Pues bueno, lo prometido es deuda y, como además vi que @landanohr me envió una indirecta en el hilo del reto mensual, os dejo con la última parte.
Decir que esta parte me fue muy difícil de escribir, ya que quería que "oyerais" en vuestra cabeza la balada a medida que os sumergíais en los recuerdos de Friederich.
El resultado final me gusta, pero no descarto darle unas últimas revisiones así que tenga en mi poder ciertos comentarios XD
Ahí va. Espero que la disfrutéis tanto como yo al escribirla.
Al fin todo estaba dispuesto: Wyover lucía su mejor traje y su cara parecía menos deforme; las paredes estaban perfectamente decoradas, con los cuerpos de los habitantes de Vilheim clavados en ellas y los engranajes, palancas y demás mecanismos de tortura unidos entre sí al órgano que iniciaría la balada; Sir Laneher y el padre Bogdan permanecían en las salas con más eco de la iglesia, esperando nerviosos el inicio del espectáculo. Y, en el centro de la sala, Friederich von Spee mirando con ojos de enamorado el bello rostro de Lady Margaret.
Podría decirse que no era la boda que en un principio había pensado, pero para el compositor, embelesado por el sonido de los truenos y las gotas de lluvia que repicaban en el edificio, aquel era el momento más romántico de su vida.
—Wyover —dijo sin separar los ojos de Lady Margaret—. Haz que todos conozcan nuestro dolor.
El jorobado se sentó en un pequeño taburete, carraspeó y, con una lágrima deslizándose por su mejilla deformada, comenzó a tocar.
Las primeras notas sonaron lentas y graves, como los susurros de un corazón apuñalado. Cada tecla que pulsaba el enano hacía que las cuerdas que recorrían las paredes se tensaran, moviendo los engranajes y emitiendo sonidos suaves que parecían formar parte de la composición musical.
En el centro de la sala, Friederich bailaba al ritmo de la melodía con pasos elegantes y precisos, mientras en su mente cobraban vida las imágenes que lo habían llevado a componer aquella pieza.
Sumergido en la música de la balada, el compositor recordó los golpes en la puerta de su casa, la sonrisa de Laneher y Bogdan acompañados por los inquisidores de la Iglesia y las lágrimas ardiendo en sus ojos mientras le arrebataban a Lady Margaret de los brazos.
En ese momento, Wyover comenzó a tocar las notas con mayor velocidad. Las cuerdas se estiraron, activando las palancas que sobresalían de las paredes, y los engranajes giraron más rápido, chirriando y generando más tensión a la balada.
Y entonces Friederich se estremeció al recordar la impotencia sufrida ante las suplicas del hijo que habían tenido oculto con el fin de protegerlo. Recordó las noches de insomnio en los calabozos de la iglesia, despierto por los gritos del niño. Cada día, durante meses, Bogdan y Sir Laneher bajaban al sótano y golpeaban al pequeño delante de su padre. Le retorcían los miembros, le partían huesos, le escupían. «¿Qué se siente al ver morir al descendiente de una bruja?», decían entre carcajadas.
Cuando le devolvieron a su hijo, poco quedaba ya del niño que había criado. En su lugar, un ser con el cuerpo deforme y contrahecho le sonreía sin atreverse a llamarlo papá. Sin embargo, para Friederich siempre sería su pequeño Wyover.
El jorobado hizo una pausa que apenas duró unos segundos. Después volvió a tocar el órgano combinando notas graves y agudas, tempos rápidos y lentos que generaban angustia y locura. Al lado de los prisioneros que colgaban de las paredes, los mecanismos de tortura, activados por los engranajes, comenzaron a taladrar cuerpos, extraer ojos y arrancar pieles. Cada uno de los habitantes de Vilheim emitía un grito de dolor diferente al de los demás, que correspondía a la tecla del órgano a la que estaban conectados. Mientras Friederich bailaba con pasos más rápidos y enérgicos, cautivado por el dolor que transmitían los alaridos de sus prisioneros, las palancas de las paredes acabaron de accionarse. Y entonces, a través de uno de los agujeros del techo, una enorme barra de hierro se alzó sobre el edificio, desafiando a la tormenta.
Varios truenos cayeron peligrosamente cerca de la iglesia, haciéndola retumbar. Ahora, con cada tecla que Wyover pulsaba, un relámpago parecía acompañar la nota en busca del pararrayos que coronaba el edificio.
