Penúltimo capitulo, up
Espero que les guste, y como siempre, los comentarios y criticas se agradecen.
Caminaron entre los perennes árboles internándose cada vez más en el Sueño, envueltos en la suave niebla de color verde que dominaba el ambiente, el mismo y asqueroso color verde del que parecía estar hecha la corona del sol negro. Aquel bosque era más viejo que el Imperio, habiendo nacido en una época donde los demonios dominaban el mundo, e incluso los seres de las razas antiguas temían ir allí. Por esa razón Alegast se veía preocupado, inquieto, y Fara podía sentir esa inquietud manando del elfo. Era la primera vez que lo veía actuar así.
El viaje había sido incómodamente silencioso, aunque la maga parecía entender las razones por las que nadie quería hablar. La visión del Bosque de la Carne aún atormentaba sus pensamientos, y parecía ser que aquel lugar llamado el Sueño tenía un significado especial para Alegast. Aunque trató de buscarle conversación un par de veces, desistió al ver que el elfo estaba enfrascado en sus propios pensamientos. Por su parte Teofrastus parecía estudiar con tal curiosidad el ambiente que la chica creyó conveniente no interrumpirlo. Intentó hablar con el mercenario, Uruz, pero su aspecto era tan intimidante que al final prefirió no decir nada. El hada que habían rescatado y que se identificó como Titania había decidido viajar con ellos, quizá por curiosidad, pero al igual que Alegast parecía distante, pensando en cosas que quizá Fara, con una mente humana, no podía comprender.
Los únicos con quienes hubiera podido hablar eran los supervivientes de los Grifos Blancos, pero estos se encontraban inconscientes, atrapados en el limbo del Sueño por su naturaleza de seres no mágicos, y ahora eran llevados a cuestas por los silenciosos gules. Por un momento contemplo la idea de hablar con uno de estos, pero eran criaturas tan repulsivas que desistió casi de inmediato.
Ascendieron por la empinada hondonada en dirección a la ciudad maldita de Zarc, que también existía dentro del Sueño, aunque en este se veía majestuosa, como si hubiera sido excluida del paso del tiempo, atrapada para siempre en los días de su antigua gloria. Sus muros no mostraban cicatriz alguna, sus estandartes de brillante tela azul se encontraban pulcros e íntegros. Sin embargo reinaba en ella el aire sepulcral que tenía en el mundo de los humanos, y por un momento Fara creyó ver a sus habitantes, seres tan horrendos como los gules que ahora la acompañaban. Un espasmo recorrió su cuerpo y la maga decidió no volver a dirigir la vista a la ciudad por el resto del viaje.
Salieron de la arboleda en el momento en que la niebla empezó a disiparse y la verdosa luminosidad del sol negro se hacía más tenue, algo que Fara creyó que era un indicador de que el día se volvía noche, aunque tales cosas eran muy difíciles de distinguir en un mundo tan ajeno a la lógica humana como lo era el Sueño. Se encontraron en la ladera de las montañas, cerca del santuario que Lia había mencionado cuando estuvieron en el campamento. Tan solo un pequeño altar incrustado en la tierra misma. Decían las leyendas que en los tiempos de Zarc, los habitantes de la ciudad lo colmaban de sacrificios a los Dioses Antiguos, pero esos Dioses ya estaban muertos y la civilización que construyó ese monumento había desaparecido desde épocas remotas, cuando las constelaciones que brillaban en el cielo aun no existían. El santuario ahora yacía abandonado, como una cicatriz en el tiempo, un recuerdo de las olvidadas culturas ancestrales de la era primigenia.
—¡Oh, gran Orguss, aquí estamos vuestros humildes siervos, postrados ante tu voluntad! —habló entonces el sacerdote de los gules, aquel que se había presentado con el inusual nombre de G'nt Bhlz.
Los demás gules entonaron un canto que a Fara se le antojó siniestro.
—Si no estás preparada para lo que viene, será mejor que cierres los ojos —sugirió Teofrastus de forma repentina, a la vez que se encaramaba en su hombro, arañando la piel de la chica con sus uñas felinas.
Fara dirigió su mirada a los demás y vio como todos habían cambiado sus expresiones. Uruz estaba a la defensiva, y se puso cerca de sus amigos como si intentara protegerlos. Alegast y el hada estaban tensos, y por primera vez la maga pudo ver el miedo en los ojos del elfo.
No había ni terminado de pensar en ello cuando el cielo por encima de la cordillera quedó oculto por dos inmensas alas semejantes a las de un murciélago, y entre ellas un bulto escamoso tan grande como un castillo. Unas zarpas con garras enormes colgaban bajo el vientre, del que se alzaba un largo, largo cuello terminado en una cabeza reptiliana que albergaba dos ojos crueles y unas inmensas fauces repletas de dientes aserrados, tan grandes como la propia Fara, la cual se había quedado helada de miedo, temblando de forma incontrolada mientras lo miraba, y sentía que aquellos ojos la perforaban hasta su mismísima alma. De pronto comprendió muchas cosas.
Este astuto y retorcido gigante entre los dragones ya era viejo cuando los hombres habían llegado por primera vez al Valle de Telos y habían luchado contra las hordas de salvajes zooantropos que originalmente habitaron las planicies de la Cordillera del Dragón. Aquel era el dragón por el que las montañas habían sido nombradas. Orguss el Arrogante, habían llamado sus congéneres dragones a aquella criatura por su orgullosa personalidad y su facilidad para sentirse ofendido y entablar disputas.
