04/05/2017 08:35 PM
(This post was last modified: 05/05/2017 07:03 AM by MarciusNamdev.)
Nota: Modifico este mensaje para aprovecharlo y añadir el capitulo 1 para que podáis ver algo mas de la obra.
''Los Herederos de la Luz''
1.
''Los Herederos de la Luz''
1.
''La intensa historia que arrastraba la Ciudad de la Luz había imposibilitado que algo sorprendente volviera a emerger de entre sus habitantes.
Cuando parecía que ningún devano o ukano estaba cerca de forjar una epopeya digna de mención, apareció entre ellos un mestizo.
No era ni un devano ni un ukano. En realidad, por su sangre fluía la unión contradictoria de dos razas.
Los niños lo llamaban el árbol parlante, y los mayores no sabían muy bien cómo nombrarle.
Él, desde el principio, rechazó que le llamaran de ningún modo concreto. Tenía claro quién era: un hijo de lo devano y lo terrano.
Fue nombrado Nimai por su maestro, el mismo que se ocupó de él como un padre y el que le proporcionó un hogar.
Su sangre devana le hizo admirar el amanecer y, a su vez, su sangre terrana le incitó a arraigarse en el lugar. Eso fue al principio, pero las cosas fueron cambiando con el tiempo.
A causa de lo extraordinario de su existencia, sintió desde muy temprano el peso de las responsabilidades. La sociedad buscaba convertirle en un engranaje que sirviera de una manera aceptable a sus intereses. Algunos, en pos de obtener algo de él, le idolatraron.
Esas actitudes le procuraron una respuesta que sólo él podía conocer. Las raíces que había echado tomaron una forma más concreta, y decidió que sólo haría lo que verdaderamente le sacudiese el alma.
Luchó contra aquellos que buscaban imponerle sus criterios, y se convirtió en uno de los miembros de los Oradores de Maljut. Tal y como era su maestro.
Rápidamente, mostró grandes aptitudes como evocador y, en un lapso de tiempo extraordinario, ascendió un peldaño más en la Orden. La túnica de bordes rojos, que apuntaba su rango como Rohit, a la que apenas había tenido tiempo de acostumbrarse, le fue sustituida por una de bordes dorados, convirtiéndose en un Hati.
Sin embargo, un pensamiento cruzó por su mente en el momento en que fue ascendido. Lo que hasta entonces había impulsado su ímpetu en el arte de la luz era su ascendencia devana, ¿pero había en él algo de los terranos, aquella enigmática raza que había ocupado sus reflexiones?
Un día, cuando Nimai regresaba de la Cascada de Maljut, la muralla que, con su fulgor, protegía la ciudad, fue detenido por un devano puro, que parecía preocupado y nervioso. Lo que le afligía era algo realmente importante, pues se atrevió a dirigirse a él.
—¿Has visto por aquí al Príncipe? —Dándose cuenta de que, quizá, eso no significaba nada para su interlocutor, rectificó—, quiero decir, a un cachorro de león.
Aunque por lo que Nimai había podido escuchar en sus escasas interactuaciones o, mejor dicho, las pocas veces que se había interesado por lo que decían los demás, el término “león” era algo que procuraban pronunciar con disimulo.
Ese devano había usado esa palabra con la única intención de facilitar la búsqueda, pero no pudo evitar ruborizarse al ser consciente de la falta de respeto en que había incurrido.
Nimai, sorprendiendo al devano, no se inmutó. Se limitó a negar con la cabeza.
El preocupado devano, temiendo el posible castigo que le esperaba si no lo encontraba, se marchó sin decir nada más.
Nimai siguió su camino y, cuando estuvo a un par de metros de su hogar, una sombra le sorprendió por uno de sus flancos. Era bastante torpe, pero parecía como si estuviese segura de su capacidad de acecho. Nimai se quedó totalmente quieto hasta que confirmó que lo que por allí se movía no lo buscaba a él.
La curiosidad se apoderó de él y se dijo que sería divertido convertirse en el acechador por unos instantes.
