Hola de nuevo, chicos y gracias por los comentarios. Ya he corregido lo de las fechas, y paso a publicar el prólogo luego de varias semanas de inactividad. Quienes lo recuerden del viejo foro verán que he cambiado algunas cosas, como el nombre de la prota. El anterior nombre era demasiado común y corriente al lado de nombres como Alegast y Olibus, y quedaba fuera de lugar. El nuevo nombre, Fara, es más acorde a los demás y fácil de recordar.
«Existe un proceso mágico de vital importancia:
El comienzo de un nuevo eón.
Cuando no hay más remedio que pronunciarse
el planeta entero debe ser bañado en sangre.»
Aleister Crowley
El tamaño de la llama crecía o disminuía con la respiración de la joven, quién sudando se esforzaba por mantener el fuego con vida.
—La llama debe ser controlada con tu voluntad —dijo con tono aburrido su maestro, Olibus el Grande, un mago calvo de austera mirada que llevaba el tatuaje del “Ojo que todo lo ve” en su amplía frente.
—Ignis fatus animus —el conjuro salió tímidamente de los labios de Fara. Cada una de las sílabas servía para regular la energía que alimentaba a su hechizo.
La llama se tornó más brillante y creció un poco antes de temblar y extinguirse de golpe.
—Mediocre, como era de esperarse —la amonestó Olibus desdeñosamente—. Si no eres capaz de refinar tus conjuros nunca podrás lanzar un hechizo, por más básico que sea.
El mago salió de la biblioteca farfullando furioso. Fara lo vio irse con una mezcla de frustración y desencanto. Por un lado se sentía mal de no haber podido complacer a su tutor, uno de los magos más importantes del Imperio. Por otro lado el tipo era un presumido y un imbécil.
Agotada, Fara salió también de allí, estirando los músculos perezosamente. Un par de volutas azules brillaron en medio del pasillo pero ella no les puso cuidado. Ya estaba acostumbrada a ver esas cosas que los demás no podían, pero no era la única. Olibus le había dicho que la magia era azul en su forma más pura y que solo aquellos con la capacidad de verla podían ser magos.
La delgada pelirroja abrió las ventanas de su alcoba dejando entrar el aire frío del otoño, su favorito. Afuera todo era oscuridad, salvo en el muro exterior, donde antorchas crepitaban en la cima de las torres de vigía. Pese a estar bien entrada la noche, su cama se encontraba imperturbada. A un lado de ésta, su escritorio estaba abarrotado con tomos de teoría arcana, diagramas de energía, guías de entonaciones, y pilas de hojas llenas de anotaciones, sus objetos para escribir, y una lampareta —una esfera de bronce bruñido del tamaño de un puño, brillante con luz propia y apoyada en un sencillo pedestal— iluminaba con una luz rojiza su pálida piel blanca. Una segunda lampareta, más grande y luminosa, colgaba del techo de la habitación mediante una cadena de hierro.
Se encontró observando en dirección a las montañas de la Cordillera del Dragón, que a esa hora se asemejaban a una enorme muralla negra perdida en la distancia, y por una extraña razón a Fara le parecían enigmáticas y hermosas, y deseaba con todas sus fuerzas ir a la cima de la más alta de todas. Ese había sido su sueño cuando aún vivía en la vieja granja de sus padres. Había vivido con ellos durante dieciséis inviernos, escuchando las historias de los bardos y los soldados veteranos de la guerra civil que ahora asolaba las tierras del Imperio, deseosa siempre de vivir sus propios viajes, librar épicas batallas y eventualmente, como ellos, narrar su propia historia, quizá en forma de una balada. Pero, ¿cómo iba a hacer todo eso cuando ni siquiera era capaz de evocar el más sencillo de los hechizos?
Tras haber reposado un poco, Fara resolvió hacer un intento más. “Una llama de color rojo es la más estable de todas”, había dicho Olibus. “Una vez que aprendas a producir fuego rojo, podrás comenzar a aprender hechizos de verdad”. Le había dado instrucciones de cómo lograr aquello, seguidas por un interminable discurso del que Fara recordaba menos de una décima parte, en el que había detallado exhaustivamente el mecanismo por el cual las flamas rojas eran inherentemente más sencillas de manipular.
