06/05/2017 01:51 PM
(This post was last modified: 06/05/2017 08:51 PM by MarciusNamdev.)
Hola de nuevo, y de nuevo gracias. Para mi esta siendo un placer el saber que por lo general os esta gustando. Es siempre mucho mas de lo que uno se espera.
El libro es bastante extenso, y creo que las dudas densas que plantean sobre el mundo, las lograrías comprender, quizas digamos la paciencia que me tome en que todo encaje puede ser de algun modo contrario a la gente acostumbrada a una literatura mas ligera, pero espero que con cada capitulo podais ir viendo en que dirección se mueve.
Vuestras dudas en verdad son perfectamente logicas.
Luego, respecto a la diferencia entre lo onirico y mitologico que se ven ( o eso e intentado ) los capitulos en los que aparece Melkaius, el mestizo o incluso el rey, y su contraste mas ameno y mundano es algo que desde siempre tuve en cuenta también. Al final, la fantasía Épica requiere de muchos entresijos de mucho desglose, y el quesero y Sohan son en cierta medida un sistema para que el lector pueda descansar de tanta confusión e información.
Y por lo que veo, de momento parece ser que esta siendo así. Los siguientes capítulos sin duda van a ser una verdadera prueba de fuego para esto que digo.
Sin más espero poder subir en unas horas el siguiente capitulo para poder continuar con esta conversación tan productiva.
Saludos.
NOTA: Para no crear un mensaje nuevo de manera innecesaria, insertare aquí el capitulo. Gracias.
Los Herederos de la Luz parte 3.
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El libro es bastante extenso, y creo que las dudas densas que plantean sobre el mundo, las lograrías comprender, quizas digamos la paciencia que me tome en que todo encaje puede ser de algun modo contrario a la gente acostumbrada a una literatura mas ligera, pero espero que con cada capitulo podais ir viendo en que dirección se mueve.
Vuestras dudas en verdad son perfectamente logicas.
Luego, respecto a la diferencia entre lo onirico y mitologico que se ven ( o eso e intentado ) los capitulos en los que aparece Melkaius, el mestizo o incluso el rey, y su contraste mas ameno y mundano es algo que desde siempre tuve en cuenta también. Al final, la fantasía Épica requiere de muchos entresijos de mucho desglose, y el quesero y Sohan son en cierta medida un sistema para que el lector pueda descansar de tanta confusión e información.
Y por lo que veo, de momento parece ser que esta siendo así. Los siguientes capítulos sin duda van a ser una verdadera prueba de fuego para esto que digo.
Sin más espero poder subir en unas horas el siguiente capitulo para poder continuar con esta conversación tan productiva.
Saludos.
NOTA: Para no crear un mensaje nuevo de manera innecesaria, insertare aquí el capitulo. Gracias.
Los Herederos de la Luz parte 3.
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La casualidad, el azar, lo espontáneo. Todo ello es lo que se recuerda del pasado, lo necesario para que apareciese la vida en el mundo llamado Aryam. No obstante, de vez en cuando, surge en la gente la incógnita, y las preguntas se vuelven inevitables. Poco a poco, unos y otros iban descubriendo que lo que podía parecer casualidad, una jugarreta más del caprichoso destino, en realidad, no lo era.
Cuando alguien cosecha un fruto jugoso, cuando un guerrero domina su espada o cuando alguien descubre que bajo sus pies nace la sombra, puede saberse el motivo que está tras ello. Cuando la gente despeja esa incógnita, es cuando sale a relucir la verdad. Y, mientras más cerca se está de la verdad, más próximo se está al origen de uno mismo.
Todos los habitantes del mundo de Aryam estaban atados a ese axioma.
En ocasiones, un haz de luz tan brillante como el mismo Sol podía hacer acto de presencia y, con su traza, marcar los destinos de otros; en otras palabras, un héroe, un ser que estaba por encima de los demás Hijos del Amanecer. Sin embargo, que Vimala fuese conocida como una ciudad inmaculada, era a causa del servicio no de uno solo, no de ese rayo esperanzador, sino de muchas pequeñas luciérnagas que, con su pálido brillo, dan sustento a ese concepto tan frágil llamado paz.
