Continuando con la historia del elfo y la maga, llegamos al penúltimo capitulo del creador de Muñecas. Este capitulo conllevó el reto de describir el Bosque de la Carne, que aún siento que no supe describir bien, pero no podía seguir con el capitulo en stand by por solo eso.
Espero que les guste, y como siempre, los comentarios y criticas se agradecen.
La niebla de enfermizo color rojo cubría las frías aguas como una cortina de humo mientras los mercenarios nadaban desesperadamente, huyendo de la tumultuosa estampida de no-muertos que ahora se podía oír chapoteando detrás de ellos. Fara se movía sin saber a dónde estaba yendo, guiada tan solo por estos chapoteos y los ocasionales juramentos que alcanzaba a escuchar, incapaz de ver nada más allá de su nariz. Teofrastus luchaba dentro del bolso y en ese momento la maga pensó que quizá el hechizo del gato solo lo protegía de los efectos dañinos del agua más no evitaba que el agua entrara en este, y trató en vano de buscar la orilla con la mirada.
—¡No te alejes! —escuchó al mismo tiempo que una mano se aferraba a su hombro, y no pudo evitar gritar aterrorizada, tragando agua y pataleando inútilmente—¡Soy yo, no te asustes! —agregó la voz en tono conciliador.
Se trataba de Alegast, cuyos sobrenaturales ojos azules ahora fulguraban como dos lenguas de fuego mágico entre la niebla. El elfo convocó unas volutas lumínicas, cuatro pequeños globos de luz pálida y nacarada, que salieron de la punta de sus dedos y se movieron entre la niebla buscando a los demás. Como por instinto, Fara dirigió su mirada a la orilla, donde aún podía verse a la turba de zombis caminar lentamente al lago y hundirse lentamente no más al tocar el agua.
—¡Sigan las luces! —ordenó Randall, perdido en algún punto donde la maga no podía verlo.
Fara intentó moverse, pero Alegast la detuvo asiéndola del brazo gentil pero firmemente. La chica se sonrojo y bajó el rostro, con la cabeza llena de emociones confusas que le impedían pensar correctamente.
—Esta niebla… no es natural —musitó preocupado Alegast—. Hay magia aquí. Magia más antigua que mi Pueblo.
La niebla había aparecido justo cuando ellos tocaron el agua, como una bocanada de humo que salió de la maldita Zarc para repeler a los intrusos, pero que parecía no tener efecto en los seres vivos.
Alegast guió a la maga el resto del trayecto y pronto llegaron a la orilla opuesta del lago, donde los esperaban algunos de los mercenarios. Aunque todos estaban cansados sabían que si se quedaban quietos la hipotermia se apoderaría de sus cuerpos, así que algunos buscaban leña para montar una fogata mientras los demás miraban con recelo el lago, esperando a sus compañeros que aún seguían nadando entre la niebla y rezándole a Zoliat para que la horda de no-muertos no los siguiera.
Lo primero que hizo Fara luego tumbarse agotada fue abrir el bolso, que para su sorpresa estaba totalmente seco, con todos sus pertrechos intactos. Teofrastus salió perezosamente, estirándose y ronroneando, cuidándose de no pisar la ropa mojada de la chica.
—¿Por qué te movías tanto si no te estabas ahogando? —preguntó Fara enojada mientras revolcaba el bolso en busca de sus vestidos secos.
—Que mi hermoso pelaje no esté mojado no significa que no me estuviera ahogando, Lady Fara. El hechizo me protegía contra la humedad, no contra la falta de aire —refutó el gato mirándola de soslayo.
—Este bosque huele horrible… —comentó Fara, tratando de ignorar al gato.
El olor que sentía era el acre aroma de la podredumbre, y sospechó que tal vez estuvieran cerca del cadáver de algún animal, cosa que provocó que un espasmo de asco recorriera todo su cuerpo. La joven dirigió su mirada a los árboles, que eran iluminados por un misterioso resplandor verde que salía de sus raíces, pero que no era lo suficientemente fuerte para alumbrar los extraños bultos que colgaban de las ramas más altas.
Alegast hizo un movimiento con sus manos y las volutas de luz empezaron a moverse en la niebla, regresando a su dueño. Eran seguidas por los demás mercenarios, quienes agradecieron por fin estar en tierra seca. El último de ellos fue Randall, quién se quedó a propósito en el agua hasta que el ultimo de sus hombres saliera. De los dieciocho mercenarios con los que había partido de Valeholm, contando al montañista, el elfo y la maga, Randall solo vio a nueve frente a él. Maldijo en voz baja y volvió su mirada al lago, pero allí solo quedaban zombis.
—¿Dónde están los demás? —preguntó a Lia, quién estaba ahí desde antes de que Alegast y Fara saliesen del lago.
—Envié a tres por leña, mi lord. Creo que los que no están aquí, no lograron escapar de la horda —respondió la joven de cabellos leonados, tapándose la nariz.