En su maldad y vileza había perseguido a dragones débiles y viejos y los había matado, con frecuencia mediante tretas traicioneras, para apoderarse de su dominio y tesoros. Riqueza tras riqueza habían caído en las garras del dragón, y éste las había acumulado en profundos y secretos lugares bajo las montañas que sólo él conocía.
Los años pasaron, y Orguss se hizo más fuerte y terrible, una leyenda viviente entre los dragones. A medida que iba envejeciendo, sin embargo, fue alimentando el temor a que un día su fuerza lo abandonaría y otro dragón más joven y avaricioso acabaría con él como él había hecho con sus congéneres, y todo por lo que había luchado habría sido en vano. Durante años, esta preocupación carcomió el viejo corazón de la criatura y, cuando llegaron los gules con ofertas de fuerza y riqueza eternas a cambio de protección, el dragón decidió escuchar. Mediante las artes antiguas de los Dioses del Caos, Orguss fue trasladado al mundo del Sueño, libre al fin del tiempo y de la muerte.
Los siglos pasaron y el mundo cambió, y dejó de ser el mundo que él había conocido. Orguss salía del Sueño con menos frecuencia, pues poco quedaba que pudiera igualar sus recuerdos, y pocos vivían de cuantos había conocido, y los gules le traían tesoros para añadir a su polvorienta fortuna. El dragón se fue volviendo cada vez más melancólico y solitario a medida que los reinos humanos caían y los mares cambiaban y sólo él sobrevivía. Vivir eternamente era una maldición. Una solitaria maldición.
Incapaz de quitar su mirada de los crueles y melancólicos ojos de la criatura, la maga aún no podía entender como había sido capaz de haber visto en lo más profundo del corazón del dragón.
—Aquí están, oh gran Orguss, los extraños que has llamado al Sueño —dijo G'nt Bhlz postrándose ante el dragón, cosa que los demás gules hicieron después de él.
—Un elfo… llevo sin ver uno desde que entré al Sueño —la voz del dragón de escamas grises retumbó en torno a ellos—. Y esta humana… sí, reconozco el olor de los descendientes de Polaris.
—¿Polaris…? —susurró Fara, recordando aquel nombre aunque no sabía por qué.
Teofrastus, quién permanecía prudentemente callado, miró con interés renovado a la joven en el momento en que escuchó el nombre de Polaris. Por su parte el dragón miró a Uruz por un momento pero no dijo palabra alguna. Fara pudo percibir como la sangre del híbrido hirvió y de alguna forma se dio cuenta de que el dragón sentía lastima por él. Uruz también lo percibió y en su cara se dibujaba su frustración.
—¿Así que fuiste tú quien nos llamó, pues? ¿Significa eso qué rompiste el Éter Azul cuando estaba en medio de una invocación? —preguntó Alegast con tono pendenciero, rompiendo con su silencio al fin.
El Éter Azul. La maga recordó que Olibus le había dicho que así se llamaba la barrera que separaba a los mundos, un plano de existencia intermedio, habitado por demonios y otras criaturas ignotas para ella. Aquella barrera no podía ser destruida ni siquiera por los magos de la Cábala, así que aquel dragón debía ser extremadamente poderoso si lo había logrado hacer por su cuenta.
—Tal es el poder del gran Orguss —respondió el gul llamado G'nt Bhlz solemnemente.
—Lo he hecho por petición de mis siervos, pero ahora que los he visto con mis propios ojos, no puedo negar que lo hubiera hecho aunque no me lo hubieran pedido —dijo el ufano dragón con un gesto que Fara le pareció una sonrisa de triunfo.
—La völva nos ha visitado en sueños desde que era una niña, y en ella hemos visto la salvación de nuestro pueblo —las palabras salían de la boca de G'nt Bhlz como un escupitajo, señalando al mismo tiempo hacía la ciudad apócrifa.
»El nigromante al que ustedes llaman el Creador de Muñecas se ha apoderado de Zarc, y ha utilizado a muchos de nuestros hermanos para sus propios fines, convirtiéndolos en muñecos en contra de su voluntad. Aún si no les interesa el salvar a nuestra especie, está creando un ejército enorme y planea invadir las tierras de su Imperio. Acabar con él es algo que les conviene a ustedes tanto como a nosotros.
—¿Pero acaso podemos acabar con alguien así? Aniquiló por completo a nuestra compañía… —dijo Uruz cabizbajo.
—Nuestra compañía —se rió Orguss con sorna—. No eres más que un cachorro de los humanos, híbrido. Qué vergüenza que la sangre de un dragón corra por tus venas.
Uruz apretó los dientes y la furia chispeaba en sus ojos rojos. Fara intentó reconfortarlo, pero el híbrido le causaba tanto miedo que a duras penas pudo acercase a él.
—La völva se nos ha presentado en sueños, ella está destinada a salvarnos del nigromante. Es la voluntad del Decadente —contestó el gul con vehemencia.
Al escuchar el epíteto de su dios, la antigua deidad de la muerte viviente y la putrefacción, los demás gules se hincaron y levantaron los brazos, implorando a los cielos en su antiguo idioma, ofensivo para los oídos de todos allí.
—¿Tengo qué entrar en aquella ciudad? —Fara estaba tan confundida que el mundo empezó a darle vueltas.
—Es debido a la sangre de Polaris que corre por tus venas, sin duda —explicó Orguss en tono condescendiente—. Solo su progenie puede abrir las puertas de la ciudad apócrifa.