Con los sentidos afinados, como de costumbre, se dirigió al camino donde había sentido a aquella criatura.
El sigilo no fue problema para Nimai, que gustaba de pasar desapercibido incluso bajo la intensa luz. Se limitó a mimetizarse con aquel entorno más rural.
Llevado por el creciente deseo de seguir observando, fijó su mirada en la hierba alta, pero era difícil seguir cualquier tipo de rastro.
Sintiéndose totalmente en armonía con el entorno, cometió un error y pisó la rama caída de un árbol. El ruido había sido casi imperceptible, pero sabía que le costaría su discreción.
Algo asaltó su tobillo, atravesando su túnica y provocándole la sensación de haber recibido una fina punzada.
Sacudió su pierna sin necesitar demasiada fuerza, y su mirada se encontró con la de su depredador.
—¿Qué eres? —El pequeño depredador mantuvo su mirada fija en la presa que tenía entre manos. Era algo que jamás había visto—. Bueno, da igual. Has sido un tonto si creías que podías acechar al Príncipe.
—Así que tú eres ese león… —Nimai observó el pelaje blanco y la figura general de aquella criatura con detenimiento—. Por la manera en que te buscaba aquel hombre, esperaba algo más grande. Bueno, supongo que un cachorro es un cachorro, sea Príncipe o no…
—¡Cómo te atreves a llamar así a tu futuro Rey, árbol arrugado! —Usando toda la voluntad que poseía, mostró sus colmillos aún por fortalecerse—. Prepárate para ser castigado por tus palabras, impudente criatura… Si yo quisiera, dejaría mi marca allá por donde pasase. Da gracias de que me contengo ante seres como tú…
—Está bien, yo…
—¡Tú! —Desde un punto lateral, surgió una voz colmada de sorpresa que se dirigió a Nimai—. Puedes entenderlo…
—¡Claro que sí, pesado! ¡Al igual que a ti! —El pequeño Príncipe, enfadado, cambió el objetivo de su bravura, a pesar de que no se dirigieran a él—. Y ojalá no fuese así.
—Aquí tienes a tu Príncipe —dijo Nimai mirando al devano, que aún mantenía su expresión de estupefacción—. Ya podéis regresar al palacio.
—No, no me has entendido… Quiero decir que puedes comprender sus palabras; para ti no son simples rugidos, y eso es imposible.
—¡Es cierto! —Espetó el Príncipe, entendiendo, por fin, la situación—. Normalmente, sólo el compañero de mi padre podría comprender cuando hablo. Que yo te entienda a ti es natural, pero que tú puedas entenderme a mí es increíble.
A Nimai todo aquello le parecía natural, pero la sorpresa del resto de los presentes le contagió las dudas.
—Has de venir conmigo —la expresión del lacayo cambió, y ahora denotaba una gran seguridad—. El Rey requiere de tu presencia.
Nimai sintió que conocer al Rey era algo que, desde el fondo de su alma, le gustaría hacer. Junto al Príncipe, que acababa de conocer, y al lacayo, marchó a conocer al verdadero señor de la Ciudad del Amanecer Eterno. Tal cosa le estaba vedada a la mayoría, pero él se convertiría en un afortunado.
El paso fue acelerado, pero las miradas de los transeúntes parecían estar congeladas. Aquel hombre árbol iba a recibir un privilegio que ellos no podrían conseguir por métodos normales.
Nimai ya conocía el mercado de la ciudad. Estudiaba cada día en la Cascada de Maljut y vivía en uno de los terrenos rurales en el exterior de la muralla.
La fortaleza, a su vez, estaba bordeada por otra muralla, llamada la Frontera de Asha, tan pulida y clara, que más que impedir un ataque hacia el Rey, parecía que su auténtica función era ocultar de los ojos mundanos al soberano.
Pero no era sólo la fortaleza la que se encontraba tras aquellos muros. También el sendero hacia Kéter, donde residía la Alisha, el templo de Sarvagya, lugar donde moraban los Sabios, y la Cúpula de Ananta, donde descansaban eternamente los héroes.
