Gracias por las correcciones, es algo que siempre tomo en cuenta.
El joven de cabello azabache escudriñó el sendero por última vez, tratando de dilucidar el camino que había tomado la criatura y luego hizo señas a sus dos compañeros para que se acercaran. Los mercenarios se movieron cautelosamente, pues temían que la bestia aún siguiera cerca. La venían persiguiendo desde Valeholm hacía tres días y ya habían perdido a varios de sus miembros la primera vez que la enfrentaron. Aquellos hombres portaban la insignia de un grifo con las alas extendidas, lo que los identificaba como miembros de la Compañía de los Grifos Blancos, un gremio de mercenarios bastante conocido en aquella región.
—Dime qué has visto, híbrido —dijo uno de los mercenarios, de bigote puntiagudo y ojos vivaces.
El joven le devolvió la mirada con furia contenida y el mercenario se sobresaltó y retrocedió instintivamente. Los híbridos eran temidos por su temperamento irascible y su predisposición para armar peleas por cualquier cosa. El joven apretó los dientes, suspiró y trató de calmarse, mientras volvía su atención al sendero. Le disgustaba que lo llamasen así, aunque era cierto que su padre no fue humano. Sus ojos rojos eran prueba suficiente de ello.
—Pasó por aquí —dijo parcamente—. Creo que se dirige al arroyo que se encuentra más al sur.
El mercenario bigotudo lanzó un juramento en voz baja y después silbó dos veces seguidas, hizo una pausa y silbó una tercera vez. Se oyeron los ruidos producidos por los cascos de caballos moviéndose entre las hojas secas y al cabo de un rato el resto de la Compañía, compuesta por una docena de veteranos de la guerra, se dejó ver entre la niebla.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no avanzamos? —preguntó entre dientes Oleg, el “ingeniero” de la Compañía, mientras se bajaba de su caballo.
Oleg era un duergar —o enano, como los humanos llamaban a su raza—, un tipo robusto y musculoso, de piel trigueña y cabello castaño. De barba inusualmente descuidada y nariz aguileña, sus ojos negros como el carbón demostraban que había pasado por experiencias poco placenteras a lo largo de su vida. Su cabello estaba recogido en una greñuda cola de caballo y las entradas en su frente demostraban que estaba por cumplir el siglo de edad. Oleg era el encargado de la creación y mantenimiento de los diferentes artilugios mecánicos por los que eran famosos los Grifos Blancos, entre ellos los “cañones de mano” —o como él los llamaba, gonnes—, un tipo arma de fuego portátil, tecnología por la que los duergars eran reconocidos en todo el Imperio.
—El rastro se dirige hacia el sur —contestó secamente Uruz, el híbrido.
—Si dejamos que continúe en esa dirección llegará al Bosque de la Carne y perderemos completamente su rastro. Debemos acelerar el paso lo más que podamos. Es imperante que le demos caza a esa… “cosa”, antes de que vuelva a pasar algo como lo que ocurrió en Valeholm —dijo entonces el líder de los Grifos.
Aquel era un guerrero de casi dos metros y de facciones refinadas, lo que revelaba que su sangre era de noble linaje. Rubio, ojiverde, con cicatrices en los brazos y en la cara, lo que indicaba que era un veterano de viejas batallas, aunque por su apariencia podía verse que estaba en su treintena. Portaba una armadura ocre con el símbolo del grifo alado en su peto, que resaltaba al estar equipada con púas en las hombreras y guanteletes, y un yelmo astado, cuyos cuernos estaban doblados hacía adelante como la cornamenta de un toro.
—Lord Randall, la noche está muy avanzada y los caballos están agotados. Quizá deberíamos… —replicó Lia, una joven de pecho generoso y cabello lacio leonado.
—Randall, a secas —interrumpió él con un refinado pero cortante ademán—. Dejaremos a los caballos aquí con las provisiones, así que elige a los que se quedaran vigilando el campamento. El resto, muévanse. No nos queda tiempo si no queremos que esa criatura se nos escape.
La chica asintió e hizo un ademán con su brazo derecho, a lo que los demás mercenarios se reunieron y comenzaron a montar el campamento. Aquellos que fueron escogidos para acompañar a Randall reiniciaron la peligrosa cacería, moviéndose tan rápido como podían entre la espesa niebla que ahora cubría por completo al Bosque Viejo.
La gigantesca mole estiró su brazo como si fuese un látigo y luego atacó con tal fuerza que uno de los muros de la casa se vino abajo, mientras Alegast esquivaba ágilmente los escombros, escribiendo en el aire con su mano derecha, invocando letras de resplandeciente color dorado, pero la bestia arremetió nuevamente interrumpiendo el hechizo y forzando al elfo a continuar dando volteretas y cabriolas para esquivar sus ponzoñosos ataques, pues el líquido que manaba de las garras del animal derretía todo lo que tocara como si se tratara del más corrosivo de los ácidos.
