02/08/2016 06:13 PM
(This post was last modified: 02/08/2016 06:23 PM by Juno Natsugane.)
Hola, amigos. Hace tiempo que no me pasaba por aquí para actualizar. Esta vez, de hecho, no es para poner otro capítulo de muestra, sino, para poner el primer capítulo para aquellos que aún no lo han leído. La mitad de la primera parte de La balada del nunca amado se encuentra en el dragón lector. Asimismo quería pedirles un favor quienes han leído toda la novela, gran parte de ella y a quienes han leído el capítulo de Rodas. Sería de gran ayuda si pudieran sintetizar en una oración o en algunas cuantas su experiencia sobre lo que han leído. Yo podría tomar algunas opiniones de los comentarios pero me gustaría mucho más que fuesen redactadas para esta ocasión ya que me ayudarán con el márquetin por internet y con márquetin en físico de la novela.
Si bien es cierto una revisión ortotipografica ya fue hecha por la revista Relatos Increíbles (relatosincreibles.com), en setiembre empieza una segunda revisión ortotipografica más una de estilo además de el primer informe de lectura elaborado por el grupo de edición TELOS con quienes estoy trabajando. La publicación el físico será a fines de año a a inicios de 2017 por medio de un crowdfunding.
Pronto les mostaré la portada, la cual ha sido elaborado por el ilustrador Alejandro Colucci.
Bueno, compañeros.
Les dejo el primer capítulo de esta historia de muerte y plaga.
Saludos,
Juno:
PD. Lo olvidaba. Como recompensa los podré en los créditos al final del libro. Y los que viven en Barcelona podrían recoger un ejemplar sin costo luego de previo acuerdo. Para los que no viven Barcelona o para quien viven fuera de España, veremos la manera de hacerles llegar uno de manera gratuita, siempre y cuando los gastos de envío pueda costearlos. Recuerden que vivo en Alemania, y mandar al extranjero puede escaparse un poco de mi presupuesto, sin embargo, una edición latinoamericana estará disponible el próximo año definitivamente.
Si bien es cierto una revisión ortotipografica ya fue hecha por la revista Relatos Increíbles (relatosincreibles.com), en setiembre empieza una segunda revisión ortotipografica más una de estilo además de el primer informe de lectura elaborado por el grupo de edición TELOS con quienes estoy trabajando. La publicación el físico será a fines de año a a inicios de 2017 por medio de un crowdfunding.
Pronto les mostaré la portada, la cual ha sido elaborado por el ilustrador Alejandro Colucci.
Bueno, compañeros.
Les dejo el primer capítulo de esta historia de muerte y plaga.
Saludos,
Juno:
PD. Lo olvidaba. Como recompensa los podré en los créditos al final del libro. Y los que viven en Barcelona podrían recoger un ejemplar sin costo luego de previo acuerdo. Para los que no viven Barcelona o para quien viven fuera de España, veremos la manera de hacerles llegar uno de manera gratuita, siempre y cuando los gastos de envío pueda costearlos. Recuerden que vivo en Alemania, y mandar al extranjero puede escaparse un poco de mi presupuesto, sin embargo, una edición latinoamericana estará disponible el próximo año definitivamente.
I
Se había acostumbrado al grajeo de las cornejas.
«El bosque apesta a cadáver… ―pensó el ahorcado luego de que el pajarraco picoteó la soga. El tejido se rompió, el carroñero levantó el vuelo y él cayó de pie sobre la hojarasca, todavía con el nudo flojo alrededor del cuello. Oscuro respiró una peste a sangre, tierra y esmegma, mientras los cuerpos de los colgados parecían observarlo con las cuencas sombrías como cavernas―. Parece que te envidian. Pero no saben lo afortunados que son.»
Los cadáveres se estaban pudriendo.
El carnicero recordó que se había matado noches atrás. Desde entonces anduvo colgado de un árbol junto a los otros muertos, balanceándose, y observando cómo las ramas se poblaban de nuevos cadáveres. Daba igual quiénes fueran: suicidas, hipoxífilos que morían por accidente o traidores ajusticiados por la armada imperial. El Bosque de los Ahorcados no le debía su nombre a la sangre derramada por asesinos ni rebeldes, ni a los guetos de leprosos en la profundidad boscosa.
Oscuro enterró los borceguíes en el barro, empujó los arbustos manchados de líquen abriéndose brecha entre las hojas, y blasfemó.