Nimai, al acercarse, pudo percibir la majestuosidad del recinto y su alma se hacía cada vez más pequeña. Lo mismo le ocurría al lacayo, por mucho tiempo que llevara allí; sin embargo, el Príncipe sacaba pecho a medida que su andadura les llevaba hacia su destino.
Finalmente, Príncipe, lacayo y mestizo estuvieron frente a la construcción perfectamente gestada.
Nimai fue el único que observó los alrededores. Por mucho que buscase, no encontraba ninguna manera de poder cruzar hacia el otro lado. Cuando desistió, se dio cuenta de que había sido el único de los tres en preocuparse por ello. Él, al fin y al cabo, nunca había estado allí antes, como sí era el caso del Príncipe y del lacayo que, por cuestiones diferentes, conocían los entresijos del lugar.
—No hay muros para mi voluntad, no hay cielo que no pueda surcar —para sorpresa de Nimai, el pequeño Príncipe cambió de actitud y, con una voz poderosa, elevó una plegaria—, no existe muerte bajo mis alas. Yo soy el que ora, el que corta el anochecer con mi rugido, trayendo un amanecer de victoria. Escucha mi voz y no titubees.
El Príncipe se giró hacia sus acompañantes, aún con un brillo de emoción en su mirada.
—Adelante, porque cuando yo entre, volverá a cerrarse —dijo el Príncipe dirigiéndose, especialmente, a Nimai.
Por unos instantes, Nimai se quedó paralizado. En ese momento, el devano aprovechó y entró a través del muro. No había nada parecido a una grieta, ni a una puerta. Lo había atravesado.
—Vamos, arbolito —comentó el Príncipe con jocosidad, pero también con aire desafiante—, si dices que yo no soy un león tal y como esperabas… ven y conoce al Rey que recibió ese apodo de las alimañas que caían ante su poder. Pero te aviso que deberías medir bien cómo te expresas…
Nimai aceptó el reto, y no sabía ya si se trataba de algo considerado por sí mismo, o si había caído en la provocación del cachorro. Cuando ante sus ojos se abrió aquella visión, comprendió un poco más lo magnífica que puede resultar la vida.
El suelo era de mármol pulido, de un color dorado magnificente. Transmitía la sensación de ser un camino directo hacia el mismo Sol.
De una manera extraordinaria, enormes y radiantes árboles que no había visto hasta ahora, denominados lavanaas, enraizados en el mármol, se alzaban a una altura similar al muro que aislaba el jardín del Karma. Su tronco y sus ramas, de un color blanco cristalino parecían reflectar la luz que bañaba la ciudad.
Entre las pequeñas aberturas que dejaban las ramas de los árboles, los rayos de luz se manifestaban, dejando una agradable sensación a la vista y al tacto, como si fuese una cortina que, apartándola suavemente, acariciara la piel.
Nimai, anonadado por aquella visión, comprobó que sus pasos se habían alejado un buen trecho del Príncipe y del lacayo. Ninguno de los dos estaba dispuesto a esperar que el paisaje hiciera las delicias de los sentidos de Nimai.
El mestizo comenzó su marcha nuevamente, con los ojos clavados en el frente, pero con todos los sentidos alerta, embebiéndose del recinto. Entre la calma del lugar, pudo comprobar que, por fin, la fortaleza hacía acto de presencia. Una construcción que llevaba allí varias eras, y sin perder ni un ápice de su esencia original. La Fortaleza del Rugido.
El camino, perfectamente delimitado por los árboles del lugar, rompió con su orden establecido y, ante Nimai, se abrió un nuevo claro.
—Esta es la morada del Rey —el lacayo, con los ojos clavados en aquella imponente creación, dejó que su voz materializara sus pensamientos—. Nuestro gran Rey, Devdas.
Por primera vez, Nimai pudo escuchar el nombre del soberano de Vimala.