Respirando profundamente, levantó el brazo y con un ligero esfuerzo —comparable al necesario para subir un escalón— conjuró una nueva llama. La débil brasa que había invocado bailó en su palma y luego se enderezó, convirtiéndose en una miserable lengua de fuego que apenas emitía calor. Fara cerró de golpe la mano, frustrada. Tras un año de práctica constante ésta era toda la magia que había conseguido dominar.
“Cualquier persona es capaz de tomar una pluma y escribir”. El tono desdeñoso de su tutor nunca había sido tan hiriente como el del día que había logrado evocar su primer fuego. “Pero crear poesía requiere intuición, creatividad, instrucción, nobleza de mente y de linaje, sabiduría... Ocurre lo mismo con El Arte”.
'El Arte' era el mote que Olibus y otros practicantes daban al estudio de la magia: Un apodo pomposo que servía únicamente para aumentar su propia importancia.
—Imbécil —masculló la joven mientras se dejaba caer en la cama, llena de frustración.
Cerró los ojos y pensó en las montañas, en la majestuosidad que inspiraban, en el sueño que le producían… Se sentía cansada, como si hubiera corrido todo el día subiendo y bajando esas montañas sin parar. Su cuerpo pesaba como una roca y la cama era demasiado cómoda como para hacer el esfuerzo de levantarse. Afuera, las montañas se elevaban ominosamente hacia la negra bóveda celeste, iluminadas por un perverso sol hueco cuya purulenta luz se colaba lentamente por su ventana, mientras ella se daba cuenta de que su cuerpo estaba paralizado, hundiéndose en la locura de aquel sueño que se había apoderado de su mente.
Fara se levantó de golpe, con el corazón agitado y sudando frio, pero no tuvo tiempo de pensar más en aquella extraña pesadilla. Al abrir los ojos se sorprendió al ver que la luz de las lamparetas había sido opacada por el azul resplandor de la magia. Nunca antes había visto tantas volutas reunidas en un solo lugar, entrando en su habitación por las rendijas de la puerta como un pequeño mar de luz. Salió lentamente al pasillo pensado que tal vez su maestro estaba practicando algún hechizo complicado, de esos que se negaba a enseñarle.
El camino de volutas se extendía por todo el pasillo y bajaba las escaleras en espiral que daban al vestíbulo de la mansión. Intrigada, Fara caminó en silencio, con la sensación de que en cualquier momento su maestro se percataría de su presencia y la enviaría de nuevo a su habitación con una de sus típicas monsergas acerca del respeto hacia los practicantes del Arte. Tan concentrada estaba en sus pensamientos que tropezó y estuvo a punto de caer por las escaleras, caída que evitó al aferrarse ágil pero ruidosamente a la pared. Respiró agitada por unos segundos —que para ella parecieron eternos— antes de animarse a continuar bajando.
Lo primero que vio al llegar al primer piso fue al asistente del cocinero tumbado junto a las escaleras. Su ropa estaba impregnada con el aroma del peculiar perfume que usaba la esposa del chef principal de la mansión, y el muchacho estaba sumido en un sopor del que no podía sacarlo, sin importar lo ruidosa o brusca que fuese. Frustrada al no poder despertarlo se decidió a seguir el camino de volutas, que se dirigía a los salones del fondo hasta llegar a la sala de trofeos de Olibus, el lugar donde el mago guardaba toda clase de artilugios mágicos que le habían sido confiados por los nobles del Imperio.
Al llegar a la puerta del salón su instinto la hizo detenerse en seco. Lo que sea que estuviese emitiendo esa cantidad de magia estaba ahí dentro y su presencia era sobrecogedora al punto de causarle una terrible sensación de pánico. Las gotas de sudor recorrieron su rostro antes de que la chica decidiera ceder a su curiosidad y abrir lentamente la puerta, tratando de hacer el menor ruido posible.
—No hay necesidad de ser tan precavida, sé que estás ahí — dijo entonces una risueña voz masculina.
