Gracias por los comentarios, @landanohr . Las correcciones pertinentes se han hecho en el archivo principal del relato.
Inspirado por @Ricardo Corazon de Leon, he hecho el mapa de Aret. Mis habilidades cartograficas dejan mucho que desear, así que al final terminé retocándolo con Photoshop, xD. Esta basado en el mapa del mundo que usaba para el rol, como casi todo lo de esta ambientación. Como es enorme, pondré un link por si le quieren echar un vistazo.
Las misteriosas figuras se movían camufladas en la oscuridad, ocultas bajo sus túnicas. Se dirigían a la entrada de un templo antiguo decorado con horrendas estatuas de seres que no tenían rasgos humanos y ella se dio cuenta que aquel era el centro de un culto a dioses blasfemos olvidados mucho tiempo atrás. Siguió lentamente a los encapuchados, tratando de ocultar su presencia pero incapaz de hacerlo por culpa de su curiosidad. Las figuras no le prestaron atención, demasiado ocupadas entonando cánticos en un idioma maldito que producía que sus oídos sangraran al escucharlo.
En el centro del templo se encontraba quien parecía ser el sumo sacerdote de aquel culto. Vestía con túnicas de color negro y por lo que se podía ver a simple vista su piel estaba podrida, revelando pedazos donde la carne viva estaba infectada y purulenta. Sus ojos resplandecían con un brillo negro y sin vida. El sumo sacerdote la observó cuando ella entró en el templo, pues sabía que no era una de los suyos. Dejando ver sus inmundos dientes —pues ella tardó en darse cuenta que el tipo no tenía labios—, le señaló la salida con un ademán agresivo.
—No es el momento de que estés aquí, völva —siseó, llamándola por un nombre que ella no pudo comprender.
La joven sintió la fuerza que venía de sus palabras y la expulsó del templo, haciéndola volar rápidamente hasta las nubes de un paraje extraño bañado con la luz moribunda de un sol negro.
Fara despertó de golpe, respirando agitada y con un terrible dolor de oído. El goteo de la lluvia en la ventana de la habitación donde estaba era martirizante y la cabeza le dolía como cuando tomaba vino en las fiestas de invierno. Tocó sus oídos para ver si aún sangraban y se dio cuenta de que nunca lo habían hecho, de que lo que había tenido era un sueño. Sí, debía ser un sueño. Eso era lo que se decía para sí misma, aunque lo que había vivido le parecía tan real como aquella habitación en la que estaba.
Su cuerpo estaba dolorido y lleno de vendajes, y le tomó más esfuerzo del esperado sentarse para poder determinar donde rayos se encontraba. La cama en la que había despertado era más cómoda de lo que aparentaba, y por la ventana se podían ver las místicas montañas de la Cordillera del Dragón ocultas tras un velo de nubes grises y el tremendo aguacero que caía afuera. Le costó mover el brazo para tomar la jarra de metal que estaba en la mesa al lado de la cama y servirse agua en un bonito pero simple cuenco de cerámica negra.
—Veo que al fin has despertado… —dijo perezosamente Teofrastus, quien se encontraba durmiendo sobre sus piernas.
Fara escupió sobresaltada la poca agua que había alcanzado a sorber cuando se dio cuenta que había sido el gato quien le hablaba. Aún no podía acostumbrarse a la idea de un animal parlanchín.
—¿Dónde estoy? —preguntó luego de limpiarse la boca con la frazada.
—En el pintoresco pueblo de Valeholm, en una provincia olvidada del sur del Imperio. Los mercenarios tuvieron en bien el traernos hasta acá. Tienes suerte, tus heridas no eran muy graves así que para mañana ya estarás mejor —bostezó Teofrastus, mientras estiraba su cuerpo de una forma que solo era posible para los felinos.
—¿Cuáles mercenarios? ¿Y por qué nos ayudaron? — volvió a preguntar ella visiblemente preocupada.
—Tengo entendido que una compañía bastante reconocida de la región, pero me temo que mi información es limitada. Proliferan agrupaciones como esa en tiempos de guerras. Supongo que les interesó tu amigo elfo. Una reacción bastante normal, si me lo preguntas —respondió el gato con indiferencia mientras lamía su entrepierna.
Fara volvió su atención a la ventana y esta vez se enfocó en el pintoresco pueblo, al que conoció en su infancia cuando acompañaba a sus hermanos a vender verduras o en las fiestas. Aquel era el hogar de un aguerrido clan de cazadores y granjeros que amaban su independencia y estaban obsesionados con mantenerse al margen de los asuntos del mundo exterior, incluyendo la guerra civil que ahora consumía el Imperio.
—¿Dónde está Alegast? —preguntó sin dejar de mirar al pueblo.
—Aquí —contestó el elfo con su habitual tono sonriente.
Se encontraba oculto en una esquina oscura del cuarto, las llamas que manaban de sus ojos dándole un aspecto siniestro que le recordó a Fara a los tipos no-humanos que había visto en su sueño. Aquel recuerdo hizo que su piel se pusiera de gallina.
—Creí que mi magia no sería suficiente para curarte las heridas que te hizo ese golem —dijo Alegast mientras se acercaba a ella.
—¿El golem? ¿Te refieres a ese animal raro que nos atacó en el bosque? —preguntó Fara tratando de evitar los recuerdos de su sueño.