Fara y Teofrastus observaban la batalla, y la maga no podía evitar aferrarse al marco de la ventana cada vez que las enormes garras de la bestia destruían las baldosas del patio, haciendo retumbar la casa con cada uno de los pesados golpes. Se sobresaltaba cada vez que veía a Alegast moverse de un lado a otro, demasiado ocupado esquivando las garras para poder culminar el conjuro que había empezado a moldear.
Este a su vez estudiaba a la criatura, mirando detenidamente sus movimientos y el aura oscura que irradiaba, emponzoñando el aire alrededor de la bestia. Repentinamente saltó directo a sus horrendas fauces —haciendo que un horrible nudo se amarrase en el estómago de Fara— y luego evocó un par de volutas luz directamente en sus ojos, paralizando a la bestia en el acto. Con una sonrisa en el rostro, Alegast tomó distancia brincando hacia atrás ágilmente.
—Golem —dijo entonces él—. No eres más que una marioneta, un muñeco hecho con los cadáveres que ahora abundan en los caminos.
La criatura recuperó la movilidad lentamente, dando los espasmódicos movimientos de un cuerpo muerto que trata de recuperar la vida, al mismo tiempo que dejaba escapar un asqueroso sonido gutural de su garganta. Sus ojos se volvieron a posar en el elfo y emitieron un rojizo resplandor, en el que se reflejaba el hambre insaciable de los no-muertos. Alegast por su parte sacó una roca negra de uno de sus bolsillos y conjuró nuevamente un hechizo, invocando letras doradas que formaron un círculo mágico en el aire. Esta vez la criatura aguardó, olfateando en dirección al elfo.
—Claíomh Deamhan —al terminar el conjuro incrustó la roca en el centro del círculo mágico y luego la haló lentamente hasta que la roca se transformó en un mango hecho de un metal negro, instante en el cual el elfo tiró con fuerza y rapidez, sacando de la nada una espada de hoja ondulada cuya guarda estaba decorada por un somnoliento ojo verde que posó su mirada en el golem.
—Puede transformar cosas en armas, ¿así de potente es la magia de los elfos? —dijo Fara con la voz entrecortada, emocionada y nerviosa al ver la magia de su nuevo tutor en acción.
—En realidad está usando la roca como si fuese un foco —comentó tranquilamente Teofrastus, ajeno a la expresión de terror que se manifestó en la cara de la niña cuando esta se dio cuenta de que el gato podía hablar.
—¿Un foco? —tartamudeó ella, ignorando aquello, más intrigada por la magia del elfo que por otra cosa.
—En efecto, mi joven colega. Un objeto que ayuda a canalizar la magia y amplifica la habilidad para conjurar hechizos de su portador. Todos los magos que se dignen de serlo poseen uno.
En el patio, la bestia se abalanzó de nuevo contra el elfo, pero falló porque Alegast esquivó rápidamente el garrotazo, el cual destruyó en su lugar la estatua del dios-sol que se encontraba en medio del jardín; el impulso hizo dar al elfo media vuelta y, antes de que pudiera tocar el suelo, la bestia arremetió de nuevo, forzando a Alegast a asirse a uno de los huesos que sobresalían en su costado y maniobrar rápidamente para colocarse en la espalda del golem antes de que este se estrellara contra una de las paredes de la mansión y la echara abajo.
—¡Debemos salir de aquí! ¡Ahora! —ordenó el gato con un maullido mientras saltaba del marco de la ventana a la puerta de la habitación.
Fara se abalanzó a coger su morral, ante la atónita mirada de Teofrastus.
—¿Qué? ¡No puedo desperdiciar ese embutido que tanto me costó robar! —rezongó ella con la cara roja mientras se echaba el bolso a la espalda, aunque en realidad pensaba en recuperar el grimorio negro que había robado de su maestro.
—Humanos —maulló el gato con decepción—. Aunque, hay algo que a mí también me gustaría salvar… — añadió con un brillo enigmático en sus ojos.
Ambos corrieron por el pasillo hasta otra de las habitaciones, llena de estanterías y libros mohosos, mientras el suelo temblaba y el sonido de otra de las paredes cayendo al suelo retumbó ominosamente por toda la mansión. Grácilmente, Teofrastus saltó entre mesas y libros hasta llegar a un escritorio negro que tenía en su centro una pequeña caja de madera empolvada y olvidada, que no llamaba para nada la atención de los bandidos comunes, pero para los ojos de Fara brillaba con el resplandor del sol. Un sol azul y mágico.