Fara se irguió sobresaltada y dirigió la mirada a la persona que le había hablado. Era difícil verlo incluso teniéndolo en frente debido a la resplandeciente aura que lo envolvía. En lo primero que Fara pudo enfocarse luego de mucho esfuerzo fue en sus ojos, dos llamas azules de fuego mágico que la miraban directamente y le provocaban miedo, una compulsión que la obligaba a huir de allí a toda velocidad y nunca volver. Aquel impulso la hizo salir del salón y estrellarse contra el muro que estaba frente a la puerta, cosa que le ayudó a salir del control de la magia de aquel extraño. Ahora que pensaba con mayor claridad, entró lentamente a la habitación mientras se sobaba la cabeza. Aquel golpe aunque útil, había reemplazado el miedo con un pulsante dolor. Al enfocarse nuevamente en su atacante, las características de aquella persona se hicieron más claras.
Se trataba de un joven alto, bastante si se le comparaba con Fara —que era pequeña para su edad—, de tez morena y largo cabello plateado, entre el cual se podían ver sus largas y puntiagudas orejas. Vestía una simple armadura de cuero y metal sin colores ni blasón, de un estilo que ella no pudo reconocer, y parecía estar desarmado.
Entonces supo con quién estaba tratando. Un elfo. En los libros de historia se hablaba sobre ejércitos élficos que antaño habían ayudado a los humanos en sus guerras contra los demonios. También sabía que habían desaparecido desde los inicios del Imperio y que posiblemente este era el primero que alguien veía en cientos de años.
—¿Qué haces aquí? —fue lo primero que se le ocurrió preguntar después de tartamudear durante unos segundos.
—Soy solo un humilde ladrón que va de paso, y estoy interesado en esa colección de objetos mágicos que tienes ahí. ¿Hay algún problema si me llevo una o dos de estas armas?—comentó el elfo mientras se acercaba tranquilamente a un estante de madera donde estaba guardada una daga decorativa.
—¿¡Un ladrón!? —respondió ella tragando saliva, pero luego recuperó un poco de su valor—. ¿Qué clase de ladrón lo admite de esa manera? —preguntó perpleja.
—Uno encantador —sonrió él maliciosamente—. Mi magia ha puesto a todos los habitantes de esta mansión a dormir, y ni siquiera tu maestro ha podido resistir mi conjuro. Eres bastante talentosa para ser tan joven.
—Ya decía yo que algo raro le había pasado a Cecil… —comentó ella confundida, recordando al joven que aún dormía junto a las escaleras.
Sus ojos purpúreos se habían acostumbrado ya a la presencia de aquel ser mágico y el aura que lo envolvía empezaba a volverse menos brillante, hasta convertirse en un tenue resplandor que apenas resaltaba alrededor de su cuerpo.
—Como premio a tu talento, te propongo un trato: a cambio de estos objetos mágicos te enseñaré algo de magia antigua. ¿Te parece bien? —propuso de repente el ladrón.
Los ojos de Fara brillaron con intensidad mientras contemplaba la idea. ¡Magia de verdad! No aquellos simples trucos con el fuego que le enseñaba Olibus, sino el poder de dormir incluso a un mago de su nivel. Sonrió maliciosamente al imaginar la cara de envidia que Olibus pondría cuando la viera emplear una magia que ni él podía imaginarse.
—¡Un momento! —exclamó ofuscada de repente—. Esas cosas no son mías, y además dudo que tu magia del sueño dure todo el tiempo que yo necesite para aprenderme tus conjuros. Qué podrían ser días… o incluso meses… —esto ultimo lo añadió entre dientes, hablando para sí misma.
—Eres tú quien está ahora frente a mí, así que el trato es para ti nada más. Recuerda, soy un ladrón. Bien podría tomar esto así como así e irme. Deberías aprovechar la oportunidad cuando la tienes al alcance —sonrió mientras le guiñaba el ojo—. Además, no es necesario que nos quedemos acá para entrenar, ¿no es así? Puedes venir conmigo y además de aprender secretos que un tutor humano nunca podría enseñarte, puedes explorar el mundo y ver cosas nuevas todos los días, lhiannan.