Randall no pudo evitar fijarse en que todos sus hombres hacían lo mismo, haciendo caras de asco y maldiciendo el horrible olor que dominaba el ambiente, que al cabo de un rato él percibió también.
—Son cadáveres —aseguró Uruz, al ver la mirada de su señor posarse en él—. Hay muchos… es como si hubiera una fosa común cerca.
—¡No! ¡Joder, no! —chilló el viejo Gustov, hecho un manojo de nervios—. ¡Les dije que no me trajeran al maldito Bosque de la Carne!
Hubo murmullos entre los mercenarios, quienes se mostraban nerviosos ante la posibilidad de haber llegado accidentalmente al temido bosque. Alegast ordenó a las volutas de luz moverse en dirección del bosque, y entonces los Grifos palidecieron al contemplar con lujo de detalles los horrores del Bosque de la Carne.
Los árboles se entrelazaban entre sí por repulsivas y fibrosas telarañas, hechas de trozos de músculo, carne y tripas, en lugar de hojas y maleza. Atrapados entre la carne y la sangre coagulada se encontraban los bultos que había visto Fara, cadáveres desollados y descuartizados de seres humanoides, fueran humanos, trasgos o zooantropos, empalados en las retorcidas ramas de los árboles o enredados en las redes de piel y tendones, con los intestinos colgando por fuera de sus cuerpos, y deformados de manera tan blasfema que no se podían reconocer los rasgos que tuvieron en vida.
—Se los dije. De haber ido por el Bosque de la Carne desde un principio, hubiésemos llegado sin contratiempos —comentó burlonamente el elfo.
Fara perdió el conocimiento no más al ver el primer cadáver, y para su suerte Alegast estaba lo bastante cerca para agarrarla antes de que la maga tocara el suelo. Algunos de los mercenarios, impactados ante la truculenta visión y sumando el pútrido olor que emitía aquel bosque y el horror que ya habían vivido con los zombis esa noche, tuvieron que darse vuelta y vomitar.
—Esto es obra de Elsevir, sin duda —dijo Teofrastus, estudiando curiosamente el mórbido escenario—. Era un excelente nigromante, y puedo reconocer su Arte en estas formas.
—Excelente nigromante y con demasiado tiempo libre, dirás —se mofó Alegast mientras dejaba a Fara en suelo delicadamente.
Uruz hizo una mirada que los demás Grifos reconocieron.
—Hay algo en el ambiente… algo que me causa malestar —expresó el híbrido en tono quedo, con la mirada de una fiera arrinconada—. Es como si algo nos estuviera observando oculto entre las sombras.
Randall ordenó de inmediato a sus hombres que asumieran posiciones de combate. Confiaba en los instintos de Uruz, que le habían salvado la vida en incontables ocasiones. Aunque los mercenarios habían dejado la mayor parte de sus armas y armaduras al otro lado del lago, todos estaban armados con espadas cortas o dagas, y pronto estuvieron preparados para enfrentar lo que fuese que los estuviese acechando.
Las ramas se estremecieron en dirección a donde los tres mercenarios se habían ido a por leña, y los Grifos contuvieron en aliento, listos para arremeter contra lo que saliera de ahí sin importar lo que fuera.
—¡Esperen! —los detuvo Alegast de repente— ¡No es un enemigo!
Al cabo de un rato una pequeña criatura, un hada, salió de un matorral. No era más grande que la cabeza de un humano adulto, tenía el cabello azul y enormes orbes verdes por ojos decorando su delicado rostro. Vestía harapos raídos y su cuerpo estaba lleno de heridas.
Detrás del hada otras criaturas se movieron entre los árboles, demasiado rápidas para poder ser captadas por el ojo humano, aunque Alegast las podía ver claramente. Se trataba de seres de forma humanoide que llevaban estrafalarias armaduras de hueso y madera negra, como la del golem al que se habían enfrentado pocos días antes. En lugar de cráneos lupinos, estos llevaban cráneos humanoides por yelmos, pero sus ojos eran iguales a los del golem y detrás de los afilados colmillos del cráneo tenían una segunda hilera de dientes humanos. Sus brazos terminaban en afiladas garras que excretaban un líquido amarillento que derretía todo lo que tocaba, aunque algunos de estos seres habían trocado sus garras por exageradas espadas, tan largas como sus brazos. Además de esas criaturas humanoides, Alegast pudo ver a varios golems, al menos una docena, acercándose desde el interior del bosque.
Uno de estos seres humanoides se dejó ver, saliendo del mismo matorral por donde había llegado el hada, que con cara de angustia trató de huir lo más que pudo del inmundo humanoide. Este no prestó atención a la aterrada criatura, sino que dirigió una risita burlona a los sorprendidos mercenarios y luego les lanzó las cabezas de los tres que habían ido a por leña.