—Esta caja posee algo que me perteneció… cuando era humano —dijo casi en un maullido lastimero—. Ahora no tengo la facultad de usarlo. Y quiero dártelo a ti.
Los ojos de Fara brillaron extasiados, reflejando la luz azul y blanca que desbordaba a borbotones cuando abrió con manos temblorosas la cajita y vio el objeto que albergaba en su interior, un poderoso foco mágico con la forma de una rojiza joya ovalada.
La Compañía de los Grifos Blancos avanzaba con presteza hacia el sur evadiendo los árboles, cada vez más adustos y lúgubres, con el mayor silencio y cautela, rodeados por la niebla que ahora iba tomando un enfermizo tono rojo similar a la sangre. La roca desnuda aparecía cada vez con más frecuencia a su paso y la tierra iba perdiendo altura paulatinamente. Al oriente, en alguna parte, escondida en la niebla se elevaba la Cordillera del Dragón como una gran muralla que se imponía desafiando a los cielos.
Randall silbó y los mercenarios se detuvieron en seco.
—¿Y bien, a dónde crees que fue? ¿Es lo suficientemente inteligente para habernos montado una trampa? —preguntó con ceño fruncido al híbrido, quien cumplía su función de rastreador.
Uruz asintió:
—Sí. Pero es mejor que no intentemos desviarnos en busca de un mejor camino. Con esta niebla perderíamos su pista y, sin saber dónde está, podríamos terminar con la criatura a nuestras espaldas. Mejor será que continuemos siguiendo su rastro, o que abandonemos por completo y demos media vuelta.
Randall volteó y miró a sus hombres.
—¿Y bien? —preguntó—. Podemos volver al campamento y reanudar la búsqueda en la mañana, pero es posible que perdamos a la bestia por completo.
—Si dejamos que esa “cosa” se escape, los chicos no podrán irse al otro lado en paz —dijo Oleg, refiriéndose a los compañeros que habían perdido en la primera batalla contra la bestia, mientras lanzaba un sonoro escupitajo.
Hubo cabeceos y voces de aprobación entre los demás miembros de la Compañía.
—¡Muévanse, haraganes! —ordenó Randall—. Listas las armas y aligeren el paso.
Y prosiguieron a pesar del frío de la noche, que se hacía más insoportable, y la oscuridad del bosque empezaba a despertar los miedos internos de más de uno. La arboleda se iba haciendo más aterradora y agorera, como si los invitase a retroceder, a volver a la falsa sensación de seguridad que proporcionan las murallas de la civilización. Más adelante el sonido del arroyo se hacía más fuerte, y los hombres comenzaron a temblar al darse cuenta que estaban demasiado cerca del maldito Bosque de la Carne, al que nadie en su sano juicio se atrevía a entrar.
—¿Qué crees que será esa cosa que estamos siguiendo? —preguntó en voz baja Bran, uno de los más jóvenes en la Compañía, tratando de romper la tensión.
—Y yo que sé, alguna de esas criaturas que viven en el Bosque de la Carne, supongo —respondió el mercenario del mostacho.
—Pero esas cosas nunca habían llegado tan al norte. ¡Estaba en Valeholm, por el sol! —exclamó Bran mientras evocaba una silenciosa plegaria al dios-sol.
—Quizá la guerra los atrae. Hay demasiados cadáveres en los caminos, y esas cosas comen muertos, ¿no? Entre la Plaga y la guerra tienen para darse un festín por tres generaciones enteras —dijo otro, que llevaba un yelmo que cubría por completo su rostro.
—Esos son pensamientos felices, amigo mío, pero la verdad es que Bran tiene razón en estar preocupado —rió Oleg en tono lúgubre—. Las cosas en el sur van mal. La guerra civil es como un juego de niños comparada con lo que se dice…
—¡Silencio! —interrumpió Uruz de repente, con la vista en el frente como los sabuesos de caza al encontrar a su presa.
Todos se callaron y miraron, aunque no podían ver nada más que la niebla. Para Uruz la cosa era diferente, pues su naturaleza híbrida le permitía ver aquello que solo estaba reservado para los que nacieron con el don. Más allá del arroyo un misterioso resplandor iluminaba el bosque de forma intermitente, haciendo que las hojas de los árboles dieran la impresión de estar quemándose.
—¿Magia, dices? —reflexionó Randall cuando Uruz le dijo lo que pensaba—. No creo que se trate de algún mago errante, ninguno sería tan estúpido para meterse a este bosque de noche. ¿Posiblemente otra banda de mercenarios?
—¡¿Otros mercenarios?! ¡No, esos miserables nos quieren quitar la paga!