Se encontró a si misma queriendo decir que sí, pero se detuvo en ese instante. ¿Acaso se había vuelto loca? ¿Un completo extraño, además de ladrón, le ofrecía irse con él y ella estaba a punto de aceptarlo sin vacilar si quiera? Sin embargo, algo en su corazón la impulsaba a hacerlo sin importar las consecuencias. Esta era la oportunidad de viajar y ver el mundo que solo había visto en su imaginación. De aprender a usar la magia que su maestro decía que nunca podría dominar. Había llegado el momento donde debía superar su propia imprudencia si quería hacer algo con su vida.
—¿Y a qué hora nos vamos? Porque tengo que empacar mis cosas… —fue su respuesta, que la dijo casi sin pensar.
—Entonces apresúrate —interrumpió el intruso—. Estaré esperándote en la salida de servicio.
Sin tiempo para pensar en las consecuencias de lo que hacía, Fara salió corriendo del salón tan rápido como se lo permitieron sus piernas.
—Es bastante interesante para ser una humana —pensó para sí el ladrón mientras se hacía con la daga y estudiaba otro de los artefactos con ojos codiciosos.
La chica llegó agitada a su alcoba y sin darse un tiempo para respirar, tomó un zurrón de cuero que normalmente usaba para guardar libros, y se puso en la tarea de seleccionar lo que creía que era importante para su viaje. Unos cuantos vestidos, los cuales emburujó en el zurrón, y el collar de cáñamo que su abuela le había dado como recuerdo al abandonar su hogar. También se aseguró de llevarse sus textos de estudios y sus diagramas, y una cantidad suficiente de hojas en blanco para tomar notas; todos los frascos de tinta que pudo permitirse y unas plumas. Luego de pensarlo dos veces, pasó a la biblioteca y tomó también el enorme grimorio negro que Olibus cuidaba con gran recelo.
—Se lo tiene merecido —dijo para sí mientras bajaba a toda prisa por las escaleras en dirección a la cocina.
De allí tomó varias hogazas de pan, un gran queso y ese embutido que el mago nunca le dejaba probar. Al salir de la cocina creyó ver a Olibus bajando las escaleras, habiendo descubierto su plan y con intenciones de detenerla. Con el corazón en la boca saltó nuevamente a la cocina, se tapó la boca para no evitar hacer algún ruido accidental y se ocultó tras la puerta por un instante que parecía eterno. Pero nada pasó, la mansión estaba sumida en un sepulcral silencio.
Al salir por la puerta de servicio, Fara vio al sonriente elfo esperándola y agradeció a Zoliat, el dios-sol, que todo fuera real y no producto de su salvaje imaginación.
—¿Ya tomaste todas las armas que querías robar? —preguntó ella con nerviosismo mientras respiraba agitadamente, cansada de tanto correr.
—En efecto, lhiannan —respondió él, jugueteando con la daga ornamental que había tomado del estante de madera—. ¿Ya sabes a dónde quieres ir?
—Que sea muy, muy lejos de este lugar. Y mi nombre es Fara, no le… linan, o lo que sea que digas —masculló ella frunciendo el ceño, incapaz de pronunciar la palabra élfica.
—Dado que me has dicho tu nombre, es lo correcto que yo te dé el mío. Puedes llamarme Alegast. Encantado de conocerte, lhiannan Fara.
—¡Te dije que no me llamaras así! —refutó ella, incapaz de ocultar que su cara se había puesto completamente roja.
Alegast carcajeó jovialmente y haciéndole señas, la guió por el camino que tenía preparado para salir del predio de Olibus. Fara volvió la mirada una última vez a la mansión del que fue su maestro, decidida a nunca volver a ver la calva cabeza del detestable mago. Sonrió y siguió a su nuevo maestro y guía, el único elfo que se había visto en cientos de años. Tomaron el camino que iba hacía al sur, mientras las trémulas estrellas se asomaban entre las perezosas nubes de una noche sin lunas.
En los últimos años del reinado del Emperador Philene III, las tierras del norte fueron azoladas por una serie de guerras que se conocieron para la posteridad como “La Rebelión de los Caudillos”, que duró aproximadamente 40 años. El resultado fue una carnicería que se extendió por todo el Imperio y terminó con las vidas de cientos de miles. Aquellos que sobrevivieron a las penurias de la guerra tuvieron que enfrentar a un enemigo invisible y más letal: la Plaga.