Antes de llegar a su interior, aquellos que iban a ver al Rey eran recibidos por sus ancestros que, glorificados en piedra sobre unas portentosas columnas, alzaban sus alas con fastuosidad, a la vez que abrían sus fauces. En ellas, podían verse unas esferas, queriendo imitar la grandiosidad de las Sefiras. La luz que ofrecían era imponente y amenazadora para una criatura del mal, pero magnánima para alguien que tuviera buenas intenciones.
Todas las columnas estaban completamente acabadas, excepto dos. Una sería tallada para el Rey, y otra, algún día, para su heredero. Serían las que cerrarían el círculo de aquella maravilla, las primeras columnas en recibir a enemigos y aliados en un futuro no muy lejano.
A su vez, cuatro cauces de agua azul y clara terminaban en un pequeño lago en el centro, sobre el que habían construido un puente de piedra lisa. Eso era lo que comunicaba el camino con la fortaleza.
La propia fortaleza tampoco presentaba ninguna impureza; sus paredes, de roca sólida perfectamente pulida, sólo se veían desdibujadas por el balcón que surgía de la parte más alta, donde se encontraba la habitación del Rey.
Todos los detalles del lugar fueron guardados en la mente de Nimai mientras avanzaba a través del puente. Los cuatro torreones circulares, con lustrosas cabezas de león talladas; el adarve, más grande de lo normal, presumiblemente para dar paso al gran Rey; la sensación de pulcritud, dando la impresión de que, más que estar ante una fortaleza, estaba ante un palacio. Lo espectacular de la visión hacía que incluso alguien con capacidades mermadas pudiera guardar la imagen del recinto en su corazón para siempre.
Finalmente, llegaron al portón, y Nimai entendió el porqué de que no hubiera custodia.
El gran rostro de un león, tallado en relieve, mostraba a la perfección su fiereza y su poder. Eso sería suficiente para repeler a cualquier ser que se atreviese a retar al que allí habitaba.
Nimai pensó que, un día, el Príncipe sería así. Llevado por una extraña aura, fijó su mirada en el extrovertido cachorro.
El mecanismo que hiciese funcionar esa entrada dio un leve chasquido, seguido de un estruendoso festival de bisagras que, debido a su antigüedad, chirriaban, anunciando la llegada de visitantes.
El interior, como todo en aquel lugar, era más extenso de lo que se podía percibir a simple vista.
El recibidor, rápidamente, dejaba paso a una serie de pasillos, colmados por salas a uno y otro lado. Allí habitaban algunos devanos, que se movían de un lado a otro sin pausa, inmersos en sus quehaceres. Eso era, por supuesto, cuando no tenían que recibir al Príncipe.
Los que se encontraban allí, se detuvieron ante su Príncipe, el lacayo y el insólito ser que se mostraba ante ellos.
—Seáis bienvenido, Príncipe Dharmendra —dijo finalmente uno de ellos, tras una pausa algo más larga de lo habitual, debido al inesperado invitado.
—Gracias, cachorro devano —dijo el Príncipe mientras hacía un gesto que parecía cordial, al contrario que sus palabras; sabía que el joven lacayo no lo entendería.
Nimai mantuvo el mismo rostro de siempre, como un árbol arraigado que hubiera sufrido las inclemencias de los elementos. Sin embargo, no pudo evitar sonreír ante la ocurrencia del Príncipe, al menos mentalmente. Comprender lo que decía podía convertirse en una maldición, si se trataba en una situación donde hubiera que guardar la compostura.
Observando al Príncipe, pudo percatarse de que adolecía de los mismos defectos que los jóvenes devanos, a pesar de pertenecer a una raza completamente distinta. Y ese defecto no era otro que el deseo irreprimible de querer comerse el mundo, sin saber todavía nada de él. Pensó para sus adentros que se trataba de una falta de respeto hacia los que, antes de que él hubiera nacido, ya tenían un papel en el destino.