—¿Y quién es ese tal Polaris? —preguntó Uruz, aunque el dragón le ignoró.
—“Esa”, dirás. La ultima bruja de Zarc. No es alguien a quien quiera recordar —respondió Alegast con rencor.
—Tú posees la sangre de Polaris, por eso el elfo te trajo hasta Zarc, ¿qué no lo entiendes? —explicó burlón el draco, entretenido ante la naciente expresión de confusión y angustia que se dibujaba lentamente en el rostro de la maga.
La joven se volvió ante Alegast suplicándole una explicación con la mirada y este solo pudo evitar mirarla directamente a los ojos. Fara sintió como su corazón era invadido por el desencanto y la decepción.
—La völva abrirá las puertas de Zarc para nosotros. Allí descansa el cuerpo mortal del nigromante. Le mataremos y recuperaremos nuestra libertad —enunció G'nt Bhlz a sus congéneres, los cuales vitorearon a coro un himno antiguo y melancólico.
—Cuando abran las puertas de Zarc, yo podré entrar en la ciudad y acabaré con su ejército de muñecas —rugió el dragón.
Y diciendo aquello la criatura batió sus alas causando una gran ventisca y alzó vuelo, llegando a los picos de las montañas en cuestión de un parpadeo.
El silencio reinó una vez más en el Sueño. Mientras el sol negro desaparecía tras las montañas la Compañía decidió descansar cerca del altar abandonado. Los gules les trajeron comida, y por primera vez en esa noche pudieron respirar con tranquilidad.
Fara no podía dormir, sus pensamientos enfocados en lo que había dicho el dragón. Polaris, los gules de sus sueños y lo que había en Zarc; y la razón de Alegast para sacarla de la mansión de Olibus, todo revelado de súbito. Sentada a los pies de uno de los árboles del Sueño, liberó su frustración contra arrancando con fuerza la maleza y lanzándola en dirección a Zarc.
Se sentía defraudada, traicionada, pero más que todo decepcionada de sí misma. Por una vez en su vida pensó que era especial, que había sido elegida el elfo ladrón por sus capacidades y no por tener la sangre especial. Pero al parecer lo que decía Olibus de ella era verdad, no era más que una mediocre, la hija de unos granjeros que nació con la tremenda suerte de ser una maga.
—No deberías sentirte mal por eso, mi Lady —ronroneó el gato lo más conciliador que pudo—. Es cierto que el señor Alegast no le reveló sus motivos, pero ¿es un elfo, no? Ellos se caracterizan por pensar de forma muy diferente a nosotros, los simples humanos. Además, este elfo es un vulgar ladrón. Debería sentirse agradecida que cumplió su promesa y le enseñó su Arte en lugar de haberla engañado hasta conseguir su objetivo y luego dejarla a merced de las cosas que viven en Zarc.
—Pero, creí que confiaba en mí… —sollozó Fara con los ojos poblados de lágrimas.
—Creo que lo hace. En su extraña forma de demostrarlo, pero lo hace —trató de alentarla el gato.
—Creo que puedo defenderme por mi mismo, “mago” —la voz del elfo sonó detrás de Fara.
Alegast salió de entre los árboles y Fara se dio cuenta que había algo diferente en él. Se piel se había tornado blanca, pálida, casi brillante. Sus ojos era llamas de azul oscuro que chisporroteaban poder arcano a su alrededor. Y parecía que ahora era más alto, más imponente que antes, hasta el punto que ella parecía una niña pequeña comparada con él.
—Estoy mostrándote mi verdadera apariencia. Entre mi Pueblo eso es una muestra de confianza.
—¿Lo que dijo el dragón era cierto, no? —preguntó Teofrastus mirando al elfo con indiferencia—. Planeabas llevar a Fara a Zarc desde el principio, ¿no?
—No es como si lo hubiera planeado desde el principio. No supe que era la descendiente de Polaris sino hasta que la vi… —confesó el elfo fríamente—. Fue en ese momento en que se me ocurrió traerla hasta Zarc.
—¿Y cuando planeabas decírmelo? —preguntó Fara enojada, limpiándose las lágrimas.
—No sé… cuando llegáramos, supongo. No pensé en eso.
—Te lo dije. Elfos. Ellos solo actúan sin pensar en las consecuencias —farfulló Teofrastus con un maullido.
Los tres se quedaron en silencio por un instante. Fara se fijó entonces de los insectos y se encontró preguntándose qué clase de forma tendrían en el Sueño. Luego dirigió su mirada a Alegast y dejo escapar un sonoro suspiro.
—Bueno, no es que me pueda enojar contigo de todas maneras… solo creí que era especial… —dijo tristemente.
—Y lo eres. Has logrado en pocos días dominar una magia que a los humanos les toma meses, incluso años de entrenamiento. Y eso no es porque seas la descendiente de Polaris, es solo tu talento —sonrió Alegast.
—Eso es verdad —asintió Teofrastus.
—¿Me hubieras llevado contigo aún si no fuese la descendiente de una bruja legendaria? —preguntó la maga, insegura.
—Así es. Te veías tan patética en la mansión de ese mago, que te hubiera sacado de todas maneras —contestó Alegast con una sonrisa.
Al oír aquellas palabras la mente de la maga se despejó. Se levantó y se estiró como un gato y luego le devolvió una sonrisa al elfo, mientras una sensación de calidez inundaba su pecho.
—Y entonces, ¿por qué me traías a Zarc? —la chica miró con curiosidad a la amurallada ciudad.
