítido, cogiendo el color azul del cielo al mediodía.
Aparecieron en el aire, encima del jardín interior del templo, mientras éste se llenaba de soldados armados con espadas que escondían sus rostros detrás de burlonas máscaras.
Cayeron sobre el césped con un duro golpe. Se incorporaron rápidamente. Meredith acogió a varios en un oscuro manto de ilusión, al retirar el manto, los soldados cayeron al suelo. Después de esto, corrió hacia los soldados más cercanos, y con rápidas llaves los fue dejando fuera de combate.
Devon se encontraba rodeado de cadáveres humeantes de soldados, mientras los nuevos que llegaban al jardín, esperaban a una prudente distancia de los dos intrusos.
De pronto, en uno de los arcos de piedra que daban al jardín apareció Zhakiru con su recién adquirida mueca de odio en la cara, ensanchando su sonrisa cada vez más. Devon la vio, y le lanzó pequeños jirones de luz con rápidos movimientos. Estos estallaron al entrar en contacto con la piedra y la carne, dejando a su paso una estela de humo.
Devon saltó, y se posiciono junto a Meredith. Luego rápidamente le dijo:
—Me ha marcado, por eso no he podido salir más lejos. Ve al puerto, busca a Bakflake y espérame —le dijo al oído. Meredith asintió, dio una vuelta sobre sus propios pies y desapareció, saltando con rapidez.
Devon miró a Zhakiru a los ojos. Está chilló, tensionando todo su cuerpo. Con un salto inhumano se lanzó hacia Devon, y éste se apartó a un lado, y con otro salto subió al tejado del primer nivel del edificio sagrado. Siguió saltando, escalando por los diferentes niveles de tejado que tenía el gran templo. Cuando llegó lo suficientemente alto vio horrorizado cómo tanto todos los jardines interiores como la gran plaza de palacio se estaban llenando de soldados que portaban espadas. Las terrazas, balcones y ventanas se estaban forrando de arcos con afiladas flechas que lo apuntaban. Y aun peor, Zhakiru se elevaba sobre los tejados tan rápido como él lo había hecho.
Devon se miró la mano derecha y vio que en los primeros dos dedos seguía teniendo sangre. Eso lo tranquilizó. Al menos no había perdido eso.
No tenía tiempo para pensar. Debía bajar al puerto para huir. Eso suponiendo que en el puerto no hubieran interceptado el barco de alguna manera.
Todo se complicaba. Devon echó a correr por los tejados del recinto religioso, con Zhakiru por detrás, hasta que llegó al borde del acantilado. Cuando las losas de piedra dejaron de tocar sus pies, saltó al vacío, cayéndose de cientos de metros de altura al mar. Mientras caía, vio cómo Zhakiru saltaba detrás de él, cosa que esperaba. Preparó un hechizo sencillo de traslación, y se lo lanzó. Zhakiru desapareció de encima suyo mientras el mar lo engullía con un fuerte golpe.
Devon buceó bastante antes de salir a la superficie. Cuando salió, con la cabeza fuera del agua, lo primero que hizo fue dedicar unos minutos a borrar la marca que había dejado Zhakiru en su pecho. Una vez hecho esto, comenzó a nadar hacia la columna de roca donde habían atracado. Estaba seguro de que Zhakiru enviaría fuerzas contra el barco. Debía ser rápido. Se miraba preocupado la sangre que tenía en sus dedos. Con el agua del mar se estaba limpiando y eso podría un gran problema.
Después de un tiempo nadando, llegó al puerto donde estaba el barco, y vio que por suerte los soldados no atestaban el lugar todavía. Corrió hasta el barco, donde Meredith y Bakflake lo esperaban para zarpar. Subió al barco con un salto, y le pidió a Bakflake que saliera de allí lo más rápido que pudiera.
Nada más salir vieron como el puerto se llenaba de soldados que bajaban desde las pasarelas y escalinatas. Por fortuna ellos zarpaban ya, fuera del alcance de sus armas.
Rongen nadó más rápido que nunca, a una velocidad que Devon nunca creyó posible para ningún animal marino.
—Mira allí —le señaló Meredith preocupada. Cuatro barcos pequeños, de velas rojas los seguían. Eran barcos largos, con una única vela que se extendía con la forma de un abanico. En su interior, los soldados esperaban, armados.
Devon pidió a Bakflake que forzará la marcha de la tortuga al máximo.
—Lo está dando todo ya —dijo Bakflake —. Además está cansada. El viaje no ha sido corto precisamente.
—Lo sé. Haz lo que puedas, no quiero tener que volver a luchar —contestó Devon. En ese momento Devon se miró a la mano derecha y se fijó en la poca sangre que manchaba sus dedos ahora. No podía esperar más. Meredith lo miraba.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó. Aunque Devon rara vez confesaba sus secretos, Meredith se mostraba intrigada por lo que habría o no conseguido.
—Es un ritual antiguo —le dijo Devon ensimismado —. Poca gente lo conoce y aun menos gente lo lleva a cabo —Devon sacó de entre unió de sus bolsillos un pequeño tarro con un liquido que era transparente—. Ahora veremos.
Metió los dedos ensangrentados en el líquido y todo el líquido se volvió rojo de repente. Entonces Devon untó de nuevo los dedos y se hizo una marcas en las mejillas y alrededor de los labios. Por último, se puso en los labios ese bote con aquella sopa roja y se la tragó.
Devon cerró los ojos y se tambaleó, dejando caer el tarro vacío, que se rompió en pedazos. El barco, la mar y las islas desaparecieron ante sus ojos. Meredith y Bakflake se emborronaron hasta hacerse invisibles. El cielo se tornó negro y nubloso.
Y vio una pequeña esfera dorada, pero antigua y manchada. Cerrada dentro de un cofre, que apestaba a magia. Cerrado dentro de una oscura y pequeña mazmorra, dentro de un angosto túnel, al fondo de todo. La tierra. Los pasadizos, pasillos y corredores de piedra bailaban delante de sus ojos. salió de la red de túneles. El templo en el que habían luchado se extendía debajo de sus pies, como una nítida marca en el agua. Después se desdibujó lentamente.
Una sacudida le devolvió al barco. Meredith y Bakflake lo miraban fijamente. Devon estaba algo mareado, pero nada demasiado importante. Fue al baúl que tenía en el camarote y buscó tres objetos deformes, sólidos, de procedencia distinta. Dos eran metálicos. El otro estaba metido dentro de un bote, y era algo parecido a un sólido viscoso.
Dispuso los tres objetos en la cubierta del barco, cada uno a una distancia del otro. De los dos objetos metálicos arrancó algunos cachos, dejándolos más pequeños. De la masa viscosa sólo cogió un poco, y la dejó encima de la cubierta, teniendo cuidado de que no se desparramara.
Entonces, con cuidado, comenzó a describir un círculo invisible con el dedo índice de la mano derecha, cubierta con el guante hasta el codo. Trazó el círculo tres veces, y se sentó delante de los tres objetos, mientras Meredith y Bakflake miraban. El sol rayaba el cielo, tiñéndolo todo con un tono anaranjado.
Devon se quedó un rato sentado, sin hacer aparentemente nada. En un momento dado, el objeto más a la derecha de Devon comenzó a vibrar levemente, y de pronto desapareció en un haz de luz, dejando en su lugar una pequeña bola metálica de bronce. La bola estaba marcada por distintas líneas geométricas. El bronce, si es que aquello era bronce, parecía sucio y viejo. O más bien antiguo. Aún así, no se había oxidado, porque no tenía el característico color azul. Tan sólo parecía descuidado.
Después Devon se desplomó en el suelo, agotado, y cerró los ojos para descansar.
Cuando los abrió estaba acostado en la cama, con fuerzas renovadas. Había dormido bien. Meredith entró en la habitación.
—¿Estás bien? —Preguntó.
—Si —respondió Devon—. Mucho mejor —Meredith lo miraba con expresión inquisitiva y con aflicción a la vez. Le informó de que los barcos que habían comenzado a perseguirles en Ka Than Po, y que se habían refugiado en una pequeña isla del norte, en una bahía deshabitada protegida por acantilados.
—Lo siento Devon. Siento no haber podido enfrentarme a ella —le dijo mirando al suelo apenada.
—Tranquila. Hicimos mal en subestimarla —Devon se incorporó en la cama —. Aunque sea una humana… No deberíamos de haber olvidado que fue aprendiz de Nasherum.
—Lo último que hiciste…lo de la sangre… —le dijo Meredith preocupada.
—Extraer un recuerdo específico tan bien guardado de la sangre es difícil y agotador. E invocarlo después de saber donde está lo es aún más. Llamar un objeto bien protegido sin haberlo tocado o marcarlo previamente es alta hechicería. Además veníamos ya cansados. Zhakiru es más lista de lo que me imaginaba —dijo pensativo —. Utilizó un marcaje mientras nos leíamos la mente… Inesperado, simple… Y efectivo. La sangre es un tejido secundario. Para recuperar un recuerdo completamente es mejor utilizar tejido neuronal. Pero al final tengo lo que quería, o al menos eso creo —se incorporó en la cama —. ¿Dónde está?
—Lo recogí, pero no lo metí en tu baúl. Lo encerré en el cofre de plata de luna, como siempre.
Devon asintió. Meredith había aprendido bien lo que él le intentaba enseñar.
La plata de luna no provenía realmente de ninguna de las dos lunas. Era en realidad una complicada aleación de plata y acero, llevada a cabo con un complejo ritual que incluía extracto de raíces de distintos árboles y otros ingredientes aún más extraños. A ese metal se le llamaba plata de luna o lunaerita porque brillaba con un destello blanquecino, mucho más claro que la plata corriente. Se usaba para canalizar o bloquear energías. En éste caso, un cofre de plata de luna bloqueaba cualquier vibración energética del objeto guardado en su interior.
Sin embargo, en aquella ocasión, no era necesario. Según tenía entendido Devon, el arscail no era un canalizador, una fuente ni un conductor. Era más bien un localizador. No tenía ni idea de cómo Nasherum pudo haber creado algo así, tan endiabladamente complicado, y endiabladamente útil, al menos para aquella empresa.
Devon se levantó, buscó el cofre de plata de luna, y lo abrió, para mirar la pequeña bola gastada de su interior. La sacó del cofre y la guardo en uno de los múltiples bolsillos de su cinturón.