—En efecto —respondió él mientras estudiaba las vendas con la mirada—. Sus garras tenían veneno reforzado con magia. Mis conocimientos en magia curativa son limitados, así que tienes suerte de que hayan bastado para removerlo de tu cuerpo.
El cuerpo de Fara se estremeció al pensar en el golem. Ahora que tenía tiempo de recordarlo con detenimiento le pareció bastante similar a las estatuas que había visto en su sueño, y pensar en eso hizo que el dolor en su cuerpo se volviera insoportable.
—¿Qué era ese golem exactamente? —preguntó, tratando de pensar en otra cosa.
—Un golem es un constructo, un ser artificial creado generalmente de barro y madera, aunque puedes hacerlo con cualquier material, atando a este la esencia de la vida para darle movimiento autónomo —respondió Teofrastus ufano.
Fara le devolvió una mirada de confusión. Era como si estuviese hablando con Olibus de nuevo.
—¿Por qué los humanos se complican tanto las cosas? Es un muñeco al cual le atas un espíritu para que funcione —carcajeó Alegast.
—Pero este golem era diferente —continuó Teofrastus, mirando severamente al elfo mientras hablaba—. Este que nos atacó estaba poseído por el espíritu de un muerto.
Hubo un incómodo silencio en la habitación.
—¿Exactamente cuál es la diferencia entre el espíritu de un muerto y otro “normal”…? —preguntó Fara tratando de ordenar sus ideas.
—Los espíritus son la fuerza fundamental e impersonal que mantiene con vida a todos los seres que habitan este mundo, incluyendo los animales y las plantas. Los espíritus de los muertos son aquellos espíritus que poseen los recuerdos y la personalidad de alguien vivo, que permanecen aún después de que ese alguien ha muerto. Creo que la palabra que ustedes usan para eso es “alma” —explicó Alegast con un tono tranquilizador, tratando de que Fara entendiese aquello. Era la primera vez que ella lo veía hablar seriamente.
La habitación se sumió en el silencio una vez más. Fara miró de reojo por la ventana, el aguacero estaba lejos de terminar.
—Solo se puede controlar las almas usando necromancia, ninguna otra escuela de magia permite tal cosa —concluyó el gato mirando fijamente a la joven.
—¿Qué los golems no se creaban todos de la misma forma? —preguntó ella más confundida que antes.
—Los golems normalmente se crean atando espíritus conjurados por medio de hechizos de la escuela de invocación. Esta es la primera vez que veo que alguien usa hechizos de necromancia para crear a un golem —respondió Teofrastus.
La cara de confusión de Fara era evidente. Alegast y Teofrastus se vieron a los ojos antes de decidirse a preguntar.
—¿Exactamente que te enseñaba ese mago de pacotilla? —el elfo tomó la iniciativa.
—Quería que aprendiera lo básico antes de enseñarme a usar magia de verdad. Dijo que si no dominaba eso, lo demás no lo iba a entender de todas formas.
—Empecemos por lo básico, entonces —dijo Teofrastus, bajándose de la cama de un salto.
Usando sus uñas empezó a trazar líneas y letras en el suelo, creando seis círculos mágicos que rápidamente se iluminaron ante la mirada curiosa de Fara. Ella reconoció aquellos círculos, los había visto una vez en uno de los libros de los Olibus, representaban las escuelas de magia en las que los taumaturgos de la antigüedad habían estructurado el Arte.
—Existen seis escuelas de magia en las que los arcanistas humanos han dividido el uso de la magia —empezó Teofrastus, hablando en tono grandilocuente—. Una escuela de magia es una agrupación de conjuros que poseen efectos similares o funcionan bajo un mismo tipo de reglas. La escuela de magia elemental es la más básica de todas, y es la que el maese Olibus te estaba enseñando. Para explicarla en términos simples, es la que te permite manipular los cuatro elementos que conforman todo en el mundo material, y tiene diversos tipos de aplicaciones. Tú ya sabes cómo manipular hechizos de esa escuela —dijo esto mirando a Fara.
La joven asintió y dirigió su mirada a la palma de su mano, evocando una pequeña llama de fuego rojo con satisfacción.
—La escuela de magia que se usa para tratar con los espíritus es la de la invocación —prosiguió el gato—. Los invocadores usan contratos que son definidos tanto por el invocador como por el espíritu invocado para poner a estos últimos a su servicio. Conociendo los contratos indicados, un invocador puede incluso contactar con seres de diferentes clases, como por ejemplo, los demonios. Dependiendo de la naturaleza del contrato, el invocador puede hacer que el ser invocado se manifieste de forma directa en el mundo mortal o puede atar dicho ser a un objeto, otorgándole así propiedades mágicas.
—La espada que usé en la batalla contra el golem es un ejemplo de la magia de invocación —interrumpió Alegast, a lo que el gato le devolvió una mirada de desprecio.
—¿Me estás diciendo que esa espada era un espíritu? —preguntó Fara intrigada, recordando el espeluznante ojo que adornaba la guarda del arma y la extraña risa que había escuchado provenir de este antes de desmayarse.
—Así es. Al invocar a un ser de otro mundo, el invocador puede definir la forma en que quiere que este se manifieste. Todo eso hace parte de las cláusulas del contrato —respondió el elfo con aire de sabelotodo.
