Continuando con la historia... tuve un par de problemas a la hora de plantearme como iba a aparecer Teofrastus, y eso fue lo que me hizo tardar a la hora de escribir este capitulo. Espero que les guste y gracias por los comentarios, aunque no lo parezca los estoy tomando en cuenta.
La niebla se arremolinaba entre los árboles del Bosque Viejo como un misterioso velo blanco mientras los rayos del sol comenzaban a salir detrás de la Cordillera del Dragón. Habiendo dormido incómoda a los pies de un enorme roble, Fara empezaba a cuestionarse la idea de haber huido de la cálida y confortable mansión de Olibus. Se encontró sola en medio de la arboleda donde, según contaban los campesinos de la región, sólo los bandidos y las criaturas de las sombras caminaban en esos tiempos de caos y confusión. Miró en todas direcciones en busca de Alegast y no vio más que la rojiza alfombra de las hojas otoñales que empezaban a caer de las ramas de los árboles. Pensó en la posibilidad de que el elfo ladrón la hubiese abandonado allí como comida para esos seres oscuros, habiéndole jugado una cruel broma o determinándola no apta para ser su compañera. Y pensar en esto último, más que angustiarla le causaba frustración.
—Veo que por fin despertaste, lhiannan —escuchó la sonriente voz del elfo venir de detrás del roble y su corazón saltó de alegría cuando lo vio salir de los matorrales.
Se sorprendió al percatarse de que esta vez no tenía problemas para verlo. El aura misteriosa que lo rodeaba la noche anterior parecía haberse esfumado y salvo por las puntiagudas orejas y sus sobrenaturales ojos azules, Alegast podía pasar por un humano cualquiera. El elfo traía en sus manos un par de conejos gordos que casi de inmediato fueron puestos al fuego, que Alegast conjuró con mucha facilidad. La maga se fijó también en que el elfo había traído consigo algunas pieles para dormir, aunque no dijo de donde las había sacado cuando la joven le preguntó por ello.
—¿Y cuándo quieres empezar con el aprendizaje? —fue la respuesta que le dio, mientras mordisqueaba un trozo de carne.
—No sé… digo, ni siquiera sé adónde es que vas —suspiró ella mientras con mirada perpleja lo veía comer—. Siempre creí que los elfos solo comían frutas y verduras —añadió espontáneamente.
—Y algunos de los míos lo hacen, lhiannan, pero yo no me considero muy tradicionalista —río él—. En cuanto a dónde voy, mi destino está más allá del Lago Amaril.
Fara palideció al escuchar ese nombre. El Lago Amaril era un lugar que la gente del valle evitaba. Los campesinos decían que el bosque al sur del lago, al que llamaban por el peculiar nombre del “Bosque de la Carne”, estaba plagado por muertos que caminaban como los vivos y las horrendas criaturas que se alimentaban de ellos. Desde pequeña siempre le habían dicho que nunca viajase hacia el sur, así que el solo contemplar la idea le revolvía el estómago.
—¡Oh, no te preocupes! No iremos allí hasta que no aprendas a defenderte por ti misma —Alegast no pudo evitar soltar una carcajada al ver el rostro de la humana.
Luego del desayuno caminaron hacia el sureste, siguiendo el sendero que iba a Valeholm, pueblo de superchería, cultos paganos y peligrosas ideas de libertad. Por el camino se podían ver cadáveres abandonados que servían de alimento a los buitres, quienes sobrevolaban en círculos sobre ellos. Fara se cubrió la nariz con rapidez, tanto por asco como por miedo, pues lo más probable es que aquellos miserables hubieran muerto no por la espada sino por la maldita plaga, que desde el inicio de la guerra había aniquilado a más víctimas que la misma contienda. Además del miedo a la plaga la maga tenía otra preocupación. De vez en cuando miraba hacia atrás, imaginando ver a los soldados al servicio de su antiguo tutor persiguiéndolos para recuperar el grimorio que ella había tenido el descaro de robar de la biblioteca de Olibus.
—Tienes razón —contestó Alegast cuando ella le expuso su miedo—. Lo mejor es evitar el sendero y adentrarnos en el bosque.
Aunque no le gustó para nada la idea, Fara aceptó. Al fin y al cabo fue ella la que había dicho que el sendero no era seguro. Se internaron en el frondoso bosque, agitando a la población de pequeñas criaturas que se dejaban escuchar con más frecuencia de lo usual o se escondían entre la maleza velozmente. Si tenía alguna duda con respecto a su decisión de haber escapado de la mansión de Olibus, en ese momento se disipó. Allí donde mirara veía cosas que para ella eran nuevas y maravillosas: los árboles rodeados por un mar de volutas azules, las pocas hadas que aún vivían en la región, que se ocultaban entre los matorrales pero la miraban con recelo, los pequeños animales que huían cuando la veían acercarse, los senderos ocultos decorados con extrañas setas que solo Alegast parecía conocer; y con el corazón extasiado Fara se dijo que había tomado la mejor decisión al haber aceptado la invitación del elfo.
—Bueno, ¿qué tanto te enseñó ese mago de pacotilla? —Alegast preguntó repentinamente mientras caminaban.
—Casi todo lo básico — respondió ella de forma automática. Miró al elfo y vio en su rostro que esa respuesta no le había satisfecho —. Bueno, me sé de memoria las teorías de la arcanodinámica y la transmutación elemental básica, y también sé algunos hechizos menores, como el que te permite mover cosas pequeñas con tu voluntad o invocar volutas de luz. Ese último lo aprendí por mi cuenta —añadió bastante orgullosa.
—¿Teoría de la qué? Es la primera vez que escucho algo como eso… —comentó Alegast visiblemente desconcertado—. Bueno, no importa. Ya sabes cómo manipular la energía arcana, eso nos ahorrara días de entrenamiento. Ahora solo hay que encontrar el lugar indicado para comenzar.