Ellos dedicaban su vida a Maljut, aquel por el que fluyen todas las energías, el Reino bendecido por la luz de la Corona.
Los denominados Oradores de Maljut; devotos de su pueblo que viven y mueren para honrar la luz que, con su destello, da sentido a todos los seres.
Para no vivir alejados de su labor, los Oradores residían y se educaban en el interior de la abadía, en el noreste de la ciudad. Desde allí, usando un camino propio por el interior de la Cascada de Maljut, se movían en silencio hacia el lugar destinado a la oración suprema.
Ese tipo de vida limitaba el poder dedicar tiempo a otro tipo de relaciones, pues de esa manera podía conseguirse que el beneficio para toda la comunidad fuera mayor.
Pero, como siempre, toda regla tiene su excepción. Si se le preguntase a cualquiera por alguien conocido en aquel lugar, todos darían el mismo nombre. Melkaius, el maestro más preciado no sólo por los propios Oradores, sino por todos los ciudadanos.
Aunque tal reconocimiento le hubiese embriagado antaño, la verdad es que eso ya no era así.
Acomodado por completo a la sencillez, dedicó su vida a transmitir las virtudes de la oración y a alentar los buenos actos del día a día.
Aunque era consciente de que parte de la atracción que sentían hacia él se debía a que era el más reciente de los Oradores en haber estado más allá de los límites de Vimala, tenía la esperanza de que sus buenas enseñanzas tuviesen, al final, un mayor peso. Para lograr ese cometido, apenas hablaba de los viajes de aquella época, para así diluir el interés de la gente en ello.
Y de esa manera, bajo el código de vida que él mismo había elegido, y mientras el jolgorio aún se mantenía en las calles, tenía sus sentidos centrados para dedicarse a la tarea para la que se le requiriese.
La gran lista de nombres que había recibido de los jóvenes Oradores, que pedían ser parte de la inminente marcha hacia la otra ciudad, no le sorprendió en absoluto. Él sabía bien que son muchos los motivos que pueden llevar a un joven a querer desprenderse de lo cotidiano.
Sin embargo, también era consciente de que no todos estaban preparados para ello.
Una serie de toques suaves en la puerta le sacaron de la atención que tenía puesta a la lista.
—Adelante —dijo Melkaius, mientras dejaba el papel sobre un taburete.
La puerta se abrió y el joven que se asomó se quedó parado, esperando la confirmación de Melkaius para terminar de entrar.
Esta vez, sin necesitar de su voz, Melkaius hizo pasar al joven con un gesto de su mano.
—Gran Dharmesh —dijo el joven, con sus manos cruzadas a la altura del pecho, en señal de respeto.
Ante el silencio de Melkaius, el joven retomó de nuevo sus palabras.
—No, esto, quiero decir… Maestro Isar —rectificó dubitativamente.
—Siéntate si lo deseas —Melkaius, finalmente, le devolvió las palabras a aquel joven que se había presentado ante él—. Cuéntame, qué necesitas.
Si Melkaius había actuado así no se debía a la arrogancia que, en un momento dado, puede otorgar el poder. En realidad, el título de Dharmesh era el más alto de aquella Orden; sin embargo, él jamás había llegado a tal cargo pese al respeto de sus alumnos. No podía hacerse nada, pues la actitud que tenía paliaba el hecho de que no hubiera un Dharmesh propiamente dicho. Pese a ello, Melkaius no deseaba ostentar gran renombre.
—Veréis, Maestro Isar, sé que empecé hace poco a militar en la Orden —su túnica blanca y perfilada con remaches grisáceos era prueba suficiente para establecer el estado en el que se encontraba dentro de la Orden—, y sé que grandes compañeros se han ofrecido voluntarios para ir a la nueva ciudad, en el Yermo de Golajab. Pero, creo… No, estoy seguro de ello. Mi aprendizaje podría avanzar mucho más. Me esforzaría el doble, no, el triple. Pido que me dejéis marchar.
Melkaius tenía dibujada en el rostro la negación desde que el muchacho comenzó con su discurso. Sin embargo, la fuerza que había puesto a esas últimas palabras le hizo dudar un instante.