—¡Bran, “Perro Sucio”! ¡No! —se lamentó Oleg al ver rodar en el suelo las cabezas de sus compañeros.
El humanoide entonces dirigió su mirada a Randall y le hizo una refinada reverencia.
—No estoy acostumbrado a las visitas en mi bosque, ¡y menos si se trata de alguien tan importante como el mismísimo Randall Drakengast, hijo del Emperador Philene, tercero en su nombre! Así que ruego puedan dispensarme el hecho de tan mal recibimiento —dijo con voz chillona y sibilante.
Alegast y el gato se miraron de reojo, y luego voltearon a mirar a Randall. No eran los únicos que estaban sorprendidos por las palabras del humanoide. Salvo por Lia, los demás mercenarios miraban a su capitán con caras de incredulidad.
—Hace años que renuncié a ese título y a ese apellido. Ahora, ¡identifícate! —ordenó el mercenario, señalando al humanoide con su espada.
—Oh, así que no vienes por orden del Emperador… creí que venía a preguntar por el ejército de muñecas que me encargó. ¿O puede que en lugar de eso me haya enviado a un matón vulgar? ¿Acaso el estúpido Emperador pretende deshacerse de mi, uno de sus magos más leales? —preguntó el humanoide, exagerando en sus gestos al hablar.
—¿Acaso eres…? —preguntó Randall sorprendido.
—Elsevir, el Creador de Muñecas, en efecto —quien contestó fue Teofrastus—. Me tomó su tiempo reconocer tu voz, viejo amigo.
—Oh, el viejo Teofrastus, el Muy Magnificente. ¿Así que no estabas muerto, como decían los rumores? ¿Y este elfo quién es? Lo recuerdo, él destruyó una de mis muñecas.
Alegast apretó los dientes mientras adoptaba una pose defensiva. Mientras hablaban, el elfo se había percatado de que los golems y las “muñecas” humanoides se acercaban más y más, y ahora los tenían rodeados.
—¡No! ¡No dejaré que me maten estas cosas! —gritó Gustov desesperado, mientras huía en dirección del lago.
Pero el anciano no alcanzó a llegar a la orilla cuando una de esas “muñecas” se apareció frente a él y con la velocidad del rayo cercenó su cabeza de un solo garrotazo. Uruz, quién estaba más cerca del anciano, se abalanzó contra esta y la derribó con un gancho, para luego proceder a aplastarle la cabeza de un puño. El líquido amarillento que servía de sangre a la criatura quemó inmediatamente la carne del híbrido, quién aulló de dolor mientras corría a lavar su mano en el lago.
Las demás “muñecas” salieron de la espesura y se abalanzaron contra los Grifos, quienes poca oportunidad tenían contra seres de aquel calibre, y pronto los árboles del Bosque de la Carne se vieron decorados con nuevos cadáveres.
Alegast y Teofrastus se hicieron junto a Fara, y el hada llegó hasta ellos, aferrándose a los pies del elfo y mirándolo lastimeramente. El gato por su parte, miraba fijamente a la “muñeca” de la cual se había posesionado Elsevir.
—Supongo que no perdonaras la vida de un viejo amigo, ¿verdad? —bromeó el gato al ver a la “muñeca” acercarse lentamente.
—¡Un elfo! ¡Un híbrido! Podré hacer muñecas esplendidas con sus cadáveres. Si me los entregas, puedo pensarme el dejarte salir de mi bosque con vida —contestó Elsevir con tono socarrón.
—¡Ni siquiera lo pienses! —protestó Alegast mientras sacaba de bolsillo la piedra negra que usaba como foco.
Con presteza dibujó el círculo mágico para invocar su espada, pero al poner la piedra en el centro algo imprevisto sucedió. La tela misma de la realidad se resquebrajó como si fuese una frágil capa de hielo, y un ominoso resplandor verde emanó de las grietas que se extendían como una telaraña del círculo que había dibujado el elfo, justo antes de que estas explotasen y una enorme onda de energía mágica envolviera la mitad del Bosque de la Carne, creando una enorme explosión que tomó la forma de un hongo gigantesco que llegaba hasta las nubes.
Fara abrió los ojos cuando la luz del sol cayó directamente en su rostro, y tuvo la sensación de que algo no estaba bien, como si la magia en el ambiente fuese distinta a la que había sentido la noche anterior. Era austera, seca, hasta podría decir que hostil. Se sobresaltó al sentir que había perdido su bolso y se incorporó de golpe, buscándolo desesperadamente con la mirada. Por suerte el bolso no estaba lejos, y sobre este el ufano Teofrastus fingía estar durmiendo.
—Espero que haya tenido una placentera siesta, lady Fara —saludó el felino en cuanto se percató de que la maga había posado su mirada en él.
—Si estabas despierto pudiste haberme levantado —reclamó ella mientras trataba de ponerse de pie.