—Es lo que dijo Orguss. Solo aquellos que tienen la sangre de Polaris pueden abrir las puertas de la ciudad —respondió Alegast con seriedad.
—¿Y qué buscas en Zarc? —quién preguntó fue Teofratus, lamiéndose las patas mientras miraba de reojo al elfo.
—Respuestas. Mi Pueblo desapareció, tanto del mundo de los humanos como del Sueño… —Alegast hizo una larga pausa.
Fara pudo sentir como la brisa movía las ramas de los árboles y la maleza entre sus pies.
—Hace mucho tiempo, en los albores del imperio humano, mi Pueblo decidió entrar en el Sueño. No sé muy bien los detalles del porqué, pero tiene que ver con el sol negro que apareció en el cielo del Sueño un día, de repente —Alegast miro al cielo. El astro negro no estaba allí, pero Fara igual subió la mirada.
»Los más ancianos, temiendo el fin del mundo, decidieron que hibernaríamos hasta que la tierra se sanara, sin importar cuantas edades tuvieran que transcurrir… y durante muchos siglos, yo estuve dormido en el Sueño… hasta que un humano accidentalmente me despertó. Me encontré totalmente solo, sin rastro de nadie de mi Pueblo ni en el Sueño ni en el mundo de los humanos. Busque cualquier rastro de ellos hasta que me cansé y eventualmente me di por vencido y acepté que posiblemente soy el último de mi especie. Hasta que te que encontré y vi… no sé, una posibilidad. Si hay alguna respuesta entre los artefactos que dejamos en Zarc, entonces…
—No tienes que decir más —le interrumpió Fara guiñándole el ojo—. Te ayudaré. Soy necesaria para algo, algo importante, así que no te daré la espalda. Pero dime, ¿conociste a Polaris, verdad? ¿Cómo era ella?
—No quiero recordarla —la expresión de Alegast cambió súbitamente a una de desprecio.
Y diciendo esto acabó con la conversación. Fara decidió que debía descansar y prepararse para la batalla contra Elsevir y sus muñecas, pero pasó el resto de la noche preguntándose cómo sería Polaris y porque Alegast no querría hablar de eso.
El acre aroma del Bosque de la Carne golpeó nuevamente sus sentidos como una ráfaga de viento mientras los gules les guiaban entre la niebla del Éter Azul de nuevo al mundo de los humanos. Por lo que le habían explicado Alegast y Teofrastus, el tiempo en el Sueño no se movía de la misma forma que en los demás mundos, así que desde la perspectiva humana no habían pasado más de unos minutos desde que se habían enfrentando a las muñecas de Elsevir, pese a que en el Sueño habían pasado toda la noche descansando.
Alegast había vuelto a su apariencia normal y Fara no puedo evitar notar las energías mágicas que brotaban de él, como si haber pasado tan solo ese lapso de tiempo en el Sueño le hubiera sanado de una maldición que le aquejaba. La maga volvió su mirada a la ciudad apócrifa, aunque se esta vez era la versión del mundo mortal, derruida e inundada, con sus murallas y sus torres en el suelo, deslustrada por el paso de los siglos. El miedo y la superstición tentaban con hacerla retroceder, pero la joven tragó saliva y apartó esos pensamientos de su cabeza.
—Recuerda que estoy aquí contigo, Lady Fara —escuchó al gato reconfortarla mientras la miraba con detenimiento—. Puedo enseñarte un conjuro nuevo para esta batalla, si eso te tranquiliza un poco.
—No creo que tengamos tiempo para eso, y estoy muy nerviosa ahora para poder concentrarme, de todos modos —sonrió la maga.
Los gules se encontraban con ellos, al igual que Titania, el hada que habían salvado de los garras de Elsevir. Uruz miró de reojo a aquellos que cargaban a Randall y a los otros grifos supervivientes con preocupación.
—Dudo que se despierten a tiempo. Esta vez, seremos solo nosotros tres contra el nigromante —comentó Alegast al ver la preocupación del híbrido.
—¡Cuatro! —carraspeó indignado Teofrastus.
—¿Y qué haremos con ellos? —preguntó el joven de cabello azabache.
—Nos encargaremos de llevarlos a un lugar seguro —respondió G'nt Bhlz mientras sus gules dejaba un juego de armas y armadura en el suelo—. Es todo lo que podemos ofrecer por su ayuda.
Se trataba de armaduras hechas de un metal negro que ni Uruz ni Fara lograron reconocer, bastante simples en hechura pero inscritas con runas que les daban protecciones mágicas.
—Les deseo la mejor de las suertes —se despidió entonces Titania, el hada—. Me gustaría acompañarlos, pero no se pelear y sería más un estorbo que otra cosa.
Asumiendo nuevamente el tamaño de un humano en miniatura, Titania siguió a los gules que se llevaban a los Grifos sobrevivientes a las afueras del bosque, donde estarían a salvo de las abominaciones que habitaban el Bosque de la Carne. En su interior algo le dijo a Fara que esa no sería la última vez que verían a aquella hada.
Por su parte el grupo de la maga junto a una pequeña jauría de gules tomó rumbo a Zarc. Esa noche no pensaban en acampar y tan solo hicieron una pausa para comer las pocas provisiones que les quedaban. Era tiempo de terminar con aquel viaje aberrante, de cumplir su misión y volver a casa. Al menos, eso era lo que ellos deseaban.
Espero que les guste, y como siempre, los comentarios y criticas se agradecen.