Cuando terminó, Meredith lo miraba, preguntando con la mirada. Devon le devolvió la mirada, mostrando una media sonrisa de dientes perfectos.
—Ah…si. El secreto. La razón de nuestro viaje.
Meredith cruzó los brazos sin decir nada.
—Verás. No es que haya decidido guardar silencio por alguna razón en especial.
Devon miraba afectivamente a Meredith.
—Tenemos confianza, sé que no me vas a traicionar. Pero entiende que es peligroso saber de cosas que no son fáciles de entender. Pero ahora que ni si quiera yo entiendo la meta es probable que no sea digno para conocerla en soledad —suspiró —. Así que te la contaré. Así no dispondré de ningún privilegio.
Meredith abrió los ojos, atenta. Esperaba escuchar algo realmente importante. No trascendental. Quizás solo una excentricidad. Un punto de inflexión. Algo que no fuera parte de ése vívido mundo de locuras en el que participaba ahora.
—Bien. Has venido lejos conmigo. No, por mi. No hay razón para ocultarte lo obvio, más allá de que lo merezcas, o no.
Salieron fuera. Las olas resonaban contra el casco. El viento frío del atardecer hacía que el pelo corto de Meredith ondeara.
—No es difícil de explicar lo que busco. Al menos, una parte.
Devon se le quedó mirando, como si todo estuviera dicho ya. Meredith no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Más poesía. Más ironía. Acertijos que no iban a ningún lado. En realidad no le interesaba. Era solo el capricho de un intelectual loco. ¿Por qué iba a interesar a nadie?
—Vayamos dentro, sentémonos y descansemos. Es una larga historia.
IV.
Meredith y Devon estaban sentados en los cómodos sillones que tenía el barco en el camarote comunal, mientras la chimenea crepitaba con un fuego tenue. Meredith esperaba la gran historia con curiosidad, mientras Devon se acomodaba para contarla. Normalmente sacaría vino para una ocasión como aquella. Esta vez, no lo hizo.
—Es una historia olvidada, enterrada en el tiempo. Muy pocos, mortales o inmortales, la recuerdan ya. Es un cuento. Una canción. La parte hablada de una obra de teatro, el rezo a la cosecha —Devon se quedó callado un momento, con la mirada fija en el fuego —. Sería más fácil explicar que no es lo que es.
Meredith no entendía nada. Pero era una mujer de pocas palabras. No le importaba esperar a que Devon terminará su retahíla. Probablemente todo aquello tuviera un final útil.
Devon comenzó a hablar, lenta pero elocuentemente. Sus palabras contenían el marcado magnetismo que las caracterizaban.
»Hay, en todo una lucha. Y digo hay, y no hubo, por que de alguna manera esta historia vive a día de hoy. En la naturaleza, entre los hombres y entre las mujeres de todas las razas. Entre el sol, las lunas y las nubes, entre la rectitud del campo de hierba y la sombría maleza.
Y ésta lucha, es eterna. Puede que dure un año, o dos. Y que vuelva a la carga. O puede que no. Puede que la hierba del campo se olvide de la zarza, y que el fuerte roble olvide el relámpago rápido de las noches de verano. Y muchas veces, se olvida. La primera vez sucedió hace más años de los que se pueden contar. Antes de que la primera palabra fuera escrita y antes de que muchos asomaran sus piernas hacía la tierra. Los humanos eran sólo unos caníbales que adoraban a los dioses del trueno y fuego, y se encerraban en las cuevas más oscuras para cobijarse.
»Pero nuestros antepasados… Nuestros antepasados eran gloriosos. Sabios, fuertes y bellos. Altos como abedules, esbeltos como juncos. No rezaban a los dioses del fuego y el trueno. Ni si quiera a los dioses del viento. Ellos conocían el nombre de los dioses, el nombre verdadero. Y ellos hablaban con los dioses como un criado habla con su señor. Con respeto, miedo y humildad. Al fin y al cabo, eran criados en un mundo creado tiempo atrás por seres aún más antiguos que estos dioses.
»Conocían a Terraseun, dios del fuego y la creación. Conocían a Ivadala, diosa de las aguas y los vientos. Y a Patar, señor del tiempo. Pero sobre todo, conocían a Menaltha, señor de señores. El Primero. El que habló con el tiempo antes de enseñar a Patar a manejarlo. El que sació el vacío. El que fue, dejando de no ser. Y Menaltha y todos sus hermanos conocían a los antiguos dolarian pues eran sus hijos, y los bendecían con un mundo lleno de riquezas y de suerte. Lleno de buenaventura. Lleno de vida y de ser.
»Sin embargo, donde estaban todos los dioses que conocían y que creaban, había también dioses de la perversión y lo maligno. Estos seres no fueron creados de la misma manera que Menaltha y sus hermanos. Los que dejaron de no ser y fueron tenían un poder inimaginable. Fueron los primeros en moldear la materia, en ver el brillo de las estrellas y en contemplar la luz de las mañanas. Fueron los primeros en contar el tiempo y en reír. Fueron, en definitiva, los primeros amos de un mundo primitivo, salvaje, bello y lleno de energía.
»De la misma manera que algo bello y perfecto se crea, deben crearse las herramientas necesarias para mantenerlo bello y perfecto. Menaltha, señor de señores, y todos sus hermanos dieron a la existencia todo lo necesario para poder rebelarse contra cualquiera que quisiera, por azares del destino, atacar su propia creación. Pero en su ceguera y en su grandiosa ignorancia, los dioses dieron vida a sus propios enemigos.
Meredith se movió en su asiento.
—¿Alguna pregunta? —Inquirió Devon amablemente.
—Hablas de dioses. Todos tienen su dioses. Aquí y más allá del Mar de las Tormentas. Cada uno reza al dios que considera oportuno. Y yo no creo en ningún dios, más que en el que quiero creer.
—No pienses en dioses como en seres necesariamente antropomórficos. Realmente, la historia que cuento es, en parte al menos, cierta. Sin embargo es evidente que las leyendas la han maquillado y han dado a los poderes de la creación nombres y lazos de sangre. No todos son hechiceros y científicos como yo, Meredith.
Devon se levantó y anduvo hasta la pequeña mesa que se encontraba al otro extremo de la pequeña habitación, en frente de la chimenea.
—Te conozco —le dijo Meredith mirándolo con preocupación —. Y te creo. He visto como viajábamos juntos por la tierra y como encendías luces en la oscuridad sin fuego. Te he visto hacer cosas que ni siquiera puedo describir.
—Por supuesto. No se me ocurriría otra cosa —Devon dejó de mirar a la pared de madera del barco y se volvió a acomodar en el sillón —. Tienes que entender que puede que estos dioses no fueran en realidad nada más que polvo y química. Sin embargo tampoco podemos negar lo contrario —se calló un momento, mirando al vacío —. Lo importante es que en cuanto crearon toda la existencia, sean dioses reales o no, —levantó la mano izquierda poniendo la palma abierta mirando al techo —también crearon todo lo que la destruiría —hizo lo propio con la mano derecha —. Y aquí, es donde tenemos el conflicto —y juntó las dos manos lentamente a la altura de su pecho, entrelazando los dedos.
El mar susurraba detrás de las secas tablas del barco.
—Así pues, en su ignorancia, —prosiguió Devon —en su miedo, en su creencia de que necesitaban protección de la nada, crearon a sus enemigos más letales, pues dieron la existencia a unos hermanos no deseados.
»Estos seres fueron conocidos como los bastardos en muchas leyendas, o simplemente como demonios o espíritus malignos, pues fueron creados en la sombra de la belleza y la perfección y nunca fueron hijos ni hermanos de nadie. De modo que Menaltha y los suyos repudiaban sus conspiraciones continuamente. Y así, en ciclos de milenios, los hijos de la sombra han hecho lo posible por destruir la existencia que habían sido creados para defender. Hasta ahora, sin embargo, todos sus intentos han sido frustrados, por que estos seres, desde su creación, intentan hacerse con una existencia que tiene las mismas armas que ellos.
»Desde los albores de la existencia, se ha dado en el mundo que conocemos una continua lucha entre los creadores de la existencia y aquellos que pretenden exterminarla. Estas contiendas, al contrario de lo que pueda parecer, no tienen nada que ver con grandes enfrentamientos. Los dioses prefieren adoptar personalidades y actos terrenales para llevar a cabo sus deseos. Todo esto, por supuesto, hablando desde el punto de vista de que los dioses verdaderamente ejecutan sus deseos en persona. Esto se traduce en que, a lo largo de la historia, grandes leyendas han surgido para intentar decantar la balanza a favor de un bando o de otro.
Pero siempre se encontraban con un empate en la contienda. Cómo siempre, los empates en la historia y en la naturaleza, no tienen mucho que ver con la quietud o la calma. Si no más bien con ciclos en los que a veces un bando rebana cien cabezas y después el otro rebana otras cien. El equilibrio en ésta historia hay que entenderlo como el ecosistema de un bosque, en el que los zorros cazan conejos hasta que éstos se vuelven difíciles de cazar, entonces los zorros mueren de hambre, los conejos vuelven a ser prolíficos y el ciclo vuelve a empezar. Equilibrio.
Entonces, divertidos y borrachos de poder, los poderes de ambos bandos crearon, en secreto, fuerzas para desequilibrar la balanza. Según se cree, cada bando creó cuatro guerreros, no por convenio, si no por necesidad. El vasallo más eficiente de uno de los bandos se hizo casi tan fuerte como un dios, así que sus contrarios trataban de contenerlo con un igual. Repitieron el proceso varias veces, creando batallas entre vasallos a los que habían dotado quizás de demasiado poder.
Y a lo largo del tiempo, los dioses, éstas energías superiores, fueron desapareciendo, acomodándose o estancándose en su superioridad, en que ellos al final eran meros observadores de una realidad que se batía en duelo ella misma, contra ella misma. Por gracia de aquellos que habían concedido el poder.
Éstos luchadores eternos no morían, su energía simplemente se transmitía de un cuerpo a otro a través de los tiempos, ya que el poder forjado por la misma creación era demasiado brillante como para que decayera.
Devon se calló y miró a Meredith. Las yemas de sus dedos se juntaban, con los codos en las rodillas. Devon solía adoptar esta postura demasiado a menudo.
—Ahora te estarás preguntando a que viene todo esto. Tanta preocupación, tanta energía gastada en una empresa que, aparentemente, no da ningún resultado.