Caminaron hasta que el sol alcanzó su cenit, y cuando llegaron a un claro del bosque encontraron el lugar que Alegast determinó era el más apto para su entrenamiento. Se trataba de una mansión abandonada cerca de un monte del cual descendía un pequeño y ruidoso arroyo de aguas verdosas.
La mansión era enorme, quizá una finca que perteneció a algún noble pero que fue abandonada cuando comenzó la guerra, decorada con ostentosas estatuas y un enorme patio que tenía un jardín que en su momento fue el orgullo de la casa. En el centro de este se encontraba la estatua de Zoliat, el dios-sol de los humanos, de cuerpo humanoide y cabeza con forma de estrella, mirando al vacío con su ciclópeo ojo vertical. Las paredes de la mansión eran de colores suaves y las ventanas tenían marcos dorados y contraventanas marrones, decoradas con relieves de un estilo que Fara no lograba reconocer.
Luego de haber descansado un rato, Alegast encendió una fogata cerca del arroyo y le pidió a Fara que se quitara las botas y entrase en el agua hasta que esta le llegase a las rodillas.
—¿Por qué? ¡El agua está fría como los mil demonios! —rezongó la chica mientras la tocaba con la punta de los dedos.
—Porque es esencial para que entiendas lo que quiero enseñarte, lhiannan —le dijo él mientras le sonreía con picardía.
Mientras la chica entraba en el arroyo maldiciendo entre dientes, el elfo tomó una vara de la maleza y empezó a garabatear en el aire cosas en élfico y en dugoverano, el idioma predominante del Imperio. A los ojos de Fara, las letras resplandecían en un tono azulado, aunque las podía ver con claridad pese a la luz que emitían. Una vez ella estaba en la posición que él estimaba era la correcta, Alegast le pidió que se quedara quieta y empezó a hablar sin esperar a que la chica pudiese preguntar algo y menos rezongar otra vez.
—La magia es más que formulas y teorías —explicó él—. Eso es algo que ustedes, los humanos, crearon luego de descubrir que tenían la capacidad para usarla, pero no es algo que sea realmente necesario para hacerlo. Sin embargo, si tuviésemos que usar reglas para explicar cómo funciona, los magos de mi Pueblo dirían que solo necesitamos tres. ¿Ustedes, los magos humanos, conocen los tres principios fundamentales de la magia?
—No que yo recuerde —respondió la chica con la voz temblorosa por el frío. «Eso o ya se me olvidó», pensó dubitativa.
—Muy bien, empecemos por el primero —dijo Alegast señalando un grupo particular de los símbolos que había escrito—. La magia es la fuerza primigenia que da vida a todo lo que existe en el universo. Nosotros, los animales, las plantas, la tierra misma; las estrellas y el sol. Todo existe porque la magia lo mantiene. Usar magia, por lo tanto, significa que estas utilizando esa fuerza para tus propios fines, y eso tiene consecuencias. El precio que pagamos por usar nuestro don es acabar con la energía misma que nos mantiene con vida.
»Normalmente consumimos nuestra propia fuerza vital cuando utilizamos algún conjuro y aquellos que son muy descuidados incluso podrían acabar por matarse a sí mismos justo después de haber desatado cualquier magia que hayan conjurado. Por eso mismo los hechizos normalmente han sido diseñados para no matarnos accidentalmente. Al conjurar hechizos especialmente poderosos tomamos la energía que nos haga falta de otras fuentes, como la tierra bajo nuestros pies o las plantas. Lo que significa que si nos excedemos en nuestros cálculos, el terreno al cual hemos privado de su energía quedará estéril, inerte.
Fara asintió seriamente. Aún con el agua fría calándole los huesos, había entendido muy bien lo que Alegast quería enseñarle. Algo que Olibus le había inculcado también: que debía ser cuidadosa a la hora de utilizar el Arte.
—El segundo principio nos dice que la magia es parte de la naturaleza y por ende, no puede irse en contra de las leyes que la rigen. No puedes crear algo de la nada. La magia solo funciona transformando algo que ya está en nuestro mundo.
—¡Un momento! —exclamó Fara de repente, con una expresión de confusión en el rostro—. ¿Entonces como es que podemos crear lluvias de fuego o convertir el hierro en oro?
—Eso es simple. Este principio nos dice que “no podemos irnos en contra de la naturaleza”, y en esos casos no lo estamos haciendo. La lluvia de fuego la puedes causar porque hay ciertos elementos invisibles en el aire que al ser modificados se convierten en fuego. Creo que tus magos humanos saben más acerca de tales cosas que yo. Por la misma razón, cambiar hierro en oro es posible, pues ambos son metales que se encuentran bajo la tierra.
»El segundo principio lo que nos indica es que solo podemos usar la magia para transformar los elementos que nos ha dado la naturaleza, pero no podemos hacer algo que no ocurra de forma natural. No puedes crear comida de la nada, o usar tierra para crearla. Pero si podrías convertir las plantas en pan, pues es algo que se puede hacer sin magia con un proceso más largo.
»Y el ultimo principio, que está muy relacionado con el segundo, es que no puedes usar magia para crear algo que no entiendas. No puedes invocar fuego, por ejemplo, si antes no has entendido su forma y propiedades. Es decir, que primero tienes que conocer algo si lo quieres transformar con magia.
—Ese estuvo más fácil de comprender que los demás… —expresó Fara decepcionada.
—Bueno, es que nunca he sido bueno para expresar este principio con palabras, así que prefiero que lo aprendas por tu cuenta. Cierra los ojos y haz lo que te diga.
Fara asintió, algo nerviosa, pues aunque era buena a la hora de entender la teoría, cuando debía aplicarla no era tan talentosa. Cerró los ojos y se concentró en las palabras de Alegast.
—Para usar la magia no solo necesitas usar tu intelecto. También debes sentir la energía que emana de todo ser vivo, que emana desde tu interior. Olvida las fórmulas y conjuros, olvida aquello que tu maestro te enseñó. Empieza desde la nada, como cuando eras pequeña y podías ver luces azules que los demás no.