Fue por esta época que los rumores de un elfo que viajaba en solitario desde el oriente hasta las tierras centrales empezaron a surgir. Los elfos no se habían visto en tierras de los humanos desde la invasión de los demonios al mundo de los vivos, y la aparición de uno en tiempos aciagos auguraba el advenimiento de una nueva edad…
Prólogo:
El elfo y la maga
Fue por esta época que los rumores de un elfo que viajaba en solitario desde el oriente hasta las tierras centrales empezaron a surgir. Los elfos no se habían visto en tierras de los humanos desde la invasión de los demonios al mundo de los vivos, y la aparición de uno en tiempos aciagos auguraba el advenimiento de una nueva edad…
Prólogo:
El elfo y la maga
«Existe un proceso mágico de vital importancia:
El comienzo de un nuevo eón.
Cuando no hay más remedio que pronunciarse
el planeta entero debe ser bañado en sangre.»
Aleister Crowley
El tamaño de la llama crecía o disminuía con la respiración de la joven, quién sudando se esforzaba por mantener el fuego con vida.
—La llama debe ser controlada con tu voluntad —dijo con tono aburrido su maestro, Olibus el Grande, un mago calvo de austera mirada que llevaba el tatuaje del “Ojo que todo lo ve” en su amplía frente.
—Ignis fatus animus —el conjuro salió tímidamente de los labios de Fara. Cada una de las sílabas servía para regular la energía que alimentaba a su hechizo.
La llama se tornó más brillante y creció un poco antes de temblar y extinguirse de golpe.
—Mediocre, como era de esperarse —la amonestó Olibus desdeñosamente—. Si no eres capaz de refinar tus conjuros nunca podrás lanzar un hechizo, por más básico que sea.
El mago salió de la biblioteca farfullando furioso. Fara lo vio irse con una mezcla de frustración y desencanto. Por un lado se sentía mal de no haber podido complacer a su tutor, uno de los magos más importantes del Imperio. Por otro lado el tipo era un presumido y un imbécil.
Agotada, Fara salió también de allí, estirando los músculos perezosamente. Un par de volutas azules brillaron en medio del pasillo pero ella no les puso cuidado. Ya estaba acostumbrada a ver esas cosas que los demás no podían, pero no era la única. Olibus le había dicho que la magia era azul en su forma más pura y que solo aquellos con la capacidad de verla podían ser magos.
La delgada pelirroja abrió las ventanas de su alcoba dejando entrar el aire frío del otoño, su favorito. Afuera todo era oscuridad, salvo en el muro exterior, donde antorchas crepitaban en la cima de las torres de vigía. Pese a estar bien entrada la noche, su cama se encontraba imperturbada. A un lado de ésta, su escritorio estaba abarrotado con tomos de teoría arcana, diagramas de energía, guías de entonaciones, y pilas de hojas llenas de anotaciones, sus objetos para escribir, y una lampareta —una esfera de bronce bruñido del tamaño de un puño, brillante con luz propia y apoyada en un sencillo pedestal— iluminaba con una luz rojiza su pálida piel blanca. Una segunda lampareta, más grande y luminosa, colgaba del techo de la habitación mediante una cadena de hierro.
Se encontró observando en dirección a las montañas de la Cordillera del Dragón, que a esa hora se asemejaban a una enorme muralla negra perdida en la distancia, y por una extraña razón a Fara le parecían enigmáticas y hermosas, y deseaba con todas sus fuerzas ir a la cima de la más alta de todas. Ese había sido su sueño cuando aún vivía en la vieja granja de sus padres. Había vivido con ellos durante dieciséis inviernos, escuchando las historias de los bardos y los soldados veteranos de la guerra civil que ahora asolaba las tierras del Imperio, deseosa siempre de vivir sus propios viajes, librar épicas batallas y eventualmente, como ellos, narrar su propia historia, quizá en forma de una balada. Pero, ¿cómo iba a hacer todo eso cuando ni siquiera era capaz de evocar el más sencillo de los hechizos?