Meredith se limitó a seguir mirando a Devon.
—Todas las civilizaciones que pueblan esta tierra y tienen una versión más o menos parecida de éste relato. Unas personificaciones de lo que llamamos, banalmente, bien y mal. Lo cierto es que he llevado varias investigaciones en éste sentido, junto a ti —decía Devon —. Los nombres de los dioses pueden variar. Los nombres de sus elegidos, guerreros en una batalla sin causa, pueden ser distintos, y tener diversas personalidades. Pero en esencia, todo está ahí.
Meredith siguió mirando, sentada en la misma posición que había adoptado desde el principio de la conversación.
—Y así, viajando como lo hemos hecho, hemos llegado hasta aquí. Leyendo historias de diferentes pueblos, conseguí desgranar personajes históricos reales de entre el cuento y la poesía, y efectivamente identifiqué un cuerpo verdadero de suma importancia. Un avatar que probablemente representaba de alguna manera a una de esas grandes fuerzas primitivas que los dioses crearon para que lo sirvieran.
Meredith asintió lentamente.
—De alguna manera, —prosiguió Devon —pensé que ya que la existencia de estas leyendas épicas podía ser real, podría ser que estos personajes tuvieran algún tipo de materia, algún tipo de marca dada por esos entes superiores. La primera pista fructífera la encontré en aquella cueva de las tierras pardas, justo en el linde de las montañas bajas del norte de Aq Akrali.
Devon se acomodó en su sillón, esperando una respuesta. Meredith se limitó a hacer un amable gesto que invitaba a Devon a seguir.
—En aquella profunda cueva, sepultado bajo innumerables toneladas de roca y grava, se hallaba el cuerpo de uno de aquellos héroes atemporales. Y efectivamente descubrí que desprendía un halo de poder que nunca había sentido antes. De la misma manera, descubrí que alguien ya había estado allí, y que había encontrado, antes que yo, dicho cuerpo —continuó Devon —. Y con todo eso pensé… ¿Y si hubiera algún otro cuerpo proveniente del mismo origen pero en mejor estado? Y entonces decidí ir a buscar a Nasherum, para conseguir el arscail, para poder encontrar un cuerpo de igual poder, pero mejor conservado. Que no tenga sólo un halo ligero de ese poder “celestial”. Que la energía esté bien conservada. Para poder desvelar qué son los dioses, si es que son dioses. Para desvelar, al fin y al cabo, la creación de la existencia, o de al menos de éste mundo.
—¿Así que todo es eso? —preguntó Meredith seria —. ¿Somos una expedición científica? ¿Teológica? ¿Vas a probar que todos los cultos excepto uno están equivocados?
—Oh no… No va de eso —le respondió Devon sonriendo —. Va de otra cosa, mucho más… Práctica, por así decirlo.
Meredith esperó a la respuesta.
—Que esos… Héroes existieran supone que existe en ellos algo de esa energía primigenia con la que parte del mundo fue creada. Con lo que nuestros antepasados fueron creados. Eso es lo que busco. Extraer de alguna manera esa fuerza para curar la inmortalidad —hizo una pausa —. Y la locura.
Y los dos se quedaron en silencio. Ciertamente era algo de lo que los nadiler no hablaban. Ni siquiera entre ellos. Pero desde que fueron expulsado a aquella tierra baldía, hace milenios, los de su raza comenzaron a padecer una terrible enfermedad. Mucho más terrible que el tifus, la varicela o la peste.
Los nadiler no podrían padecer de éstas enfermedades. Pueden padecer debajo del filo de una espada, o ardiendo en un fuego conjurado, pero si se cuidan de éstas calamidades, pueden vivir indefinidamente. Sin embargo, éste tiempo eterno se vuelve en su contra. Algunos se vuelven locos, y pasan bajo su propio filo, antes incluso de que alguien pueda tildarlos de locos. Otros desaparecen. Viajan lejos y se esconden en una cueva o entre unos viejos troncos en un bosque oscuro, y mueren de sueño y hambre cien veces, para al final ser presa de alguna criatura salvaje.
Otros, se quedan en sus ciudades, en sus casas, y actúan como si no fueran parte de la locura, pero son los que más pierden la cabeza, pues acuden a los ritos de los Vani Drah, unas fiestas sanguinolentas, dolorosas y complacientes donde secuestran a sus propios congéneres y a seres de otras razas para utilizarlos en sus carnicerías.
No era algo que a la mayoría de los nadiler les complaciera, y sin embargo, era tolerado. Quizás la mayoría de los que lo toleraba formara parte del Vani Drah. Quizás sólo los más poderosos lo hicieran. Pero lo cierto es que todo el mundo lo sabía, y aún así seguía ocurriendo. Si no eras lo suficientemente poderoso era peligroso andar por las calles de las ciudades de Nadilim de noche. Y aún más peligroso era acercarse a la cordillera colmillo si los Vani Drah andaban buscando carne fresca.
De un modo u otro, los nadiler sucumbían a distintos estadios de desequilibrio mental, y todo siempre terminaba demasiado mal, con carne demasiado podrida y con sangre demasiado seca.
Todos sabían que se volverían locos en un momento u otro. Lo que no sabían era cuando, ni cómo. Si aquella energía primigenia de la que hablaba Devon podría prevenir a los de su raza de aquella maldición, aquello supondría un cambio radical en la vida de miles de nadiler.
O quizás Devon sólo quería prevenir su propia locura. Era viejo, mucho más viejo de lo que muchos creían, y aún no se había vuelto loco. Pocos de su edad no se habían vuelto locos. Y nadie sabía cómo lo estaba haciendo. Pero seguro que él tenía miedo de tener que comerse a alguien para evitar cortarse a si mismo.
Meredith entendía ahora el porqué de tanta prisa, y tantas ganas de hacerlo todo tan rápido y tan precipitadamente. Pero también estaba segura de que la parte práctica de la búsqueda no era sólo lo que movía a Devon. Él lo negaría, porque sería absurdo tomar todos aquellos riesgos por algo que no fuera práctico, pero buscaba el saber. Al fin y al cabo era un intelectual, un erudito y le apasionaban la historia y la mitología. Pero sobre todo, le apasionaba el poder. De eso estaba segura. Era uno de los pocos hechiceros de Ourath que hacía lo que le venía en gana. Independientemente de lo que las Confesoras o la Matriarca dictaran.
Anocheció y Bakflake preguntó a cerca del rumbo a tomar la mañana siguiente. Devon le pidió que esperara, extrajo el arscail de su cinto y lo sujetó entre las dos manos. Las pequeñas piezas que formaban la esfera rotaron sobre si mismas durante un instante. Devon abrió los ojos, volvió a guardar el arscail y contestó.
—Al sur. Y luego al oeste.
—¿No volvemos? — quiso saber Bakflake.
—No —respondió Devon —. Aún no.
V.
Ascendían por un río, de color marrón, como la tierra de sus orillas. El viaje desde la isla donde se habían refugiado cuando Devon había robado el arscail duró XXX días. Caía una llovizna. Ruidos en la jungla. Hacía un calor sofocante, muy distinto al agradable calor de las islas de Nambu. La tortuga dragón avanzaba contra la potente corriente embarrada del agua.
Bakflke estaba sentado en proa, encima del caparazón de Rongen, mirando con preocupación. Con un ágil salto se encaramó a la baranda de cubierta, y apareció delante de Meredith, con el ya habitual gesto de enfado.
—Está demasiado cansado —dijo —. El río baja con fuerza. Al sur de Narasi llueve mucho. El río baja cargado de vida. Deberíamos parar.
No era una pregunta, ni una petición. Iba a parar. Meredith se dirigió al camarote para avisar a Devon. Se lo comunicó sin que él levantara la mirada del sucio pergamino que estaba leyendo. Encima de una mesilla, al lado de donde estaba sentado, se encontraba el arscail, pequeño e inofensivo.
Hubo un silencio. Parecía que Devon no la había oído, pero ella sabía que sí. Hacía aquello muchas veces.
—Está bien, que pare —contestó al fin —. Puede que ya estemos lo suficientemente cerca.
Guardó cuidadosamente el pergamino en el códice donde correspondía, y lo llevo a su baúl. Volvió a la mesilla y cogió el arscail. Estaba dando la espalda a Meredith así que ella no podía ver que es lo que estaba haciendo. Pero lo sabía. Lo había visto hacer muchas veces desde que lo hizo por primera vez. Lo cogía, cerraba los ojos y el arscail chirriaba susurrante mientras las grietas del pequeño objeto se movían.
Devon le había explicado lo que hacía. El arscail actuaba como un magnificador de la captación de aura del hechicero. Los hechiceros, le contaba, tenían la habilidad de percibir la energía que emanaba de la mayoría de los seres vivos. Devon le había dicho que no era una habilidad muy explotada entre los magos y conjuradores. Era más bien como algo natural, pero no era un talento que nadie se interesara demasiado en explotar. La mayoría eran capaces de detectar magos a una distancia prudente, cuanto más poderosa el aura del hechicero y más corta su distancia más percibian la presencia.
Sin embargo, Devon estaba seguro de que mejorando esa habilidad los hechiceros podían llegar a percibir auras tan débiles como las de los pequeños animales o plantas, a una gran distancia.
En teoría, si te concentrabas lo suficiente y tenías ese instinto lo suficientemente desarrollado, podías detectar la presencia del aura de aquello que querías detectar, fuera lo que fuese.
El arscail sólo ampliaba ésta capacidad de percibir del mago que lo usaba, pero el resto de la responsabilidad del éxito de la búsqueda respondía enteramente del talento de aquel que lo estuviera usando.
Devon se quejó varias veces de lo arcaico, engorroso e inexacto que era, aunque hacía hincapié en que probablemente fuera que el arscail estuviera hecho a medida, por así decirlo, del talento de Nasherum, y por lo tanto resultara raro ante cualquier otro que lo utilizara.
Guardó el arscail y salió a cubierta.
—Bakflake, haz lo que tengas que hacer —le dijo —.Puedes dejarnos en la orilla de a babor.
Bakflake asintió y se dirigió hacía una zona despejada de árboles en las que el desembarco resultara cómodo. En mucho menos de lo que esperaba se encontraban delante de la tabla que se hundía en el barro, debajo de los árboles, debajo de la lluvia.