VI
Revelaciones
Revelaciones
Caminaron entre los perennes árboles internándose cada vez más en el Sueño, envueltos en la suave niebla de color verde que dominaba el ambiente, el mismo y asqueroso color verde del que parecía estar hecha la corona del sol negro. Aquel bosque era más viejo que el Imperio, habiendo nacido en una época donde los demonios dominaban el mundo, e incluso los seres de las razas antiguas temían ir allí. Por esa razón Alegast se veía preocupado, inquieto, y Fara podía sentir esa inquietud manando del elfo. Era la primera vez que lo veía actuar así.
El viaje había sido incómodamente silencioso, aunque la maga parecía entender las razones por las que nadie quería hablar. La visión del Bosque de la Carne aún atormentaba sus pensamientos, y parecía ser que aquel lugar llamado el Sueño tenía un significado especial para Alegast. Aunque trató de buscarle conversación un par de veces, desistió al ver que el elfo estaba enfrascado en sus propios pensamientos. Por su parte Teofrastus parecía estudiar con tal curiosidad el ambiente que la chica creyó conveniente no interrumpirlo. Intentó hablar con el mercenario, Uruz, pero su aspecto era tan intimidante que al final prefirió no decir nada. El hada que habían rescatado y que se identificó como Titania había decidido viajar con ellos, quizá por curiosidad, pero al igual que Alegast parecía distante, pensando en cosas que quizá Fara, con una mente humana, no podía comprender.
Los únicos con quienes hubiera podido hablar eran los supervivientes de los Grifos Blancos, pero estos se encontraban inconscientes, atrapados en el limbo del Sueño por su naturaleza de seres no mágicos, y ahora eran llevados a cuestas por los silenciosos gules. Por un momento contemplo la idea de hablar con uno de estos, pero eran criaturas tan repulsivas que desistió casi de inmediato.
Ascendieron por la empinada hondonada en dirección a la ciudad maldita de Zarc, que también existía dentro del Sueño, aunque en este se veía majestuosa, como si hubiera sido excluida del paso del tiempo, atrapada para siempre en los días de su antigua gloria. Sus muros no mostraban cicatriz alguna, sus estandartes de brillante tela azul se encontraban pulcros e íntegros. Sin embargo reinaba en ella el aire sepulcral que tenía en el mundo de los humanos, y por un momento Fara creyó ver a sus habitantes, seres tan horrendos como los gules que ahora la acompañaban. Un espasmo recorrió su cuerpo y la maga decidió no volver a dirigir la vista a la ciudad por el resto del viaje.
Salieron de la arboleda en el momento en que la niebla empezó a disiparse y la verdosa luminosidad del sol negro se hacía más tenue, algo que Fara creyó que era un indicador de que el día se volvía noche, aunque tales cosas eran muy difíciles de distinguir en un mundo tan ajeno a la lógica humana como lo era el Sueño. Se encontraron en la ladera de las montañas, cerca del santuario que Lia había mencionado cuando estuvieron en el campamento. Tan solo un pequeño altar incrustado en la tierra misma. Decían las leyendas que en los tiempos de Zarc, los habitantes de la ciudad lo colmaban de sacrificios a los Dioses Antiguos, pero esos Dioses ya estaban muertos y la civilización que construyó ese monumento había desaparecido desde épocas remotas, cuando las constelaciones que brillaban en el cielo aun no existían. El santuario ahora yacía abandonado, como una cicatriz en el tiempo, un recuerdo de las olvidadas culturas ancestrales de la era primigenia.
—¡Oh, gran Orguss, aquí estamos vuestros humildes siervos, postrados ante tu voluntad! —habló entonces el sacerdote de los gules, aquel que se había presentado con el inusual nombre de G'nt Bhlz.
Los demás gules entonaron un canto que a Fara se le antojó siniestro.
—Si no estás preparada para lo que viene, será mejor que cierres los ojos —sugirió Teofrastus de forma repentina, a la vez que se encaramaba en su hombro, arañando la piel de la chica con sus uñas felinas.
Fara dirigió su mirada a los demás y vio como todos habían cambiado sus expresiones. Uruz estaba a la defensiva, y se puso cerca de sus amigos como si intentara protegerlos. Alegast y el hada estaban tensos, y por primera vez la maga pudo ver el miedo en los ojos del elfo.
No había ni terminado de pensar en ello cuando el cielo por encima de la cordillera quedó oculto por dos inmensas alas semejantes a las de un murciélago, y entre ellas un bulto escamoso tan grande como un castillo. Unas zarpas con garras enormes colgaban bajo el vientre, del que se alzaba un largo, largo cuello terminado en una cabeza reptiliana que albergaba dos ojos crueles y unas inmensas fauces repletas de dientes aserrados, tan grandes como la propia Fara, la cual se había quedado helada de miedo, temblando de forma incontrolada mientras lo miraba, y sentía que aquellos ojos la perforaban hasta su mismísima alma. De pronto comprendió muchas cosas.
Este astuto y retorcido gigante entre los dragones ya era viejo cuando los hombres habían llegado por primera vez al Valle de Telos y habían luchado contra las hordas de salvajes zooantropos que originalmente habitaron las planicies de la Cordillera del Dragón. Aquel era el dragón por el que las montañas habían sido nombradas. Orguss el Arrogante, habían llamado sus congéneres dragones a aquella criatura por su orgullosa personalidad y su facilidad para sentirse ofendido y entablar disputas.