Su cabeza comenzó a dar vueltas en cuanto lo logró, cosa que le había dejado temblorosa y debilitada, forzándola a tambalearse en dirección del árbol más cercano en el que pudiera recostarse. Trató de recordar que había pasado en la noche, pero no podía recordar más que el horrible cadáver que vio cuando Alegast iluminó el Bosque de la Carne. Sobresaltada, se alejó del árbol con asco, pero al observar el lugar en donde estaba, se percató de que aquel bosque estaba compuesto por árboles normales.
—¿Qué me pasó? ¿Dónde están los demás? —preguntó la maga con angustia.
—Se desmalló de la impresión que le causó ver el bosque, mi lady, cosa que comprendo perfectamente —respondió el gato impávido, aunque su cola se movía con nerviosismo—. Respecto a los demás, eso lo puede ver por usted misma.
Fara levantó la mirada y vio a Alegast a unos cuantos pasos de donde estaba, inconsciente. Junto al elfo se encontraba el hada, quién acaba de levantarse. Randall, Lia y Oleg se hallaban un poco más lejos, cerca de Teofrastus. Uruz se acercaba lentamente desde la orilla del lago. De los demás Grifos no había ni rastro.
—¿Dónde estamos? —preguntó el joven mientras trataba de ayudar a su señor.
—Me temo que es mejor que levante la mirada y lo vea por sí mismo, joven híbrido —contestó el gato. Esta vez no pudo ocultar el miedo que sentía.
Fara contuvo la respiración aterrada cuando, al levantar la mirada para ver qué era aquello de lo que hablaba su familiar, se topó con una espantosa esfera negra rodeada de una corona de llamas verdosas, cuyo colosal tamaño engullía la mitad de la bóveda celeste. Era casi tan grande como las mismas montañas de la Cordillera del Dragón, y parecía que estaba tan cerca de aquellas que daba la impresión de que sus cimas la estaban rozando. Se trataba del asqueroso sol negro que tanto la atormentaba en sus sueños.
—Este es el Sueño… —escuchó la voz de Alegast, quién había recuperado la conciencia—. No creí que volvería de esta forma.
—¿El “Sueño”? —preguntó Fara nerviosa.
—El lugar a donde las razas antiguas se exiliaron cuando desaparecieron del mundo de los humanos —dijo entonces una voz femenina que no pudieron reconocer.
Se trataba del hada, aunque ahora tenía el tamaño de un adulto normal y su cuerpo parecía haber sanado completamente. Su cuerpo brillaba con un glamour resplandeciente, y de no ser por sus ojos mágicos, tanto Fara como Uruz hubieran caído hipnotizados ante este poder, una magia innata de los seres feéricos.
—¿Quién eres tu…? —preguntó nuevamente la maga.
—Pueden llamarme Titania, si es necesario —dijo el hada con una sonrisa misteriosa.
En aquel momento un grupo de seres del tamaño de un caballo pequeño salió de entre los árboles caminando encorvados, con movimientos espasmódicos y enfermizos, propios de los no-muertos. Llevaban túnicas oscuras de las que sobresalían sus largas extremidades, de piel gris, y algunos tenían la cabeza descubierta, lo que permitía ver sus asquerosos rostros, similares a los de un humano pero sin nariz ni labios, con ojos negros tan pequeños como canicas. Entre ellos iba uno que llevaba el medallón de los sumos sacerdotes de Morog, el dios antiguo de la decadencia y la no-muerte. Al verlo pasar los otros se hincaban ante él, entonando oraciones en un idioma tan antiguo que incluso Alegast no podía traducirlo.
—Gules… —murmuró el elfo con asco.
—¿Gules? —esta vez, quién pregunto fue Uruz.
—Una de las razas antiguas. Son no-muertos aunque diferentes del resto de su especie, capaces de razonar como los vivos —contestó Teofrastus, mirando curiosamente a los seres que salían del bosque—. Los mitos de antaño dicen que desaparecieron del mundo cuando ustedes, los humanos, invadieron sus tierras.
El asqueroso gul se acercó lentamente e hizo señas a los demás para que fueran a donde estaban los humanos y el duergar, quienes aún no se despertaban. Y no lo harían hasta que salieran del Sueño, pues solo los seres mágicos eran consientes allí.
—El tiempo para que nos veamos de nuevo ha llegado, völva —saludó el extraño ser, dirigiéndose a Fara—. Mi nombre es G’nt Bhlz, sumo sacerdote del Decadente. He venido en nombre del gran Orguss con una propuesta que puede interesarles.
Entonces Fara palideció al recordar al fin su rostro, pues era aquel el sacerdote que había visto cuando soñó con el templo antiguo y los repulsivos seres que adoraban las estatuas de los aberrantes dioses del caos, en un mundo iluminado por el horrible sol negro que ahora reinaba en el cielo sobre sus cabezas.