Bakflake se quedó en cubierta, esperando a que le dieran una orden.
—¿Debo… Esperaros? —preguntó —. ¿Señor?
Devon dedicó unos segundos a meditarlo.
—No —repuso —. Y no hace falta de que esperes. Saldemos la deuda.
Bakflake asintió y bajó también a tierra, mientras la tortuga rugió, visiblemente molesta por la corriente del río, a la que por seguro no estaba acostumbrado.
—Al partir disetis ciento veinte perlas —dijo —. Han sido XXX días más. descontando la señal son un total de ochocientas treinta.
Devon sonrió. Era un precio alto, pero merecía la pena. Todos esas millas marinas no habrían sido recorridos a esa velocidad por ningún otro navío.
—Cobras bien, tritón —Bakflake sonrió, con un gesto raro.
—Y navego mejor.
—Es cierto —dijo Devon —. No oirás a nadie hablar de ti mejor que a mi.
Bakflake cogió el dinero, que era moneda de Nadilim al cambio, Bakflake lo cogió y se los metió en una bolsa de cuero que llevaba atado a los pantalones que no se había cambiado durante todo el viaje. bakflake subió al barco y recogió la tablilla.
—Tened cuidado —les dijo desde las alturas —. Estás son tierras traicioneras.
Como toda respuesta, Devon y Meredith le sonrieron, y lo saludaron mientras Rongen viraba, y comenzaba el descenso del río a toda velocidad, a favor de la corriente.
—Avanzaremos hacía el noroeste —empezó Devon —. Lo más recto que podamos. No acamparemos a no ser que sea necesario, porque no sé por cuantas millas erra el arscail. Iré comprobándo la posición del objetivo cada cierto tiempo —miró el reloj de bolsillo que colgaba de su cinturón —. Aún nos quedan cinco o seis horas de luz.
Y sin hablar ni una palabra más se dirigieron por un sendero no muy claro, cubierto de malezas y hierbas altas, alejándose perpendicularmente del río.
La lluvía golpeaba el barro, y se producían claroscuros en el cielo. El calor era insoportable, pero Devon y Meredith lo aguantaban gracias a un aura de frescura que emanaba de Devon. Anduvieron por senderos poco transitados. Y sendero era quizas una palabra demasiado generosa. Anduvieron entre aullidos de animales salvajes y gorgoritos, apartando la exuberante maleza y moviéndose entre los grandes árboles que lanzaban sombras en la húmeda tierra.
Avanzaron entre que duró el día, y cuando cayó la noche y las dos lunas aparecieron en el firmamento, brillando intermitentemente en una noche lluviosa. Durmieron plácidamente porque estaban protegidos por la magia de Devon. La lluvía no los mojaba y había un ambiente fresco en lugar del apabullante calor. Devon despertó a Meredith antes de que amaneciera. Y se volvieron a poner en marcha para avanzar por la maraña de bosque tropical que los rodeaba.
En una hondonada, vieron cómo unos cazadores dregdar se acercaban. Devon amplió el encantamiento de confort para que les proporcionará invisibilidad y silencio. Meredith comenzó a marearse un poco. La magia ilusoria le sentaba fatal. Un ambiente reluciente y vidrioso los perseguía desde entonces, volviendoles sigilosos a miradas indiscretas. Siguieron avanzando mientras Devon comprobaba el arscail de vez en cuando.
Apretaron el paso por orden de Devon, y al atardecer del quinto día, lo vieron.
Se alzaba majestuoso, antiguo y escalofriante. Los colores rojos se abalanzaban sobre las torres pedregosas de la enrome estructura. Era un templo. Recordaba muchísimo al templo que habían dejado en Ka Than Po, pero era sin ninguna duda mucho más antiguo. Los árboles, temerosos de la piedra escrita, no se acercaban a cien metros del edificio. Un pequeño río se extendía delante de Devon y Meredith, que se internaban en el claro.
No dijeron nada, pero sabían de alguna manera que habían llegado a su destino. Cruzaron el río por encima de unos troncos llenos de musgo. Y anduvieron lentos, mientras el sol los golpeaba en la cara y aquella ruina milenaria se levantaba, poderosa e imponente.
Tenía tres terrazas, cada una de más de diez varas de altura. La segunda era más pequeña que la anterior y la última se elevaba como una torre, más allá de la sombra de los enromes árboles.
Tres columnas nacían desde la primera terraza, cada una en una de las esquinas en las que convergían las paredes. Faltaba la cuarta, que al parecer estaba derruida. Una rampa de altas escaleras ascendía al segundo nivel. Allí había una entrada, coronada con un arco ruinoso a medias. Ascendieron por las escaleras, demasiado grandes para hacerlo cómodamente. El sonido de un ave se oía entre los árboles. Las piedras que formaban el templo irradiaban una serena solemnidad.
Llegaron a la entrada en silencio. No tuvieron que decir nada para entrar. El interior era sólo una sala, vacía, con una roca en medio. Parecía que algún día fue un altar, pero estaba tan descuidado como el resto de las rocas que alguien había traído allí, hace siglos, para rendir tributo a alguna deidad olvidada.
Había algo en el aire. Algo enrarecido. Pero no como el aire estancado que suele haber en las habitaciones bajas de los palacios abandonados. Había magia en el aire. Una chispa, oscura, mezquina. Una energía negativa.
Meredith sólo sintió un escalofrío, que podría relacionarse simplemente con el hecho de penetrar en una ruina desconocida. Devon, en cambio, percibió todas y cada una de las particulas de energia destructivas que estaban ahí acumuladas.
Devon sabía que aquello no era normal. Había algo demasiado provocado en el ambiente como para ser algún encantamiento antiguo. No. Era demasiado distante, pero a la vez estaba siendo avivado en el momento a una velocidad demasiado alta.
Oscuro, mezquino.
—Peligro —dijo Devon por lo bajo. Meredith abrió los ojos.
—¿Qué…?
—¡Peligro! —gritó Devon, dándose la vuelta. Pero fue demasiado tarde. Un disparo. Una explosión. Una luz cegadora. Un golpe en el suelo.
Meredith se vio proyectada al exterior, lanzada con fuerza a aquellas desastrosas escaleras. Su espalda se clavo en el canto de una de ellas, a mitad de camino en la rampa.
Un frío la invadió. Una corriente de viento, imperceptibe pero clara, demasiado fría para ser una casualidad en aquel lugar, con aquel calor húmedo invadiendo todos los rincones.
El dolor de la espalda se empezó a acentúar, hasta que no lo pudo soportar. Sintió que su cuerpo dejaba de responder poco a poco. Le dolía respirar. Se desmayaba.
La mujer era bella y escultural. Su cara perfecta, sus finos labios, sus ojos negros y su pelo azabache le daban un aspecto maravilloso. Estaba vestida con telas y gasas de transparencias, descalza, reclinada en los cojines, sonreía. La luz que invadía toda la estancia le daba un aire casi divino. Su voz era fuerte pero melodiosa.
—En el momento en el que he oído tu nombre he mandado que te hicieran pasar —dijo —. Espero que no haya sido mucho.
Devon sonrió, diciéndole que en efecto no habían tenido que esperar mucho tiempo.
—Perfecto — contestó la anfitriona.
Zhakiru se incorporó sobre los cojines, quedándose de pié en una frágil postura. Luego siguió:
—Dime, Orzon, antiguo compañero de mi mentor. ¿Qué has venido a buscar a tierras lejanas?
Devon se adelantó, pues hasta entonces tanto él como Meredith se habían mantenido en la entrada del salón. Zhakiru bajó unos peldaños que separaban el trono donde se sentaba con el suelo principal de la sala.
—Sin duda Nasherum te enseñó bien —le dijo Devon con una sonrisa. Los dos iban acercándose poco a poco—. Te has construido una reputación envidiable, y has alcanzado un poder que pocos tienen aquí.
Zhakiru sonrió y agachó la cabeza con un gesto de gratitud, aceptando los cumplidos. En un momento, los dos se quedaron quietos, uno enfrente de otro. A varios pasos de distancia, los oscuros ojos de Zhakiru escudriñaban en la niebla de los grises ojos de Devon.
Entonces Devon vio que a ella también se le había ocurrido. En ese momento, la sala alrededor de los dos desapareció y los dos se encontraron sumidos en la más absoluta oscuridad, buscando lo que el otro quería. Devon corría por los pasadizos de la mente de Zhakiru a toda velocidad, como un relámpago en una noche tormentosa. Vio lo que quería, rodeado de un alto muro que le impedía entrar para conseguir su objetivo. Entonces un intenso dolor en el pecho hizo que la habitación apareciera de nuevo, y un grito de mujer llenó la sala.
La sala estaba exactamente igual que antes. Devon estaba de pié frente a Zhakiru, que respiraba fuertemente con la boca abierta. Estaba cansada. Devon se tocó el pecho. Tenía un largo rasguño en el esternón, donde un hilo de sangre bajaba por su torso hasta mancharle las claras mallas que llevaba. Miró a Meredith. Estaba en el suelo tumbada con los ojos abiertos, inconsciente.
Devon volvió la mirada a Zhakiru, que ahora sonreía.
—Crees que eres muy listo y poderoso—le dijo, andando hacia un lado lentamente, con superioridad —. Pero nunca consideras el hecho de que los demás también lo sean.
Devon entrecerró los ojos mientras comenzaba a andar en sentido opuesto a Zhakiru. Ambos se movían lentamente, con los brazos tensos y las rodillas flexionadas, describiendo un amplio círculo. Devon se pasó los dedos por la herida del pecho, y los manchó de sangre.
—Dámelo, y no pasará nada —susurró Devon amenazante. Zhakiru rompió en una sonora carcajada.
—Ni si quiera sabes usarlo correctamente —le contestó con petulancia— te daré un tiempo hasta que llame a los guardias… Estoy intrigada con lo que eres capaz de hacer.
Zhakiru se mantuvo sonriente largo tiempo, andando lentamente. Devon seguía describiendo el mismo círculo. Entonces, con un rápido movimiento de pies, Devon se lanzó hacia Zhakiru. Esta cruzo los brazos, y cuando Devon llegó estaba estrangulando un trozo de la vaporosa tela que vestía Zhakiru, mientras ésta se encontraba a cinco metros de distancia, con una expresión de desprecio en su cara. Devon soltó el vestido que tenía entre manos, echándolo al suelo.