—Entiendo que, pese a que todos aquí nos debamos el mismo respeto, es inevitable que se creen lazos más fuertes entre individuales —Melkaius habló sobre esa realidad, tan extendida, tan obvia, fuera de la Orden de los Oradores de Maljut—, pero, si esa es la única cosa que te mueve, lamento decirte que no creo que sea justo que te dé permiso.
—No, Maestro, no es sólo eso… —Respondió el joven con la voz entrecortada, mientras intentaba encontrar una excusa.
—Ah —Melkaius suspiró, sabiendo lo frustrante que podía llegar a ser que te negaran algo en tu juventud—. Tu talento es de los más grandes. Que la prisa no deteriore eso, Miraius.
—Gracias, Maestro —la pesadumbre pareció abandonar su cuerpo cuando descubrió que el hombre más afamado de la Orden recordaba su nombre de entre tantos otros.
Con una reverencia y sus manos cruzadas sobre su pecho, abandonó la habitación con las energías renovadas.
Melkaius volcó de nuevo toda su atención en la lista, para poder ponerle rostro a cada uno de los nombres que solicitaban su respetada opinión.
Con más o menos rapidez, consiguió tachar más de la mitad de los que, creía, no estaban preparados para salir.
La noción del tiempo le asaltó y, echando un vistazo al escritorio, se percató de que el reloj de arena estaba a punto de vaciar su contenido. Se acercaba el cambio de guardia.
En una Orden como la de Maljut, que tenía una labor vital para la ciudad, la división de esfuerzos era algo completamente interiorizado.
Los Oradores, gracias a sus esfuerzos, eran baterías de la misma luz, enviada antaño por la Corona, que a su vez está custodiada por la Alisha en lo alto del monte Sefir. Pero la misión de los Oradores no se limitaba sólo a almacenar energía; debían saber proyectar esa luz.
Para facilitar esa tarea de proyección, los encargados de la guardia debían partir hacia las torres que, desde fuera, podían verse incrustadas en la parte interior de la Cascada de Maljut. Los Oradores tenían un orden establecido para actuar y, entrando en un estado de sueño profundo, dejaban salir y fluir la luz a través ellos creando así una ciudad en la que la noche no era conocida.
Esa era la labor más importante de los Oradores, lo que le daba significado a su educación y, en general, a su existencia.
En dicho sistema, aquellos que no tuviesen el rango de Rohit, eran excluidos. Primero debían entender la luz, para así poder canalizarla. Melkaius, a pesar de su distinción, no era una excepción, y tenía que cumplir con su turno como cualquier otro Orador.
Había llegado la hora y con rapidez salió de su despacho hacia algún Pilar del Horizonte, como se llamaban aquellas torres.
Caminando por los pasillos, recibió gran cantidad de saludos corteses de otros Oradores que o bien se cruzaban con él porque habían terminado su tarea, o bien se dirigían a cumplir con la misma.
—Maestro Isar —dijo una voz frente a él mientras marchaba con la mente puesta en no llegar tarde—, lamento tener que ser tan inoportuno, pero esta vez el Consejo del Aura os requiere.
Cuando escuchó esa voz, sintió que no debía ignorarla. Su vista se centró en la figura que le hablaba, y la reconoció al instante.
—Disculpad mi falta de atención previa —respondió Melkaius con sinceridad al devano frente a él—, pero qué podría necesitar el Gran Consejo de mí, General.
La tela azul que le cubría, las cuatro grandes cicatrices que marcaban su torso, desde la zona de la clavícula derecha hasta el centro del pecho, el pelo largo y negro como el azabache recogido con un adorno peculiar; se trataba de un vistoso broche que, con cinco aberturas en él, permitía recoger la parte superior del cabello, mientras dejaba caer en cinco largos mechones el resto. Esa figura no podía ser otra que la del Gran General de los Tiferet, el Mahesh, uno de los cuatro pilares de aquel reino.
—Todos estamos de acuerdo en que asistáis a una reunión tan importante como la que nos atañe —dijo el General, con un aura de confianza inquebrantable en sus palabras.
—Sin embargo, y ruego perdonéis mi descortesía, no sé que podría aportar alguien como yo —dijo Melkaius con tacto, para no dar la sensación de que rechazaba abiertamente la magna invitación.