Fara se concentró en buscar tal energía, tratando de mantenerse enfocada a pesar del frío del agua y los ruidosos pensamientos que ahora inundaban su mente. Tardó varios minutos en hacerlo, pero luego de concentrarse lo suficiente pudo sentir la energía mágica de la que tanto hablaba Alegast, una fuerza que crecía desde su plexo solar y subía por su cuerpo hasta llegar a su frente, de donde se proyectaba al infinito como una erupción. Se sintió envuelta en un mar de resplandor azul que bañaba su cuerpo como una cascada de luz. La luz seguía proyectándose más y más, formando raudos caudales que lo envolvían todo: el bosque, la mansión, el río, incluso a Alegast, quién volvía a verse envuelto en la luminosa aura que tenía la noche anterior; y una extraña sensación de estar sumergida en un mar de electricidad estática que le ponía la piel de gallina la embargaba terriblemente. Toda esa energía, el poder creador de los mismos dioses, rozaba su piel con la suavidad de la seda al mismo tiempo que parecía hundir su cuerpo en el arroyo con el peso de una montaña.
—¿Qué hechizo te gustaría probar ahora? —escuchó la tranquila voz del elfo retumbar entre las corrientes de magia.
—No sé… —contestó ella indecisa. De todos los hechizos que quiso aprender en la mansión de Olibus ahora no sabía por cuál empezar.
¿Invocar a un demonio del etéreo? Posiblemente no podría controlarlo. ¿Quizá hacer levitar una roca enorme? No, no era nada llamativo. ¿Lanzar una bola de fuego? Su mente se deleitó ante esta posibilidad. El fuego rojo que tan esquivo le había sido ahora estaba al alcance de su mano.
—Entonces concéntrate en eso —le dijo Alegast cuando ella le manifestó su idea—. Trata de recordar lo que sientes cuando acercas tus manos a una fogata. Aférrate al recuerdo del calor del fuego en tus manos. Visualiza las llamas emanar desde aquel calor. Enfoca todo tu espíritu en eso, concéntrate en esa idea hasta que seas capaz de hacerla realidad. En eso consiste el tercer principio.
Tardó mucho en poder recordar el calor de las llamas y le sorprendió haber olvidado tan fácil algo que había sentido todos los días. Pero una vez que esa sensación apareció en su mente se aferró a ella con toda su voluntad. Al cabo de un rato el calor en sus manos parecía real y de repente sintió que estas se quemaban. Al abrir sus ojos vio cómo sus manos estaban envueltas en llamas rojas —las dichosas llamas rojas que tanto le había costado dominar unas pocas horas atrás— y el susto hizo que perdiese la concentración y el hechizo se disipó, mientras ella caía de espaldas al agua.
—Lo has hecho bastante bien para ser tu primera vez —la felicitó Alegast mientras le ayudaba a levantarse—. Continúa practicando con el mismo empeño y en poco tiempo serás capaz de dominar el fuego por completo, lhiannan.
—¿Y para qué me hiciste entrar en el agua? Hubiera podido invocar el fuego sin necesidad de pasar frío —preguntó ella, aún sin ser capaz de asimilar lo que había logrado.
—Bueno, creí que eso te ayudaría a mantenerte enfocada en mis palabras. No había ninguna razón esotérica o algo así —contesto él maliciosamente.
Alegast no pudo evitar soltar una carcajada al ver la cara de enfado de la chica al escuchar tamaña respuesta. Sin embargo, el mal humor desapareció pasados unos minutos, cuando Fara se convenció al fin de que lo había logrado, había invocado el dichoso fuego rojo que tantas veces la había frustrado. Ese pequeño éxito la entusiasmó bastante y el resto de la tarde se la pasó practicando el mismo hechizo hasta el cansancio.
Al caer la noche se instalaron en la sala de la mansión, cerca de la chimenea y el enorme ventanal que daba al patio. Los muebles que encontraron estaban podridos y llenos de insectos, y tuvieron que llevarlos a los pasillos para que el olor no les fastidiase mientras dormían. Pese a que tendría que acostarse de nuevo en el suelo, Fara agradeció que al menos esta vez no le tocara dormir a la intemperie. Acomodaron las pieles para dormir cerca de la chimenea, que para deleite de la chica había sido encendida con su magia.
—¿Por qué viajas a ese lago? —preguntó ella mientras se acurrucaba entre las pieles, asegurándose de no pronunciar el nombre en voz alta.
—Hay algo ahí que le pertenece a mi Pueblo y pretendo recuperarlo —contestó Alegast mientras masticaba las bayas que habían conseguido para la cena.
—¿Recuperarlo? —preguntó ella perezosamente.
Alegast se mantuvo en silencio por un rato, mirando fijamente el bailoteo de las llamas. Hablar de su pasado siempre le traía recuerdos, algunos que desearía poder olvidar.
—Mis ancestros lo dejaron ahí cuando abandonaron las tierras de los humanos —con ancestros quiso decir “padres”, pero prefirió no mencionarlo—. Fue por eso que te…
Fara no había escuchado esa parte, se quedó dormida en ese instante. Alegast la cubrió con las pieles y sonrió. Se había esforzado mucho practicando toda la tarde y era normal que estuviese tan cansada. En cierto modo le recordaba al guerrero que lo había ayudado cuando el despertó del eterno sueño de los elfos.
—Estoy seguro de que él no hubiera aprobado esto —susurró mientras acomodaba las pieles que usaría para dormir.
Pasaron varios minutos hasta que el silencio reinó en la mansión, interrumpido de vez en cuando por el crepitar de la madera quemándose. Fue en ese momento en que el gato de ojos amarillos salió de su escondite. Su pelaje negro hacía que se confundiera con las sombras que reinaban en los solitarios pasillos y sus mullidas patas le permitían moverse ágil y silenciosamente. Se agazapó al llegar a la puerta y caminó muy lentamente en dirección del bolso de la niña, mirando de reojo al elfo antes de avanzar.