―La muerte te está dando por culo, mierda. Te suicidas pero ni aun así te lleva. Siempre regresas. ―Por lo menos la noche de su ahorcamiento consiguió eyacular al sufrir los espasmos. Sin embargo correrse junto a la muerte ya no le parecía un ejercicio placentero. De verla de hinojos, le rociaría el rostro con su semilla, y no pararía hasta que le suplicara llevárselo―. Sólo recuerda: cuando la encuentres asegúrate de tener suficiente leche.
El carnicero bajó la mirada y observó su arma: una cuchilla larga que pendía envainada de su cinturón. Su cota de malla negra, embarrada de sangre, se confundía con las hojas de los matorrales mientras que su rostro de piel endrina se camuflaba bajo las sombras. Oscuro tenía los ojos amarillentos como la orina, y una melena piojosa y larguinegra le caía por debajo del hombro.
Esa noche, al caminar, los cuerpos se mecían como péndulos bajo las ramas de los sauces. El carnicero los empujaba abriéndose paso y, mientras marchaba, olisqueaba un olor a humo y a grasa que se esparcía desde las grutas. En ese momento se reventó un grano de la barbilla, pasó la lengua sobre la pus y recordó la orilla del río donde alguna vez se detuvo a cocinar con la mujer pálida. Entonces, acuclillados, habían observado alejarse a una balsa con una muchacha tendida en el interior. La cría tenía una cicatriz en la cara y, desde entonces, nunca más la había visto.
«Ha pasado tanto tiempo desde que se fue, así que supongo que habrá alcanzado el otro lado del río», pensó, y luego se tocó el estómago.
Esa noche las tripas le crujían. El olor a carne aceitada inundaba los caminos secretos de la floresta, mientras que detrás de los matorrales una flama estiraba su lengua, serpeando entre la niebla. Oscuro, en ese momento, se fundió con la penumbra para observar. Se recostó en el tronco de un árbol y, casi por instinto, empuño su larga cuchilla.
―Dale la vuelta a las manos ―dijo una de las figuras a las que veía. Por la melena enredada y los cuchillos en el cinto parecía un bandido―, así es, muy bien, que no te tiemble la muñeca. Deja que se tuesten un rato, que derramen el jugo de las uñas y luego quítaselas.
―Como digas ―respondió el cocinero que se encontraba a su lado y, el carnicero, mientras se cogía la panza, esbozó una sonrisa.
«Antropófagos ―pensó―. Espero que hayan sabido elegir.» Oscuro aspiró la peste a grasa mientras sentía a las arañas trepar por sus brazos. Pero no importaba. Esa noche el bosque era uno con él. Las tripas le sonaron de nuevo.
―Parece que tú también quieres. ―El bandido soltó una carcajada. Se había vuelto a la niña encadenada junto a las jabas, la cual estaba desnuda y con una mancha de sangre entre las piernas―. Descuida, cariño, que si tienes hambre puedes irte alimentando.
Con un movimiento rápido se desanudó el pantalón, lo dejó caer, y, despacio, empuñó un miembro diminuto y regordete. Oscuro lo observó, y si bien el fuego en la sartén calentaba el espíritu del forajido, el suyo todavía permanecía frío. Esa noche, inmóvil, el carnicero aguardaba como una piedra en el corazón del bosque.
―Las he visto más grandes y mejores ―escuchó a la niña murmurar. Pero la mocosa recibió una bofetada que la dejó perniabierta, tendida junto a las llamas. Tras limpiarse la sangre del rostro lanzó un escupitajo rojo.
―Te odio. Mi madre decía que las pollas grandes eran mejores que las pollas como la tuya, que por eso engañaba a padre, así que lo abandonó.
―¿En serio, primor? ―El bandido respiró y le lanzó una mirada a su acompañante― Eso no fue lo que nos dijo mientras la violábamos. Parecía gustarle, si hasta tú nos viste, ternura.
Los dos hombres sonrieron. Oscuro no distinguía si eran caníbales de los guetos o soldados del imperio. Pero en el fondo le daba lo mismo. Esa noche tenía hambre y se encontraba de caza. El carnicero se acercó despacio en la penumbra como una sombra, y observó a la prisionera bajar la cabeza, sometida. El cuerpo de la madre se encontraba desnudo sobre un charco carmesí, sus muñones estaban podridos y, mientras los bandidos freían sus manos, la prisionera las observaba lamiéndose los labios.