Espero que les guste, y como siempre, los comentarios y criticas se agradecen.
V
El Sueño del Sol Negro
El Sueño del Sol Negro
La niebla de enfermizo color rojo cubría las frías aguas como una cortina de humo mientras los mercenarios nadaban desesperadamente, huyendo de la tumultuosa estampida de no-muertos que ahora se podía oír chapoteando detrás de ellos. Fara se movía sin saber a dónde estaba yendo, guiada tan solo por estos chapoteos y los ocasionales juramentos que alcanzaba a escuchar, incapaz de ver nada más allá de su nariz. Teofrastus luchaba dentro del bolso y en ese momento la maga pensó que quizá el hechizo del gato solo lo protegía de los efectos dañinos del agua más no evitaba que el agua entrara en este, y trató en vano de buscar la orilla con la mirada.
—¡No te alejes! —escuchó al mismo tiempo que una mano se aferraba a su hombro, y no pudo evitar gritar aterrorizada, tragando agua y pataleando inútilmente—¡Soy yo, no te asustes! —agregó la voz en tono conciliador.
Se trataba de Alegast, cuyos sobrenaturales ojos azules ahora fulguraban como dos lenguas de fuego mágico entre la niebla. El elfo convocó unas volutas lumínicas, cuatro pequeños globos de luz pálida y nacarada, que salieron de la punta de sus dedos y se movieron entre la niebla buscando a los demás. Como por instinto, Fara dirigió su mirada a la orilla, donde aún podía verse a la turba de zombis caminar lentamente al lago y hundirse lentamente no más al tocar el agua.
—¡Sigan las luces! —ordenó Randall, perdido en algún punto donde la maga no podía verlo.
Fara intentó moverse, pero Alegast la detuvo asiéndola del brazo gentil pero firmemente. La chica se sonrojo y bajó el rostro, con la cabeza llena de emociones confusas que le impedían pensar correctamente.
—Esta niebla… no es natural —musitó preocupado Alegast—. Hay magia aquí. Magia más antigua que mi Pueblo.
La niebla había aparecido justo cuando ellos tocaron el agua, como una bocanada de humo que salió de la maldita Zarc para repeler a los intrusos, pero que parecía no tener efecto en los seres vivos.
Alegast guió a la maga el resto del trayecto y pronto llegaron a la orilla opuesta del lago, donde los esperaban algunos de los mercenarios. Aunque todos estaban cansados sabían que si se quedaban quietos la hipotermia se apoderaría de sus cuerpos, así que algunos buscaban leña para montar una fogata mientras los demás miraban con recelo el lago, esperando a sus compañeros que aún seguían nadando entre la niebla y rezándole a Zoliat para que la horda de no-muertos no los siguiera.
Lo primero que hizo Fara luego tumbarse agotada fue abrir el bolso, que para su sorpresa estaba totalmente seco, con todos sus pertrechos intactos. Teofrastus salió perezosamente, estirándose y ronroneando, cuidándose de no pisar la ropa mojada de la chica.
—¿Por qué te movías tanto si no te estabas ahogando? —preguntó Fara enojada mientras revolcaba el bolso en busca de sus vestidos secos.
—Que mi hermoso pelaje no esté mojado no significa que no me estuviera ahogando, Lady Fara. El hechizo me protegía contra la humedad, no contra la falta de aire —refutó el gato mirándola de soslayo.
—Este bosque huele horrible… —comentó Fara, tratando de ignorar al gato.
El olor que sentía era el acre aroma de la podredumbre, y sospechó que tal vez estuvieran cerca del cadáver de algún animal, cosa que provocó que un espasmo de asco recorriera todo su cuerpo. La joven dirigió su mirada a los árboles, que eran iluminados por un misterioso resplandor verde que salía de sus raíces, pero que no era lo suficientemente fuerte para alumbrar los extraños bultos que colgaban de las ramas más altas.
Alegast hizo un movimiento con sus manos y las volutas de luz empezaron a moverse en la niebla, regresando a su dueño. Eran seguidas por los demás mercenarios, quienes agradecieron por fin estar en tierra seca. El último de ellos fue Randall, quién se quedó a propósito en el agua hasta que el ultimo de sus hombres saliera. De los dieciocho mercenarios con los que había partido de Valeholm, contando al montañista, el elfo y la maga, Randall solo vio a nueve frente a él. Maldijo en voz baja y volvió su mirada al lago, pero allí solo quedaban zombis.
—¿Dónde están los demás? —preguntó a Lia, quién estaba ahí desde antes de que Alegast y Fara saliesen del lago.
—Envié a tres por leña, mi lord. Creo que los que no están aquí, no lograron escapar de la horda —respondió la joven de cabellos leonados, tapándose la nariz.