Las mangas del vestido se movieron y dentro se materializó Zhakiru, que cogió a Devon y lo lanzó contra el suelo con fuerza, haciéndole retorcerse de dolor. Entonces Zhakiru habló con una voz venenosa y silbante.
—Que decepción. Creía que en tus milenios de vida habías atesorado algo de poder, pero todo indica a que lo único que has hecho es leer libros y perderte en tus comodidades. ¿Verdad?
Devon levantó la cabeza y la miró con odio. Se levantó de un ágil salto. Y rápidamente se lanzó hacia ella, pero apareció por detrás en lugar de por delante. Aquello la cogió de sorpresa. La agarró, mientras sus manos emitían un fulgor blanquecino.
—¿Qué tienes que decir ahora? —le dijo Devon con los dientes apretados. Zhakiru abrió la boca, de donde emergió una larga y gorda lengua, que estrechó a Devon por la cintura, provocándole una dolorosa presión. Entonces Devon fue moviendo lentamente sus manos por el torso de Zhakiru, mientras la Oyente intentaba deshacerse de Devon, agarrándolo por la cintura con su lengua. Devon puso su mano sobre el fino rostro de Zhakiru, y le acarició los párpados con los dedos índice y corazón. Devon notaba cómo Zhakiru emanaba un gran poder, intentando cambiar la situación con algún encantamiento.
—¿Crees que eres el único que sabe lo que tengo? —gritó Zhakiru iracunda —. ¿El primero que ha venido ante mí en busca de mi herencia?
Entonces, con fuerza, Devon insertó sus dos dedos de la mano derecha en la cuencas de los ojos de Zhakiru, notando como el caliente tejido ocular bañaba sus dedos con sangre y pus. Zhakiru cayó al suelo, gritando de dolor. Devon se apartó rápidamente hacia Meredith, mientras Zhakiru se cubría los ojos con las dos manos en una extraña postura, repitiendo un largo mantra en algún idioma desconocido.
Devon se agachó al lado de Meredith, y rozándole la mejilla con la mano izquierda, susurró un par de palabras que contenías un poder inusitado. Meredith pestañeó, cansada y jadeando.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz débil —. ¿Qué…que…?
Devon la chistó suavemente para que se callara, y la ayudo a incorporarse. Meredith estaba en un grave estado de shock. Devon miraba contiguamente a Zhakiru, quien continuaba en la misma postura, susurrando con voz de ultratumba.
— Rápido —le dijo Devon a Meredith al oído. Meredith se incorporó, pero tenía la mirada perdida y parecía que en cualquier momento iba a caer de nuevo al suelo. Devon le pidió que aguantara un poco, y rebuscó en los bolsillos de su cinturón, para sacar algo que parecía un trozo de miga de pan. Se lo metió a Meredith en la boca y se lo hizo tragar, Meredith recuperó fuerzas rápidamente, y pudo sostenerse sola de pié. Miraba a Devon con cara triste. Devon la sujetaba con la mano izquierda, mientras en la otra mano, los dedos chorreaban de la sangre de los ojos de su enemiga. Devon miró a Zhakiru, y vio como apartaba las manos para mostrar unos ojos nuevos, tan negros como los de antes, pero inyectados en sangre. Marcas rojas recorrían sus mejillas, lo que le daba un aspecto terrible. Sonreía, abriendo la boca en una mueca siniestra, limpiándose la sangre de su cara con las manos, y relamiéndose con la lengua.
—¡Vamos! —le dijo Devon a Meredith. Zhakiru, se había incorporado. Justo cuando había comenzado a correr hacia ellos perseguida por un destello rubí, Devon agarró fuertemente a Meredith con una sola mano, y fluctuó. Meredith sintió cómo el suelo desaparecía a sus pies, como el techo de la sala se volvía borroso, y de pronto nítido, cogiendo el color azul del cielo al mediodía.
Aparecieron en el aire, encima del jardín interior del templo, mientras éste se llenaba de soldados armados con espadas que escondían sus rostros detrás de burlonas máscaras.
Cayeron sobre el césped con un duro golpe. Se incorporaron rápidamente. Meredith acogió a varios en un oscuro manto de ilusión, al retirar el manto, los soldados cayeron al suelo. Después de esto, corrió hacia los soldados más cercanos, y con rápidas llaves los fue dejando fuera de combate.
Devon se encontraba rodeado de cadáveres humeantes de soldados, mientras los nuevos que llegaban al jardín, esperaban a una prudente distancia de los dos intrusos.
De pronto, en uno de los arcos de piedra que daban al jardín apareció Zhakiru con su recién adquirida mueca de odio en la cara, ensanchando su sonrisa cada vez más. Devon la vio, y le lanzó pequeños jirones de luz con rápidos movimientos. Estos estallaron al entrar en contacto con la piedra y la carne, dejando a su paso una estela de humo.
Devon saltó, y se posiciono junto a Meredith. Luego rápidamente le dijo:
—Me ha marcado, por eso no he podido salir más lejos. Ve al puerto, busca a Bakflake y espérame —le dijo al oído. Meredith asintió, dio una vuelta sobre sus propios pies y desapareció, saltando con rapidez.
Devon miró a Zhakiru a los ojos. Está chilló, tensionando todo su cuerpo. Con un salto inhumano se lanzó hacia Devon, y éste se apartó a un lado, y con otro salto subió al tejado del primer nivel del edificio sagrado. Siguió saltando, escalando por los diferentes niveles de tejado que tenía el gran templo. Cuando llegó lo suficientemente alto vio horrorizado cómo tanto todos los jardines interiores como la gran plaza de palacio se estaban llenando de soldados que portaban espadas. Las terrazas, balcones y ventanas se estaban forrando de arcos con afiladas flechas que lo apuntaban. Y aun peor, Zhakiru se elevaba sobre los tejados tan rápido como él lo había hecho.
Devon se miró la mano derecha y vio que en los primeros dos dedos seguía teniendo sangre. Eso lo tranquilizó. Al menos no había perdido eso.
No tenía tiempo para pensar. Debía bajar al puerto para huir. Eso suponiendo que en el puerto no hubieran interceptado el barco de alguna manera.
Todo se complicaba. Devon echó a correr por los tejados del recinto religioso, con Zhakiru por detrás, hasta que llegó al borde del acantilado. Cuando las losas de piedra dejaron de tocar sus pies, saltó al vacío, cayéndose de cientos de metros de altura al mar. Mientras caía, vio cómo Zhakiru saltaba detrás de él, cosa que esperaba. Preparó un hechizo sencillo de traslación, y se lo lanzó. Zhakiru desapareció de encima suyo mientras el mar lo engullía con un fuerte golpe.
Devon buceó bastante antes de salir a la superficie. Cuando salió, con la cabeza fuera del agua, lo primero que hizo fue dedicar unos minutos a borrar la marca que había dejado Zhakiru en su pecho. Una vez hecho esto, comenzó a nadar hacia la columna de roca donde habían atracado. Estaba seguro de que Zhakiru enviaría fuerzas contra el barco. Debía ser rápido. Se miraba preocupado la sangre que tenía en sus dedos. Con el agua del mar se estaba limpiando y eso podría un gran problema.
Después de un tiempo nadando, llegó al puerto donde estaba el barco, y vio que por suerte los soldados no atestaban el lugar todavía. Corrió hasta el barco, donde Meredith y Bakflake lo esperaban para zarpar. Subió al barco con un salto, y le pidió a Bakflake que saliera de allí lo más rápido que pudiera.
Nada más salir vieron como el puerto se llenaba de soldados que bajaban desde las pasarelas y escalinatas. Por fortuna ellos zarpaban ya, fuera del alcance de sus armas.
Rongen nadó más rápido que nunca, a una velocidad que Devon nunca creyó posible para ningún animal marino.
—Mira allí —le señaló Meredith preocupada. Cuatro barcos pequeños, de velas rojas los seguían. Eran barcos largos, con una única vela que se extendía con la forma de un abanico. En su interior, los soldados esperaban, armados.
Devon pidió a Bakflake que forzará la marcha de la tortuga al máximo.
—Lo está dando todo ya —dijo Bakflake —. Además está cansada. El viaje no ha sido corto precisamente.
—Lo sé. Haz lo que puedas, no quiero tener que volver a luchar —contestó Devon. En ese momento Devon se miró a la mano derecha y se fijó en la poca sangre que manchaba sus dedos ahora. No podía esperar más. Meredith lo miraba.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó. Aunque Devon rara vez confesaba sus secretos, Meredith se mostraba intrigada por lo que habría o no conseguido.
—Es un ritual antiguo —le dijo Devon ensimismado —. Poca gente lo conoce y aun menos gente lo lleva a cabo —Devon sacó de entre unió de sus bolsillos un pequeño tarro con un liquido que era transparente—. Ahora veremos.
Metió los dedos ensangrentados en el líquido y todo el líquido se volvió rojo de repente. Entonces Devon untó de nuevo los dedos y se hizo una marcas en las mejillas y alrededor de los labios. Por último, se puso en los labios ese bote con aquella sopa roja y se la tragó.
Devon cerró los ojos y se tambaleó, dejando caer el tarro vacío, que se rompió en pedazos. El barco, la mar y las islas desaparecieron ante sus ojos. Meredith y Bakflake se emborronaron hasta hacerse invisibles. El cielo se tornó negro y nubloso.
Y vio una pequeña esfera dorada, pero antigua y manchada. Cerrada dentro de un cofre, que apestaba a magia. Cerrado dentro de una oscura y pequeña mazmorra, dentro de un angosto túnel, al fondo de todo. La tierra. Los pasadizos, pasillos y corredores de piedra bailaban delante de sus ojos. salió de la red de túneles. El templo en el que habían luchado se extendía debajo de sus pies, como una nítida marca en el agua. Después se desdibujó lentamente.
Una sacudida le devolvió al barco. Meredith y Bakflake lo miraban fijamente. Devon estaba algo mareado, pero nada demasiado importante. Fue al baúl que tenía en el camarote y buscó tres objetos deformes, sólidos, de procedencia distinta. Dos eran metálicos. El otro estaba metido dentro de un bote, y era algo parecido a un sólido viscoso.
Dispuso los tres objetos en la cubierta del barco, cada uno a una distancia del otro. De los dos objetos metálicos arrancó algunos cachos, dejándolos más pequeños. De la masa viscosa sólo cogió un poco, y la dejó encima de la cubierta, teniendo cuidado de que no se desparramara.