—Volviendo al tema —carraspeó Teofrastus mirando de reojo a sus compañeros—, la escuela de la necromancia inició como una sub-rama de la escuela de invocación que permitía contactar con las almas de los muertos. Sin embargo, llegó un momento en donde se diseñaron hechizos específicos que solo se podían hacer a través de la necromancia, por lo que se determinó que fuese una escuela por derecho propio. En la actualidad, el Imperio sanciona el uso de esta escuela de magia porque determinaron que es antinatural forzar a los difuntos a estar en este mundo y los magos no pueden usarla. Bueno, al menos, no de forma legal.
—Y el crear golems no es uno de esos hechizos que dices. Bueno, al menos uno que tú conocieses —dijo Fara, empezando a entender la exposición del gato parlanchín.
—En efecto. No es muy fácil manipular a los espíritus de los muertos, pues estos no ofrecen contratos o formas de negociar. La única forma de usarlos es forzándolos a ello. Quién haya podido forzar a un muerto a entrar en un golem ha de ser un verdadero genio —añadió el animal.
En aquel momento un rayo cayó muy cerca del pueblo y el sonido tan cercano del trueno que le siguió hizo que la maga se sobresaltara, invadiendo todo su cuerpo con el dolor de sus heridas debido al espasmo.
—Será mejor que descanses, mañana continuamos con esta conversación — dijo Alegast, mientras pasaba sus manos sobre las heridas de la maga.
Fara vio la luz blanquecina que manaba de sus dedos, invadiendo todo su cuerpo mientras el dolor fue cediendo poco a poco ante las artes curativas del elfo. El alivio fue tan efectivo que no supo en qué momento volvió a quedarse dormida.
La cabeza del golem decoraba una repisa nueva en la sala de trofeos de lord Padraig, el regente de Valeholm. Ahora era una más de una colección de cabezas de osos, lobos, lagartos y otros animales un poco más extraños que exhibía en la sala de su mansión. Sin embargo no estaba contento. Se preguntó de nuevo por qué había firmado aquel contrato que lo obligaba a pagar cien soberanos de más si los mercenarios de los Grifos Blancos sufrían bajas en la misión. Tomó la bolsa de cuero con las tintineantes monedas mientras rascaba su cabeza y la puso junto al resto de la paga, que sumaba un total de 300 soberanos, una cantidad nada despreciable de dinero.
—Ha cumplido su parte del trato, capitán Asther. Siento lo de sus hombres, pero son gajes del oficio —sonrió para tratar de disimular su enojo.
—Es un hombre de palabra, lord regente. Estaremos encantados de volver a trabajar para usted si la oportunidad se presenta de nuevo —sonrió Randall al tomar las monedas.
Salió con presteza de la mansión, ignorando la mirada de enojo del lord regente que seguía sus pasos a través del ventanal de la primera planta. Trabajar en Valeholm había dado sus frutos, pero Randall Asther prefería no quedarse en un solo sitio por demasiado tiempo. Con la guerra civil en pleno apogeo esa actitud era la mejor para mantener vivo el negocio. Extendía su área de operaciones y la posibilidad de hacer enemigos era menor. Mientras se acercaba a la muralla de piedra que rodeaba la casa del lord regente se fijó en Lia, su segunda al mando, quién esperaba afuera del portón.
—Está lloviendo, podías haberme esperado en la posada —le dijo cuando estuvo junto a ella.
—Lo siento mi lord, pero esto es urgente —contestó ella mientras se acomodaba la goteante capucha de cuero negro que cubría su delicada cabellera.
—No es necesario que uses ese título, Lia —la amonestó con una sonrisa.
—Lo siento, mi lord—se disculpó ella de nuevo, mientras Randall ponía los ojos en blanco.
—¿Qué querías decirme? —preguntó él.
—Lord Balzac se encuentra en la posada y ha pedido hablar con usted, mi lord —contestó Lia de forma automática.
Randall suspiró y pensó que no se podía hacer nada. Después de todo, Lia había estado con él desde siempre y era una actitud que no se podía cambiar. Apuró el paso en medio de la pesada lluvia por el camino lodoso que lo llevaba a la posada del Duende Avariento, la única que había en kilómetros a la redonda. Al entrar pudo sentir el ambiente de ansiedad que embargaba a aquel pueblo, tan tenso que se aferraba a su estómago formando un nudo en su plexo solar. Los pocos paisanos que estaban esa noche en la posada murmuraban entre sí, algunos presos de terror y otros de la curiosidad. Y no era para menos. Se rumoreaba que había un elfo en el pueblo, y sumando eso a la guerra, la Plaga y a los extraños animales que venían del Bosque de la Carne, la gente no sabía cómo tomarlo. Algunos hablaban del fin del mundo y otros estaban seguros de que eso significaba el final de la guerra.
En una de las mesas vio al mago y le pidió a Lia que lo dejase solo, cosa que la chica obedeció sin decir palabra alguna. Aquel mago aparentaba unos cincuenta años, de larga cabellera blanca y barba corta bien cuidada. Usaba anteojos pequeños y fumaba una pipa calabash marrón que despedía aroma a hierbas aromatizadas y tabaco puro. Vestía una túnica de color púrpura con cintas doradas, y llevaba el emblema del ojo místico sobre el dragón imperial. Aquel emblema le identificaba como miembro de la Cábala de Magos de Telos.
—Es un placer verlo después de tanto tiempo. ¿Cuál es el nombre que usa ahora? ¿Randall? —le saludó el mago con una sonrisa mientras le invitaba a tomar asiento—. Me han dicho que su último trabajo fue de lo más peculiar.
—En efecto, lord Balzac, pero supongo que no habrá venido desde tan lejos solo para formalizar —le respondió secamente Randall.