Los saludos se sucedieron con monotonía a lo largo del gran recinto. Nimai, que aún intentaba empaparse de todo lo que veía, sólo interrumpía su ensimismamiento cuando el Príncipe parecía decir algo burlesco.
Se percató de que, a pesar de que el Rey era, posiblemente, la autoridad más importante que se encontraba en la ciudad, no había ni rastro de armas ni de ninguna otra cosa en los pasillos. La única defensa que parecía tener el castillo, una vez en su interior, era el desconcierto, debido a que nadie había estipulado un plano del lugar; al menos, al mestizo no le constaba tal cosa.
Tras caminar durante un buen rato, y creyendo ya Nimai que no llegarían a ninguna parte, se mostró ante ellos una escalera de caracol que ascendía hacia el punto más alto de aquel lugar.
El pequeño Príncipe, sin necesidad de justificación, comenzó su ascenso. Nimai, decidido a acompañarle, notó en su hombro la mano del lacayo.
Esperó a que le dijese algo, pero ese gesto fue suficiente para que el servidor se hiciese entender.
—Él puede subir. Mi padre estará muy interesado en conocerlo personalmente, pero no creo que le resulte gracioso tener que bajar para hacerlo. Tú puedes volver a tus labores —comentó el Príncipe, asomándose entre los huecos de la escalera.
El lacayo no entendió nada, pero intuía lo que quería decir. Tras tantos años de servicio, podía llegar a interpretar los gestos y las pausas del Príncipe. De todos modos, Nimai le lanzó una mirada que le hizo comprender totalmente. Lo soltó y se dispuso a continuar con sus otras labores, despidiéndose con una reverencia.
El Príncipe tomó de nuevo la iniciativa en la marcha, y Nimai le siguió sin rechistar.
—Debo avisarte, árbol viejo. Mi padre es el ser más poderoso que verás jamás. Ten cuidado con lo que haces, porque se acerca la hora de la cena y puede que tenga hambre —el Príncipe, después de decir eso en su tono habitual, recobró la seriedad por segunda vez contada—; ten cuidado con esa mirada y esa presencia despreocupadas.
Realmente, el Rey podía ser considerado como el ser más poderoso de todo Aryam.
Tras el último escalón, Nimai se encontró con el único camino que había. En lugar de ser una puerta, se trataba de dos trozos de seda blanca, como el color de las túnicas de su Orden. Se cruzaban entre sí, dejando apenas una pequeña línea que no dejaba claro lo que había más allá.
El Príncipe pasó y la tela acarició su piel aún por endurecer.
Nimai se quedó esperando una señal que certificara que podía pasar. Respiraba profundamente, mentalizándose para el encuentro.
—Adelante —dijo el Príncipe Dharmendra, asomando su cabeza entre las telas.
Y Nimai cumplió con la sentencia.
Con el mismo respeto con el que trataba su oración hacia la luz, apartó las telas de la estancia, evitando tirones que pudieran desprenderla de su sujeción. Curvó, incluso, su cuerpo, para ocupar el menor espacio posible.
El exterior de la muralla llamada Cascada de Maljut, nada tenía que ver con la ciudad de Vimala. Y, a su vez, ni la fortaleza de Balark ni el paisaje interior de la segunda muralla, tenían nada que ver con la ciudad ni con el mundo de fuera.
Por unos momentos, los ojos de Nimai quedaron cegados. La sala, completamente recubierta de piedra bruñida, poseía dos grandes cascadas de luz azulada, que parecían descender desde dos ranuras en el techo, con quietud, emulando la gracia con la que la refulgencia de las estrellas bañaba toda la Fundación; combinado con el color dorado del suelo y las paredes, daba una sensación de total grandeza. Era, sin lugar a dudas, una estancia digna para un Rey. Un palacio digno de morar en el mismo Sol.
—¡Padre, ya he regresado! —Dijo el Príncipe, bastante animado.
—¿Has traído de nuevo una liebre? ¿O quizá una ardilla? No pareces aprender, hijo mío. Nosotros no somos bestias, somos protectores —le replicó la poderosa voz del Rey.