—Bien sabéis, Melkaius, que vuestra duda no está justificada —continuó expresando el Gran General, esta vez usando el nombre propio de su interlocutor—. Y, además, ha sido la misma Alisha la que ha dado vuestro nombre, en pos de paliar su propia ausencia.
Para otro podría haber sido extraño que dieran su nombre, pero no para Melkaius. Aunque eso no significaba, para él, que fuese la mejor opción.
—Mis palabras no son más que hormigas ante la sabiduría de la Sacerdotisa Suprema, que es como la de las estrellas —Melkaius no iba a ceder en su intento de liberarse de la responsabilidad que se le estaba asignando—. El único capaz de igualar en palabras a la Sacerdotisa Suprema es Lazarius.
—No es propio de vos esconderos aludiendo a algo que desconocéis, Melkaius —dijo el Gran General con la voz de alguien que sabe que las mentiras no son útiles—. Sabéis bien la posición en la que se encuentra Lazarius y, además, es innecesario el temor que tenéis a la responsabilidad. Creedme cuando os digo, aunque vos mismo lo sabéis, que esto no consigue alcanzar en importancia a las decisiones que ya os visteis obligado a cumplir. Si ya tomasteis decisiones que le pertenecían a Lazarius, y el Consejo está de acuerdo con vuestra presencia, no sé por qué deberíais estar al margen.
—Supongo que no puedo hacer nada para resistir vuestra voluntad, Mahesh —comentó abatido Melkaius, debido al razonamiento del General de los Tiferet.
En ese momento, Melkaius se percató de que uno de los Oradores que regresaba de su turno les miró con gesto cortés, tesitura que aprovechó para atraerlo hacia ellos con un movimiento de su mano.
—Decidme, Maestro Isar —se apresuró a decir el Orador tan pronto como estuvo a la altura de tan grandes personalidades.
—Discúlpame, hermano, pero he de pedirte algo que conlleva un gran esfuerzo —empezó a decir Melkaius, siendo consciente de que era lo que debía hacerse, aunque no le gustara especialmente—. Me requiere un asunto de suma importancia, y sé que acabas de terminar la guardia, pero necesito que ocupes mi lugar.
—Lo haré con gusto, mi señor —dijo el Orador de túnica blanca y bordes dorados, sabiendo que, por estar habituado a la educación dada en la Orden, podría soportarlo.
Y, dirigiendo una vez más una reverencia a las figuras que tenía ante sí, marchó por el camino por el que estaba regresando antes de la interrupción de Melkaius.
Con su tarea más próxima saldada, Melkaius se encaminó junto al Mahesh, el líder de los Tiferet, hacia el enclave de la reunión.
El despacho de Melkaius se encontraba en la parte más alta del edificio de la Orden, sólo un poco por debajo de la Cascada de Maljut, la muralla que protegía la ciudad. El edificio de la Orden estaba incrustado en el muro, así como los Pilares del Horizonte, las torres concebidas para que los Oradores usaran sus habilidades para canalizar la luz. El camino de salida desde allí era mucho más largo de lo que podría parecer a simple vista.
Con cada entrada a un nuevo pasillo y con cada planta que conseguían descender, los saludos respetuosos y breves se sucedían tanto para Melkaius como para el Mahesh.
En el punto exacto que representaba el centro de esa estructura, era donde se reunía el mayor número de habitantes. Eso era porque allí se encontraba la puerta que daba acceso a la Cascada de Maljut, por donde debían caminar hacia los Pilares del Horizonte.
Finalmente llegaron a la puerta principal. No había guardias ni nada semejante, debido a lo sagrado y aislado del lugar; su preservación era sinónimo de la preservación del pueblo, así que nadie se atrevería a intentar nada contra el edificio. Fue el líder de los Tiferet el que abrió la puerta. Con un gesto de su cabeza invitó a pasar a Melkaius primero.
Al poner los pies fuera, Melkaius sintió que había abandonado por completo los designios de la oración para dar paso a una ciudad con las calles desbordadas de transeúntes. Tuvo la sensación de haber vuelto a lo mundano.
Tuvo tiempo para pensar lo admirable que era que la gente de la ciudad pudiera mantener todo en orden mientras se respetaban los unos a los otros. La fina línea que separa un acto dadivoso de uno codicioso, uno alentador de uno desesperanzador o, en definitiva, un acto bondadoso de uno malvado; todo ello estaba muy bien llevado por los habitantes de la ciudad, que cuidaban de su virtud. Al menos, en su inmensa mayoría.
