II
La Rosa de la Corona era el más famoso y legendario collar del que se tuviera registro alguno en el Imperio. Concebido como un obsequio para la emperatriz Marann en el 546 C.A., era un estrafalario collar hecho de perlas, diamantes y rubíes traídos de las exóticas tierras del norte. Quién se cree fue su creador, el joyero Basili, había sido ejecutado por el celoso emperador Baorn poco después por su atrevimiento, aunque la familia teloniana conservó la joya, que era de una magnifica hechura. La leyenda decía que el collar luego había sido robado de la bóveda del palacio y desmontado por miembros de la Cofradía del Reposo en el mes del Cielorroto del 687 C.A., y luego recuperado por las fuerzas imperiales tras arrasar por completo la villa de Monfell en el mes de la Segunda Semilla del mismo año. Actualmente la susodicha joya pertenecía a la princesa Tristania, la mayor de las hijas del difunto Philene III.
Aquel collar era el objetivo del ladrón, un sujeto de pasos ligeros y figura esbelta que portaba una armadura negra bastante simple, que consistía en un jubón de cuero oscuro y un peto prominente con solo una hombrera en su flanco derecho, y en sus brazos llevaba sendos guanteletes terminados en garras. Su rostro estaba cubierto por un yelmo negro que contrastaba con su plateada cabellera y del que sobresalían dos enormes orejas de elfo. Dicho yelmo tenía la forma de una cabeza de cuervo, que revelaba bajo su visera el sonriente rostro del ladrón que escalaba en silencio las paredes del palacio de gobierno valiéndose de una cuerda con un gancho de acero en su extremo y una habilidad inhumana para poder trepar por una pared totalmente plana. Se trataba de Alegast, el caballero ladrón, elfo y maestro de la magia, y considerado una vez héroe del Imperio.
Tras de sí brillaban a la luz de las estrellas las níveas columnas de mármol, los tejados de las mansiones de los nobles y las cúpulas de los edificios de gobierno. Más allá se encontraba el prístino templo de los dioses, en el que se veneraba no solo al dios-sol, Zoliat, sino también a los dioses más viejos por costumbres de los telonianos, y a dioses extraños, traídos de las naciones que comerciaban con el Imperio. El elfo no pensó mucho en la religión de los humanos. Sabía que aquella religión, como todo lo que se refería a los usos y costumbres de los humanos, era intrincada y compleja y había perdido en gran medida su esencia en medio de un laberinto de fórmulas y rituales innecesarios.
Y más allá del templo estaba el traslucido Muro, que reflejaba la luz de las hermosas lunas amarillas. El elfo observó el Muro por un momento y luego continuó su ascenso. El Muro le inquietaba. Telos estaba envuelta en magia caótica, que salía de aquel Muro en pulsaciones moduladas diariamente, todas las noches. Y no había forma de que la magia caótica se manifestase de forma natural en el mundo de los humanos, lo que implicaba que alguien estaba detrás de la aparición de aquel portento. Pero alejó esos pensamientos de su mente al llegar al marco de la ventana y haciendo uso de su Arte abrió el pestillo de la misma. Dio un pequeño brinco y, apoyando su mano en el marco, se impulsó para infiltrarse de un salto en el palacio.
Los pasillos estaban oscuros y parecían desiertos, pero el ladrón se movió con cautela. Pese a que se suponía que las princesas se encontraban en la capilla de los dioses rezando por el alma de su padre, y que estarían fuertemente vigiladas para evitar que los seguidores de alguno de los herederos al trono las matasen, supuso que aún quedarían suficientes guardias protegiendo el palacio como para que se relajase. Atravesó los pasillos como una pantera al acecho, hasta llegar a su objetivo, un cuarto sellado tras una enorme puerta doble de madera.
—Cerrada —murmuró Alegast al tratar de abrirlas—. Nunca he logrado entender la fascinación de los humanos por las puertas...
Y haciendo pases con sus manos, manipuló las corrientes arcanas en busca de la presencia de la magia y al cabo de un rato percibió una docena de trampas mágicas ocultas en la superficie de la madera, que no solo servían para dañar a intrusos con un manto de hielo y fuego, sino también para alertar a los guardias de su presencia. Sacó de un pequeño zurrón que llevaba atado a su cinturón una rama de pasto y se la llevó a la boca, tras lo cual hizo con algunos pases de manos frente a la puerta. Al terminar escuchó un delicado chirrido mientras la magia de las trampas se desvanecía como polvo en el aire.