Entonces, con cuidado, comenzó a describir un círculo invisible con el dedo índice de la mano derecha, cubierta con el guante hasta el codo. Trazó el círculo tres veces, y se sentó delante de los tres objetos, mientras Meredith y Bakflake miraban. El sol rayaba el cielo, tiñéndolo todo con un tono anaranjado.
Devon se quedó un rato sentado, sin hacer aparentemente nada. En un momento dado, el objeto más a la derecha de Devon comenzó a vibrar levemente, y de pronto desapareció en un haz de luz, dejando en su lugar una pequeña bola metálica de bronce. La bola estaba marcada por distintas líneas geométricas. El bronce, si es que aquello era bronce, parecía sucio y viejo. O más bien antiguo. Aún así, no se había oxidado, porque no tenía el característico color azul. Tan sólo parecía descuidado.
Después Devon se desplomó en el suelo, agotado, y cerró los ojos para descansar.
Cuando los abrió estaba acostado en la cama, con fuerzas renovadas. Había dormido bien. Meredith entró en la habitación.
—¿Estás bien? —Preguntó.
—Si —respondió Devon—. Mucho mejor —Meredith lo miraba con expresión inquisitiva y con aflicción a la vez. Le informó de que los barcos que habían comenzado a perseguirles en Ka Than Po, y que se habían refugiado en una pequeña isla del norte, en una bahía deshabitada protegida por acantilados.
—Lo siento Devon. Siento no haber podido enfrentarme a ella —le dijo mirando al suelo apenada.
—Tranquila. Hicimos mal en subestimarla —Devon se incorporó en la cama —. Aunque sea una humana… No deberíamos de haber olvidado que fue aprendiz de Nasherum.
—Lo último que hiciste…lo de la sangre… —le dijo Meredith preocupada.
—Extraer un recuerdo específico tan bien guardado de la sangre es difícil y agotador. E invocarlo después de saber donde está lo es aún más. Llamar un objeto bien protegido sin haberlo tocado o marcarlo previamente es alta hechicería. Además veníamos ya cansados. Zhakiru es más lista de lo que me imaginaba —dijo pensativo —. Utilizó un marcaje mientras nos leíamos la mente… Inesperado, simple… Y efectivo. La sangre es un tejido secundario. Para recuperar un recuerdo completamente es mejor utilizar tejido neuronal. Pero al final tengo lo que quería, o al menos eso creo —se incorporó en la cama —. ¿Dónde está?
—Lo recogí, pero no lo metí en tu baúl. Lo encerré en el cofre de plata de luna, como siempre.
Devon asintió. Meredith había aprendido bien lo que él le intentaba enseñar.
La plata de luna no provenía realmente de ninguna de las dos lunas. Era en realidad una complicada aleación de plata y acero, llevada a cabo con un complejo ritual que incluía extracto de raíces de distintos árboles y otros ingredientes aún más extraños. A ese metal se le llamaba plata de luna o lunaerita porque brillaba con un destello blanquecino, mucho más claro que la plata corriente. Se usaba para canalizar o bloquear energías. En éste caso, un cofre de plata de luna bloqueaba cualquier vibración energética del objeto guardado en su interior.
Sin embargo, en aquella ocasión, no era necesario. Según tenía entendido Devon, el arscail no era un canalizador, una fuente ni un conductor. Era más bien un localizador. No tenía ni idea de cómo Nasherum pudo haber creado algo así, tan endiabladamente complicado, y endiabladamente útil, al menos para aquella empresa.
Devon se levantó, buscó el cofre de plata de luna, y lo abrió, para mirar la pequeña bola gastada de su interior. La sacó del cofre y la guardo en uno de los múltiples bolsillos de su cinturón.
Cuando terminó, Meredith lo miraba, preguntando con la mirada. Devon le devolvió la mirada, mostrando una media sonrisa de dientes perfectos.
—Ah…si. El secreto. La razón de nuestro viaje.
Meredith cruzó los brazos sin decir nada.
—Verás. No es que haya decidido guardar silencio por alguna razón en especial.
Devon miraba afectivamente a Meredith.
—Tenemos confianza, sé que no me vas a traicionar. Pero entiende que es peligroso saber de cosas que no son fáciles de entender. Pero ahora que ni si quiera yo entiendo la meta es probable que no sea digno para conocerla en soledad —suspiró —. Así que te la contaré. Así no dispondré de ningún privilegio.
Meredith abrió los ojos, atenta. Esperaba escuchar algo realmente importante. No trascendental. Quizás solo una excentricidad. Un punto de inflexión. Algo que no fuera parte de ése vívido mundo de locuras en el que participaba ahora.
—Bien. Has venido lejos conmigo. No, por mi. No hay razón para ocultarte lo obvio, más allá de que lo merezcas, o no.
Salieron fuera. Las olas resonaban contra el casco. El viento frío del atardecer hacía que el pelo corto de Meredith ondeara.
—No es difícil de explicar lo que busco. Al menos, una parte.
Devon se le quedó mirando, como si todo estuviera dicho ya. Meredith no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Más poesía. Más ironía. Acertijos que no iban a ningún lado. En realidad no le interesaba. Era solo el capricho de un intelectual loco. ¿Por qué iba a interesar a nadie?
—Vayamos dentro, sentémonos y descansemos. Es una larga historia.
IV.
Meredith y Devon estaban sentados en los cómodos sillones que tenía el barco en el camarote comunal, mientras la chimenea crepitaba con un fuego tenue. Meredith esperaba la gran historia con curiosidad, mientras Devon se acomodaba para contarla. Normalmente sacaría vino para una ocasión como aquella. Esta vez, no lo hizo.
—Es una historia olvidada, enterrada en el tiempo. Muy pocos, mortales o inmortales, la recuerdan ya. Es un cuento. Una canción. La parte hablada de una obra de teatro, el rezo a la cosecha —Devon se quedó callado un momento, con la mirada fija en el fuego —. Sería más fácil explicar que no es lo que es.
Meredith no entendía nada. Pero era una mujer de pocas palabras. No le importaba esperar a que Devon terminará su retahíla. Probablemente todo aquello tuviera un final útil.
Devon comenzó a hablar, lenta pero elocuentemente. Sus palabras contenían el marcado magnetismo que las caracterizaban.
»Hay, en todo una lucha. Y digo hay, y no hubo, por que de alguna manera esta historia vive a día de hoy. En la naturaleza, entre los hombres y entre las mujeres de todas las razas. Entre el sol, las lunas y las nubes, entre la rectitud del campo de hierba y la sombría maleza.
Y ésta lucha, es eterna. Puede que dure un año, o dos. Y que vuelva a la carga. O puede que no. Puede que la hierba del campo se olvide de la zarza, y que el fuerte roble olvide el relámpago rápido de las noches de verano. Y muchas veces, se olvida. La primera vez sucedió hace más años de los que se pueden contar. Antes de que la primera palabra fuera escrita y antes de que muchos asomaran sus piernas hacía la tierra. Los humanos eran sólo unos caníbales que adoraban a los dioses del trueno y fuego, y se encerraban en las cuevas más oscuras para cobijarse.
»Pero nuestros antepasados… Nuestros antepasados eran gloriosos. Sabios, fuertes y bellos. Altos como abedules, esbeltos como juncos. No rezaban a los dioses del fuego y el trueno. Ni si quiera a los dioses del viento. Ellos conocían el nombre de los dioses, el nombre verdadero. Y ellos hablaban con los dioses como un criado habla con su señor. Con respeto, miedo y humildad. Al fin y al cabo, eran criados en un mundo creado tiempo atrás por seres aún más antiguos que estos dioses.
»Conocían a Terraseun, dios del fuego y la creación. Conocían a Ivadala, diosa de las aguas y los vientos. Y a Patar, señor del tiempo. Pero sobre todo, conocían a Menaltha, señor de señores. El Primero. El que habló con el tiempo antes de enseñar a Patar a manejarlo. El que sació el vacío. El que fue, dejando de no ser. Y Menaltha y todos sus hermanos conocían a los antiguos dolarian pues eran sus hijos, y los bendecían con un mundo lleno de riquezas y de suerte. Lleno de buenaventura. Lleno de vida y de ser.
»Sin embargo, donde estaban todos los dioses que conocían y que creaban, había también dioses de la perversión y lo maligno. Estos seres no fueron creados de la misma manera que Menaltha y sus hermanos. Los que dejaron de no ser y fueron tenían un poder inimaginable. Fueron los primeros en moldear la materia, en ver el brillo de las estrellas y en contemplar la luz de las mañanas. Fueron los primeros en contar el tiempo y en reír. Fueron, en definitiva, los primeros amos de un mundo primitivo, salvaje, bello y lleno de energía.
»De la misma manera que algo bello y perfecto se crea, deben crearse las herramientas necesarias para mantenerlo bello y perfecto. Menaltha, señor de señores, y todos sus hermanos dieron a la existencia todo lo necesario para poder rebelarse contra cualquiera que quisiera, por azares del destino, atacar su propia creación. Pero en su ceguera y en su grandiosa ignorancia, los dioses dieron vida a sus propios enemigos.
Meredith se movió en su asiento.
—¿Alguna pregunta? —Inquirió Devon amablemente.
—Hablas de dioses. Todos tienen su dioses. Aquí y más allá del Mar de las Tormentas. Cada uno reza al dios que considera oportuno. Y yo no creo en ningún dios, más que en el que quiero creer.
—No pienses en dioses como en seres necesariamente antropomórficos. Realmente, la historia que cuento es, en parte al menos, cierta. Sin embargo es evidente que las leyendas la han maquillado y han dado a los poderes de la creación nombres y lazos de sangre. No todos son hechiceros y científicos como yo, Meredith.
Devon se levantó y anduvo hasta la pequeña mesa que se encontraba al otro extremo de la pequeña habitación, en frente de la chimenea.
—Te conozco —le dijo Meredith mirándolo con preocupación —. Y te creo. He visto como viajábamos juntos por la tierra y como encendías luces en la oscuridad sin fuego. Te he visto hacer cosas que ni siquiera puedo describir.