Tras haber reposado un poco, Fara resolvió hacer un intento más. “Una llama de color rojo es la más estable de todas”, había dicho Olibus. “Una vez que aprendas a producir fuego rojo, podrás comenzar a aprender hechizos de verdad”. Le había dado instrucciones de cómo lograr aquello, seguidas por un interminable discurso del que Fara recordaba menos de una décima parte, en el que había detallado exhaustivamente el mecanismo por el cual las flamas rojas eran inherentemente más sencillas de manipular.
Respirando profundamente, levantó el brazo y con un ligero esfuerzo —comparable al necesario para subir un escalón— conjuró una nueva llama. La débil brasa que había invocado bailó en su palma y luego se enderezó, convirtiéndose en una miserable lengua de fuego que apenas emitía calor. Fara cerró de golpe la mano, frustrada. Tras un año de práctica constante ésta era toda la magia que había conseguido dominar.
“Cualquier persona es capaz de tomar una pluma y escribir”. El tono desdeñoso de su tutor nunca había sido tan hiriente como el del día que había logrado evocar su primer fuego. “Pero crear poesía requiere intuición, creatividad, instrucción, nobleza de mente y de linaje, sabiduría... Ocurre lo mismo con El Arte”.
'El Arte' era el mote que Olibus y otros practicantes daban al estudio de la magia: Un apodo pomposo que servía únicamente para aumentar su propia importancia.
—Imbécil —masculló la joven mientras se dejaba caer en la cama, llena de frustración.
Cerró los ojos y pensó en las montañas, en la majestuosidad que inspiraban, en el sueño que le producían… Se sentía cansada, como si hubiera corrido todo el día subiendo y bajando esas montañas sin parar. Su cuerpo pesaba como una roca y la cama era demasiado cómoda como para hacer el esfuerzo de levantarse. Afuera, las montañas se elevaban ominosamente hacia la negra bóveda celeste, iluminadas por un perverso sol hueco cuya purulenta luz se colaba lentamente por su ventana, mientras ella se daba cuenta de que su cuerpo estaba paralizado, hundiéndose en la locura de aquel sueño que se había apoderado de su mente.
Fara se levantó de golpe, con el corazón agitado y sudando frio, pero no tuvo tiempo de pensar más en aquella extraña pesadilla. Al abrir los ojos se sorprendió al ver que la luz de las lamparetas había sido opacada por el azul resplandor de la magia. Nunca antes había visto tantas volutas reunidas en un solo lugar, entrando en su habitación por las rendijas de la puerta como un pequeño mar de luz. Salió lentamente al pasillo pensado que tal vez su maestro estaba practicando algún hechizo complicado, de esos que se negaba a enseñarle.
El camino de volutas se extendía por todo el pasillo y bajaba las escaleras en espiral que daban al vestíbulo de la mansión. Intrigada, Fara caminó en silencio, con la sensación de que en cualquier momento su maestro se percataría de su presencia y la enviaría de nuevo a su habitación con una de sus típicas monsergas acerca del respeto hacia los practicantes del Arte. Tan concentrada estaba en sus pensamientos que tropezó y estuvo a punto de caer por las escaleras, caída que evitó al aferrarse ágil pero ruidosamente a la pared. Respiró agitada por unos segundos —que para ella parecieron eternos— antes de animarse a continuar bajando.
Lo primero que vio al llegar al primer piso fue al asistente del cocinero tumbado junto a las escaleras. Su ropa estaba impregnada con el aroma del peculiar perfume que usaba la esposa del chef principal de la mansión, y el muchacho estaba sumido en un sopor del que no podía sacarlo, sin importar lo ruidosa o brusca que fuese. Frustrada al no poder despertarlo se decidió a seguir el camino de volutas, que se dirigía a los salones del fondo hasta llegar a la sala de trofeos de Olibus, el lugar donde el mago guardaba toda clase de artilugios mágicos que le habían sido confiados por los nobles del Imperio.
Al llegar a la puerta del salón su instinto la hizo detenerse en seco. Lo que sea que estuviese emitiendo esa cantidad de magia estaba ahí dentro y su presencia era sobrecogedora al punto de causarle una terrible sensación de pánico. Las gotas de sudor recorrieron su rostro antes de que la chica decidiera ceder a su curiosidad y abrir lentamente la puerta, tratando de hacer el menor ruido posible.