—Yo me detendría si fuera tú —dijo Alegast cuando la criatura se encontraba a mitad de su camino—. Brillas demasiado para ser un gato.
El pelaje del animal se erizó mientras de un salto se puso en frente del elfo, preparándose para atacarlo en cuanto bajara la guardia. Ambos se miraron a los ojos por unos segundos antes de que el gato adoptara una posición más relajada.
—Eso se debe, mi buen señor elfo —enunció la criatura con impecable dicción—, a que vuestro siervo, aquí presente, no es un simple felino, sino un individuo de alta alcurnia y mandato, reducido por malhayada vicisitud a su estación presente. Un alma espléndida, que disfruta la distinción de ostentar la honorable identidad de Teofrastus Bombastus, Muy Magnificente Mago de la Corte del Emperador Philene, primero en su nombre, que el gran dios-sol le tenga en su gloria —el gato hizo una rebuscada reverencia al terminar de hablar.
Alegast le regaló una mirada de escepticismo mientras el gato se movía en dirección a Fara. Sus movimientos eran bastante refinados, más que los de un simple animal, y sus ojos reflejaban una inteligencia muy humana, pero bien podría tratarse de un demonio o algo peor. No era pecado ser demasiado precavido cuando se trataba con bestias mágicas. El gato estudió a la joven con silenciosa curiosidad y luego volvió su mirada al elfo.
—Tenía por seguro que todos los de vuestra noble estirpe os habíais ido hace mil años, jurando no volver jamás a las tierras de los humanos —ronroneó—. Sin embargo, hoy me he llevado la mayor de las sorpresas, cuando veo a uno enseñándole a esta jovencita los pormenores de la más elevada de todas las profesiones, el Arte. ¿No es difícil enseñar a un humano? Es harto sabido que nosotros nunca podremos manipular la magia de la misma forma que lo hacen las razas más antiguas.
—Bien, ¿entonces realmente estás convencido de que eres… o mejor dicho, eras un humano? —habló al fin Alegast, arqueando una ceja.
—En efecto, mi buen señor —contestó el gato con ínfulas de grandeza.
Afuera el viento comenzó a ulular y las nubes ocultaron el cielo estrellado, mientras la niebla movía sus dedos como tentáculos blancos alrededor de los árboles. Una oleada de energía arcana golpeó a Alegast con una sensación de desasosiego, y un instante después el pelo del gato se había erizado, como si esperase que algo malo fuera a ocurrir.
—Te recomiendo que apagues el fuego, mi buen amigo élfico. Si no hacemos ruido estaremos seguros aquí —dijo Teofrastus en voz baja.
De pronto se oyó un chillido agudo y extraño, y el elfo comprendió que aquel bosque ya había sido contaminado. Haciendo caso al consejo del gato, con solo mover sus manos extinguió rápidamente el fuego. La criatura emitió un agudo berrido y con eso ambos supieron que estaba bastante cerca de la mansión, quizá al otro lado del arroyo.
—¿Qué fue eso? — despertó sobresaltada Fara, pero lo primero que vio fue a Alegast haciéndole un gesto para que se callara.
La chica se levantó en seco, bastante nerviosa, y revisó con la mirada la habitación. Se percató de la presencia de Teofrastus, pero se limitó a guardar silencio. Todos habían centrado su atención en la ventana, y el elfo se asomó cautelosamente por esta, mirando en dirección al arroyo durante unos minutos. No pudo ver nada debido a la niebla que ahora invadía por completo los alrededores, y por un instante que pareció eterno creyeron que la criatura se había internado nuevamente en lo profundo del bosque.
—Parece que ya se fue —susurró Fara temblorosa mientras lentamente salía del envoltorio de pieles donde se había quedado dormida.
De improvisto se oyó un suave sonido deslizante y, después, un sonoro salpicón de algo que se metía en el arroyo. Aún con la espesa niebla, Alegast pudo distinguir la silueta de una criatura que olfateaba el aire en dirección a la mansión. Lo más probable es que hubiese percibido el olor del humo de la fogata o hubiera escuchado a Fara cuando se despertó, aunque también podía simplemente estar buscando alguna presa desprevenida. Sea como fuere, no podía dejar que Fara muriese ahí. Aún la necesitaba. Tras esperar precavidamente unos instantes se levantó y se encaramó en el marco de la ventana.
—Cuídala, pues si es cierto lo que dices, es una de los tuyos —dijo con seriedad mirando al gato y sin perder más tiempo saltó hacía el jardín.
La criatura emitió un berrido al percibir el sonido que el elfo hizo al caer al suelo y se movió velozmente hacía su presa, saliendo de la cortina de niebla que la había mantenido oculta y revelando por fin su tenebrosa apariencia. Se trataba de una especie de oso hecho de madera y huesos, con un exageradamente grande cráneo lupino cubriendo su cabeza y pequeños ojos rojos entre las cuencas craneanas vacías. Al abrir sus fauces, detrás de la intricada fila de enormes colmillos afilados, una segunda hilera de dientes, parecidos a los dientes de un humano, se dejaban ver en la oscura boca del extraño animal. Sus extremidades estaban cubiertas por una gruesa capa ósea, terminando en alargadas garras con uñas tan filosas como pequeñas navajas que chorreaban un viscoso liquido negro que infectaba el suelo con vetas de una putrefacta sustancia amarillenta. Su torso consistía en un armazón de hueso parecido a las costillas humanas y estaba reforzado con espinas de madera negra que salían de entre los huesos.
La bestia se abalanzó sobre Alegast rugiendo ferozmente pero este logró esquivarla con un ágil movimiento, haciendo que se estrellara contra un par de estatuas del patio, pulverizándolas por la fuerza del impacto. Desde la relativa seguridad de la mansión, Fara miraba aterrada cómo Alegast se encontraba solo, luchando por su vida.