—Debería ser un poco más condescendiente con este viejo. Es normal que tenga curiosidad por su última misión, capitán. Al fin y al cabo no todos los días uno se topa con un elfo en medio del bosque — dijo Balzac exhalando el humo de su pipa.
Randall miró incomodo a todos lados, esperando que los clientes de la posada hubiesen puesto sus miradas en ellos al escuchar la palabra “elfo”, pero los paisanos parecían estar enfrascados en sus propias conversaciones, en sus tragos y en las charadas que el trovador de la posada cantaba con voz de tarro.
—No se preocupe por eso, para ellos soy un viajero normal. Solo usted puede ver mi verdadera apariencia. También he lanzado un conjuro para cubrir nuestra conversación. Ellos solo escucharan a dos viejos amigos saludándose luego no haberse visto en años —sonrío nuevamente el mago al ver las dudas en la cara de Randall—. Sé que ya no tiene más contratos en este lugar, así que vayamos al grano. ¿Está dispuesto nuevamente a servir su Emperador?
Randall frunció el ceño. Amargos recuerdos de la última misión que le encomendó el Emperador nublaron sus pensamientos. Nada que un sorbo de cerveza no pudiera remediar. Una joven y delgada mesera se acercó a ellos y les preguntó con una sonrisa que iban a ordenar. El mago pidió una jarra de vino añejo que era bastante popular en esa posada y Randall pidió un tarro de cerveza caliente.
—¿Y qué es lo que requiere su Majestad de un humilde servidor del imperio? —Randall continuó la conversación una vez la muchacha se había retirado de la mesa. Aún que Balzac era un mago muy poderoso, Randall no podía confiar en hechizos cuando hablaba de cosas importantes.
—Es alguien muy pragmático, Ser Randall. Así que iré directo al grano —Balzac echó una fumada antes de proseguir—. ¿Supongo que estará al corriente de la Plaga, no es así?
—En todo mi viaje por esta zona olvidada por el sol, no he hecho más que ver cadáveres de miserables que murieron por la Plaga. Algunos incluso dicen que la Plaga no es normal, que es una enfermedad causada por la magia. Para mi puede ser lo uno o lo otro, no me importa —contestó con indiferencia el mercenario.
Balzac fumó nuevamente. Se dio su tiempo para saborear el humo antes de exhalarlo.
—La gente y sus prejuicios —rió quedamente el mago—. No, la magia no tiene nada que ver. Pero las victimas de la Plaga atraen criaturas que no podemos ignorar, criaturas que fueren creadas con magia. Y sospechamos de alguien que puede ser el creador de tales monstruos.
—Otro mago, me imagino. Y supongo que quieren que yo me encargue de él. No soy un loco, lord Balzac, no pienso enfrentarme a un mago —dijo secamente Randall.
—¿Debo recordarle gracias a quién es que usted puede jugar a los soldaditos mientras el Imperio se desborona en medio de una guerra civil, mi lord? —la mirada de Balzac se tornó severa mientras el mago hacía énfasis en la palabra “mi lord”.
«Eso no me lo tiene que recordar», pensó el mercenario, pero prefirió guardarse sus pensamientos. —Dígame quién es —Randall movió disimuladamente la cabeza cuando vio acercarse a la mesera.
Ambos guardaron silencio cuando la joven acomodaba las jarras. La chica sonrió sorprendida cuando el mago puso un soberano, una reluciente moneda de oro —¡mucho más de lo ella se ganaba trabajando todo el mes!— en su mano y le pidió que se encargara de que nadie más los molestase. Una vez la chica se hubo retirado, Balzac prosiguió.
—Elsevir, el Creador de Muñecas —el rostro del anciano se oscureció al pronunciar dicho nombre.
—¿Creador de Muñecas? —Randall sorbió rápidamente su cerveza, bastante confundido.
—Se especializa en la creación de golems y homúnculos, de ahí su apodo. Fue miembro de la Cábala hasta que la guerra le arrebató a su familia. Enloqueció y se fue de la capital, y no volvimos a saber de él hasta hace unos días, cuando una patrulla del ejército imperial encontró un golem bastante similar al que ustedes derribaron —Balzac volvió a echar mano a su pipa y se veía relajado de nuevo.
El mercenario río sardónicamente.
—Así que no solo quiere que me enfrente a un mago, sino que además este tipo fue uno de los magos de la Cábala. ¿Está consciente de lo que me está pidiendo? Una cosa es matar a un golem y otra cosa muy diferente matar a un mago de la Cábala. ¡Y debo recordarle que ese golem se cargó a la mitad de mi Compañía!
—Su Alteza me ha dicho si haces esto, no volverá a pedirle nada más. Le dejará en paz para siempre. ¿No es eso lo que ha soñado siempre, Ser Randall?
Randall le devolvió una mirada de determinación.
—¿Al menos saben dónde está? —respondió no muy animado con la idea.
—En Zarc, la ciudad apócrifa.
—¿Acaso el Emperador me quiere muerto? —Randall no pudo evitar soltar una carcajada nerviosa.
—Entonces es un trato —dijo Balzac mientras extendía la mano—. Por cierto, me gustaría que me presentases al elfo, de ser posible.
Randall dejó escapar una sonrisa de “lo sabía” mientras tomaba la mano del mago y cerraba el acuerdo. Si todo iba bien, la sombra del Emperador por fin saldría de su vida para siempre.