En aquella parte de la ciudad no sólo se encontraba la Casa de Aeshan, donde habitaban los Oradores, sino que además era el núcleo donde se alzaban las construcciones destinadas a los devanos que debían sus esfuerzos a la prosperidad interior de la Cascada de Maljut.
El estilo de arquitectura propio de los devanos favorecía las viviendas altas, que podían ser ocupadas por varias familias que convivían en un mismo edificio.
—Quién le iba a decir a nuestro pueblo —empezó a decir Melkaius, con la mirada fija en aquellas estructuras—, que no le sería posible escalar hacia el cielo, a pesar de la prosperidad que ha alcanzado.
—Seguramente alguien suficientemente sabio como para saber que la prosperidad sólo se alcanza con la certeza de una vida segura —dijo el Mahesh mirando hacia el mismo punto que Melkaius—. ¿No creéis que la prosperidad y el avance fueron, desde siempre, conceptos antagónicos? Cuando el primero existe, no puede aparecer el segundo. Y cuando el segundo está en auge, el primero suele brillar por su ausencia.
—¿Es posible que hayáis confundido prosperidad con estancamiento, mi señor Mahesh? —Comentó Melkaius ante las palabras tajantes de su interlocutor.
—En lo que a mí respecta, no hay ninguna diferencia —dijo el líder de los Tiferet con sequedad, dando a entender que la conversación había terminado ahí.
El General de los Tiferet sabía que la oscuridad podía consumir la esencia de Vimala, puesto que él era el único capaz de resistirla y ascender hasta el lugar que sobrepasaba el refugio del amanecer. La Torre de Falak.
Cuando observaba a la gente, se percataba de la poca preparación que tenían, pues el abrazo sempiterno de la luz les había convertido en seres acomodados, sin ninguna preocupación real más allá de cuánto debían vender el día siguiente, o de cuánto le debían al comerciante de al lado.
—En cualquier caso —empezó a hablar Melkaius, ignorando el tono usado por el General—, no siempre tiene que ser así. A veces surge gente con valentía y esplendor propios, capaces de romper esos esquemas de los que habláis.
En ese momento, Mahesh miró a Melkaius y vio que éste estaba sonriendo. Bajó la mirada y él también sonrió, comprendiendo lo que quería decir el Orador.
—No he cruzado demasiadas palabras con vos, Maestro Isar —dijo el Mahesh, con evidente buen humor—, pero no me cabe duda ahora de que eso es algo de lo que arrepentirme.
Con una reverencia, Melkaius aceptó el cumplido de una de las bases sobre las que se apoyaba la prosperidad de Vimala.
Tras esa pequeña disquisición, ambos se volvieron a encaminar hacia su objetivo. Pronto, se encontraron ante la muralla que llevaba hacia el Jardín del Karma.
—Antes de estar completamente mentalizados para la labor que nos espera —comentó Melkaius por sorpresa, deteniendo al General—, ¿puedo preguntaros algo?
—Por supuesto —respondió el General, deteniendo sus pasos y girándose hacia el Orador.
—Ya que hay un puesto de gran importancia, el cual tengo que ocupar esta vez —continuó Melkaius al ver que el Mahesh de los Tiferet no se oponía—, ¿podría saber cuál es la causa de la ausencia de la Sacerdotisa Suprema?
—No es algo que pueda deciros con exactitud —se apresuró a aclarar el General, como si hubiera estado esperando esa pregunta desde que lo conminó a asistir—, pero como no requeriréis de detalles, os diré que se encuentra bien; ella misma comunicó su ausencia al Rey.
—Gracias —con una nueva reverencia, Melkaius agradeció la información.
Tanto el General como el Orador atravesaron la muralla. Aquella extraña barrera no tenía ningún punto específico por el que cruzar; por el contrario, era tan accesible como impenetrable, según los designios de la máxima autoridad del lugar: el Rey.
Si la puerta de madera de la Casa de Aeshan parecía como si fuese el portal entre dos ciudades muy lejanas, aquella barrera era el portal que unía dos mundos que debían estar regidos por distintas verdades.