I:
Las tres reglas
Las tres reglas
La niebla se arremolinaba entre los árboles del Bosque Viejo como un misterioso velo blanco mientras los rayos del sol comenzaban a salir detrás de la Cordillera del Dragón. Habiendo dormido incómoda a los pies de un enorme roble, Fara empezaba a cuestionarse la idea de haber huido de la cálida y confortable mansión de Olibus. Se encontró sola en medio de la arboleda donde, según contaban los campesinos de la región, sólo los bandidos y las criaturas de las sombras caminaban en esos tiempos de caos y confusión. Miró en todas direcciones en busca de Alegast y no vio más que la rojiza alfombra de las hojas otoñales que empezaban a caer de las ramas de los árboles. Pensó en la posibilidad de que el elfo ladrón la hubiese abandonado allí como comida para esos seres oscuros, habiéndole jugado una cruel broma o determinándola no apta para ser su compañera. Y pensar en esto último, más que angustiarla le causaba frustración.
—Veo que por fin despertaste, lhiannan —escuchó la sonriente voz del elfo venir de detrás del roble y su corazón saltó de alegría cuando lo vio salir de los matorrales.
Se sorprendió al percatarse de que esta vez no tenía problemas para verlo. El aura misteriosa que lo rodeaba la noche anterior parecía haberse esfumado y salvo por las puntiagudas orejas y sus sobrenaturales ojos azules, Alegast podía pasar por un humano cualquiera. El elfo traía en sus manos un par de conejos gordos que casi de inmediato fueron puestos al fuego, que Alegast conjuró con mucha facilidad. La maga se fijó también en que el elfo había traído consigo algunas pieles para dormir, aunque no dijo de donde las había sacado cuando la joven le preguntó por ello.
—¿Y cuándo quieres empezar con el aprendizaje? —fue la respuesta que le dio, mientras mordisqueaba un trozo de carne.
—No sé… digo, ni siquiera sé adónde es que vas —suspiró ella mientras con mirada perpleja lo veía comer—. Siempre creí que los elfos solo comían frutas y verduras —añadió espontáneamente.
—Y algunos de los míos lo hacen, lhiannan, pero yo no me considero muy tradicionalista —río él—. En cuanto a dónde voy, mi destino está más allá del Lago Amaril.
Fara palideció al escuchar ese nombre. El Lago Amaril era un lugar que la gente del valle evitaba. Los campesinos decían que el bosque al sur del lago, al que llamaban por el peculiar nombre del “Bosque de la Carne”, estaba plagado por muertos que caminaban como los vivos y las horrendas criaturas que se alimentaban de ellos. Desde pequeña siempre le habían dicho que nunca viajase hacia el sur, así que el solo contemplar la idea le revolvía el estómago.
—¡Oh, no te preocupes! No iremos allí hasta que no aprendas a defenderte por ti misma —Alegast no pudo evitar soltar una carcajada al ver el rostro de la humana.
Luego del desayuno caminaron hacia el sureste, siguiendo el sendero que iba a Valeholm, pueblo de superchería, cultos paganos y peligrosas ideas de libertad. Por el camino se podían ver cadáveres abandonados que servían de alimento a los buitres, quienes sobrevolaban en círculos sobre ellos. Fara se cubrió la nariz con rapidez, tanto por asco como por miedo, pues lo más probable es que aquellos miserables hubieran muerto no por la espada sino por la maldita plaga, que desde el inicio de la guerra había aniquilado a más víctimas que la misma contienda. Además del miedo a la plaga la maga tenía otra preocupación. De vez en cuando miraba hacia atrás, imaginando ver a los soldados al servicio de su antiguo tutor persiguiéndolos para recuperar el grimorio que ella había tenido el descaro de robar de la biblioteca de Olibus.
—Tienes razón —contestó Alegast cuando ella le expuso su miedo—. Lo mejor es evitar el sendero y adentrarnos en el bosque.
Aunque no le gustó para nada la idea, Fara aceptó. Al fin y al cabo fue ella la que había dicho que el sendero no era seguro. Se internaron en el frondoso bosque, agitando a la población de pequeñas criaturas que se dejaban escuchar con más frecuencia de lo usual o se escondían entre la maleza velozmente. Si tenía alguna duda con respecto a su decisión de haber escapado de la mansión de Olibus, en ese momento se disipó. Allí donde mirara veía cosas que para ella eran nuevas y maravillosas: los árboles rodeados por un mar de volutas azules, las pocas hadas que aún vivían en la región, que se ocultaban entre los matorrales pero la miraban con recelo, los pequeños animales que huían cuando la veían acercarse, los senderos ocultos decorados con extrañas setas que solo Alegast parecía conocer; y con el corazón extasiado Fara se dijo que había tomado la mejor decisión al haber aceptado la invitación del elfo.
—Bueno, ¿qué tanto te enseñó ese mago de pacotilla? —Alegast preguntó repentinamente mientras caminaban.
—Casi todo lo básico — respondió ella de forma automática. Miró al elfo y vio en su rostro que esa respuesta no le había satisfecho —. Bueno, me sé de memoria las teorías de la arcanodinámica y la transmutación elemental básica, y también sé algunos hechizos menores, como el que te permite mover cosas pequeñas con tu voluntad o invocar volutas de luz. Ese último lo aprendí por mi cuenta —añadió bastante orgullosa.
—¿Teoría de la qué? Es la primera vez que escucho algo como eso… —comentó Alegast visiblemente desconcertado—. Bueno, no importa. Ya sabes cómo manipular la energía arcana, eso nos ahorrara días de entrenamiento. Ahora solo hay que encontrar el lugar indicado para comenzar.
Caminaron hasta que el sol alcanzó su cenit, y cuando llegaron a un claro del bosque encontraron el lugar que Alegast determinó era el más apto para su entrenamiento. Se trataba de una mansión abandonada cerca de un monte del cual descendía un pequeño y ruidoso arroyo de aguas verdosas.