―Quieres comértela ¿no es cierto? ―le preguntó el del miembro al aire al rascarse la cabellera larga y andrajosa― Descuida, mocosa, que no vamos a dejar que te chille la tripa. Te aseguro que mami sabe tan bien muerta a como sabía viva. Luego me lo agradecerás chupándome la polla.
El antropófago, con las manos en jarras, se plantó frente a la mocosa y, luego de reir, se inclinó y le presionó las mejillas.
―Un momento. Para ―le advirtió su compañero, quien aún no terminaba de freír―. Escucho algo que se mueve tras los arbustos.
Oscuro esbozó una sonrisa torcida.
«Bravo, hombre de buen oído. Te prometo que lo último que oirás serán tus gritos.»
―Calla ―escuchó decir al otro captor―. Deben ser las ratas. Los cadáveres abundan en esta región. La gente viene a morir de distintos lugares.
El carnicero asintió. Por lo menos desde que recordaba, los hombres viajaban a dicho bosque sólo para matarse, o bien, para dejar que otros los matasen. Oscuro, todavía oculto entre los matorrales, pensó en los últimos asesinos a quienes se había cargado: un sujeto tuerto que al verlo se meó en los pantalones y que, desesperado, lo atacó con una espada rota. Se parecía al sujeto de la sartén. «Era muy lento. Nunca tuvo oportunidad…» Probablemente tampoco la tendrían los antropófagos. El tuerto había muerto gritando, con el pecho atravesado por la cuchilla del carnicero. Pero sin embargo era el otro forajido, el de la barba, quien lo había reconocido por su rostro endrino.
«Esta noche vamos a morir, ―recordó que le dijo conteniendo el temblor de sus huesos, casi desquiciado. Luego había pronunciado uno de sus tantos nombres―: Carnicero de Cárdan. Eres igual a como te describen las baladas: un saco de carne y huesos que apesta a barro, sangre y estiércol.»
Fueron sus últimas palabras. Luego, el carnicero le cortó la panza y le arrancó los intestinos.
«Todavía lo recuerdo como si fuera ayer, aunque en el fondo quisiera olvidar y dejar de sentir algunas cosas.» Oscuro hizo una negación con la cabeza, tragó saliva, y se esforzó por dejar el pasado en la oscuridad.
Detrás de los matorrales observó el fuego de la sartén, que crepitaba. De hecho parecía llorar; y justo cuando las llamas flameaban en la penumbra, los ojos de la prisionera lo acribillaron como cuchillas sin filo.
―La noche se levanta… ―dijo― y nos mira.
El asesino del pantalón desatado se dio la vuelta luego de blasfemar, pero Oscuro ya había avanzado entre los arbustos. El carnicero mantenía la mano en la empuñadura de su cuchilla, desplazándose a trancadas. Enterraba los borceguíes en el charco de sangre que se extendía bajo el cadáver, y su cota de malla negra parecía corroída bajo la bruma. Rápidamente desenvainó su acero, mientras uno de los antropófagos daba un paso atrás con la sartén en las manos.
―¡Atrás! ―gritó mientras dejaba caer la comida, y su rostro se transformó en una mueca hórrida mientras la carne se necroseaba e incubaban los gusanos. Todo ocurría muy rápido. Como si el tiempo apurara sus pasos― Brujería… Brujería…
―No es brujería. Es solamente carne con plaga.
El bandido soltó la sartén, pateó la leña con estrépito y el fuego lamió las botas del carnicero. Oscuro dio un paso atrás. Por poco se quema.
«Bebemierdas…»
El antropófago le escupió en la cara. Luego lanzó una amenaza; pero antes de colocarse su manopla Oscuro ya se había deslizado. Tras dar una finta se quebró como un tallo bajo una brisa fría. Luego brincó. Blandió. Y una fisura se abrió en la corva del forajido. Entonces éste cayó en el fuego, donde empezó a quemarse. Sus aullidos se extendieron por la floresta monstruosa.
―Gritas como una niña cuando la violan ―susurró el carnicero antes dejarlo de lado―. Ahora solamente queda uno.
―¡Aléjate de aquí, cabrón hideputa! ―escuchó que gritaba el otro sujeto y, al volverse, vio que ya había apresado a la mocosa. El asesino le helaba la garganta con un cuchillo, y, encorvado, le presionaba el cráneo contra su miembro.
―Un movimiento en falso, monstruo, y la mato.