Y diciendo esto, Oleg salió corriendo a toda prisa en la dirección que Uruz les había descrito, seguido de cerca por el resto de la compañía.
Alegast logró golpear al golem en las costillas, encajándole una estocada que arrancó huesos, madera y un gran trozo de materia purulenta y viscosa al sacar la espada de su cuerpo con un fuerte tirón. El golem continuaba moviéndose y atacando todo a su alcance, insensible al daño que había sufrido, tratando de liberarse de su jinete no deseado, destrozando el resto de las estatuas del jardín.
¿Cómo se puede matar a una cosa que no tiene vida, en primer lugar? Alegast empezaba a formularse esta pregunta mientras respiraba con dificultad y su cuerpo empezaba a cansarse. ¿Tan viejo estaba? ¿O simplemente no estaba del todo despierto? Era la primera batalla que sostenía desde su despertar y su cuerpo se encontraba aún entumecido. Usando nuevamente el truco de las volutas de luz, se bajó de la bestia de un salto para ganar distancia y replantearse su estrategia.
Trató de cambiar su táctica, de pelear con astucia. Se agachó y luego se abalanzó contra las piernas del golem, asestando una violenta cortada en las rodillas, destruyendo los tendones y haciendo crujir sus huesos, buscando incapacitarlo. Pero la bestia, incapaz de sentir dolor alguno, continuaba moviéndose espasmódicamente, dando bandazos tras el elfo y arrastrando su pierna destrozada.
En medio de una cabriola, Alegast empuñó su espada con ambas manos, haciendo que la hoja brillase con una fulgurante luz, reforzándola con la poca energía mágica que podía convocar, aunque tal esfuerzo le causaba dolor. Su cuerpo le pedía a gritos volver al sueño, al sueño que no debió abandonar. Fara y Teofrastus salieron de la mansión justo para ver al elfo tocar el suelo y abalanzarse nuevamente contra el monstruo.
—Tine na gréine —conjuró Alegast, y el fuego de color rojo se manifestó en la serpenteante la hoja de la espada como si se tratase de un liquido aceitoso, inmolando totalmente su superficie en cuestión de un parpadeo.
Alegast balanceó ágilmente su espada flamígera y en medio de un lumínico estallido arrancó la mandíbula inferior de la máscara de hueso del golem, causando que las llamas de la espada se impregnaran en el cuerpo de la bestia, moviéndose serpenteantes a velocidad vertiginosa, envolviendo su carne purulenta en un manto de fuego carmesí.
La criatura emitió un chillido lastimero y aterrador, que Fara solo había escuchado en sus más oscuras pesadillas. En ese mismo momento sintió los ojos del golem, ahora con medio cuerpo chamuscado, fijándose en ella, respondiendo a instintos que hasta el momento habían sido totalmente ajenos a él. Alegast pudo ver hilos de magia oscura mover el destruido cuerpo de su oponente y forzarlo a saltar vertiginosamente contra la maga, con las garras envueltas en fuego carmesí. La chica logró moverse a tiempo para evitar las garras de la bestia, pero fue golpeada por sus enormes brazos, con tal fuerza que salió lanzada contra un árbol cercano. Alegast aprovechó ese momento para saltar con todas sus fuerza y hacer brillar su espada de fuego una vez más, cortándole la cabeza a la bestia con un swing limpio y perfecto.
—¿Estás bien? —Alegast corrió a donde estaba Fara mientras la cabeza del golem rodaba hasta los restos de la estatua del dios-sol.
—Sí… yo creo… —sonrió ella débilmente. Aunque trataba de disimularlo, el golpe que había recibido era más grave de lo que sospechaba.
El cuerpo del golem ardía por completo, consumido por el inagotable fuego mágico, inerte al fin. La cabeza aún estaba viva, buscando con sus ojos desorbitados a Alegast o a Fara, pero completamente inofensiva. La espada que el elfo había convocado se iba convirtiendo lentamente en cenizas, mientras el sonriente ojo dirigía su mirada a Fara. Y Teofrastus los miraba a ambos, con un brillo de emoción en sus ojos.
—¡No! ¡Lo mataron, no! ¡La paga! —se escuchó gritar de repente a un duergar que salía corriendo de los matorrales, seguido por varios tipos que portaban armaduras con el blasón de un grifo alado.
Fara no supo qué ocurrió después, el dolor y el cansancio cubrieron sus ojos con un manto de oscuridad. Pero le parecía escuchar una risilla infame perderse entre los vientos y el humo, y por un momento le pareció que el ojo de aquella espada brillaba con más fuerza mientras se perdía en la telaraña de la inconsciencia.