—Por supuesto. No se me ocurriría otra cosa —Devon dejó de mirar a la pared de madera del barco y se volvió a acomodar en el sillón —. Tienes que entender que puede que estos dioses no fueran en realidad nada más que polvo y química. Sin embargo tampoco podemos negar lo contrario —se calló un momento, mirando al vacío —. Lo importante es que en cuanto crearon toda la existencia, sean dioses reales o no, —levantó la mano izquierda poniendo la palma abierta mirando al techo —también crearon todo lo que la destruiría —hizo lo propio con la mano derecha —. Y aquí, es donde tenemos el conflicto —y juntó las dos manos lentamente a la altura de su pecho, entrelazando los dedos.
El mar susurraba detrás de las secas tablas del barco.
—Así pues, en su ignorancia, —prosiguió Devon —en su miedo, en su creencia de que necesitaban protección de la nada, crearon a sus enemigos más letales, pues dieron la existencia a unos hermanos no deseados.
»Estos seres fueron conocidos como los bastardos en muchas leyendas, o simplemente como demonios o espíritus malignos, pues fueron creados en la sombra de la belleza y la perfección y nunca fueron hijos ni hermanos de nadie. De modo que Menaltha y los suyos repudiaban sus conspiraciones continuamente. Y así, en ciclos de milenios, los hijos de la sombra han hecho lo posible por destruir la existencia que habían sido creados para defender. Hasta ahora, sin embargo, todos sus intentos han sido frustrados, por que estos seres, desde su creación, intentan hacerse con una existencia que tiene las mismas armas que ellos.
»Desde los albores de la existencia, se ha dado en el mundo que conocemos una continua lucha entre los creadores de la existencia y aquellos que pretenden exterminarla. Estas contiendas, al contrario de lo que pueda parecer, no tienen nada que ver con grandes enfrentamientos. Los dioses prefieren adoptar personalidades y actos terrenales para llevar a cabo sus deseos. Todo esto, por supuesto, hablando desde el punto de vista de que los dioses verdaderamente ejecutan sus deseos en persona. Esto se traduce en que, a lo largo de la historia, grandes leyendas han surgido para intentar decantar la balanza a favor de un bando o de otro.
Pero siempre se encontraban con un empate en la contienda. Cómo siempre, los empates en la historia y en la naturaleza, no tienen mucho que ver con la quietud o la calma. Si no más bien con ciclos en los que a veces un bando rebana cien cabezas y después el otro rebana otras cien. El equilibrio en ésta historia hay que entenderlo como el ecosistema de un bosque, en el que los zorros cazan conejos hasta que éstos se vuelven difíciles de cazar, entonces los zorros mueren de hambre, los conejos vuelven a ser prolíficos y el ciclo vuelve a empezar. Equilibrio.
Entonces, divertidos y borrachos de poder, los poderes de ambos bandos crearon, en secreto, fuerzas para desequilibrar la balanza. Según se cree, cada bando creó cuatro guerreros, no por convenio, si no por necesidad. El vasallo más eficiente de uno de los bandos se hizo casi tan fuerte como un dios, así que sus contrarios trataban de contenerlo con un igual. Repitieron el proceso varias veces, creando batallas entre vasallos a los que habían dotado quizás de demasiado poder.
Y a lo largo del tiempo, los dioses, éstas energías superiores, fueron desapareciendo, acomodándose o estancándose en su superioridad, en que ellos al final eran meros observadores de una realidad que se batía en duelo ella misma, contra ella misma. Por gracia de aquellos que habían concedido el poder.
Éstos luchadores eternos no morían, su energía simplemente se transmitía de un cuerpo a otro a través de los tiempos, ya que el poder forjado por la misma creación era demasiado brillante como para que decayera.
Devon se calló y miró a Meredith. Las yemas de sus dedos se juntaban, con los codos en las rodillas. Devon solía adoptar esta postura demasiado a menudo.
—Ahora te estarás preguntando a que viene todo esto. Tanta preocupación, tanta energía gastada en una empresa que, aparentemente, no da ningún resultado.
Meredith se limitó a seguir mirando a Devon.
—Todas las civilizaciones que pueblan esta tierra y tienen una versión más o menos parecida de éste relato. Unas personificaciones de lo que llamamos, banalmente, bien y mal. Lo cierto es que he llevado varias investigaciones en éste sentido, junto a ti —decía Devon —. Los nombres de los dioses pueden variar. Los nombres de sus elegidos, guerreros en una batalla sin causa, pueden ser distintos, y tener diversas personalidades. Pero en esencia, todo está ahí.
Meredith siguió mirando, sentada en la misma posición que había adoptado desde el principio de la conversación.
—Y así, viajando como lo hemos hecho, hemos llegado hasta aquí. Leyendo historias de diferentes pueblos, conseguí desgranar personajes históricos reales de entre el cuento y la poesía, y efectivamente identifiqué un cuerpo verdadero de suma importancia. Un avatar que probablemente representaba de alguna manera a una de esas grandes fuerzas primitivas que los dioses crearon para que lo sirvieran.
Meredith asintió lentamente.
—De alguna manera, —prosiguió Devon —pensé que ya que la existencia de estas leyendas épicas podía ser real, podría ser que estos personajes tuvieran algún tipo de materia, algún tipo de marca dada por esos entes superiores. La primera pista fructífera la encontré en aquella cueva de las tierras pardas, justo en el linde de las montañas bajas del norte de Aq Akrali.
Devon se acomodó en su sillón, esperando una respuesta. Meredith se limitó a hacer un amable gesto que invitaba a Devon a seguir.
—En aquella profunda cueva, sepultado bajo innumerables toneladas de roca y grava, se hallaba el cuerpo de uno de aquellos héroes atemporales. Y efectivamente descubrí que desprendía un halo de poder que nunca había sentido antes. De la misma manera, descubrí que alguien ya había estado allí, y que había encontrado, antes que yo, dicho cuerpo —continuó Devon —. Y con todo eso pensé… ¿Y si hubiera algún otro cuerpo proveniente del mismo origen pero en mejor estado? Y entonces decidí ir a buscar a Nasherum, para conseguir el arscail, para poder encontrar un cuerpo de igual poder, pero mejor conservado. Que no tenga sólo un halo ligero de ese poder “celestial”. Que la energía esté bien conservada. Para poder desvelar qué son los dioses, si es que son dioses. Para desvelar, al fin y al cabo, la creación de la existencia, o de al menos de éste mundo.
—¿Así que todo es eso? —preguntó Meredith seria —. ¿Somos una expedición científica? ¿Teológica? ¿Vas a probar que todos los cultos excepto uno están equivocados?
—Oh no… No va de eso —le respondió Devon sonriendo —. Va de otra cosa, mucho más… Práctica, por así decirlo.
Meredith esperó a la respuesta.
—Que esos… Héroes existieran supone que existe en ellos algo de esa energía primigenia con la que parte del mundo fue creada. Con lo que nuestros antepasados fueron creados. Eso es lo que busco. Extraer de alguna manera esa fuerza para curar la inmortalidad —hizo una pausa —. Y la locura.
Y los dos se quedaron en silencio. Ciertamente era algo de lo que los nadiler no hablaban. Ni siquiera entre ellos. Pero desde que fueron expulsado a aquella tierra baldía, hace milenios, los de su raza comenzaron a padecer una terrible enfermedad. Mucho más terrible que el tifus, la varicela o la peste.
Los nadiler no podrían padecer de éstas enfermedades. Pueden padecer debajo del filo de una espada, o ardiendo en un fuego conjurado, pero si se cuidan de éstas calamidades, pueden vivir indefinidamente. Sin embargo, éste tiempo eterno se vuelve en su contra. Algunos se vuelven locos, y pasan bajo su propio filo, antes incluso de que alguien pueda tildarlos de locos. Otros desaparecen. Viajan lejos y se esconden en una cueva o entre unos viejos troncos en un bosque oscuro, y mueren de sueño y hambre cien veces, para al final ser presa de alguna criatura salvaje.
Otros, se quedan en sus ciudades, en sus casas, y actúan como si no fueran parte de la locura, pero son los que más pierden la cabeza, pues acuden a los ritos de los Vani Drah, unas fiestas sanguinolentas, dolorosas y complacientes donde secuestran a sus propios congéneres y a seres de otras razas para utilizarlos en sus carnicerías.
No era algo que a la mayoría de los nadiler les complaciera, y sin embargo, era tolerado. Quizás la mayoría de los que lo toleraba formara parte del Vani Drah. Quizás sólo los más poderosos lo hicieran. Pero lo cierto es que todo el mundo lo sabía, y aún así seguía ocurriendo. Si no eras lo suficientemente poderoso era peligroso andar por las calles de las ciudades de Nadilim de noche. Y aún más peligroso era acercarse a la cordillera colmillo si los Vani Drah andaban buscando carne fresca.
De un modo u otro, los nadiler sucumbían a distintos estadios de desequilibrio mental, y todo siempre terminaba demasiado mal, con carne demasiado podrida y con sangre demasiado seca.
Todos sabían que se volverían locos en un momento u otro. Lo que no sabían era cuando, ni cómo. Si aquella energía primigenia de la que hablaba Devon podría prevenir a los de su raza de aquella maldición, aquello supondría un cambio radical en la vida de miles de nadiler.
O quizás Devon sólo quería prevenir su propia locura. Era viejo, mucho más viejo de lo que muchos creían, y aún no se había vuelto loco. Pocos de su edad no se habían vuelto locos. Y nadie sabía cómo lo estaba haciendo. Pero seguro que él tenía miedo de tener que comerse a alguien para evitar cortarse a si mismo.
Meredith entendía ahora el porqué de tanta prisa, y tantas ganas de hacerlo todo tan rápido y tan precipitadamente. Pero también estaba segura de que la parte práctica de la búsqueda no era sólo lo que movía a Devon. Él lo negaría, porque sería absurdo tomar todos aquellos riesgos por algo que no fuera práctico, pero buscaba el saber. Al fin y al cabo era un intelectual, un erudito y le apasionaban la historia y la mitología. Pero sobre todo, le apasionaba el poder. De eso estaba segura. Era uno de los pocos hechiceros de Ourath que hacía lo que le venía en gana. Independientemente de lo que las Confesoras o la Matriarca dictaran.
Anocheció y Bakflake preguntó a cerca del rumbo a tomar la mañana siguiente. Devon le pidió que esperara, extrajo el arscail de su cinto y lo sujetó entre las dos manos. Las pequeñas piezas que formaban la esfera rotaron sobre si mismas durante un instante. Devon abrió los ojos, volvió a guardar el arscail y contestó.