―Pobre diablo. Crees que me importa. ―Oscuro fue muy rápido: solamente una finta, un giro de muñeca diestro y la cuchilla silbó, brincó y mordió. No le dio tiempo de moverse. Tampoco a la mocosa. «Por fin todo ha terminado.»
Esa noche, mientras el carnicero caminaba sobre la grama observaba al hombre temblar, retorcido en el barro que se teñía de rojo. Su cuchilla le atravesaba el ojo a la cría, quien ya había muerto; y la punta perforaba el bajo viente de su captor. De reojo vislumbró un trozo de carne en el charco que se formaba sobre el barro. El hombre aún no moría.
―Tenías una polla gorda y pequeña ―le dijo tras pararse sobre ella y pisotearla hasta que se volvió una maza―. Pero ahora ya no te queda nada.
Luego agachó la cabeza y las tripas comenzaron a sonarle. Entonces se dio la vuelta para ver a los cadáveres: el de la cría y el de su madre yacían casi juntos, y el del antropófago continuaba ardiendo. En ese momento un olor a carne quemada y a pelos chamuscados inundó el sotobosque y el carnicero pensó que era un buen cambio, por lo menos para empezar la noche.
Luego de arrastrar los cuerpos de las mujeres, los echó como dos sacos de carne sobre el cadáver mutilado. Oscuro se pasó la lengua por los labios y, con la vista, buscó entre las jabas rocas y leña para quemar. Tras encontrarlas asintió poco antes de que unos grajeos poblaran el cielo. Entonces las tripas le rugieron de nuevo y, de pronto, echó un pedo.
―Nada mejor para empezar la noche ―dijo.
«El bosque apesta a cadáver… ―pensó el ahorcado luego de que el pajarraco picoteó la soga. El tejido se rompió, el carroñero levantó el vuelo y él cayó de pie sobre la hojarasca, todavía con el nudo flojo alrededor del cuello. Oscuro respiró una peste a sangre, tierra y esmegma, mientras los cuerpos de los colgados parecían observarlo con las cuencas sombrías como cavernas―. Parece que te envidian. Pero no saben lo afortunados que son.»
Los cadáveres se estaban pudriendo.
El carnicero recordó que se había matado noches atrás. Desde entonces anduvo colgado de un árbol junto a los otros muertos, balanceándose, y observando cómo las ramas se poblaban de nuevos cadáveres. Daba igual quiénes fueran: suicidas, hipoxífilos que morían por accidente o traidores ajusticiados por la armada imperial. El Bosque de los Ahorcados no le debía su nombre a la sangre derramada por asesinos ni rebeldes, ni a los guetos de leprosos en la profundidad boscosa.
Oscuro enterró los borceguíes en el barro, empujó los arbustos manchados de líquen abriéndose brecha entre las hojas, y blasfemó.
―La muerte te está dando por culo, mierda. Te suicidas pero ni aun así te lleva. Siempre regresas. ―Por lo menos la noche de su ahorcamiento consiguió eyacular al sufrir los espasmos. Sin embargo correrse junto a la muerte ya no le parecía un ejercicio placentero. De verla de hinojos, le rociaría el rostro con su semilla, y no pararía hasta que le suplicara llevárselo―. Sólo recuerda: cuando la encuentres asegúrate de tener suficiente leche.
El carnicero bajó la mirada y observó su arma: una cuchilla larga que pendía envainada de su cinturón. Su cota de malla negra, embarrada de sangre, se confundía con las hojas de los matorrales mientras que su rostro de piel endrina se camuflaba bajo las sombras. Oscuro tenía los ojos amarillentos como la orina, y una melena piojosa y larguinegra le caía por debajo del hombro.
Esa noche, al caminar, los cuerpos se mecían como péndulos bajo las ramas de los sauces. El carnicero los empujaba abriéndose paso y, mientras marchaba, olisqueaba un olor a humo y a grasa que se esparcía desde las grutas. En ese momento se reventó un grano de la barbilla, pasó la lengua sobre la pus y recordó la orilla del río donde alguna vez se detuvo a cocinar con la mujer pálida. Entonces, acuclillados, habían observado alejarse a una balsa con una muchacha tendida en el interior. La cría tenía una cicatriz en la cara y, desde entonces, nunca más la había visto.
«Ha pasado tanto tiempo desde que se fue, así que supongo que habrá alcanzado el otro lado del río», pensó, y luego se tocó el estómago.