II
La criatura de la niebla
La criatura de la niebla
El joven de cabello azabache escudriñó el sendero por última vez, tratando de dilucidar el camino que había tomado la criatura y luego hizo señas a sus dos compañeros para que se acercaran. Los mercenarios se movieron cautelosamente, pues temían que la bestia aún siguiera cerca. La venían persiguiendo desde Valeholm hacía tres días y ya habían perdido a varios de sus miembros la primera vez que la enfrentaron. Aquellos hombres portaban la insignia de un grifo con las alas extendidas, lo que los identificaba como miembros de la Compañía de los Grifos Blancos, un gremio de mercenarios bastante conocido en aquella región.
—Dime qué has visto, híbrido —dijo uno de los mercenarios, de bigote puntiagudo y ojos vivaces.
El joven le devolvió la mirada con furia contenida y el mercenario se sobresaltó y retrocedió instintivamente. Los híbridos eran temidos por su temperamento irascible y su predisposición para armar peleas por cualquier cosa. El joven apretó los dientes, suspiró y trató de calmarse, mientras volvía su atención al sendero. Le disgustaba que lo llamasen así, aunque era cierto que su padre no fue humano. Sus ojos rojos eran prueba suficiente de ello.
—Pasó por aquí —dijo parcamente—. Creo que se dirige al arroyo que se encuentra más al sur.
El mercenario bigotudo lanzó un juramento en voz baja y después silbó dos veces seguidas, hizo una pausa y silbó una tercera vez. Se oyeron los ruidos producidos por los cascos de caballos moviéndose entre las hojas secas y al cabo de un rato el resto de la Compañía, compuesta por una docena de veteranos de la guerra, se dejó ver entre la niebla.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no avanzamos? —preguntó entre dientes Oleg, el “ingeniero” de la Compañía, mientras se bajaba de su caballo.
Oleg era un duergar —o enano, como los humanos llamaban a su raza—, un tipo robusto y musculoso, de piel trigueña y cabello castaño. De barba inusualmente descuidada y nariz aguileña, sus ojos negros como el carbón demostraban que había pasado por experiencias poco placenteras a lo largo de su vida. Su cabello estaba recogido en una greñuda cola de caballo y las entradas en su frente demostraban que estaba por cumplir el siglo de edad. Oleg era el encargado de la creación y mantenimiento de los diferentes artilugios mecánicos por los que eran famosos los Grifos Blancos, entre ellos los “cañones de mano” —o como él los llamaba, gonnes—, un tipo arma de fuego portátil, tecnología por la que los duergars eran reconocidos en todo el Imperio.
—El rastro se dirige hacia el sur —contestó secamente Uruz, el híbrido.
—Si dejamos que continúe en esa dirección llegará al Bosque de la Carne y perderemos completamente su rastro. Debemos acelerar el paso lo más que podamos. Es imperante que le demos caza a esa… “cosa”, antes de que vuelva a pasar algo como lo que ocurrió en Valeholm —dijo entonces el líder de los Grifos.
Aquel era un guerrero de casi dos metros y de facciones refinadas, lo que revelaba que su sangre era de noble linaje. Rubio, ojiverde, con cicatrices en los brazos y en la cara, lo que indicaba que era un veterano de viejas batallas, aunque por su apariencia podía verse que estaba en su treintena. Portaba una armadura ocre con el símbolo del grifo alado en su peto, que resaltaba al estar equipada con púas en las hombreras y guanteletes, y un yelmo astado, cuyos cuernos estaban doblados hacía adelante como la cornamenta de un toro.
—Lord Randall, la noche está muy avanzada y los caballos están agotados. Quizá deberíamos… —replicó Lia, una joven de pecho generoso y cabello lacio leonado.
—Randall, a secas —interrumpió él con un refinado pero cortante ademán—. Dejaremos a los caballos aquí con las provisiones, así que elige a los que se quedaran vigilando el campamento. El resto, muévanse. No nos queda tiempo si no queremos que esa criatura se nos escape.
La chica asintió e hizo un ademán con su brazo derecho, a lo que los demás mercenarios se reunieron y comenzaron a montar el campamento. Aquellos que fueron escogidos para acompañar a Randall reiniciaron la peligrosa cacería, moviéndose tan rápido como podían entre la espesa niebla que ahora cubría por completo al Bosque Viejo.
La gigantesca mole estiró su brazo como si fuese un látigo y luego atacó con tal fuerza que uno de los muros de la casa se vino abajo, mientras Alegast esquivaba ágilmente los escombros, escribiendo en el aire con su mano derecha, invocando letras de resplandeciente color dorado, pero la bestia arremetió nuevamente interrumpiendo el hechizo y forzando al elfo a continuar dando volteretas y cabriolas para esquivar sus ponzoñosos ataques, pues el líquido que manaba de las garras del animal derretía todo lo que tocara como si se tratara del más corrosivo de los ácidos.