Randall no pudo evitar fijarse en que todos sus hombres hacían lo mismo, haciendo caras de asco y maldiciendo el horrible olor que dominaba el ambiente, que al cabo de un rato él percibió también.
—Son cadáveres —aseguró Uruz, al ver la mirada de su señor posarse en él—. Hay muchos… es como si hubiera una fosa común cerca.
—¡No! ¡Joder, no! —chilló el viejo Gustov, hecho un manojo de nervios—. ¡Les dije que no me trajeran al maldito Bosque de la Carne!
Hubo murmullos entre los mercenarios, quienes se mostraban nerviosos ante la posibilidad de haber llegado accidentalmente al temido bosque. Alegast ordenó a las volutas de luz moverse en dirección del bosque, y entonces los Grifos palidecieron al contemplar con lujo de detalles los horrores del Bosque de la Carne.
Los árboles se entrelazaban entre sí por repulsivas y fibrosas telarañas, hechas de trozos de músculo, carne y tripas, en lugar de hojas y maleza. Atrapados entre la carne y la sangre coagulada se encontraban los bultos que había visto Fara, cadáveres desollados y descuartizados de seres humanoides, fueran humanos, trasgos o zooantropos, empalados en las retorcidas ramas de los árboles o enredados en las redes de piel y tendones, con los intestinos colgando por fuera de sus cuerpos, y deformados de manera tan blasfema que no se podían reconocer los rasgos que tuvieron en vida.
—Se los dije. De haber ido por el Bosque de la Carne desde un principio, hubiésemos llegado sin contratiempos —comentó burlonamente el elfo.
Fara perdió el conocimiento no más al ver el primer cadáver, y para su suerte Alegast estaba lo bastante cerca para agarrarla antes de que la maga tocara el suelo. Algunos de los mercenarios, impactados ante la truculenta visión y sumando el pútrido olor que emitía aquel bosque y el horror que ya habían vivido con los zombis esa noche, tuvieron que darse vuelta y vomitar.
—Esto es obra de Elsevir, sin duda —dijo Teofrastus, estudiando curiosamente el mórbido escenario—. Era un excelente nigromante, y puedo reconocer su Arte en estas formas.
—Excelente nigromante y con demasiado tiempo libre, dirás —se mofó Alegast mientras dejaba a Fara en suelo delicadamente.
Uruz hizo una mirada que los demás Grifos reconocieron.
—Hay algo en el ambiente… algo que me causa malestar —expresó el híbrido en tono quedo, con la mirada de una fiera arrinconada—. Es como si algo nos estuviera observando oculto entre las sombras.
Randall ordenó de inmediato a sus hombres que asumieran posiciones de combate. Confiaba en los instintos de Uruz, que le habían salvado la vida en incontables ocasiones. Aunque los mercenarios habían dejado la mayor parte de sus armas y armaduras al otro lado del lago, todos estaban armados con espadas cortas o dagas, y pronto estuvieron preparados para enfrentar lo que fuese que los estuviese acechando.
Las ramas se estremecieron en dirección a donde los tres mercenarios se habían ido a por leña, y los Grifos contuvieron en aliento, listos para arremeter contra lo que saliera de ahí sin importar lo que fuera.
—¡Esperen! —los detuvo Alegast de repente— ¡No es un enemigo!
Al cabo de un rato una pequeña criatura, un hada, salió de un matorral. No era más grande que la cabeza de un humano adulto, tenía el cabello azul y enormes orbes verdes por ojos decorando su delicado rostro. Vestía harapos raídos y su cuerpo estaba lleno de heridas.
Detrás del hada otras criaturas se movieron entre los árboles, demasiado rápidas para poder ser captadas por el ojo humano, aunque Alegast las podía ver claramente. Se trataba de seres de forma humanoide que llevaban estrafalarias armaduras de hueso y madera negra, como la del golem al que se habían enfrentado pocos días antes. En lugar de cráneos lupinos, estos llevaban cráneos humanoides por yelmos, pero sus ojos eran iguales a los del golem y detrás de los afilados colmillos del cráneo tenían una segunda hilera de dientes humanos. Sus brazos terminaban en afiladas garras que excretaban un líquido amarillento que derretía todo lo que tocaba, aunque algunos de estos seres habían trocado sus garras por exageradas espadas, tan largas como sus brazos. Además de esas criaturas humanoides, Alegast pudo ver a varios golems, al menos una docena, acercándose desde el interior del bosque.
Uno de estos seres humanoides se dejó ver, saliendo del mismo matorral por donde había llegado el hada, que con cara de angustia trató de huir lo más que pudo del inmundo humanoide. Este no prestó atención a la aterrada criatura, sino que dirigió una risita burlona a los sorprendidos mercenarios y luego les lanzó las cabezas de los tres que habían ido a por leña.
—¡Bran, “Perro Sucio”! ¡No! —se lamentó Oleg al ver rodar en el suelo las cabezas de sus compañeros.