Inspirado por @Ricardo Corazon de Leon, he hecho el mapa de Aret. Mis habilidades cartograficas dejan mucho que desear, así que al final terminé retocándolo con Photoshop, xD. Esta basado en el mapa del mundo que usaba para el rol, como casi todo lo de esta ambientación. Como es enorme, pondré un link por si le quieren echar un vistazo.
III
Un alto en el camino
Un alto en el camino
Las misteriosas figuras se movían camufladas en la oscuridad, ocultas bajo sus túnicas. Se dirigían a la entrada de un templo antiguo decorado con horrendas estatuas de seres que no tenían rasgos humanos y ella se dio cuenta que aquel era el centro de un culto a dioses blasfemos olvidados mucho tiempo atrás. Siguió lentamente a los encapuchados, tratando de ocultar su presencia pero incapaz de hacerlo por culpa de su curiosidad. Las figuras no le prestaron atención, demasiado ocupadas entonando cánticos en un idioma maldito que producía que sus oídos sangraran al escucharlo.
En el centro del templo se encontraba quien parecía ser el sumo sacerdote de aquel culto. Vestía con túnicas de color negro y por lo que se podía ver a simple vista su piel estaba podrida, revelando pedazos donde la carne viva estaba infectada y purulenta. Sus ojos resplandecían con un brillo negro y sin vida. El sumo sacerdote la observó cuando ella entró en el templo, pues sabía que no era una de los suyos. Dejando ver sus inmundos dientes —pues ella tardó en darse cuenta que el tipo no tenía labios—, le señaló la salida con un ademán agresivo.
—No es el momento de que estés aquí, völva —siseó, llamándola por un nombre que ella no pudo comprender.
La joven sintió la fuerza que venía de sus palabras y la expulsó del templo, haciéndola volar rápidamente hasta las nubes de un paraje extraño bañado con la luz moribunda de un sol negro.
Fara despertó de golpe, respirando agitada y con un terrible dolor de oído. El goteo de la lluvia en la ventana de la habitación donde estaba era martirizante y la cabeza le dolía como cuando tomaba vino en las fiestas de invierno. Tocó sus oídos para ver si aún sangraban y se dio cuenta de que nunca lo habían hecho, de que lo que había tenido era un sueño. Sí, debía ser un sueño. Eso era lo que se decía para sí misma, aunque lo que había vivido le parecía tan real como aquella habitación en la que estaba.
Su cuerpo estaba dolorido y lleno de vendajes, y le tomó más esfuerzo del esperado sentarse para poder determinar donde rayos se encontraba. La cama en la que había despertado era más cómoda de lo que aparentaba, y por la ventana se podían ver las místicas montañas de la Cordillera del Dragón ocultas tras un velo de nubes grises y el tremendo aguacero que caía afuera. Le costó mover el brazo para tomar la jarra de metal que estaba en la mesa al lado de la cama y servirse agua en un bonito pero simple cuenco de cerámica negra.
—Veo que al fin has despertado… —dijo perezosamente Teofrastus, quien se encontraba durmiendo sobre sus piernas.
Fara escupió sobresaltada la poca agua que había alcanzado a sorber cuando se dio cuenta que había sido el gato quien le hablaba. Aún no podía acostumbrarse a la idea de un animal parlanchín.
—¿Dónde estoy? —preguntó luego de limpiarse la boca con la frazada.
—En el pintoresco pueblo de Valeholm, en una provincia olvidada del sur del Imperio. Los mercenarios tuvieron en bien el traernos hasta acá. Tienes suerte, tus heridas no eran muy graves así que para mañana ya estarás mejor —bostezó Teofrastus, mientras estiraba su cuerpo de una forma que solo era posible para los felinos.
—¿Cuáles mercenarios? ¿Y por qué nos ayudaron? — volvió a preguntar ella visiblemente preocupada.
—Tengo entendido que una compañía bastante reconocida de la región, pero me temo que mi información es limitada. Proliferan agrupaciones como esa en tiempos de guerras. Supongo que les interesó tu amigo elfo. Una reacción bastante normal, si me lo preguntas —respondió el gato con indiferencia mientras lamía su entrepierna.
Fara volvió su atención a la ventana y esta vez se enfocó en el pintoresco pueblo, al que conoció en su infancia cuando acompañaba a sus hermanos a vender verduras o en las fiestas. Aquel era el hogar de un aguerrido clan de cazadores y granjeros que amaban su independencia y estaban obsesionados con mantenerse al margen de los asuntos del mundo exterior, incluyendo la guerra civil que ahora consumía el Imperio.
—¿Dónde está Alegast? —preguntó sin dejar de mirar al pueblo.
—Aquí —contestó el elfo con su habitual tono sonriente.
Se encontraba oculto en una esquina oscura del cuarto, las llamas que manaban de sus ojos dándole un aspecto siniestro que le recordó a Fara a los tipos no-humanos que había visto en su sueño. Aquel recuerdo hizo que su piel se pusiera de gallina.
—Creí que mi magia no sería suficiente para curarte las heridas que te hizo ese golem —dijo Alegast mientras se acercaba a ella.
—¿El golem? ¿Te refieres a ese animal raro que nos atacó en el bosque? —preguntó Fara tratando de evitar los recuerdos de su sueño.
—En efecto —respondió él mientras estudiaba las vendas con la mirada—. Sus garras tenían veneno reforzado con magia. Mis conocimientos en magia curativa son limitados, así que tienes suerte de que hayan bastado para removerlo de tu cuerpo.