Fara y Teofrastus observaban la batalla, y la maga no podía evitar aferrarse al marco de la ventana cada vez que las enormes garras de la bestia destruían las baldosas del patio, haciendo retumbar la casa con cada uno de los pesados golpes. Se sobresaltaba cada vez que veía a Alegast moverse de un lado a otro, demasiado ocupado esquivando las garras para poder culminar el conjuro que había empezado a moldear.
Este a su vez estudiaba a la criatura, mirando detenidamente sus movimientos y el aura oscura que irradiaba, emponzoñando el aire alrededor de la bestia. Repentinamente saltó directo a sus horrendas fauces —haciendo que un horrible nudo se amarrase en el estómago de Fara— y luego evocó un par de volutas luz directamente en sus ojos, paralizando a la bestia en el acto. Con una sonrisa en el rostro, Alegast tomó distancia brincando hacia atrás ágilmente.
—Golem —dijo entonces él—. No eres más que una marioneta, un muñeco hecho con los cadáveres que ahora abundan en los caminos.
La criatura recuperó la movilidad lentamente, dando los espasmódicos movimientos de un cuerpo muerto que trata de recuperar la vida, al mismo tiempo que dejaba escapar un asqueroso sonido gutural de su garganta. Sus ojos se volvieron a posar en el elfo y emitieron un rojizo resplandor, en el que se reflejaba el hambre insaciable de los no-muertos. Alegast por su parte sacó una roca negra de uno de sus bolsillos y conjuró nuevamente un hechizo, invocando letras doradas que formaron un círculo mágico en el aire. Esta vez la criatura aguardó, olfateando en dirección al elfo.
—Claíomh Deamhan —al terminar el conjuro incrustó la roca en el centro del círculo mágico y luego la haló lentamente hasta que la roca se transformó en un mango hecho de un metal negro, instante en el cual el elfo tiró con fuerza y rapidez, sacando de la nada una espada de hoja ondulada cuya guarda estaba decorada por un somnoliento ojo verde que posó su mirada en el golem.
—Puede transformar cosas en armas, ¿así de potente es la magia de los elfos? —dijo Fara con la voz entrecortada, emocionada y nerviosa al ver la magia de su nuevo tutor en acción.
—En realidad está usando la roca como si fuese un foco —comentó tranquilamente Teofrastus, ajeno a la expresión de terror que se manifestó en la cara de la niña cuando esta se dio cuenta de que el gato podía hablar.
—¿Un foco? —tartamudeó ella, ignorando aquello, más intrigada por la magia del elfo que por otra cosa.
—En efecto, mi joven colega. Un objeto que ayuda a canalizar la magia y amplifica la habilidad para conjurar hechizos de su portador. Todos los magos que se dignen de serlo poseen uno.
En el patio, la bestia se abalanzó de nuevo contra el elfo, pero falló porque Alegast esquivó rápidamente el garrotazo, el cual destruyó en su lugar la estatua del dios-sol que se encontraba en medio del jardín; el impulso hizo dar al elfo media vuelta y, antes de que pudiera tocar el suelo, la bestia arremetió de nuevo, forzando a Alegast a asirse a uno de los huesos que sobresalían en su costado y maniobrar rápidamente para colocarse en la espalda del golem antes de que este se estrellara contra una de las paredes de la mansión y la echara abajo.
—¡Debemos salir de aquí! ¡Ahora! —ordenó el gato con un maullido mientras saltaba del marco de la ventana a la puerta de la habitación.
Fara se abalanzó a coger su morral, ante la atónita mirada de Teofrastus.
—¿Qué? ¡No puedo desperdiciar ese embutido que tanto me costó robar! —rezongó ella con la cara roja mientras se echaba el bolso a la espalda, aunque en realidad pensaba en recuperar el grimorio negro que había robado de su maestro.
—Humanos —maulló el gato con decepción—. Aunque, hay algo que a mí también me gustaría salvar… — añadió con un brillo enigmático en sus ojos.
Ambos corrieron por el pasillo hasta otra de las habitaciones, llena de estanterías y libros mohosos, mientras el suelo temblaba y el sonido de otra de las paredes cayendo al suelo retumbó ominosamente por toda la mansión. Grácilmente, Teofrastus saltó entre mesas y libros hasta llegar a un escritorio negro que tenía en su centro una pequeña caja de madera empolvada y olvidada, que no llamaba para nada la atención de los bandidos comunes, pero para los ojos de Fara brillaba con el resplandor del sol. Un sol azul y mágico.