Esa voz le bastó a Nimai para comprender que, aunque los demás no entendieran sus palabras, serían automáticamente avasallados por su majestad.
Del lugar que el cachorro miraba y que Nimai no llegaba a vislumbrar, apareció por fin; Devdas, la máxima autoridad de Vimala.
La saliva comenzó a amontonarse en la garganta de Nimai. Aquel ser era lo más grande que jamás había visto. No tenía alas, a pesar de las estatuas que mostraban a sus ancestros, pero eso no empañaba su porte.
Su piel, su larga melena roja como el fuego, eran puro acero. No, era mucho más que eso. Se trataba de la dureza de la más férrea de las voluntades. Nimai pensó que si hubiese sido enemigo de tal criatura, también habría acabado llamándole algo similar a “león”. Era algo que encajaba con la grandiosidad del soberano.
Nimai se mantuvo expectante, y cuando parecía que la espera iba a torturarle durante un buen rato, el Rey reparó en él.
—Así que el mestizo criado por Melkaius —el Rey supo de quién se trataba aquel invitado simplemente con ojearlo—; siempre me has parecido singular, y de cerca lo eres aún más.
Nimai no sabía qué decir. Su silencio era diferente a cuando gustaba de guardarlo en la ciudad, pues allí lo hacía por propia voluntad. Aquí lo hacía por respeto.
—¿No has podido entender a mi padre? —El Príncipe dejó escapar esas palabras con decepción—. Supongo que es demasiado para ti.
El Rey, ante las palabras de su único hijo y heredero, acentuó su mirada en Nimai, como si estuviese descifrando su pensamiento.
—Sí. Yo soy el mestizo de la Orden de Maljut, y el ahijado de Melkaius —ante la presión de aquella mirada, Nimai respondió, quizá con demasiada impasibilidad.
—¡Sí puedes, entonces! ¿No es increíble, padre? —El pequeño cachorro, recobrando su ánimo, miró de reojo a su padre que, sin embargo, mantenía la mirada en el mestizo—. Era algo que sólo alguien con el rango de Mahesh había podido lograr.
El Rey cambió de postura y, con tranquilidad, se colocó frente a frente con Nimai.
—Debo deciros, mi Rey, que esto es algo raro incluso para mí —Nimai, lejos de sentir orgullo, se mostró contrariado por aquel hecho—. Si sólo el líder de los Tiferet ha logrado comunicarse con vos, eso me convierte en alguien incluso más… —Cortó sus palabras, entendiendo que estaba hablando de más.
—¿Aislado? —El Rey acabó la frase de Nimai, pues su poder para discernir los corazones no tenía parangón—. No es necesario que tomes esa actitud ante una capacidad que está al nivel de los mayores dones. Aunque te hayas acostumbrado a ocultarte, no podrás hacerlo por siempre.
Las palabras del Rey eran claras, directas, y parecían hablar al corazón, no al laberinto en el que se transforma, en muchas ocasiones, la mente.
—Tu cuerpo, tus hechuras, encierran sangre devana. Sin embargo, en tu semblante, en tu mirada, puedo percibir la sabiduría de los terranos —el Rey retomó la conversación, haciendo observaciones sobre su invitado—. Es la primera vez que presencio tal cosa, pues es algo totalmente contradictorio —comentó con un deje de curiosidad en su voz.
—Lo siento, pero no puedo deciros nada más. Todo lo que sé sobre mí, ya lo habéis pronunciado —la voz de Nimai estaba apagada, pues tenía la esperanza de que el Rey hubiera descifrado lo que encerraba su origen.
—No pongo en duda tu sinceridad —dijo el Rey con seguridad, sabiendo que si eso hubiese sido una patraña, sus garras hubieran empezado a agitarse, como se agitan ante la oscuridad—. Pero venir aquí sólo para seguir caminando entre sombras, es un desperdicio. Sígueme.