En su maldad y vileza había perseguido a dragones débiles y viejos y los había matado, con frecuencia mediante tretas traicioneras, para apoderarse de su dominio y tesoros. Riqueza tras riqueza habían caído en las garras del dragón, y éste las había acumulado en profundos y secretos lugares bajo las montañas que sólo él conocía.
Los años pasaron, y Orguss se hizo más fuerte y terrible, una leyenda viviente entre los dragones. A medida que iba envejeciendo, sin embargo, fue alimentando el temor a que un día su fuerza lo abandonaría y otro dragón más joven y avaricioso acabaría con él como él había hecho con sus congéneres, y todo por lo que había luchado habría sido en vano. Durante años, esta preocupación carcomió el viejo corazón de la criatura y, cuando llegaron los gules con ofertas de fuerza y riqueza eternas a cambio de protección, el dragón decidió escuchar. Mediante las artes antiguas de los Dioses del Caos, Orguss fue trasladado al mundo del Sueño, libre al fin del tiempo y de la muerte.
Los siglos pasaron y el mundo cambió, y dejó de ser el mundo que él había conocido. Orguss salía del Sueño con menos frecuencia, pues poco quedaba que pudiera igualar sus recuerdos, y pocos vivían de cuantos había conocido, y los gules le traían tesoros para añadir a su polvorienta fortuna. El dragón se fue volviendo cada vez más melancólico y solitario a medida que los reinos humanos caían y los mares cambiaban y sólo él sobrevivía. Vivir eternamente era una maldición. Una solitaria maldición.
Incapaz de quitar su mirada de los crueles y melancólicos ojos de la criatura, la maga aún no podía entender como había sido capaz de haber visto en lo más profundo del corazón del dragón.
—Aquí están, oh gran Orguss, los extraños que has llamado al Sueño —dijo G'nt Bhlz postrándose ante el dragón, cosa que los demás gules hicieron después de él.
—Un elfo… llevo sin ver uno desde que entré al Sueño —la voz del dragón de escamas grises retumbó en torno a ellos—. Y esta humana… sí, reconozco el olor de los descendientes de Polaris.
—¿Polaris…? —susurró Fara, recordando aquel nombre aunque no sabía por qué.
Teofrastus, quién permanecía prudentemente callado, miró con interés renovado a la joven en el momento en que escuchó el nombre de Polaris. Por su parte el dragón miró a Uruz por un momento pero no dijo palabra alguna. Fara pudo percibir como la sangre del híbrido hirvió y de alguna forma se dio cuenta de que el dragón sentía lastima por él. Uruz también lo percibió y en su cara se dibujaba su frustración.
—¿Así que fuiste tú quien nos llamó, pues? ¿Significa eso qué rompiste el Éter Azul cuando estaba en medio de una invocación? —preguntó Alegast con tono pendenciero, rompiendo con su silencio al fin.
El Éter Azul. La maga recordó que Olibus le había dicho que así se llamaba la barrera que separaba a los mundos, un plano de existencia intermedio, habitado por demonios y otras criaturas ignotas para ella. Aquella barrera no podía ser destruida ni siquiera por los magos de la Cábala, así que aquel dragón debía ser extremadamente poderoso si lo había logrado hacer por su cuenta.
—Tal es el poder del gran Orguss —respondió el gul llamado G'nt Bhlz solemnemente.
—Lo he hecho por petición de mis siervos, pero ahora que los he visto con mis propios ojos, no puedo negar que lo hubiera hecho aunque no me lo hubieran pedido —dijo el ufano dragón con un gesto que Fara le pareció una sonrisa de triunfo.
—La völva nos ha visitado en sueños desde que era una niña, y en ella hemos visto la salvación de nuestro pueblo —las palabras salían de la boca de G'nt Bhlz como un escupitajo, señalando al mismo tiempo hacía la ciudad apócrifa.
»El nigromante al que ustedes llaman el Creador de Muñecas se ha apoderado de Zarc, y ha utilizado a muchos de nuestros hermanos para sus propios fines, convirtiéndolos en muñecos en contra de su voluntad. Aún si no les interesa el salvar a nuestra especie, está creando un ejército enorme y planea invadir las tierras de su Imperio. Acabar con él es algo que les conviene a ustedes tanto como a nosotros.
—¿Pero acaso podemos acabar con alguien así? Aniquiló por completo a nuestra compañía… —dijo Uruz cabizbajo.
—Nuestra compañía —se rió Orguss con sorna—. No eres más que un cachorro de los humanos, híbrido. Qué vergüenza que la sangre de un dragón corra por tus venas.
Uruz apretó los dientes y la furia chispeaba en sus ojos rojos. Fara intentó reconfortarlo, pero el híbrido le causaba tanto miedo que a duras penas pudo acercase a él.
—La völva se nos ha presentado en sueños, ella está destinada a salvarnos del nigromante. Es la voluntad del Decadente —contestó el gul con vehemencia.
Al escuchar el epíteto de su dios, la antigua deidad de la muerte viviente y la putrefacción, los demás gules se hincaron y levantaron los brazos, implorando a los cielos en su antiguo idioma, ofensivo para los oídos de todos allí.
—¿Tengo qué entrar en aquella ciudad? —Fara estaba tan confundida que el mundo empezó a darle vueltas.
—Es debido a la sangre de Polaris que corre por tus venas, sin duda —explicó Orguss en tono condescendiente—. Solo su progenie puede abrir las puertas de la ciudad apócrifa.