Friederich sonrió con amargura: pronto llegaría el gran momento de la balada.
Realizando pasos cada vez más complicados, el compositor se sumergió una vez más en la melodía, en los gritos de Lady Margaret al ser violada por las mismas personas que la habían torturado, en las pedradas recibidas por los habitantes de Vilheim durante el camino a la plaza central y en las manos de los verdugos atando a su amada en el centro de la hoguera que le habían preparado. Recordó los insultos, la antorcha que encendió la pira, las llamas devorando la carne de su prometida y el momento en el que su hijo saltó al fuego en un intento desesperado por salvar a su madre.
Y en ese instante, atraído por la barra de hierro, un rayo cayó en la iglesia arrancando un trozo de techo y prendiendo fuego a los bancos que había en la sala.
Como si de una plaga se tratase, las llamas se extendieron por la madera y las telas que había tiradas por el suelo, recorriendo el camino que el compositor había creado con ellas.
Friederich sonrió al comprobar que todo estaba saliendo a la perfección. Sus invitados de honor pronto sentirían lo que él había sentido: la ansiedad, la impotencia, el dolor. Respirarían el olor a carne quemada de sus propios cuerpos y no podrían hacer nada para evitarlo.
Mientras las llamas se acercaban a él, el compositor reía y lloraba al mismo tiempo, danzando por la sala con Lady Margaret. La temperatura era tan alta que la cera que cubría el cuerpo de su esposa comenzó a derretirse, pero ya no importaba. En cuestión de segundos, los gritos de Sir Laneher llegaron hasta él, furiosos, y enseguida se le unieron los del padre Bogdan: unos alaridos hermosos que desprendían dolor intenso, físico y emocional. Al menos, Friederich se había encargado de que así fuera, y no había nada mejor que quemar a una persona viva para transmitir esas sensaciones.
Con la partitura llegando a su fin, Wyover interpretó con maestría los últimos compases: miles de notas agudas ejecutadas con rapidez y que acabaron con un sonsonete de crujidos, gritos y truenos.
Friederich llevó a cabo el último movimiento de su baile y abrazó llorando a Lady Margaret. A su alrededor, las llamas crecían devorando todo a su paso. Solo el crepitar de la madera y el sonido de la lluvia se oían ahora en la iglesia, mezclados con los alaridos de los prisioneros que aún quedaban vivos. Obviamente, aquellos sonidos también formaban parte de la balada, y pronto transportaron al músico de nuevo al pasado.
Abrazado a su amada, Friederich recordó la lluvia que había apagado las llamas de la hoguera en la que Lady Margaret tendría que haber ardido. Al principio, sorprendido por el milagro, se alegró de que el mal tiempo hubiera jugado a su favor. Sin embargo, tanto Laneher como el padre Bogdan utilizaron lo ocurrido para reafirmar la idea de que Lady Margaret era una bruja.
Y entonces sonó el último compás de la balada: el crepitar de la iglesia ardiendo, los muros derrumbándose, los truenos y la lluvia. Wyover, emitiendo un gorjeo parecido a un llanto, y con las lágrimas acariciándole la cara deformada, atravesó la pared de fuego y se abrazó a sus padres. Friederich lo rodeó con un brazo y lo besó con ternura, incapaz de contener las lágrimas.
—No tengas miedo, mi pequeño Wyover —susurró—. Ya somos libres. Nadie te hará daño nunca más mi pequeño. —Lo besó con ternura en la frente—. Hoy se acaba nuestro dolor.
Y dicho eso, el incendio los alcanzó y comenzó a devorarles la piel, los músculos y los huesos.
Los gritos más amargos de la balada salieron de Friederich y su hijo que, mientras ardían, recordaron cómo Bogdan y sus inquisidores habían descuartizado a Lady Margaret delante de ellos.
Fuera del edificio, un niño, atado al palo de la hoguera en el que una vez había estado sujeta Lady Margaret, contemplaba cómo la iglesia ardía en mitad de la noche. De la basílica salían gritos desgarrados, notas que volaban en el viento y se colaban en el interior del muchacho removiendo sus sentimientos más profundos. La lluvia se mezclaba con sus lágrimas y él permanecía quieto, escuchando sobrecogido la melodía más hermosa que jamás había oído. La melodía más triste y sincera que alguien había compuesto. Una melodía que transmitía el verdadero dolor humano y que jamás podría olvidar: la balada de los muertos.