El cuerpo de Fara se estremeció al pensar en el golem. Ahora que tenía tiempo de recordarlo con detenimiento le pareció bastante similar a las estatuas que había visto en su sueño, y pensar en eso hizo que el dolor en su cuerpo se volviera insoportable.
—¿Qué era ese golem exactamente? —preguntó, tratando de pensar en otra cosa.
—Un golem es un constructo, un ser artificial creado generalmente de barro y madera, aunque puedes hacerlo con cualquier material, atando a este la esencia de la vida para darle movimiento autónomo —respondió Teofrastus ufano.
Fara le devolvió una mirada de confusión. Era como si estuviese hablando con Olibus de nuevo.
—¿Por qué los humanos se complican tanto las cosas? Es un muñeco al cual le atas un espíritu para que funcione —carcajeó Alegast.
—Pero este golem era diferente —continuó Teofrastus, mirando severamente al elfo mientras hablaba—. Este que nos atacó estaba poseído por el espíritu de un muerto.
Hubo un incómodo silencio en la habitación.
—¿Exactamente cuál es la diferencia entre el espíritu de un muerto y otro “normal”…? —preguntó Fara tratando de ordenar sus ideas.
—Los espíritus son la fuerza fundamental e impersonal que mantiene con vida a todos los seres que habitan este mundo, incluyendo los animales y las plantas. Los espíritus de los muertos son aquellos espíritus que poseen los recuerdos y la personalidad de alguien vivo, que permanecen aún después de que ese alguien ha muerto. Creo que la palabra que ustedes usan para eso es “alma” —explicó Alegast con un tono tranquilizador, tratando de que Fara entendiese aquello. Era la primera vez que ella lo veía hablar seriamente.
La habitación se sumió en el silencio una vez más. Fara miró de reojo por la ventana, el aguacero estaba lejos de terminar.
—Solo se puede controlar las almas usando necromancia, ninguna otra escuela de magia permite tal cosa —concluyó el gato mirando fijamente a la joven.
—¿Qué los golems no se creaban todos de la misma forma? —preguntó ella más confundida que antes.
—Los golems normalmente se crean atando espíritus conjurados por medio de hechizos de la escuela de invocación. Esta es la primera vez que veo que alguien usa hechizos de necromancia para crear a un golem —respondió Teofrastus.
La cara de confusión de Fara era evidente. Alegast y Teofrastus se vieron a los ojos antes de decidirse a preguntar.
—¿Exactamente que te enseñaba ese mago de pacotilla? —el elfo tomó la iniciativa.
—Quería que aprendiera lo básico antes de enseñarme a usar magia de verdad. Dijo que si no dominaba eso, lo demás no lo iba a entender de todas formas.
—Empecemos por lo básico, entonces —dijo Teofrastus, bajándose de la cama de un salto.
Usando sus uñas empezó a trazar líneas y letras en el suelo, creando seis círculos mágicos que rápidamente se iluminaron ante la mirada curiosa de Fara. Ella reconoció aquellos círculos, los había visto una vez en uno de los libros de los Olibus, representaban las escuelas de magia en las que los taumaturgos de la antigüedad habían estructurado el Arte.
—Existen seis escuelas de magia en las que los arcanistas humanos han dividido el uso de la magia —empezó Teofrastus, hablando en tono grandilocuente—. Una escuela de magia es una agrupación de conjuros que poseen efectos similares o funcionan bajo un mismo tipo de reglas. La escuela de magia elemental es la más básica de todas, y es la que el maese Olibus te estaba enseñando. Para explicarla en términos simples, es la que te permite manipular los cuatro elementos que conforman todo en el mundo material, y tiene diversos tipos de aplicaciones. Tú ya sabes cómo manipular hechizos de esa escuela —dijo esto mirando a Fara.
La joven asintió y dirigió su mirada a la palma de su mano, evocando una pequeña llama de fuego rojo con satisfacción.
—La escuela de magia que se usa para tratar con los espíritus es la de la invocación —prosiguió el gato—. Los invocadores usan contratos que son definidos tanto por el invocador como por el espíritu invocado para poner a estos últimos a su servicio. Conociendo los contratos indicados, un invocador puede incluso contactar con seres de diferentes clases, como por ejemplo, los demonios. Dependiendo de la naturaleza del contrato, el invocador puede hacer que el ser invocado se manifieste de forma directa en el mundo mortal o puede atar dicho ser a un objeto, otorgándole así propiedades mágicas.
—La espada que usé en la batalla contra el golem es un ejemplo de la magia de invocación —interrumpió Alegast, a lo que el gato le devolvió una mirada de desprecio.
—¿Me estás diciendo que esa espada era un espíritu? —preguntó Fara intrigada, recordando el espeluznante ojo que adornaba la guarda del arma y la extraña risa que había escuchado provenir de este antes de desmayarse.
—Así es. Al invocar a un ser de otro mundo, el invocador puede definir la forma en que quiere que este se manifieste. Todo eso hace parte de las cláusulas del contrato —respondió el elfo con aire de sabelotodo.
—Volviendo al tema —carraspeó Teofrastus mirando de reojo a sus compañeros—, la escuela de la necromancia inició como una sub-rama de la escuela de invocación que permitía contactar con las almas de los muertos. Sin embargo, llegó un momento en donde se diseñaron hechizos específicos que solo se podían hacer a través de la necromancia, por lo que se determinó que fuese una escuela por derecho propio. En la actualidad, el Imperio sanciona el uso de esta escuela de magia porque determinaron que es antinatural forzar a los difuntos a estar en este mundo y los magos no pueden usarla. Bueno, al menos, no de forma legal.