—¿Y quién es ese tal Polaris? —preguntó Uruz, aunque el dragón le ignoró.
—“Esa”, dirás. La ultima bruja de Zarc. No es alguien a quien quiera recordar —respondió Alegast con rencor.
—Tú posees la sangre de Polaris, por eso el elfo te trajo hasta Zarc, ¿qué no lo entiendes? —explicó burlón el draco, entretenido ante la naciente expresión de confusión y angustia que se dibujaba lentamente en el rostro de la maga.
La joven se volvió ante Alegast suplicándole una explicación con la mirada y este solo pudo evitar mirarla directamente a los ojos. Fara sintió como su corazón era invadido por el desencanto y la decepción.
—La völva abrirá las puertas de Zarc para nosotros. Allí descansa el cuerpo mortal del nigromante. Le mataremos y recuperaremos nuestra libertad —enunció G'nt Bhlz a sus congéneres, los cuales vitorearon a coro un himno antiguo y melancólico.
—Cuando abran las puertas de Zarc, yo podré entrar en la ciudad y acabaré con su ejército de muñecas —rugió el dragón.
Y diciendo aquello la criatura batió sus alas causando una gran ventisca y alzó vuelo, llegando a los picos de las montañas en cuestión de un parpadeo.
El silencio reinó una vez más en el Sueño. Mientras el sol negro desaparecía tras las montañas la Compañía decidió descansar cerca del altar abandonado. Los gules les trajeron comida, y por primera vez en esa noche pudieron respirar con tranquilidad.
Fara no podía dormir, sus pensamientos enfocados en lo que había dicho el dragón. Polaris, los gules de sus sueños y lo que había en Zarc; y la razón de Alegast para sacarla de la mansión de Olibus, todo revelado de súbito. Sentada a los pies de uno de los árboles del Sueño, liberó su frustración contra arrancando con fuerza la maleza y lanzándola en dirección a Zarc.
Se sentía defraudada, traicionada, pero más que todo decepcionada de sí misma. Por una vez en su vida pensó que era especial, que había sido elegida el elfo ladrón por sus capacidades y no por tener la sangre especial. Pero al parecer lo que decía Olibus de ella era verdad, no era más que una mediocre, la hija de unos granjeros que nació con la tremenda suerte de ser una maga.
—No deberías sentirte mal por eso, mi Lady —ronroneó el gato lo más conciliador que pudo—. Es cierto que el señor Alegast no le reveló sus motivos, pero ¿es un elfo, no? Ellos se caracterizan por pensar de forma muy diferente a nosotros, los simples humanos. Además, este elfo es un vulgar ladrón. Debería sentirse agradecida que cumplió su promesa y le enseñó su Arte en lugar de haberla engañado hasta conseguir su objetivo y luego dejarla a merced de las cosas que viven en Zarc.
—Pero, creí que confiaba en mí… —sollozó Fara con los ojos poblados de lágrimas.
—Creo que lo hace. En su extraña forma de demostrarlo, pero lo hace —trató de alentarla el gato.
—Creo que puedo defenderme por mi mismo, “mago” —la voz del elfo sonó detrás de Fara.
Alegast salió de entre los árboles y Fara se dio cuenta que había algo diferente en él. Se piel se había tornado blanca, pálida, casi brillante. Sus ojos era llamas de azul oscuro que chisporroteaban poder arcano a su alrededor. Y parecía que ahora era más alto, más imponente que antes, hasta el punto que ella parecía una niña pequeña comparada con él.
—Estoy mostrándote mi verdadera apariencia. Entre mi Pueblo eso es una muestra de confianza.
—¿Lo que dijo el dragón era cierto, no? —preguntó Teofrastus mirando al elfo con indiferencia—. Planeabas llevar a Fara a Zarc desde el principio, ¿no?
—No es como si lo hubiera planeado desde el principio. No supe que era la descendiente de Polaris sino hasta que la vi… —confesó el elfo fríamente—. Fue en ese momento en que se me ocurrió traerla hasta Zarc.
—¿Y cuando planeabas decírmelo? —preguntó Fara enojada, limpiándose las lágrimas.
—No sé… cuando llegáramos, supongo. No pensé en eso.
—Te lo dije. Elfos. Ellos solo actúan sin pensar en las consecuencias —farfulló Teofrastus con un maullido.
Los tres se quedaron en silencio por un instante. Fara se fijó entonces de los insectos y se encontró preguntándose qué clase de forma tendrían en el Sueño. Luego dirigió su mirada a Alegast y dejo escapar un sonoro suspiro.
—Bueno, no es que me pueda enojar contigo de todas maneras… solo creí que era especial… —dijo tristemente.
—Y lo eres. Has logrado en pocos días dominar una magia que a los humanos les toma meses, incluso años de entrenamiento. Y eso no es porque seas la descendiente de Polaris, es solo tu talento —sonrió Alegast.
—Eso es verdad —asintió Teofrastus.
—¿Me hubieras llevado contigo aún si no fuese la descendiente de una bruja legendaria? —preguntó la maga, insegura.
—Así es. Te veías tan patética en la mansión de ese mago, que te hubiera sacado de todas maneras —contestó Alegast con una sonrisa.
Al oír aquellas palabras la mente de la maga se despejó. Se levantó y se estiró como un gato y luego le devolvió una sonrisa al elfo, mientras una sensación de calidez inundaba su pecho.
—Y entonces, ¿por qué me traías a Zarc? —la chica miró con curiosidad a la amurallada ciudad.