Decir que esta parte me fue muy difícil de escribir, ya que quería que "oyerais" en vuestra cabeza la balada a medida que os sumergíais en los recuerdos de Friederich.
El resultado final me gusta, pero no descarto darle unas últimas revisiones así que tenga en mi poder ciertos comentarios XD
Ahí va. Espero que la disfrutéis tanto como yo al escribirla.
Parte 5 (Final)
Al fin todo estaba dispuesto: Wyover lucía su mejor traje y su cara parecía menos deforme; las paredes estaban perfectamente decoradas, con los cuerpos de los habitantes de Vilheim clavados en ellas y los engranajes, palancas y demás mecanismos de tortura unidos entre sí al órgano que iniciaría la balada; Sir Laneher y el padre Bogdan permanecían en las salas con más eco de la iglesia, esperando nerviosos el inicio del espectáculo. Y, en el centro de la sala, Friederich von Spee mirando con ojos de enamorado el bello rostro de Lady Margaret.
Podría decirse que no era la boda que en un principio había pensado, pero para el compositor, embelesado por el sonido de los truenos y las gotas de lluvia que repicaban en el edificio, aquel era el momento más romántico de su vida.
—Wyover —dijo sin separar los ojos de Lady Margaret—. Haz que todos conozcan nuestro dolor.
El jorobado se sentó en un pequeño taburete, carraspeó y, con una lágrima deslizándose por su mejilla deformada, comenzó a tocar.
Las primeras notas sonaron lentas y graves, como los susurros de un corazón apuñalado. Cada tecla que pulsaba el enano hacía que las cuerdas que recorrían las paredes se tensaran, moviendo los engranajes y emitiendo sonidos suaves que parecían formar parte de la composición musical.
En el centro de la sala, Friederich bailaba al ritmo de la melodía con pasos elegantes y precisos, mientras en su mente cobraban vida las imágenes que lo habían llevado a componer aquella pieza.
Sumergido en la música de la balada, el compositor recordó los golpes en la puerta de su casa, la sonrisa de Laneher y Bogdan acompañados por los inquisidores de la Iglesia y las lágrimas ardiendo en sus ojos mientras le arrebataban a Lady Margaret de los brazos.
En ese momento, Wyover comenzó a tocar las notas con mayor velocidad. Las cuerdas se estiraron, activando las palancas que sobresalían de las paredes, y los engranajes giraron más rápido, chirriando y generando más tensión a la balada.
Y entonces Friederich se estremeció al recordar la impotencia sufrida ante las suplicas del hijo que habían tenido oculto con el fin de protegerlo. Recordó las noches de insomnio en los calabozos de la iglesia, despierto por los gritos del niño. Cada día, durante meses, Bogdan y Sir Laneher bajaban al sótano y golpeaban al pequeño delante de su padre. Le retorcían los miembros, le partían huesos, le escupían. «¿Qué se siente al ver morir al descendiente de una bruja?», decían entre carcajadas.
Cuando le devolvieron a su hijo, poco quedaba ya del niño que había criado. En su lugar, un ser con el cuerpo deforme y contrahecho le sonreía sin atreverse a llamarlo papá. Sin embargo, para Friederich siempre sería su pequeño Wyover.
El jorobado hizo una pausa que apenas duró unos segundos. Después volvió a tocar el órgano combinando notas graves y agudas, tempos rápidos y lentos que generaban angustia y locura. Al lado de los prisioneros que colgaban de las paredes, los mecanismos de tortura, activados por los engranajes, comenzaron a taladrar cuerpos, extraer ojos y arrancar pieles. Cada uno de los habitantes de Vilheim emitía un grito de dolor diferente al de los demás, que correspondía a la tecla del órgano a la que estaban conectados. Mientras Friederich bailaba con pasos más rápidos y enérgicos, cautivado por el dolor que transmitían los alaridos de sus prisioneros, las palancas de las paredes acabaron de accionarse. Y entonces, a través de uno de los agujeros del techo, una enorme barra de hierro se alzó sobre el edificio, desafiando a la tormenta.
Varios truenos cayeron peligrosamente cerca de la iglesia, haciéndola retumbar. Ahora, con cada tecla que Wyover pulsaba, un relámpago parecía acompañar la nota en busca del pararrayos que coronaba el edificio.
Friederich sonrió con amargura: pronto llegaría el gran momento de la balada.