Desde el punto por el que habían entrado, aparte de la hermosura de la naturaleza, que se esparcía por todas partes por igual, apareció ante su visión el que llamaban el Templo de los Sabios, con un aura ancestral que despertaba la superstición de cualquiera que se acercase.
Un templo que, pese a tener partes conquistadas por la naturaleza que se encontraba alrededor, se presentaba inexpugnable ante la mirada de cualquier ser de esa ciudad.
Por ello, el único lugar donde podía darse el concilio era en la fortaleza del Rey. Hacia allí se dirigían.
Tanto el Mahesh como Melkaius llegaron sin pérdida; cruzaron el puente, admiraron las representaciones de los anteriores reyes y, como si hubieran sido presentidos, la puerta se abrió justo cuando se pusieron frente a ella.
Tras ella ya les esperaban un séquito de lacayos cargados con bandejas con suntuosos manjares y, en mitad de todos ellos, el Príncipe les esperaba para recibirlos personalmente.
—Bienvenidos al palacio del Rey —pronunció el Príncipe—. Mi padre aún no ha regresado y, hasta que suceda, me ha pedido que os acompañe. Coged toda la comida que sea de vuestro agrado.
El Príncipe intentó con todas sus fuerzas hacer alarde de su educación y de la presencia que requería su posición. Aunque no le gustaba tanta serenidad, sabía que el Mahesh podría entenderle y que era alguien digno de su respeto; por otro lado, también estaba el hecho de que podría chivarse a su padre, con la consecuente reprimenda.
Melkaius, sin embargo, se dedicó a captar ese intento de majestuosidad en su mirada. Por un instante pasó por su cabeza la idea de que Nimai estuviera allí para traducirle, pues ya sabía de su propia boca que compartía ese don con el General.
—El Rey aún no ha llegado —se limitó a traducir el Mahesh al Orador—. Hasta entonces, se os ofrecen los manjares aquí presentes. Por mi parte, no deseo nada ahora mismo.
—Muy amable por vuestra parte, Príncipe —dijo Melkaius directamente al león, ya que sabía que, a diferencia de él, no necesitaba de intermediarios para entender sus palabras—. Sin embargo, no tomaré nada.
Dharmendra, que entendió esas palabras, como se esperaba de él, retiró a los lacayos con un movimiento de cabeza.
—Entonces, si no hay ninguna petición en especial —expresó el Príncipe, retomando la iniciativa—, esperemos cómodamente en la sala del Consejo del Aura.
—Vos primero, mi Príncipe —respondió el General, que ya había estado una vez allí, pero que aún así sabía que era lo adecuado dejar pasar primero al futuro señor de aquel lugar.
Y así fue. El Príncipe se encaminó hacia la sala del Consejo, y tras él, Melkaius y el Mahesh.
A diferencia de otros lugares reseñables de la fortaleza como, por ejemplo, la alcoba del Rey, el lugar de reunión se encontraba en el piso inferior, al mismo nivel que la recepción. Excepto por un par de pasillos entrelazados, no fue difícil llegar al punto de destino.
El acceso al interior de la sala estaba protegido de la vista de los curiosos por una puerta de madera de nogal de extraordinario tallado. El líder de los Tiferet se dispuso a abrirla, pues el Príncipe no podía debido a su fisonomía y Melkaius no tenía potestad.
La sala, a ojos de Melkaius, era poco opulenta y ofrecía un severo contraste con otras pertenencias del Rey.
En ella no existía otra salida, lo que hacía hincapié en el cometido para el que había sido creada. En el centro de la sala había una mesa redonda, tallada en roble, con tres asientos del mismo material, creados, probablemente, por el mismo artesano. A diferencia de los asientos convencionales, éstos no tenían respaldo, además de poseer una extraordinaria holgura. Melkaius se percató de que podrían sentarse dos en cada asiento sin problemas.
El techo, a su vez, no era plano, sino que estaba compuesto por una cúpula de vidrio de diversos colores. Exactamente de aquellos colores que componían el conjunto total de Sefiras. Los motivos de esa ornamentación se debían al primer concilio de la historia de la Creación, pero pocos conocerían su significado con un simple vistazo.