—Es lo que dijo Orguss. Solo aquellos que tienen la sangre de Polaris pueden abrir las puertas de la ciudad —respondió Alegast con seriedad.
—¿Y qué buscas en Zarc? —quién preguntó fue Teofratus, lamiéndose las patas mientras miraba de reojo al elfo.
—Respuestas. Mi Pueblo desapareció, tanto del mundo de los humanos como del Sueño… —Alegast hizo una larga pausa.
Fara pudo sentir como la brisa movía las ramas de los árboles y la maleza entre sus pies.
—Hace mucho tiempo, en los albores del imperio humano, mi Pueblo decidió entrar en el Sueño. No sé muy bien los detalles del porqué, pero tiene que ver con el sol negro que apareció en el cielo del Sueño un día, de repente —Alegast miro al cielo. El astro negro no estaba allí, pero Fara igual subió la mirada.
»Los más ancianos, temiendo el fin del mundo, decidieron que hibernaríamos hasta que la tierra se sanara, sin importar cuantas edades tuvieran que transcurrir… y durante muchos siglos, yo estuve dormido en el Sueño… hasta que un humano accidentalmente me despertó. Me encontré totalmente solo, sin rastro de nadie de mi Pueblo ni en el Sueño ni en el mundo de los humanos. Busque cualquier rastro de ellos hasta que me cansé y eventualmente me di por vencido y acepté que posiblemente soy el último de mi especie. Hasta que te que encontré y vi… no sé, una posibilidad. Si hay alguna respuesta entre los artefactos que dejamos en Zarc, entonces…
—No tienes que decir más —le interrumpió Fara guiñándole el ojo—. Te ayudaré. Soy necesaria para algo, algo importante, así que no te daré la espalda. Pero dime, ¿conociste a Polaris, verdad? ¿Cómo era ella?
—No quiero recordarla —la expresión de Alegast cambió súbitamente a una de desprecio.
Y diciendo esto acabó con la conversación. Fara decidió que debía descansar y prepararse para la batalla contra Elsevir y sus muñecas, pero pasó el resto de la noche preguntándose cómo sería Polaris y porque Alegast no querría hablar de eso.
El acre aroma del Bosque de la Carne golpeó nuevamente sus sentidos como una ráfaga de viento mientras los gules les guiaban entre la niebla del Éter Azul de nuevo al mundo de los humanos. Por lo que le habían explicado Alegast y Teofrastus, el tiempo en el Sueño no se movía de la misma forma que en los demás mundos, así que desde la perspectiva humana no habían pasado más de unos minutos desde que se habían enfrentando a las muñecas de Elsevir, pese a que en el Sueño habían pasado toda la noche descansando.
Alegast había vuelto a su apariencia normal y Fara no puedo evitar notar las energías mágicas que brotaban de él, como si haber pasado tan solo ese lapso de tiempo en el Sueño le hubiera sanado de una maldición que le aquejaba. La maga volvió su mirada a la ciudad apócrifa, aunque se esta vez era la versión del mundo mortal, derruida e inundada, con sus murallas y sus torres en el suelo, deslustrada por el paso de los siglos. El miedo y la superstición tentaban con hacerla retroceder, pero la joven tragó saliva y apartó esos pensamientos de su cabeza.
—Recuerda que estoy aquí contigo, Lady Fara —escuchó al gato reconfortarla mientras la miraba con detenimiento—. Puedo enseñarte un conjuro nuevo para esta batalla, si eso te tranquiliza un poco.
—No creo que tengamos tiempo para eso, y estoy muy nerviosa ahora para poder concentrarme, de todos modos —sonrió la maga.
Los gules se encontraban con ellos, al igual que Titania, el hada que habían salvado de los garras de Elsevir. Uruz miró de reojo a aquellos que cargaban a Randall y a los otros grifos supervivientes con preocupación.
—Dudo que se despierten a tiempo. Esta vez, seremos solo nosotros tres contra el nigromante —comentó Alegast al ver la preocupación del híbrido.
—¡Cuatro! —carraspeó indignado Teofrastus.
—¿Y qué haremos con ellos? —preguntó el joven de cabello azabache.
—Nos encargaremos de llevarlos a un lugar seguro —respondió G'nt Bhlz mientras sus gules dejaba un juego de armas y armadura en el suelo—. Es todo lo que podemos ofrecer por su ayuda.
Se trataba de armaduras hechas de un metal negro que ni Uruz ni Fara lograron reconocer, bastante simples en hechura pero inscritas con runas que les daban protecciones mágicas.
—Les deseo la mejor de las suertes —se despidió entonces Titania, el hada—. Me gustaría acompañarlos, pero no se pelear y sería más un estorbo que otra cosa.
Asumiendo nuevamente el tamaño de un humano en miniatura, Titania siguió a los gules que se llevaban a los Grifos sobrevivientes a las afueras del bosque, donde estarían a salvo de las abominaciones que habitaban el Bosque de la Carne. En su interior algo le dijo a Fara que esa no sería la última vez que verían a aquella hada.
Por su parte el grupo de la maga junto a una pequeña jauría de gules tomó rumbo a Zarc. Esa noche no pensaban en acampar y tan solo hicieron una pausa para comer las pocas provisiones que les quedaban. Era tiempo de terminar con aquel viaje aberrante, de cumplir su misión y volver a casa. Al menos, eso era lo que ellos deseaban.
Great power can come from anger, but you may lose yourself in the process. Therefore, your mind must remain calm, and your spirit must be still.