Esa noche las tripas le crujían. El olor a carne aceitada inundaba los caminos secretos de la floresta, mientras que detrás de los matorrales una flama estiraba su lengua, serpeando entre la niebla. Oscuro, en ese momento, se fundió con la penumbra para observar. Se recostó en el tronco de un árbol y, casi por instinto, empuño su larga cuchilla.
―Dale la vuelta a las manos ―dijo una de las figuras a las que veía. Por la melena enredada y los cuchillos en el cinto parecía un bandido―, así es, muy bien, que no te tiemble la muñeca. Deja que se tuesten un rato, que derramen el jugo de las uñas y luego quítaselas.
―Como digas ―respondió el cocinero que se encontraba a su lado y, el carnicero, mientras se cogía la panza, esbozó una sonrisa.
«Antropófagos ―pensó―. Espero que hayan sabido elegir.» Oscuro aspiró la peste a grasa mientras sentía a las arañas trepar por sus brazos. Pero no importaba. Esa noche el bosque era uno con él. Las tripas le sonaron de nuevo.
―Parece que tú también quieres. ―El bandido soltó una carcajada. Se había vuelto a la niña encadenada junto a las jabas, la cual estaba desnuda y con una mancha de sangre entre las piernas―. Descuida, cariño, que si tienes hambre puedes irte alimentando.
Con un movimiento rápido se desanudó el pantalón, lo dejó caer, y, despacio, empuñó un miembro diminuto y regordete. Oscuro lo observó, y si bien el fuego en la sartén calentaba el espíritu del forajido, el suyo todavía permanecía frío. Esa noche, inmóvil, el carnicero aguardaba como una piedra en el corazón del bosque.
―Las he visto más grandes y mejores ―escuchó a la niña murmurar. Pero la mocosa recibió una bofetada que la dejó perniabierta, tendida junto a las llamas. Tras limpiarse la sangre del rostro lanzó un escupitajo rojo.
―Te odio. Mi madre decía que las pollas grandes eran mejores que las pollas como la tuya, que por eso engañaba a padre, así que lo abandonó.
―¿En serio, primor? ―El bandido respiró y le lanzó una mirada a su acompañante― Eso no fue lo que nos dijo mientras la violábamos. Parecía gustarle, si hasta tú nos viste, ternura.
Los dos hombres sonrieron. Oscuro no distinguía si eran caníbales de los guetos o soldados del imperio. Pero en el fondo le daba lo mismo. Esa noche tenía hambre y se encontraba de caza. El carnicero se acercó despacio en la penumbra como una sombra, y observó a la prisionera bajar la cabeza, sometida. El cuerpo de la madre se encontraba desnudo sobre un charco carmesí, sus muñones estaban podridos y, mientras los bandidos freían sus manos, la prisionera las observaba lamiéndose los labios.
―Quieres comértela ¿no es cierto? ―le preguntó el del miembro al aire al rascarse la cabellera larga y andrajosa― Descuida, mocosa, que no vamos a dejar que te chille la tripa. Te aseguro que mami sabe tan bien muerta a como sabía viva. Luego me lo agradecerás chupándome la polla.
El antropófago, con las manos en jarras, se plantó frente a la mocosa y, luego de reir, se inclinó y le presionó las mejillas.
―Un momento. Para ―le advirtió su compañero, quien aún no terminaba de freír―. Escucho algo que se mueve tras los arbustos.
Oscuro esbozó una sonrisa torcida.
«Bravo, hombre de buen oído. Te prometo que lo último que oirás serán tus gritos.»
―Calla ―escuchó decir al otro captor―. Deben ser las ratas. Los cadáveres abundan en esta región. La gente viene a morir de distintos lugares.
El carnicero asintió. Por lo menos desde que recordaba, los hombres viajaban a dicho bosque sólo para matarse, o bien, para dejar que otros los matasen. Oscuro, todavía oculto entre los matorrales, pensó en los últimos asesinos a quienes se había cargado: un sujeto tuerto que al verlo se meó en los pantalones y que, desesperado, lo atacó con una espada rota. Se parecía al sujeto de la sartén. «Era muy lento. Nunca tuvo oportunidad…» Probablemente tampoco la tendrían los antropófagos. El tuerto había muerto gritando, con el pecho atravesado por la cuchilla del carnicero. Pero sin embargo era el otro forajido, el de la barba, quien lo había reconocido por su rostro endrino.