Y, como último detalle, los cuatro estandartes de aquel reino colgaban de las paredes, presidiendo la reunión.
Melkaius, a pesar de la austeridad general de la sala, paseó la mirada por cada detalle con interés. Cuando sus ojos llegaron a la mesa, dudó sobre dónde debía sentarse. Por mucho que observara, no encontraba ninguna característica que denotara la posición de cada uno.
—No os preocupéis por las jerarquías mientras nos encontremos en esta sala, Melkaius —dijo el Mahesh al ver la indecisión del Orador—. En este lugar, tal cosa no existe. Tomad el asiento que más os plazca.
El Orador asintió mientras se sentaba a la derecha de la mesa, según el punto de vista del que entraba.
—Agradecemos vuestra compañía, Príncipe —expresó el líder de los Tiferet mientras se sentaba a la izquierda—, pero si hay otras cosas a las que os debáis dedicar, no sería molestia para nosotros quedarnos aquí.
—¿Está todo bien, entonces? —Expresó el Príncipe con verdaderos deseos de marchar a otros asuntos, mientras buscaba con la mirada la aprobación del General.
Mahesh asintió con la cabeza y con su mirada transmitió la confianza que caracterizaba su trato con otros. No pensaba hablar mal de la actitud del joven heredero a su padre, pues sabía bien que eso era algo que preocupaba al león y no quería cargarle con más responsabilidad de la necesaria.
El Príncipe hizo una reverencia a ambos y marchó por la única puerta de la habitación. Cuando estuvo fuera de la mirada del General, retomó sus andares despreocupados.
—Me gustaría pediros algo, General —dijo Melkaius, rompiendo el silencio que se había creado desde que el Príncipe abandonó la sala—. Mientras Su Majestad llega, ¿os importaría adelantarme el tema de la reunión?
—Es mejor que esperéis al Rey para ello —contestó el Mahesh, mientras tamborileaba con sus dedos en la mesa—. Es de justicia que todos estemos presentes antes de comenzar a debatir nada, ¿no creéis?
Melkaius estuvo de acuerdo con el General, así que ambos se limitaron a esperar a que el Rey hiciera acto de presencia.
—La espera ha concluido —dijo el Rey mientras revelaba su presencia—, y antes de dar comienzo a este Consejo, he de decir, Orador, que agradezco tu asistencia.
Aquellas palabras fueron nítidas para el Mahesh de los Tiferet, como era costumbre, pero también para Melkaius, a pesar de que fueran simples rugidos a sus oídos. Pero no todo iba a resultar así de intuitivo. A partir de entonces, el Mahesh se dedicaría a traducir todo lo que el Rey tuviera que decir al Orador, para llegar a un entendimiento aceptable.
—La gratitud es mía por ser aceptado ante vuestra presencia —dijo Melkaius en respuesta a las palabras del Rey, mientras miraba la poderosa figura del león como si estuviese siendo movido por una fuerza a la que no podía resistirse.
El Rey Devdas, a diferencia de él, no necesitaba de intermediarios para entender lo que se le decía e, inclinando la cabeza, aceptó la nobleza del Orador. Al instante, tomó el asiento que quedaba.
Melkaius, al observar el porte del Rey sobre aquel asiento, entendió el porqué de que tuviesen tal forma. Al ser un lugar donde ningún asiento pertenecía a nadie en particular, todos debían poder acomodar el cuerpo del soberano.
—Como ya sabéis —dijo el Rey, tomando la iniciativa en el evento—, las grandes alianzas que se han formado entre las razas de este mundo, en mayor medida entre los ukanos y los devanos, han traído a nuestra ciudad nuevas y bellas formas de entender la vida y han permitido estrechar lazos de amistad que sólo pueden suponer un avance hacia algo mejor. No obstante, no podemos negar que tal crecimiento podría escapar de las fronteras establecidas por nuestros antepasados. Más bien, es de importancia capital que estas fronteras sean traspasadas.
—Por suerte para este reino, la mirada del Rey no se relaja ni en la más absoluta calma —dijo el Mahesh mirando a Devdas—. Por ello, podríamos decir que la nueva ciudad ha llegado cuando se la necesitaba.