—Y el crear golems no es uno de esos hechizos que dices. Bueno, al menos uno que tú conocieses —dijo Fara, empezando a entender la exposición del gato parlanchín.
—En efecto. No es muy fácil manipular a los espíritus de los muertos, pues estos no ofrecen contratos o formas de negociar. La única forma de usarlos es forzándolos a ello. Quién haya podido forzar a un muerto a entrar en un golem ha de ser un verdadero genio —añadió el animal.
En aquel momento un rayo cayó muy cerca del pueblo y el sonido tan cercano del trueno que le siguió hizo que la maga se sobresaltara, invadiendo todo su cuerpo con el dolor de sus heridas debido al espasmo.
—Será mejor que descanses, mañana continuamos con esta conversación — dijo Alegast, mientras pasaba sus manos sobre las heridas de la maga.
Fara vio la luz blanquecina que manaba de sus dedos, invadiendo todo su cuerpo mientras el dolor fue cediendo poco a poco ante las artes curativas del elfo. El alivio fue tan efectivo que no supo en qué momento volvió a quedarse dormida.
La cabeza del golem decoraba una repisa nueva en la sala de trofeos de lord Padraig, el regente de Valeholm. Ahora era una más de una colección de cabezas de osos, lobos, lagartos y otros animales un poco más extraños que exhibía en la sala de su mansión. Sin embargo no estaba contento. Se preguntó de nuevo por qué había firmado aquel contrato que lo obligaba a pagar cien soberanos de más si los mercenarios de los Grifos Blancos sufrían bajas en la misión. Tomó la bolsa de cuero con las tintineantes monedas mientras rascaba su cabeza y la puso junto al resto de la paga, que sumaba un total de 300 soberanos, una cantidad nada despreciable de dinero.
—Ha cumplido su parte del trato, capitán Asther. Siento lo de sus hombres, pero son gajes del oficio —sonrió para tratar de disimular su enojo.
—Es un hombre de palabra, lord regente. Estaremos encantados de volver a trabajar para usted si la oportunidad se presenta de nuevo —sonrió Randall al tomar las monedas.
Salió con presteza de la mansión, ignorando la mirada de enojo del lord regente que seguía sus pasos a través del ventanal de la primera planta. Trabajar en Valeholm había dado sus frutos, pero Randall Asther prefería no quedarse en un solo sitio por demasiado tiempo. Con la guerra civil en pleno apogeo esa actitud era la mejor para mantener vivo el negocio. Extendía su área de operaciones y la posibilidad de hacer enemigos era menor. Mientras se acercaba a la muralla de piedra que rodeaba la casa del lord regente se fijó en Lia, su segunda al mando, quién esperaba afuera del portón.
—Está lloviendo, podías haberme esperado en la posada —le dijo cuando estuvo junto a ella.
—Lo siento mi lord, pero esto es urgente —contestó ella mientras se acomodaba la goteante capucha de cuero negro que cubría su delicada cabellera.
—No es necesario que uses ese título, Lia —la amonestó con una sonrisa.
—Lo siento, mi lord—se disculpó ella de nuevo, mientras Randall ponía los ojos en blanco.
—¿Qué querías decirme? —preguntó él.
—Lord Balzac se encuentra en la posada y ha pedido hablar con usted, mi lord —contestó Lia de forma automática.
Randall suspiró y pensó que no se podía hacer nada. Después de todo, Lia había estado con él desde siempre y era una actitud que no se podía cambiar. Apuró el paso en medio de la pesada lluvia por el camino lodoso que lo llevaba a la posada del Duende Avariento, la única que había en kilómetros a la redonda. Al entrar pudo sentir el ambiente de ansiedad que embargaba a aquel pueblo, tan tenso que se aferraba a su estómago formando un nudo en su plexo solar. Los pocos paisanos que estaban esa noche en la posada murmuraban entre sí, algunos presos de terror y otros de la curiosidad. Y no era para menos. Se rumoreaba que había un elfo en el pueblo, y sumando eso a la guerra, la Plaga y a los extraños animales que venían del Bosque de la Carne, la gente no sabía cómo tomarlo. Algunos hablaban del fin del mundo y otros estaban seguros de que eso significaba el final de la guerra.
En una de las mesas vio al mago y le pidió a Lia que lo dejase solo, cosa que la chica obedeció sin decir palabra alguna. Aquel mago aparentaba unos cincuenta años, de larga cabellera blanca y barba corta bien cuidada. Usaba anteojos pequeños y fumaba una pipa calabash marrón que despedía aroma a hierbas aromatizadas y tabaco puro. Vestía una túnica de color púrpura con cintas doradas, y llevaba el emblema del ojo místico sobre el dragón imperial. Aquel emblema le identificaba como miembro de la Cábala de Magos de Telos.
—Es un placer verlo después de tanto tiempo. ¿Cuál es el nombre que usa ahora? ¿Randall? —le saludó el mago con una sonrisa mientras le invitaba a tomar asiento—. Me han dicho que su último trabajo fue de lo más peculiar.
—En efecto, lord Balzac, pero supongo que no habrá venido desde tan lejos solo para formalizar —le respondió secamente Randall.