Realizando pasos cada vez más complicados, el compositor se sumergió una vez más en la melodía, en los gritos de Lady Margaret al ser violada por las mismas personas que la habían torturado, en las pedradas recibidas por los habitantes de Vilheim durante el camino a la plaza central y en las manos de los verdugos atando a su amada en el centro de la hoguera que le habían preparado. Recordó los insultos, la antorcha que encendió la pira, las llamas devorando la carne de su prometida y el momento en el que su hijo saltó al fuego en un intento desesperado por salvar a su madre.
Y en ese instante, atraído por la barra de hierro, un rayo cayó en la iglesia arrancando un trozo de techo y prendiendo fuego a los bancos que había en la sala.
Como si de una plaga se tratase, las llamas se extendieron por la madera y las telas que había tiradas por el suelo, recorriendo el camino que el compositor había creado con ellas.
Friederich sonrió al comprobar que todo estaba saliendo a la perfección. Sus invitados de honor pronto sentirían lo que él había sentido: la ansiedad, la impotencia, el dolor. Respirarían el olor a carne quemada de sus propios cuerpos y no podrían hacer nada para evitarlo.
Mientras las llamas se acercaban a él, el compositor reía y lloraba al mismo tiempo, danzando por la sala con Lady Margaret. La temperatura era tan alta que la cera que cubría el cuerpo de su esposa comenzó a derretirse, pero ya no importaba. En cuestión de segundos, los gritos de Sir Laneher llegaron hasta él, furiosos, y enseguida se le unieron los del padre Bogdan: unos alaridos hermosos que desprendían dolor intenso, físico y emocional. Al menos, Friederich se había encargado de que así fuera, y no había nada mejor que quemar a una persona viva para transmitir esas sensaciones.
Con la partitura llegando a su fin, Wyover interpretó con maestría los últimos compases: miles de notas agudas ejecutadas con rapidez y que acabaron con un sonsonete de crujidos, gritos y truenos.
Friederich llevó a cabo el último movimiento de su baile y abrazó llorando a Lady Margaret. A su alrededor, las llamas crecían devorando todo a su paso. Solo el crepitar de la madera y el sonido de la lluvia se oían ahora en la iglesia, mezclados con los alaridos de los prisioneros que aún quedaban vivos. Obviamente, aquellos sonidos también formaban parte de la balada, y pronto transportaron al músico de nuevo al pasado.
Abrazado a su amada, Friederich recordó la lluvia que había apagado las llamas de la hoguera en la que Lady Margaret tendría que haber ardido. Al principio, sorprendido por el milagro, se alegró de que el mal tiempo hubiera jugado a su favor. Sin embargo, tanto Laneher como el padre Bogdan utilizaron lo ocurrido para reafirmar la idea de que Lady Margaret era una bruja.
Y entonces sonó el último compás de la balada: el crepitar de la iglesia ardiendo, los muros derrumbándose, los truenos y la lluvia. Wyover, emitiendo un gorjeo parecido a un llanto, y con las lágrimas acariciándole la cara deformada, atravesó la pared de fuego y se abrazó a sus padres. Friederich lo rodeó con un brazo y lo besó con ternura, incapaz de contener las lágrimas.
—No tengas miedo, mi pequeño Wyover —susurró—. Ya somos libres. Nadie te hará daño nunca más mi pequeño. —Lo besó con ternura en la frente—. Hoy se acaba nuestro dolor.
Y dicho eso, el incendio los alcanzó y comenzó a devorarles la piel, los músculos y los huesos.
Los gritos más amargos de la balada salieron de Friederich y su hijo que, mientras ardían, recordaron cómo Bogdan y sus inquisidores habían descuartizado a Lady Margaret delante de ellos.
Fuera del edificio, un niño, atado al palo de la hoguera en el que una vez había estado sujeta Lady Margaret, contemplaba cómo la iglesia ardía en mitad de la noche. De la basílica salían gritos desgarrados, notas que volaban en el viento y se colaban en el interior del muchacho removiendo sus sentimientos más profundos. La lluvia se mezclaba con sus lágrimas y él permanecía quieto, escuchando sobrecogido la melodía más hermosa que jamás había oído. La melodía más triste y sincera que alguien había compuesto. Una melodía que transmitía el verdadero dolor humano y que jamás podría olvidar: la balada de los muertos.
Hazte con un ejemplar de mi primer libro: SIETE LUCES OSCURAS