—Esta caja posee algo que me perteneció… cuando era humano —dijo casi en un maullido lastimero—. Ahora no tengo la facultad de usarlo. Y quiero dártelo a ti.
Los ojos de Fara brillaron extasiados, reflejando la luz azul y blanca que desbordaba a borbotones cuando abrió con manos temblorosas la cajita y vio el objeto que albergaba en su interior, un poderoso foco mágico con la forma de una rojiza joya ovalada.
La Compañía de los Grifos Blancos avanzaba con presteza hacia el sur evadiendo los árboles, cada vez más adustos y lúgubres, con el mayor silencio y cautela, rodeados por la niebla que ahora iba tomando un enfermizo tono rojo similar a la sangre. La roca desnuda aparecía cada vez con más frecuencia a su paso y la tierra iba perdiendo altura paulatinamente. Al oriente, en alguna parte, escondida en la niebla se elevaba la Cordillera del Dragón como una gran muralla que se imponía desafiando a los cielos.
Randall silbó y los mercenarios se detuvieron en seco.
—¿Y bien, a dónde crees que fue? ¿Es lo suficientemente inteligente para habernos montado una trampa? —preguntó con ceño fruncido al híbrido, quien cumplía su función de rastreador.
Uruz asintió:
—Sí. Pero es mejor que no intentemos desviarnos en busca de un mejor camino. Con esta niebla perderíamos su pista y, sin saber dónde está, podríamos terminar con la criatura a nuestras espaldas. Mejor será que continuemos siguiendo su rastro, o que abandonemos por completo y demos media vuelta.
Randall volteó y miró a sus hombres.
—¿Y bien? —preguntó—. Podemos volver al campamento y reanudar la búsqueda en la mañana, pero es posible que perdamos a la bestia por completo.
—Si dejamos que esa “cosa” se escape, los chicos no podrán irse al otro lado en paz —dijo Oleg, refiriéndose a los compañeros que habían perdido en la primera batalla contra la bestia, mientras lanzaba un sonoro escupitajo.
Hubo cabeceos y voces de aprobación entre los demás miembros de la Compañía.
—¡Muévanse, haraganes! —ordenó Randall—. Listas las armas y aligeren el paso.
Y prosiguieron a pesar del frío de la noche, que se hacía más insoportable, y la oscuridad del bosque empezaba a despertar los miedos internos de más de uno. La arboleda se iba haciendo más aterradora y agorera, como si los invitase a retroceder, a volver a la falsa sensación de seguridad que proporcionan las murallas de la civilización. Más adelante el sonido del arroyo se hacía más fuerte, y los hombres comenzaron a temblar al darse cuenta que estaban demasiado cerca del maldito Bosque de la Carne, al que nadie en su sano juicio se atrevía a entrar.
—¿Qué crees que será esa cosa que estamos siguiendo? —preguntó en voz baja Bran, uno de los más jóvenes en la Compañía, tratando de romper la tensión.
—Y yo que sé, alguna de esas criaturas que viven en el Bosque de la Carne, supongo —respondió el mercenario del mostacho.
—Pero esas cosas nunca habían llegado tan al norte. ¡Estaba en Valeholm, por el sol! —exclamó Bran mientras evocaba una silenciosa plegaria al dios-sol.
—Quizá la guerra los atrae. Hay demasiados cadáveres en los caminos, y esas cosas comen muertos, ¿no? Entre la Plaga y la guerra tienen para darse un festín por tres generaciones enteras —dijo otro, que llevaba un yelmo que cubría por completo su rostro.
—Esos son pensamientos felices, amigo mío, pero la verdad es que Bran tiene razón en estar preocupado —rió Oleg en tono lúgubre—. Las cosas en el sur van mal. La guerra civil es como un juego de niños comparada con lo que se dice…
—¡Silencio! —interrumpió Uruz de repente, con la vista en el frente como los sabuesos de caza al encontrar a su presa.
Todos se callaron y miraron, aunque no podían ver nada más que la niebla. Para Uruz la cosa era diferente, pues su naturaleza híbrida le permitía ver aquello que solo estaba reservado para los que nacieron con el don. Más allá del arroyo un misterioso resplandor iluminaba el bosque de forma intermitente, haciendo que las hojas de los árboles dieran la impresión de estar quemándose.
—¿Magia, dices? —reflexionó Randall cuando Uruz le dijo lo que pensaba—. No creo que se trate de algún mago errante, ninguno sería tan estúpido para meterse a este bosque de noche. ¿Posiblemente otra banda de mercenarios?
—¡¿Otros mercenarios?! ¡No, esos miserables nos quieren quitar la paga!