El humanoide entonces dirigió su mirada a Randall y le hizo una refinada reverencia.
—No estoy acostumbrado a las visitas en mi bosque, ¡y menos si se trata de alguien tan importante como el mismísimo Randall Drakengast, hijo del Emperador Philene, tercero en su nombre! Así que ruego puedan dispensarme el hecho de tan mal recibimiento —dijo con voz chillona y sibilante.
Alegast y el gato se miraron de reojo, y luego voltearon a mirar a Randall. No eran los únicos que estaban sorprendidos por las palabras del humanoide. Salvo por Lia, los demás mercenarios miraban a su capitán con caras de incredulidad.
—Hace años que renuncié a ese título y a ese apellido. Ahora, ¡identifícate! —ordenó el mercenario, señalando al humanoide con su espada.
—Oh, así que no vienes por orden del Emperador… creí que venía a preguntar por el ejército de muñecas que me encargó. ¿O puede que en lugar de eso me haya enviado a un matón vulgar? ¿Acaso el estúpido Emperador pretende deshacerse de mi, uno de sus magos más leales? —preguntó el humanoide, exagerando en sus gestos al hablar.
—¿Acaso eres…? —preguntó Randall sorprendido.
—Elsevir, el Creador de Muñecas, en efecto —quien contestó fue Teofrastus—. Me tomó su tiempo reconocer tu voz, viejo amigo.
—Oh, el viejo Teofrastus, el Muy Magnificente. ¿Así que no estabas muerto, como decían los rumores? ¿Y este elfo quién es? Lo recuerdo, él destruyó una de mis muñecas.
Alegast apretó los dientes mientras adoptaba una pose defensiva. Mientras hablaban, el elfo se había percatado de que los golems y las “muñecas” humanoides se acercaban más y más, y ahora los tenían rodeados.
—¡No! ¡No dejaré que me maten estas cosas! —gritó Gustov desesperado, mientras huía en dirección del lago.
Pero el anciano no alcanzó a llegar a la orilla cuando una de esas “muñecas” se apareció frente a él y con la velocidad del rayo cercenó su cabeza de un solo garrotazo. Uruz, quién estaba más cerca del anciano, se abalanzó contra esta y la derribó con un gancho, para luego proceder a aplastarle la cabeza de un puño. El líquido amarillento que servía de sangre a la criatura quemó inmediatamente la carne del híbrido, quién aulló de dolor mientras corría a lavar su mano en el lago.
Las demás “muñecas” salieron de la espesura y se abalanzaron contra los Grifos, quienes poca oportunidad tenían contra seres de aquel calibre, y pronto los árboles del Bosque de la Carne se vieron decorados con nuevos cadáveres.
Alegast y Teofrastus se hicieron junto a Fara, y el hada llegó hasta ellos, aferrándose a los pies del elfo y mirándolo lastimeramente. El gato por su parte, miraba fijamente a la “muñeca” de la cual se había posesionado Elsevir.
—Supongo que no perdonaras la vida de un viejo amigo, ¿verdad? —bromeó el gato al ver a la “muñeca” acercarse lentamente.
—¡Un elfo! ¡Un híbrido! Podré hacer muñecas esplendidas con sus cadáveres. Si me los entregas, puedo pensarme el dejarte salir de mi bosque con vida —contestó Elsevir con tono socarrón.
—¡Ni siquiera lo pienses! —protestó Alegast mientras sacaba de bolsillo la piedra negra que usaba como foco.
Con presteza dibujó el círculo mágico para invocar su espada, pero al poner la piedra en el centro algo imprevisto sucedió. La tela misma de la realidad se resquebrajó como si fuese una frágil capa de hielo, y un ominoso resplandor verde emanó de las grietas que se extendían como una telaraña del círculo que había dibujado el elfo, justo antes de que estas explotasen y una enorme onda de energía mágica envolviera la mitad del Bosque de la Carne, creando una enorme explosión que tomó la forma de un hongo gigantesco que llegaba hasta las nubes.
Fara abrió los ojos cuando la luz del sol cayó directamente en su rostro, y tuvo la sensación de que algo no estaba bien, como si la magia en el ambiente fuese distinta a la que había sentido la noche anterior. Era austera, seca, hasta podría decir que hostil. Se sobresaltó al sentir que había perdido su bolso y se incorporó de golpe, buscándolo desesperadamente con la mirada. Por suerte el bolso no estaba lejos, y sobre este el ufano Teofrastus fingía estar durmiendo.
—Espero que haya tenido una placentera siesta, lady Fara —saludó el felino en cuanto se percató de que la maga había posado su mirada en él.
—Si estabas despierto pudiste haberme levantado —reclamó ella mientras trataba de ponerse de pie.