La mansión era enorme, quizá una finca que perteneció a algún noble pero que fue abandonada cuando comenzó la guerra, decorada con ostentosas estatuas y un enorme patio que tenía un jardín que en su momento fue el orgullo de la casa. En el centro de este se encontraba la estatua de Zoliat, el dios-sol de los humanos, de cuerpo humanoide y cabeza con forma de estrella, mirando al vacío con su ciclópeo ojo vertical. Las paredes de la mansión eran de colores suaves y las ventanas tenían marcos dorados y contraventanas marrones, decoradas con relieves de un estilo que Fara no lograba reconocer.
Luego de haber descansado un rato, Alegast encendió una fogata cerca del arroyo y le pidió a Fara que se quitara las botas y entrase en el agua hasta que esta le llegase a las rodillas.
—¿Por qué? ¡El agua está fría como los mil demonios! —rezongó la chica mientras la tocaba con la punta de los dedos.
—Porque es esencial para que entiendas lo que quiero enseñarte, lhiannan —le dijo él mientras le sonreía con picardía.
Mientras la chica entraba en el arroyo maldiciendo entre dientes, el elfo tomó una vara de la maleza y empezó a garabatear en el aire cosas en élfico y en dugoverano, el idioma predominante del Imperio. A los ojos de Fara, las letras resplandecían en un tono azulado, aunque las podía ver con claridad pese a la luz que emitían. Una vez ella estaba en la posición que él estimaba era la correcta, Alegast le pidió que se quedara quieta y empezó a hablar sin esperar a que la chica pudiese preguntar algo y menos rezongar otra vez.
—La magia es más que formulas y teorías —explicó él—. Eso es algo que ustedes, los humanos, crearon luego de descubrir que tenían la capacidad para usarla, pero no es algo que sea realmente necesario para hacerlo. Sin embargo, si tuviésemos que usar reglas para explicar cómo funciona, los magos de mi Pueblo dirían que solo necesitamos tres. ¿Ustedes, los magos humanos, conocen los tres principios fundamentales de la magia?
—No que yo recuerde —respondió la chica con la voz temblorosa por el frío. «Eso o ya se me olvidó», pensó dubitativa.
—Muy bien, empecemos por el primero —dijo Alegast señalando un grupo particular de los símbolos que había escrito—. La magia es la fuerza primigenia que da vida a todo lo que existe en el universo. Nosotros, los animales, las plantas, la tierra misma; las estrellas y el sol. Todo existe porque la magia lo mantiene. Usar magia, por lo tanto, significa que estas utilizando esa fuerza para tus propios fines, y eso tiene consecuencias. El precio que pagamos por usar nuestro don es acabar con la energía misma que nos mantiene con vida.
»Normalmente consumimos nuestra propia fuerza vital cuando utilizamos algún conjuro y aquellos que son muy descuidados incluso podrían acabar por matarse a sí mismos justo después de haber desatado cualquier magia que hayan conjurado. Por eso mismo los hechizos normalmente han sido diseñados para no matarnos accidentalmente. Al conjurar hechizos especialmente poderosos tomamos la energía que nos haga falta de otras fuentes, como la tierra bajo nuestros pies o las plantas. Lo que significa que si nos excedemos en nuestros cálculos, el terreno al cual hemos privado de su energía quedará estéril, inerte.
Fara asintió seriamente. Aún con el agua fría calándole los huesos, había entendido muy bien lo que Alegast quería enseñarle. Algo que Olibus le había inculcado también: que debía ser cuidadosa a la hora de utilizar el Arte.
—El segundo principio nos dice que la magia es parte de la naturaleza y por ende, no puede irse en contra de las leyes que la rigen. No puedes crear algo de la nada. La magia solo funciona transformando algo que ya está en nuestro mundo.
—¡Un momento! —exclamó Fara de repente, con una expresión de confusión en el rostro—. ¿Entonces como es que podemos crear lluvias de fuego o convertir el hierro en oro?
—Eso es simple. Este principio nos dice que “no podemos irnos en contra de la naturaleza”, y en esos casos no lo estamos haciendo. La lluvia de fuego la puedes causar porque hay ciertos elementos invisibles en el aire que al ser modificados se convierten en fuego. Creo que tus magos humanos saben más acerca de tales cosas que yo. Por la misma razón, cambiar hierro en oro es posible, pues ambos son metales que se encuentran bajo la tierra.
»El segundo principio lo que nos indica es que solo podemos usar la magia para transformar los elementos que nos ha dado la naturaleza, pero no podemos hacer algo que no ocurra de forma natural. No puedes crear comida de la nada, o usar tierra para crearla. Pero si podrías convertir las plantas en pan, pues es algo que se puede hacer sin magia con un proceso más largo.
»Y el ultimo principio, que está muy relacionado con el segundo, es que no puedes usar magia para crear algo que no entiendas. No puedes invocar fuego, por ejemplo, si antes no has entendido su forma y propiedades. Es decir, que primero tienes que conocer algo si lo quieres transformar con magia.
—Ese estuvo más fácil de comprender que los demás… —expresó Fara decepcionada.
—Bueno, es que nunca he sido bueno para expresar este principio con palabras, así que prefiero que lo aprendas por tu cuenta. Cierra los ojos y haz lo que te diga.
Fara asintió, algo nerviosa, pues aunque era buena a la hora de entender la teoría, cuando debía aplicarla no era tan talentosa. Cerró los ojos y se concentró en las palabras de Alegast.
—Para usar la magia no solo necesitas usar tu intelecto. También debes sentir la energía que emana de todo ser vivo, que emana desde tu interior. Olvida las fórmulas y conjuros, olvida aquello que tu maestro te enseñó. Empieza desde la nada, como cuando eras pequeña y podías ver luces azules que los demás no.