Y diciendo esto, Oleg salió corriendo a toda prisa en la dirección que Uruz les había descrito, seguido de cerca por el resto de la compañía.
Alegast logró golpear al golem en las costillas, encajándole una estocada que arrancó huesos, madera y un gran trozo de materia purulenta y viscosa al sacar la espada de su cuerpo con un fuerte tirón. El golem continuaba moviéndose y atacando todo a su alcance, insensible al daño que había sufrido, tratando de liberarse de su jinete no deseado, destrozando el resto de las estatuas del jardín.
¿Cómo se puede matar a una cosa que no tiene vida, en primer lugar? Alegast empezaba a formularse esta pregunta mientras respiraba con dificultad y su cuerpo empezaba a cansarse. ¿Tan viejo estaba? ¿O simplemente no estaba del todo despierto? Era la primera batalla que sostenía desde su despertar y su cuerpo se encontraba aún entumecido. Usando nuevamente el truco de las volutas de luz, se bajó de la bestia de un salto para ganar distancia y replantearse su estrategia.
Trató de cambiar su táctica, de pelear con astucia. Se agachó y luego se abalanzó contra las piernas del golem, asestando una violenta cortada en las rodillas, destruyendo los tendones y haciendo crujir sus huesos, buscando incapacitarlo. Pero la bestia, incapaz de sentir dolor alguno, continuaba moviéndose espasmódicamente, dando bandazos tras el elfo y arrastrando su pierna destrozada.
En medio de una cabriola, Alegast empuñó su espada con ambas manos, haciendo que la hoja brillase con una fulgurante luz, reforzándola con la poca energía mágica que podía convocar, aunque tal esfuerzo le causaba dolor. Su cuerpo le pedía a gritos volver al sueño, al sueño que no debió abandonar. Fara y Teofrastus salieron de la mansión justo para ver al elfo tocar el suelo y abalanzarse nuevamente contra el monstruo.
—Tine na gréine —conjuró Alegast, y el fuego de color rojo se manifestó en la serpenteante la hoja de la espada como si se tratase de un liquido aceitoso, inmolando totalmente su superficie en cuestión de un parpadeo.
Alegast balanceó ágilmente su espada flamígera y en medio de un lumínico estallido arrancó la mandíbula inferior de la máscara de hueso del golem, causando que las llamas de la espada se impregnaran en el cuerpo de la bestia, moviéndose serpenteantes a velocidad vertiginosa, envolviendo su carne purulenta en un manto de fuego carmesí.
La criatura emitió un chillido lastimero y aterrador, que Fara solo había escuchado en sus más oscuras pesadillas. En ese mismo momento sintió los ojos del golem, ahora con medio cuerpo chamuscado, fijándose en ella, respondiendo a instintos que hasta el momento habían sido totalmente ajenos a él. Alegast pudo ver hilos de magia oscura mover el destruido cuerpo de su oponente y forzarlo a saltar vertiginosamente contra la maga, con las garras envueltas en fuego carmesí. La chica logró moverse a tiempo para evitar las garras de la bestia, pero fue golpeada por sus enormes brazos, con tal fuerza que salió lanzada contra un árbol cercano. Alegast aprovechó ese momento para saltar con todas sus fuerza y hacer brillar su espada de fuego una vez más, cortándole la cabeza a la bestia con un swing limpio y perfecto.
—¿Estás bien? —Alegast corrió a donde estaba Fara mientras la cabeza del golem rodaba hasta los restos de la estatua del dios-sol.
—Sí… yo creo… —sonrió ella débilmente. Aunque trataba de disimularlo, el golpe que había recibido era más grave de lo que sospechaba.
El cuerpo del golem ardía por completo, consumido por el inagotable fuego mágico, inerte al fin. La cabeza aún estaba viva, buscando con sus ojos desorbitados a Alegast o a Fara, pero completamente inofensiva. La espada que el elfo había convocado se iba convirtiendo lentamente en cenizas, mientras el sonriente ojo dirigía su mirada a Fara. Y Teofrastus los miraba a ambos, con un brillo de emoción en sus ojos.
—¡No! ¡Lo mataron, no! ¡La paga! —se escuchó gritar de repente a un duergar que salía corriendo de los matorrales, seguido por varios tipos que portaban armaduras con el blasón de un grifo alado.
Fara no supo qué ocurrió después, el dolor y el cansancio cubrieron sus ojos con un manto de oscuridad. Pero le parecía escuchar una risilla infame perderse entre los vientos y el humo, y por un momento le pareció que el ojo de aquella espada brillaba con más fuerza mientras se perdía en la telaraña de la inconsciencia.
Great power can come from anger, but you may lose yourself in the process. Therefore, your mind must remain calm, and your spirit must be still.