Con mano cautelosa y hábil, Alegast empujó un poco la puerta y ésta se abrió sin ofrecer resistencia; acto seguido miró con recelo al interior, en guardia contra lo que pudiera suceder. Tras la puerta vio una habitación que servía de bóveda para diversas joyas y cerámicas, armas y armaduras, y cuyas paredes estaban decoradas con cortinas y pinturas de valor incalculable. No había sillas ni mesas; se veían unos dos o tres lechos cubiertos de seda, con hermosos bordados en oro, y varios cofres de caoba con refuerzos de plata encantada con protecciones mágicas. En el centro de la misma, puesta sobre un pedestal de marfil se encontraba la Rosa de la Corona, cuyas piedras preciosas iluminaban la habitación con su brillo rutilante. No había señales de vida.
Tomó la rama de pasto, que aún llevaba entre sus labios, y lanzó en dirección del collar. La rama, cargada con magia, voló rauda a su objetivo hasta que se topó con una pared mágica que la carbonizó en el aire. Al ver esto, Alegast sacó unos polvos mágicos de su zurrón y los esparció en el aire, haciendo que se formase una luz azulina que delató inmediatamente la presencia de todas las protecciones y trampas de naturaleza mágica frente al elfo. Haciendo uso del Arte, Alegast se movió ligero como el viento y fue deshabilitando una a una las trampas y protecciones, hasta llegar junto al pedestal donde reposaba la joya. Fue en ese momento cuando percibió una agitación en las corrientes arcanas, y fue eso lo que le salvo la vida, pues le permitió esquivar a tiempo el ataque mortal de una sombra que le atacó velozmente.
Se trataba de un constructo, un ser humanoide hecho de magia solidificada y llamas azules que había sido conjurado como última defensa en caso de que las demás protecciones fallasen. Sus ojos, dos orbes rojos en medio de un rostro sin rasgos, centelleaban con un brillo maligno y le perseguían mientras el ladrón se movía en círculos y se preparaba para contraatacar. La pelea fue breve, al momento en que el constructo le disparó una bola de fuego, Alegast la esquivó mientras se apoderaba de esta, hacía pases con las manos y la redirigió a su atacante modificada con su propio conjuro, un hechizo de disipación de magia que desintegró al constructo cuando la bola de fuego azul le impactó.
Había parecido una pelea fácil pero Alegast no se confió. Se ocultó en las sombras esperando a los guardias, quienes debieron haber sido alertados por el estallido del constructo, pero al cabo de un rato nadie llegó. A su vez, el elfo se encontró con algo que no esperaba. La pulsación del Muro y las volutas de magia verde que inundaban el ambiente. Pudo ver como las llamas azules, restos del constructo con el que había luchado, se paralizaban al contacto con el pulso de magia y volvían a moverse poco tiempo después. El pulso pasó por su cuerpo y le causó malestar antes de seguir su camino. Sin esperar más se dirigió al pedestal y tomó la Rosa de la Corona, guardándola en un paño de seda especialmente preparado para ella, cuando una segunda pulsación ocurrió. Sabiendo que aquello no era bueno, el elfo salió corriendo de la bóveda en dirección a la primera ventana que viese. Mientras abría la ventana, el Muro empezó a emitir un fuerte sonido, como el zumbido de las libélulas, que se hizo gradualmente más fuerte hasta hacer retumbar el palacio y las construcciones aledañas a este.
Alegast salió por la ventana y comenzó su lento descenso por las paredes del palacio. Mientras bajaba, observó como el Muro se había convertido en un enorme pilar de luz, y como las personas salían a las ventanas y balcones de sus casas para mirar que era lo que estaba ocurriendo, visiblemente asustadas. El sonido y el temblor desaparecieron en ese instante, siendo reemplazados por un océano de volutas de magia caótica que inundaban el palacio y el barrio de los nobles, y posiblemente el resto de la ciudad con su inmundicia. Pese al malestar que eso le causaba a su cuerpo, Alegast continuó bajando hasta llegar lo suficientemente cerca del suelo para llegar a este de un brinco y salir corriendo en dirección de las murallas que protegían el palacio. Pero fue en ese momento cuando el Muro explotó, liberando una onda de magia caótica en forma de un gigantesco domo de luz brillante como el sol.
—Esto no pinta nada bueno —masculló entre dientes mientras era tragado por la luz.
Great power can come from anger, but you may lose yourself in the process. Therefore, your mind must remain calm, and your spirit must be still.