—No hay necesidad de ser tan precavida, sé que estás ahí — dijo entonces una risueña voz masculina.
Fara se irguió sobresaltada y dirigió la mirada a la persona que le había hablado. Era difícil verlo incluso teniéndolo en frente debido a la resplandeciente aura que lo envolvía. En lo primero que Fara pudo enfocarse luego de mucho esfuerzo fue en sus ojos, dos llamas azules de fuego mágico que la miraban directamente y le provocaban miedo, una compulsión que la obligaba a huir de allí a toda velocidad y nunca volver. Aquel impulso la hizo salir del salón y estrellarse contra el muro que estaba frente a la puerta, cosa que le ayudó a salir del control de la magia de aquel extraño. Ahora que pensaba con mayor claridad, entró lentamente a la habitación mientras se sobaba la cabeza. Aquel golpe aunque útil, había reemplazado el miedo con un pulsante dolor. Al enfocarse nuevamente en su atacante, las características de aquella persona se hicieron más claras.
Se trataba de un joven alto, bastante si se le comparaba con Fara —que era pequeña para su edad—, de tez morena y largo cabello plateado, entre el cual se podían ver sus largas y puntiagudas orejas. Vestía una simple armadura de cuero y metal sin colores ni blasón, de un estilo que ella no pudo reconocer, y parecía estar desarmado.
Entonces supo con quién estaba tratando. Un elfo. En los libros de historia se hablaba sobre ejércitos élficos que antaño habían ayudado a los humanos en sus guerras contra los demonios. También sabía que habían desaparecido desde los inicios del Imperio y que posiblemente este era el primero que alguien veía en cientos de años.
—¿Qué haces aquí? —fue lo primero que se le ocurrió preguntar después de tartamudear durante unos segundos.
—Soy solo un humilde ladrón que va de paso, y estoy interesado en esa colección de objetos mágicos que tienes ahí. ¿Hay algún problema si me llevo una o dos de estas armas?—comentó el elfo mientras se acercaba tranquilamente a un estante de madera donde estaba guardada una daga decorativa.
—¿¡Un ladrón!? —respondió ella tragando saliva, pero luego recuperó un poco de su valor—. ¿Qué clase de ladrón lo admite de esa manera? —preguntó perpleja.
—Uno encantador —sonrió él maliciosamente—. Mi magia ha puesto a todos los habitantes de esta mansión a dormir, y ni siquiera tu maestro ha podido resistir mi conjuro. Eres bastante talentosa para ser tan joven.
—Ya decía yo que algo raro le había pasado a Cecil… —comentó ella confundida, recordando al joven que aún dormía junto a las escaleras.
Sus ojos purpúreos se habían acostumbrado ya a la presencia de aquel ser mágico y el aura que lo envolvía empezaba a volverse menos brillante, hasta convertirse en un tenue resplandor que apenas resaltaba alrededor de su cuerpo.
—Como premio a tu talento, te propongo un trato: a cambio de estos objetos mágicos te enseñaré algo de magia antigua. ¿Te parece bien? —propuso de repente el ladrón.
Los ojos de Fara brillaron con intensidad mientras contemplaba la idea. ¡Magia de verdad! No aquellos simples trucos con el fuego que le enseñaba Olibus, sino el poder de dormir incluso a un mago de su nivel. Sonrió maliciosamente al imaginar la cara de envidia que Olibus pondría cuando la viera emplear una magia que ni él podía imaginarse.
—¡Un momento! —exclamó ofuscada de repente—. Esas cosas no son mías, y además dudo que tu magia del sueño dure todo el tiempo que yo necesite para aprenderme tus conjuros. Qué podrían ser días… o incluso meses… —esto ultimo lo añadió entre dientes, hablando para sí misma.
—Eres tú quien está ahora frente a mí, así que el trato es para ti nada más. Recuerda, soy un ladrón. Bien podría tomar esto así como así e irme. Deberías aprovechar la oportunidad cuando la tienes al alcance —sonrió mientras le guiñaba el ojo—. Además, no es necesario que nos quedemos acá para entrenar, ¿no es así? Puedes venir conmigo y además de aprender secretos que un tutor humano nunca podría enseñarte, puedes explorar el mundo y ver cosas nuevas todos los días, lhiannan.