Esta vez, Nimai se vio siguiendo la estela del Rey que, incluso pareciendo totalmente desprevenido, manaba de él una sensación de peligro que hacía que nadie pudiera atreverse a atacarle por la espalda.
Mientras caminaba vio dos cortinas, pero de mayor magnitud que las anteriores. Era el paso al balcón real.
Justo unos pasos antes de llegar hacia donde el Rey le guiaba, el susurro del agua en movimiento le llamó la atención. Giró la mirada hacia la izquierda, y vio allí una construcción que mostraba tres pares de manos, todas en una posición de oración, dirigidas hacia la esfera central de la fuente de donde brotaba el agua fresca y clara.
—De ahí es de donde nació mi ancestro —dijo el Rey, viendo que el mestizo estaba completamente absorbido por la imagen—. Bueno, al menos, eso dice la tradición. Acércate si lo deseas.
Esa fue la propuesta que Nimai, probablemente, tardó menos en aceptar en su vida.
Cuando estuvo cerca, pudo fijarse mejor en los detalles de la fuente.
Las primeras manos, que pertenecían claramente a los devanos, estaban con sus palmas abiertas y unidas entre sí, en el modo en el que oraban a Maljut. Otro par de manos más gruesas y con un dedo menos que la de los devanos, estaban agarradas como si diesen toda su fuerza a la esfera. Esas manos pertenecían, sin duda, a los ukanos.
Pero fueron las últimas manos, éstas que eran conocidas para Nimai, pero que no había visto en realidad, las que llamaron su atención más poderosamente. Las palmas estaban abiertas y completamente apoyadas, en señal de respeto hacia la esfera. Las manos de un terrano.
Nimai miró sus manos, y luego miró la fuente. Sintió que, por primera vez, había estado cerca de su origen perdido.
—Aunque es aquí donde he de estar, es mi deber escuchar los rezos de todos los Hijos del Amanecer —el Rey, sin importar las generaciones que llevase su familia asentada allí, sabía que su deber era para con todo el Amanecer.
—En algún lugar debe haber alguien que sepa la verdad —las palabras de Nimai surgieron más como una súplica que como un hecho.
—Tienes tu talento por algo y, del mismo modo, has llegado aquí por algo —el Rey comprendió las sensaciones de su siervo, y le habló con determinación—. Ser un Orador no es suficiente para que completes tu existencia. Ni siquiera llegar a ser un Dharmesh bastaría. Has de aprender algo más, y llegar donde otros no han llegado.
—Pero, mi Rey, ¿qué más podría aprender aquí? —Nimai era consciente de las limitaciones de aquellas murallas, de aquella paz sempiterna.
El Rey no dijo nada, y se limitó a continuar hacia el lugar que, originalmente, era su destino. Nimai comprendió que, en aquel momento, sólo podría seguir sus pasos.
La tela blanca fue cruzada y la más hermosa vista le fue regalada a Nimai.
El lugar en el que se encontraban no podía verse desde fuera; no obstante, desde allí, podía apreciarse la vasta ciudad. A lo lejos, como una fina línea horizontal, llegaba a verse, incluso, la Cascada de Maljut.
—El destino de todos no está escrito en este lugar —el Rey pronunció esas palabras mientras escudriñaba a sus protegidos, los habitantes de la ciudad—. Tú eres más que un Orador devano o un druida terrano. Eres el Druídevo.
El alma de Nimai sintió que aquello era verdad. No era algo impuesto por el Rey, era algo que había despertado en su interior. Un rugido que le había sacudido por dentro, hasta espantar sus dudas.
—¿Estás dispuesto a un sacrificio para lograr ser merecedor de ese nuevo nombre? —Esa fue la última pregunta que el Rey pensaba dedicarle a Nimai.
El recién bautizado Druídevo guardó silencio, comprendiendo que aquella pregunta no fue formulada para ser respondida, sino para ser ponderada desde su interior. Con ello, terminó la audiencia entre dos seres inauditos en este mundo. ''