«Esta noche vamos a morir, ―recordó que le dijo conteniendo el temblor de sus huesos, casi desquiciado. Luego había pronunciado uno de sus tantos nombres―: Carnicero de Cárdan. Eres igual a como te describen las baladas: un saco de carne y huesos que apesta a barro, sangre y estiércol.»
Fueron sus últimas palabras. Luego, el carnicero le cortó la panza y le arrancó los intestinos.
«Todavía lo recuerdo como si fuera ayer, aunque en el fondo quisiera olvidar y dejar de sentir algunas cosas.» Oscuro hizo una negación con la cabeza, tragó saliva, y se esforzó por dejar el pasado en la oscuridad.
Detrás de los matorrales observó el fuego de la sartén, que crepitaba. De hecho parecía llorar; y justo cuando las llamas flameaban en la penumbra, los ojos de la prisionera lo acribillaron como cuchillas sin filo.
―La noche se levanta… ―dijo― y nos mira.
El asesino del pantalón desatado se dio la vuelta luego de blasfemar, pero Oscuro ya había avanzado entre los arbustos. El carnicero mantenía la mano en la empuñadura de su cuchilla, desplazándose a trancadas. Enterraba los borceguíes en el charco de sangre que se extendía bajo el cadáver, y su cota de malla negra parecía corroída bajo la bruma. Rápidamente desenvainó su acero, mientras uno de los antropófagos daba un paso atrás con la sartén en las manos.
―¡Atrás! ―gritó mientras dejaba caer la comida, y su rostro se transformó en una mueca hórrida mientras la carne se necroseaba e incubaban los gusanos. Todo ocurría muy rápido. Como si el tiempo apurara sus pasos― Brujería… Brujería…
―No es brujería. Es solamente carne con plaga.
El bandido soltó la sartén, pateó la leña con estrépito y el fuego lamió las botas del carnicero. Oscuro dio un paso atrás. Por poco se quema.
«Bebemierdas…»
El antropófago le escupió en la cara. Luego lanzó una amenaza; pero antes de colocarse su manopla Oscuro ya se había deslizado. Tras dar una finta se quebró como un tallo bajo una brisa fría. Luego brincó. Blandió. Y una fisura se abrió en la corva del forajido. Entonces éste cayó en el fuego, donde empezó a quemarse. Sus aullidos se extendieron por la floresta monstruosa.
―Gritas como una niña cuando la violan ―susurró el carnicero antes dejarlo de lado―. Ahora solamente queda uno.
―¡Aléjate de aquí, cabrón hideputa! ―escuchó que gritaba el otro sujeto y, al volverse, vio que ya había apresado a la mocosa. El asesino le helaba la garganta con un cuchillo, y, encorvado, le presionaba el cráneo contra su miembro.
―Un movimiento en falso, monstruo, y la mato.
―Pobre diablo. Crees que me importa. ―Oscuro fue muy rápido: solamente una finta, un giro de muñeca diestro y la cuchilla silbó, brincó y mordió. No le dio tiempo de moverse. Tampoco a la mocosa. «Por fin todo ha terminado.»
Esa noche, mientras el carnicero caminaba sobre la grama observaba al hombre temblar, retorcido en el barro que se teñía de rojo. Su cuchilla le atravesaba el ojo a la cría, quien ya había muerto; y la punta perforaba el bajo viente de su captor. De reojo vislumbró un trozo de carne en el charco que se formaba sobre el barro. El hombre aún no moría.
―Tenías una polla gorda y pequeña ―le dijo tras pararse sobre ella y pisotearla hasta que se volvió una maza―. Pero ahora ya no te queda nada.
Luego agachó la cabeza y las tripas comenzaron a sonarle. Entonces se dio la vuelta para ver a los cadáveres: el de la cría y el de su madre yacían casi juntos, y el del antropófago continuaba ardiendo. En ese momento un olor a carne quemada y a pelos chamuscados inundó el sotobosque y el carnicero pensó que era un buen cambio, por lo menos para empezar la noche.
Luego de arrastrar los cuerpos de las mujeres, los echó como dos sacos de carne sobre el cadáver mutilado. Oscuro se pasó la lengua por los labios y, con la vista, buscó entre las jabas rocas y leña para quemar. Tras encontrarlas asintió poco antes de que unos grajeos poblaran el cielo. Entonces las tripas le rugieron de nuevo y, de pronto, echó un pedo.
―Nada mejor para empezar la noche ―dijo.