Se encontró a si misma queriendo decir que sí, pero se detuvo en ese instante. ¿Acaso se había vuelto loca? ¿Un completo extraño, además de ladrón, le ofrecía irse con él y ella estaba a punto de aceptarlo sin vacilar si quiera? Sin embargo, algo en su corazón la impulsaba a hacerlo sin importar las consecuencias. Esta era la oportunidad de viajar y ver el mundo que solo había visto en su imaginación. De aprender a usar la magia que su maestro decía que nunca podría dominar. Había llegado el momento donde debía superar su propia imprudencia si quería hacer algo con su vida.
—¿Y a qué hora nos vamos? Porque tengo que empacar mis cosas… —fue su respuesta, que la dijo casi sin pensar.
—Entonces apresúrate —interrumpió el intruso—. Estaré esperándote en la salida de servicio.
Sin tiempo para pensar en las consecuencias de lo que hacía, Fara salió corriendo del salón tan rápido como se lo permitieron sus piernas.
—Es bastante interesante para ser una humana —pensó para sí el ladrón mientras se hacía con la daga y estudiaba otro de los artefactos con ojos codiciosos.
La chica llegó agitada a su alcoba y sin darse un tiempo para respirar, tomó un zurrón de cuero que normalmente usaba para guardar libros, y se puso en la tarea de seleccionar lo que creía que era importante para su viaje. Unos cuantos vestidos, los cuales emburujó en el zurrón, y el collar de cáñamo que su abuela le había dado como recuerdo al abandonar su hogar. También se aseguró de llevarse sus textos de estudios y sus diagramas, y una cantidad suficiente de hojas en blanco para tomar notas; todos los frascos de tinta que pudo permitirse y unas plumas. Luego de pensarlo dos veces, pasó a la biblioteca y tomó también el enorme grimorio negro que Olibus cuidaba con gran recelo.
—Se lo tiene merecido —dijo para sí mientras bajaba a toda prisa por las escaleras en dirección a la cocina.
De allí tomó varias hogazas de pan, un gran queso y ese embutido que el mago nunca le dejaba probar. Al salir de la cocina creyó ver a Olibus bajando las escaleras, habiendo descubierto su plan y con intenciones de detenerla. Con el corazón en la boca saltó nuevamente a la cocina, se tapó la boca para no evitar hacer algún ruido accidental y se ocultó tras la puerta por un instante que parecía eterno. Pero nada pasó, la mansión estaba sumida en un sepulcral silencio.
Al salir por la puerta de servicio, Fara vio al sonriente elfo esperándola y agradeció a Zoliat, el dios-sol, que todo fuera real y no producto de su salvaje imaginación.
—¿Ya tomaste todas las armas que querías robar? —preguntó ella con nerviosismo mientras respiraba agitadamente, cansada de tanto correr.
—En efecto, lhiannan —respondió él, jugueteando con la daga ornamental que había tomado del estante de madera—. ¿Ya sabes a dónde quieres ir?
—Que sea muy, muy lejos de este lugar. Y mi nombre es Fara, no le… linan, o lo que sea que digas —masculló ella frunciendo el ceño, incapaz de pronunciar la palabra élfica.
—Dado que me has dicho tu nombre, es lo correcto que yo te dé el mío. Puedes llamarme Alegast. Encantado de conocerte, lhiannan Fara.
—¡Te dije que no me llamaras así! —refutó ella, incapaz de ocultar que su cara se había puesto completamente roja.
Alegast carcajeó jovialmente y haciéndole señas, la guió por el camino que tenía preparado para salir del predio de Olibus. Fara volvió la mirada una última vez a la mansión del que fue su maestro, decidida a nunca volver a ver la calva cabeza del detestable mago. Sonrió y siguió a su nuevo maestro y guía, el único elfo que se había visto en cientos de años. Tomaron el camino que iba hacía al sur, mientras las trémulas estrellas se asomaban entre las perezosas nubes de una noche sin lunas.
Great power can come from anger, but you may lose yourself in the process. Therefore, your mind must remain calm, and your spirit must be still.