Su cabeza comenzó a dar vueltas en cuanto lo logró, cosa que le había dejado temblorosa y debilitada, forzándola a tambalearse en dirección del árbol más cercano en el que pudiera recostarse. Trató de recordar que había pasado en la noche, pero no podía recordar más que el horrible cadáver que vio cuando Alegast iluminó el Bosque de la Carne. Sobresaltada, se alejó del árbol con asco, pero al observar el lugar en donde estaba, se percató de que aquel bosque estaba compuesto por árboles normales.
—¿Qué me pasó? ¿Dónde están los demás? —preguntó la maga con angustia.
—Se desmalló de la impresión que le causó ver el bosque, mi lady, cosa que comprendo perfectamente —respondió el gato impávido, aunque su cola se movía con nerviosismo—. Respecto a los demás, eso lo puede ver por usted misma.
Fara levantó la mirada y vio a Alegast a unos cuantos pasos de donde estaba, inconsciente. Junto al elfo se encontraba el hada, quién acaba de levantarse. Randall, Lia y Oleg se hallaban un poco más lejos, cerca de Teofrastus. Uruz se acercaba lentamente desde la orilla del lago. De los demás Grifos no había ni rastro.
—¿Dónde estamos? —preguntó el joven mientras trataba de ayudar a su señor.
—Me temo que es mejor que levante la mirada y lo vea por sí mismo, joven híbrido —contestó el gato. Esta vez no pudo ocultar el miedo que sentía.
Fara contuvo la respiración aterrada cuando, al levantar la mirada para ver qué era aquello de lo que hablaba su familiar, se topó con una espantosa esfera negra rodeada de una corona de llamas verdosas, cuyo colosal tamaño engullía la mitad de la bóveda celeste. Era casi tan grande como las mismas montañas de la Cordillera del Dragón, y parecía que estaba tan cerca de aquellas que daba la impresión de que sus cimas la estaban rozando. Se trataba del asqueroso sol negro que tanto la atormentaba en sus sueños.
—Este es el Sueño… —escuchó la voz de Alegast, quién había recuperado la conciencia—. No creí que volvería de esta forma.
—¿El “Sueño”? —preguntó Fara nerviosa.
—El lugar a donde las razas antiguas se exiliaron cuando desaparecieron del mundo de los humanos —dijo entonces una voz femenina que no pudieron reconocer.
Se trataba del hada, aunque ahora tenía el tamaño de un adulto normal y su cuerpo parecía haber sanado completamente. Su cuerpo brillaba con un glamour resplandeciente, y de no ser por sus ojos mágicos, tanto Fara como Uruz hubieran caído hipnotizados ante este poder, una magia innata de los seres feéricos.
—¿Quién eres tu…? —preguntó nuevamente la maga.
—Pueden llamarme Titania, si es necesario —dijo el hada con una sonrisa misteriosa.
En aquel momento un grupo de seres del tamaño de un caballo pequeño salió de entre los árboles caminando encorvados, con movimientos espasmódicos y enfermizos, propios de los no-muertos. Llevaban túnicas oscuras de las que sobresalían sus largas extremidades, de piel gris, y algunos tenían la cabeza descubierta, lo que permitía ver sus asquerosos rostros, similares a los de un humano pero sin nariz ni labios, con ojos negros tan pequeños como canicas. Entre ellos iba uno que llevaba el medallón de los sumos sacerdotes de Morog, el dios antiguo de la decadencia y la no-muerte. Al verlo pasar los otros se hincaban ante él, entonando oraciones en un idioma tan antiguo que incluso Alegast no podía traducirlo.
—Gules… —murmuró el elfo con asco.
—¿Gules? —esta vez, quién pregunto fue Uruz.
—Una de las razas antiguas. Son no-muertos aunque diferentes del resto de su especie, capaces de razonar como los vivos —contestó Teofrastus, mirando curiosamente a los seres que salían del bosque—. Los mitos de antaño dicen que desaparecieron del mundo cuando ustedes, los humanos, invadieron sus tierras.
El asqueroso gul se acercó lentamente e hizo señas a los demás para que fueran a donde estaban los humanos y el duergar, quienes aún no se despertaban. Y no lo harían hasta que salieran del Sueño, pues solo los seres mágicos eran consientes allí.
—El tiempo para que nos veamos de nuevo ha llegado, völva —saludó el extraño ser, dirigiéndose a Fara—. Mi nombre es G’nt Bhlz, sumo sacerdote del Decadente. He venido en nombre del gran Orguss con una propuesta que puede interesarles.
Entonces Fara palideció al recordar al fin su rostro, pues era aquel el sacerdote que había visto cuando soñó con el templo antiguo y los repulsivos seres que adoraban las estatuas de los aberrantes dioses del caos, en un mundo iluminado por el horrible sol negro que ahora reinaba en el cielo sobre sus cabezas.
Great power can come from anger, but you may lose yourself in the process. Therefore, your mind must remain calm, and your spirit must be still.