—Debería ser un poco más condescendiente con este viejo. Es normal que tenga curiosidad por su última misión, capitán. Al fin y al cabo no todos los días uno se topa con un elfo en medio del bosque — dijo Balzac exhalando el humo de su pipa.
Randall miró incomodo a todos lados, esperando que los clientes de la posada hubiesen puesto sus miradas en ellos al escuchar la palabra “elfo”, pero los paisanos parecían estar enfrascados en sus propias conversaciones, en sus tragos y en las charadas que el trovador de la posada cantaba con voz de tarro.
—No se preocupe por eso, para ellos soy un viajero normal. Solo usted puede ver mi verdadera apariencia. También he lanzado un conjuro para cubrir nuestra conversación. Ellos solo escucharan a dos viejos amigos saludándose luego no haberse visto en años —sonrío nuevamente el mago al ver las dudas en la cara de Randall—. Sé que ya no tiene más contratos en este lugar, así que vayamos al grano. ¿Está dispuesto nuevamente a servir su Emperador?
Randall frunció el ceño. Amargos recuerdos de la última misión que le encomendó el Emperador nublaron sus pensamientos. Nada que un sorbo de cerveza no pudiera remediar. Una joven y delgada mesera se acercó a ellos y les preguntó con una sonrisa que iban a ordenar. El mago pidió una jarra de vino añejo que era bastante popular en esa posada y Randall pidió un tarro de cerveza caliente.
—¿Y qué es lo que requiere su Majestad de un humilde servidor del imperio? —Randall continuó la conversación una vez la muchacha se había retirado de la mesa. Aún que Balzac era un mago muy poderoso, Randall no podía confiar en hechizos cuando hablaba de cosas importantes.
—Es alguien muy pragmático, Ser Randall. Así que iré directo al grano —Balzac echó una fumada antes de proseguir—. ¿Supongo que estará al corriente de la Plaga, no es así?
—En todo mi viaje por esta zona olvidada por el sol, no he hecho más que ver cadáveres de miserables que murieron por la Plaga. Algunos incluso dicen que la Plaga no es normal, que es una enfermedad causada por la magia. Para mi puede ser lo uno o lo otro, no me importa —contestó con indiferencia el mercenario.
Balzac fumó nuevamente. Se dio su tiempo para saborear el humo antes de exhalarlo.
—La gente y sus prejuicios —rió quedamente el mago—. No, la magia no tiene nada que ver. Pero las victimas de la Plaga atraen criaturas que no podemos ignorar, criaturas que fueren creadas con magia. Y sospechamos de alguien que puede ser el creador de tales monstruos.
—Otro mago, me imagino. Y supongo que quieren que yo me encargue de él. No soy un loco, lord Balzac, no pienso enfrentarme a un mago —dijo secamente Randall.
—¿Debo recordarle gracias a quién es que usted puede jugar a los soldaditos mientras el Imperio se desborona en medio de una guerra civil, mi lord? —la mirada de Balzac se tornó severa mientras el mago hacía énfasis en la palabra “mi lord”.
«Eso no me lo tiene que recordar», pensó el mercenario, pero prefirió guardarse sus pensamientos. —Dígame quién es —Randall movió disimuladamente la cabeza cuando vio acercarse a la mesera.
Ambos guardaron silencio cuando la joven acomodaba las jarras. La chica sonrió sorprendida cuando el mago puso un soberano, una reluciente moneda de oro —¡mucho más de lo ella se ganaba trabajando todo el mes!— en su mano y le pidió que se encargara de que nadie más los molestase. Una vez la chica se hubo retirado, Balzac prosiguió.
—Elsevir, el Creador de Muñecas —el rostro del anciano se oscureció al pronunciar dicho nombre.
—¿Creador de Muñecas? —Randall sorbió rápidamente su cerveza, bastante confundido.
—Se especializa en la creación de golems y homúnculos, de ahí su apodo. Fue miembro de la Cábala hasta que la guerra le arrebató a su familia. Enloqueció y se fue de la capital, y no volvimos a saber de él hasta hace unos días, cuando una patrulla del ejército imperial encontró un golem bastante similar al que ustedes derribaron —Balzac volvió a echar mano a su pipa y se veía relajado de nuevo.
El mercenario río sardónicamente.
—Así que no solo quiere que me enfrente a un mago, sino que además este tipo fue uno de los magos de la Cábala. ¿Está consciente de lo que me está pidiendo? Una cosa es matar a un golem y otra cosa muy diferente matar a un mago de la Cábala. ¡Y debo recordarle que ese golem se cargó a la mitad de mi Compañía!
—Su Alteza me ha dicho si haces esto, no volverá a pedirle nada más. Le dejará en paz para siempre. ¿No es eso lo que ha soñado siempre, Ser Randall?
Randall le devolvió una mirada de determinación.
—¿Al menos saben dónde está? —respondió no muy animado con la idea.
—En Zarc, la ciudad apócrifa.
—¿Acaso el Emperador me quiere muerto? —Randall no pudo evitar soltar una carcajada nerviosa.
—Entonces es un trato —dijo Balzac mientras extendía la mano—. Por cierto, me gustaría que me presentases al elfo, de ser posible.
Randall dejó escapar una sonrisa de “lo sabía” mientras tomaba la mano del mago y cerraba el acuerdo. Si todo iba bien, la sombra del Emperador por fin saldría de su vida para siempre.
Great power can come from anger, but you may lose yourself in the process. Therefore, your mind must remain calm, and your spirit must be still.