—Al sur. Y luego al oeste.
—¿No volvemos? — quiso saber Bakflake.
—No —respondió Devon —. Aún no.
V.
Ascendían por un río, de color marrón, como la tierra de sus orillas. El viaje desde la isla donde se habían refugiado cuando Devon había robado el arscail duró XXX días. Caía una llovizna. Ruidos en la jungla. Hacía un calor sofocante, muy distinto al agradable calor de las islas de Nambu. La tortuga dragón avanzaba contra la potente corriente embarrada del agua.
Bakflke estaba sentado en proa, encima del caparazón de Rongen, mirando con preocupación. Con un ágil salto se encaramó a la baranda de cubierta, y apareció delante de Meredith, con el ya habitual gesto de enfado.
—Está demasiado cansado —dijo —. El río baja con fuerza. Al sur de Narasi llueve mucho. El río baja cargado de vida. Deberíamos parar.
No era una pregunta, ni una petición. Iba a parar. Meredith se dirigió al camarote para avisar a Devon. Se lo comunicó sin que él levantara la mirada del sucio pergamino que estaba leyendo. Encima de una mesilla, al lado de donde estaba sentado, se encontraba el arscail, pequeño e inofensivo.
Hubo un silencio. Parecía que Devon no la había oído, pero ella sabía que sí. Hacía aquello muchas veces.
—Está bien, que pare —contestó al fin —. Puede que ya estemos lo suficientemente cerca.
Guardó cuidadosamente el pergamino en el códice donde correspondía, y lo llevo a su baúl. Volvió a la mesilla y cogió el arscail. Estaba dando la espalda a Meredith así que ella no podía ver que es lo que estaba haciendo. Pero lo sabía. Lo había visto hacer muchas veces desde que lo hizo por primera vez. Lo cogía, cerraba los ojos y el arscail chirriaba susurrante mientras las grietas del pequeño objeto se movían.
Devon le había explicado lo que hacía. El arscail actuaba como un magnificador de la captación de aura del hechicero. Los hechiceros, le contaba, tenían la habilidad de percibir la energía que emanaba de la mayoría de los seres vivos. Devon le había dicho que no era una habilidad muy explotada entre los magos y conjuradores. Era más bien como algo natural, pero no era un talento que nadie se interesara demasiado en explotar. La mayoría eran capaces de detectar magos a una distancia prudente, cuanto más poderosa el aura del hechicero y más corta su distancia más percibian la presencia.
Sin embargo, Devon estaba seguro de que mejorando esa habilidad los hechiceros podían llegar a percibir auras tan débiles como las de los pequeños animales o plantas, a una gran distancia.
En teoría, si te concentrabas lo suficiente y tenías ese instinto lo suficientemente desarrollado, podías detectar la presencia del aura de aquello que querías detectar, fuera lo que fuese.
El arscail sólo ampliaba ésta capacidad de percibir del mago que lo usaba, pero el resto de la responsabilidad del éxito de la búsqueda respondía enteramente del talento de aquel que lo estuviera usando.
Devon se quejó varias veces de lo arcaico, engorroso e inexacto que era, aunque hacía hincapié en que probablemente fuera que el arscail estuviera hecho a medida, por así decirlo, del talento de Nasherum, y por lo tanto resultara raro ante cualquier otro que lo utilizara.
Guardó el arscail y salió a cubierta.
—Bakflake, haz lo que tengas que hacer —le dijo —.Puedes dejarnos en la orilla de a babor.
Bakflake asintió y se dirigió hacía una zona despejada de árboles en las que el desembarco resultara cómodo. En mucho menos de lo que esperaba se encontraban delante de la tabla que se hundía en el barro, debajo de los árboles, debajo de la lluvia.
Bakflake se quedó en cubierta, esperando a que le dieran una orden.
—¿Debo… Esperaros? —preguntó —. ¿Señor?
Devon dedicó unos segundos a meditarlo.
—No —repuso —. Y no hace falta de que esperes. Saldemos la deuda.
Bakflake asintió y bajó también a tierra, mientras la tortuga rugió, visiblemente molesta por la corriente del río, a la que por seguro no estaba acostumbrado.
—Al partir disetis ciento veinte perlas —dijo —. Han sido XXX días más. descontando la señal son un total de ochocientas treinta.
Devon sonrió. Era un precio alto, pero merecía la pena. Todos esas millas marinas no habrían sido recorridos a esa velocidad por ningún otro navío.
—Cobras bien, tritón —Bakflake sonrió, con un gesto raro.
—Y navego mejor.
—Es cierto —dijo Devon —. No oirás a nadie hablar de ti mejor que a mi.
Bakflake cogió el dinero, que era moneda de Nadilim al cambio, Bakflake lo cogió y se los metió en una bolsa de cuero que llevaba atado a los pantalones que no se había cambiado durante todo el viaje. bakflake subió al barco y recogió la tablilla.
—Tened cuidado —les dijo desde las alturas —. Estás son tierras traicioneras.
Como toda respuesta, Devon y Meredith le sonrieron, y lo saludaron mientras Rongen viraba, y comenzaba el descenso del río a toda velocidad, a favor de la corriente.
—Avanzaremos hacía el noroeste —empezó Devon —. Lo más recto que podamos. No acamparemos a no ser que sea necesario, porque no sé por cuantas millas erra el arscail. Iré comprobándo la posición del objetivo cada cierto tiempo —miró el reloj de bolsillo que colgaba de su cinturón —. Aún nos quedan cinco o seis horas de luz.
Y sin hablar ni una palabra más se dirigieron por un sendero no muy claro, cubierto de malezas y hierbas altas, alejándose perpendicularmente del río.
La lluvía golpeaba el barro, y se producían claroscuros en el cielo. El calor era insoportable, pero Devon y Meredith lo aguantaban gracias a un aura de frescura que emanaba de Devon. Anduvieron por senderos poco transitados. Y sendero era quizas una palabra demasiado generosa. Anduvieron entre aullidos de animales salvajes y gorgoritos, apartando la exuberante maleza y moviéndose entre los grandes árboles que lanzaban sombras en la húmeda tierra.
Avanzaron entre que duró el día, y cuando cayó la noche y las dos lunas aparecieron en el firmamento, brillando intermitentemente en una noche lluviosa. Durmieron plácidamente porque estaban protegidos por la magia de Devon. La lluvía no los mojaba y había un ambiente fresco en lugar del apabullante calor. Devon despertó a Meredith antes de que amaneciera. Y se volvieron a poner en marcha para avanzar por la maraña de bosque tropical que los rodeaba.
En una hondonada, vieron cómo unos cazadores dregdar se acercaban. Devon amplió el encantamiento de confort para que les proporcionará invisibilidad y silencio. Meredith comenzó a marearse un poco. La magia ilusoria le sentaba fatal. Un ambiente reluciente y vidrioso los perseguía desde entonces, volviendoles sigilosos a miradas indiscretas. Siguieron avanzando mientras Devon comprobaba el arscail de vez en cuando.
Apretaron el paso por orden de Devon, y al atardecer del quinto día, lo vieron.
Se alzaba majestuoso, antiguo y escalofriante. Los colores rojos se abalanzaban sobre las torres pedregosas de la enrome estructura. Era un templo. Recordaba muchísimo al templo que habían dejado en Ka Than Po, pero era sin ninguna duda mucho más antiguo. Los árboles, temerosos de la piedra escrita, no se acercaban a cien metros del edificio. Un pequeño río se extendía delante de Devon y Meredith, que se internaban en el claro.
No dijeron nada, pero sabían de alguna manera que habían llegado a su destino. Cruzaron el río por encima de unos troncos llenos de musgo. Y anduvieron lentos, mientras el sol los golpeaba en la cara y aquella ruina milenaria se levantaba, poderosa e imponente.
Tenía tres terrazas, cada una de más de diez varas de altura. La segunda era más pequeña que la anterior y la última se elevaba como una torre, más allá de la sombra de los enromes árboles.
Tres columnas nacían desde la primera terraza, cada una en una de las esquinas en las que convergían las paredes. Faltaba la cuarta, que al parecer estaba derruida. Una rampa de altas escaleras ascendía al segundo nivel. Allí había una entrada, coronada con un arco ruinoso a medias. Ascendieron por las escaleras, demasiado grandes para hacerlo cómodamente. El sonido de un ave se oía entre los árboles. Las piedras que formaban el templo irradiaban una serena solemnidad.
Llegaron a la entrada en silencio. No tuvieron que decir nada para entrar. El interior era sólo una sala, vacía, con una roca en medio. Parecía que algún día fue un altar, pero estaba tan descuidado como el resto de las rocas que alguien había traído allí, hace siglos, para rendir tributo a alguna deidad olvidada.
Había algo en el aire. Algo enrarecido. Pero no como el aire estancado que suele haber en las habitaciones bajas de los palacios abandonados. Había magia en el aire. Una chispa, oscura, mezquina. Una energía negativa.
Meredith sólo sintió un escalofrío, que podría relacionarse simplemente con el hecho de penetrar en una ruina desconocida. Devon, en cambio, percibió todas y cada una de las particulas de energia destructivas que estaban ahí acumuladas.
Devon sabía que aquello no era normal. Había algo demasiado provocado en el ambiente como para ser algún encantamiento antiguo. No. Era demasiado distante, pero a la vez estaba siendo avivado en el momento a una velocidad demasiado alta.
Oscuro, mezquino.
—Peligro —dijo Devon por lo bajo. Meredith abrió los ojos.
—¿Qué…?
—¡Peligro! —gritó Devon, dándose la vuelta. Pero fue demasiado tarde. Un disparo. Una explosión. Una luz cegadora. Un golpe en el suelo.
Meredith se vio proyectada al exterior, lanzada con fuerza a aquellas desastrosas escaleras. Su espalda se clavo en el canto de una de ellas, a mitad de camino en la rampa.
Un frío la invadió. Una corriente de viento, imperceptibe pero clara, demasiado fría para ser una casualidad en aquel lugar, con aquel calor húmedo invadiendo todos los rincones.
El dolor de la espalda se empezó a acentúar, hasta que no lo pudo soportar. Sintió que su cuerpo dejaba de responder poco a poco. Le dolía respirar. Se desmayaba.
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