Fara se concentró en buscar tal energía, tratando de mantenerse enfocada a pesar del frío del agua y los ruidosos pensamientos que ahora inundaban su mente. Tardó varios minutos en hacerlo, pero luego de concentrarse lo suficiente pudo sentir la energía mágica de la que tanto hablaba Alegast, una fuerza que crecía desde su plexo solar y subía por su cuerpo hasta llegar a su frente, de donde se proyectaba al infinito como una erupción. Se sintió envuelta en un mar de resplandor azul que bañaba su cuerpo como una cascada de luz. La luz seguía proyectándose más y más, formando raudos caudales que lo envolvían todo: el bosque, la mansión, el río, incluso a Alegast, quién volvía a verse envuelto en la luminosa aura que tenía la noche anterior; y una extraña sensación de estar sumergida en un mar de electricidad estática que le ponía la piel de gallina la embargaba terriblemente. Toda esa energía, el poder creador de los mismos dioses, rozaba su piel con la suavidad de la seda al mismo tiempo que parecía hundir su cuerpo en el arroyo con el peso de una montaña.
—¿Qué hechizo te gustaría probar ahora? —escuchó la tranquila voz del elfo retumbar entre las corrientes de magia.
—No sé… —contestó ella indecisa. De todos los hechizos que quiso aprender en la mansión de Olibus ahora no sabía por cuál empezar.
¿Invocar a un demonio del etéreo? Posiblemente no podría controlarlo. ¿Quizá hacer levitar una roca enorme? No, no era nada llamativo. ¿Lanzar una bola de fuego? Su mente se deleitó ante esta posibilidad. El fuego rojo que tan esquivo le había sido ahora estaba al alcance de su mano.
—Entonces concéntrate en eso —le dijo Alegast cuando ella le manifestó su idea—. Trata de recordar lo que sientes cuando acercas tus manos a una fogata. Aférrate al recuerdo del calor del fuego en tus manos. Visualiza las llamas emanar desde aquel calor. Enfoca todo tu espíritu en eso, concéntrate en esa idea hasta que seas capaz de hacerla realidad. En eso consiste el tercer principio.
Tardó mucho en poder recordar el calor de las llamas y le sorprendió haber olvidado tan fácil algo que había sentido todos los días. Pero una vez que esa sensación apareció en su mente se aferró a ella con toda su voluntad. Al cabo de un rato el calor en sus manos parecía real y de repente sintió que estas se quemaban. Al abrir sus ojos vio cómo sus manos estaban envueltas en llamas rojas —las dichosas llamas rojas que tanto le había costado dominar unas pocas horas atrás— y el susto hizo que perdiese la concentración y el hechizo se disipó, mientras ella caía de espaldas al agua.
—Lo has hecho bastante bien para ser tu primera vez —la felicitó Alegast mientras le ayudaba a levantarse—. Continúa practicando con el mismo empeño y en poco tiempo serás capaz de dominar el fuego por completo, lhiannan.
—¿Y para qué me hiciste entrar en el agua? Hubiera podido invocar el fuego sin necesidad de pasar frío —preguntó ella, aún sin ser capaz de asimilar lo que había logrado.
—Bueno, creí que eso te ayudaría a mantenerte enfocada en mis palabras. No había ninguna razón esotérica o algo así —contesto él maliciosamente.
Alegast no pudo evitar soltar una carcajada al ver la cara de enfado de la chica al escuchar tamaña respuesta. Sin embargo, el mal humor desapareció pasados unos minutos, cuando Fara se convenció al fin de que lo había logrado, había invocado el dichoso fuego rojo que tantas veces la había frustrado. Ese pequeño éxito la entusiasmó bastante y el resto de la tarde se la pasó practicando el mismo hechizo hasta el cansancio.
Al caer la noche se instalaron en la sala de la mansión, cerca de la chimenea y el enorme ventanal que daba al patio. Los muebles que encontraron estaban podridos y llenos de insectos, y tuvieron que llevarlos a los pasillos para que el olor no les fastidiase mientras dormían. Pese a que tendría que acostarse de nuevo en el suelo, Fara agradeció que al menos esta vez no le tocara dormir a la intemperie. Acomodaron las pieles para dormir cerca de la chimenea, que para deleite de la chica había sido encendida con su magia.
—¿Por qué viajas a ese lago? —preguntó ella mientras se acurrucaba entre las pieles, asegurándose de no pronunciar el nombre en voz alta.
—Hay algo ahí que le pertenece a mi Pueblo y pretendo recuperarlo —contestó Alegast mientras masticaba las bayas que habían conseguido para la cena.
—¿Recuperarlo? —preguntó ella perezosamente.
Alegast se mantuvo en silencio por un rato, mirando fijamente el bailoteo de las llamas. Hablar de su pasado siempre le traía recuerdos, algunos que desearía poder olvidar.
—Mis ancestros lo dejaron ahí cuando abandonaron las tierras de los humanos —con ancestros quiso decir “padres”, pero prefirió no mencionarlo—. Fue por eso que te…
Fara no había escuchado esa parte, se quedó dormida en ese instante. Alegast la cubrió con las pieles y sonrió. Se había esforzado mucho practicando toda la tarde y era normal que estuviese tan cansada. En cierto modo le recordaba al guerrero que lo había ayudado cuando el despertó del eterno sueño de los elfos.
—Estoy seguro de que él no hubiera aprobado esto —susurró mientras acomodaba las pieles que usaría para dormir.
Pasaron varios minutos hasta que el silencio reinó en la mansión, interrumpido de vez en cuando por el crepitar de la madera quemándose. Fue en ese momento en que el gato de ojos amarillos salió de su escondite. Su pelaje negro hacía que se confundiera con las sombras que reinaban en los solitarios pasillos y sus mullidas patas le permitían moverse ágil y silenciosamente. Se agazapó al llegar a la puerta y caminó muy lentamente en dirección del bolso de la niña, mirando de reojo al elfo antes de avanzar.
—Yo me detendría si fuera tú —dijo Alegast cuando la criatura se encontraba a mitad de su camino—. Brillas demasiado para ser un gato.
El pelaje del animal se erizó mientras de un salto se puso en frente del elfo, preparándose para atacarlo en cuanto bajara la guardia. Ambos se miraron a los ojos por unos segundos antes de que el gato adoptara una posición más relajada.
—Eso se debe, mi buen señor elfo —enunció la criatura con impecable dicción—, a que vuestro siervo, aquí presente, no es un simple felino, sino un individuo de alta alcurnia y mandato, reducido por malhayada vicisitud a su estación presente. Un alma espléndida, que disfruta la distinción de ostentar la honorable identidad de Teofrastus Bombastus, Muy Magnificente Mago de la Corte del Emperador Philene, primero en su nombre, que el gran dios-sol le tenga en su gloria —el gato hizo una rebuscada reverencia al terminar de hablar.
Alegast le regaló una mirada de escepticismo mientras el gato se movía en dirección a Fara. Sus movimientos eran bastante refinados, más que los de un simple animal, y sus ojos reflejaban una inteligencia muy humana, pero bien podría tratarse de un demonio o algo peor. No era pecado ser demasiado precavido cuando se trataba con bestias mágicas. El gato estudió a la joven con silenciosa curiosidad y luego volvió su mirada al elfo.
—Tenía por seguro que todos los de vuestra noble estirpe os habíais ido hace mil años, jurando no volver jamás a las tierras de los humanos —ronroneó—. Sin embargo, hoy me he llevado la mayor de las sorpresas, cuando veo a uno enseñándole a esta jovencita los pormenores de la más elevada de todas las profesiones, el Arte. ¿No es difícil enseñar a un humano? Es harto sabido que nosotros nunca podremos manipular la magia de la misma forma que lo hacen las razas más antiguas.
—Bien, ¿entonces realmente estás convencido de que eres… o mejor dicho, eras un humano? —habló al fin Alegast, arqueando una ceja.
—En efecto, mi buen señor —contestó el gato con ínfulas de grandeza.
Afuera el viento comenzó a ulular y las nubes ocultaron el cielo estrellado, mientras la niebla movía sus dedos como tentáculos blancos alrededor de los árboles. Una oleada de energía arcana golpeó a Alegast con una sensación de desasosiego, y un instante después el pelo del gato se había erizado, como si esperase que algo malo fuera a ocurrir.
—Te recomiendo que apagues el fuego, mi buen amigo élfico. Si no hacemos ruido estaremos seguros aquí —dijo Teofrastus en voz baja.
De pronto se oyó un chillido agudo y extraño, y el elfo comprendió que aquel bosque ya había sido contaminado. Haciendo caso al consejo del gato, con solo mover sus manos extinguió rápidamente el fuego. La criatura emitió un agudo berrido y con eso ambos supieron que estaba bastante cerca de la mansión, quizá al otro lado del arroyo.
—¿Qué fue eso? — despertó sobresaltada Fara, pero lo primero que vio fue a Alegast haciéndole un gesto para que se callara.
La chica se levantó en seco, bastante nerviosa, y revisó con la mirada la habitación. Se percató de la presencia de Teofrastus, pero se limitó a guardar silencio. Todos habían centrado su atención en la ventana, y el elfo se asomó cautelosamente por esta, mirando en dirección al arroyo durante unos minutos. No pudo ver nada debido a la niebla que ahora invadía por completo los alrededores, y por un instante que pareció eterno creyeron que la criatura se había internado nuevamente en lo profundo del bosque.
—Parece que ya se fue —susurró Fara temblorosa mientras lentamente salía del envoltorio de pieles donde se había quedado dormida.
De improvisto se oyó un suave sonido deslizante y, después, un sonoro salpicón de algo que se metía en el arroyo. Aún con la espesa niebla, Alegast pudo distinguir la silueta de una criatura que olfateaba el aire en dirección a la mansión. Lo más probable es que hubiese percibido el olor del humo de la fogata o hubiera escuchado a Fara cuando se despertó, aunque también podía simplemente estar buscando alguna presa desprevenida. Sea como fuere, no podía dejar que Fara muriese ahí. Aún la necesitaba. Tras esperar precavidamente unos instantes se levantó y se encaramó en el marco de la ventana.
—Cuídala, pues si es cierto lo que dices, es una de los tuyos —dijo con seriedad mirando al gato y sin perder más tiempo saltó hacía el jardín.
La criatura emitió un berrido al percibir el sonido que el elfo hizo al caer al suelo y se movió velozmente hacía su presa, saliendo de la cortina de niebla que la había mantenido oculta y revelando por fin su tenebrosa apariencia. Se trataba de una especie de oso hecho de madera y huesos, con un exageradamente grande cráneo lupino cubriendo su cabeza y pequeños ojos rojos entre las cuencas craneanas vacías. Al abrir sus fauces, detrás de la intricada fila de enormes colmillos afilados, una segunda hilera de dientes, parecidos a los dientes de un humano, se dejaban ver en la oscura boca del extraño animal. Sus extremidades estaban cubiertas por una gruesa capa ósea, terminando en alargadas garras con uñas tan filosas como pequeñas navajas que chorreaban un viscoso liquido negro que infectaba el suelo con vetas de una putrefacta sustancia amarillenta. Su torso consistía en un armazón de hueso parecido a las costillas humanas y estaba reforzado con espinas de madera negra que salían de entre los huesos.
La bestia se abalanzó sobre Alegast rugiendo ferozmente pero este logró esquivarla con un ágil movimiento, haciendo que se estrellara contra un par de estatuas del patio, pulverizándolas por la fuerza del impacto. Desde la relativa seguridad de la mansión, Fara miraba aterrada cómo Alegast se encontraba solo, luchando por su vida.
Great power can come from anger, but you may lose yourself in the process. Therefore, your mind must remain calm, and your spirit must be still.