—A pesar de eso —replicó el soberano—, no tomaré la autoridad para decidir quiénes deben marchar. El criterio de los ciudadanos les pertenece a los ciudadanos. Vosotros, sin embargo, deberéis decidir sobre la posición de la Orden de Maljut y de la Orden de Tiferet, respectivamente.
—¿Qué hay de los ukanos? —Dijo Melkaius, rompiendo su silencio—. Muchos de ellos han colaborado más activamente que el resto, y a pesar de que es obvio que lo hacen por tener un lugar donde materializar las costumbres de sus ancestros, no podemos desechar la idea de que su esfuerzo serviría para apoyar a los que marchen.
—Ellos creo que deben ser tomados como caso aparte —contestó el Mahesh al Orador—. Por su cultura, no son gente preparada para dedicar su vida a la veneración de la luz, así que, en ese sentido, siguen teniendo las libertades de cualquier ciudadano de a pie. Hay alguno que otro que pertenece a la milicia, pero estoy dispuesto a permitir que ellos también decidan por sí mismos.
Ante lo dicho por el General, tanto el Rey como Melkaius asintieron.
—En ese caso, ya no hay más dudas al respecto —dijo el Rey mientras miraba a ambos representantes de las dos grandes Órdenes de la ciudad—. Vosotros cumpliréis con lo que se os ha encomendado, y yo me dedicaré a ser testigo de la libertad con la que cada uno actúe.
—Me parece aceptable, mi Rey, pero hay algo que no deberíamos obviar —comentó el General, abriendo un nuevo tema de conversación.
—Habla, Mahesh —apremió Devdas al líder de los Tiferet.
—Pueden surgir diversos problemas de logística para aquellos que decidan abandonar la ciudad —dijo el Mahesh, poniendo de relieve una realidad que todos conocían—. Creo que alguien respetable debería acompañar en este éxodo a estos ciudadanos que, como sabemos, no están tan bien preparados como para desenvolverse eficientemente en las afueras.
—Eso es cierto. Además, si la nueva ciudad es fiable, se debe a que ha podido alzarse en aquellas tierras un Pilar del Horizonte —explicó el Rey, mirando directamente a Melkaius—. Eso supone que alguien suficientemente alabado por los ciudadanos y que, además, pueda usar la habilidad del Pilar, debe ser el embajador.
Tras unos breves instantes de silencio, que sirvieron a los presentes para reflexionar, Devdas volvió a tomar la palabra.
—Está decidido —comentó con ímpetu el soberano—. Qué opinas, Melkaius, de que sea Nimaius el que tome las riendas del nuevo Pilar del Horizonte.
—Sus cualidades están fuera de toda duda; es alguien con mucha autodisciplina —respondió Melkaius como si ya tuviese clara la respuesta incluso antes de conocer la pregunta exacta—. Sin embargo, mi señor, él no es alguien que acepte este tipo de responsabilidades. No se le podrá convencer de ningún modo, porque es consciente de que su falta de compromiso no se debe a que no se vea lo suficientemente capaz, sino a que no desea realizar tales mandatos.
—¿Qué propones, pues? —Comentó el Rey visiblemente contrariado.
—Lo haré yo —contestó Melkaius—. Si no tenéis ningún inconveniente, por supuesto.
—Me parece adecuado —respondió Devdas tras un momento de pausa, como si hubiera podido comprobar que ese gesto estaba en orden con el equilibrio general.
—Yo, por mi parte, me reuniré con mis soldados para terminar de perfilar este cometido —comentó el Mahesh, pero en su rostro podía leerse que una pregunta estaba bullendo en su interior.
—¿Qué ocurre, Mahesh? Ya sabes que no debes guardarte nada para ti, y menos si nos encontramos dentro de estas cuatro paredes —dijo el Rey con autoridad mientras observaba el rostro del Gran General.
—Sólo me preguntaba si habíais recibido vaticinio alguno de los Sabios —expresó el Mahesh con curiosidad—. Aunque, si no lo habéis mencionado ya, imagino que la respuesta será negativa.
—Imaginas bien, Mahesh —respondió el Rey mientras asentía a su fiel compañero—. No han querido pronunciarse.
Los Sabios, aquellos antiguos seres que habitaban en el templo de Sarvagya, eran miembros del Consejo del Aura. Sin embargo, la ausencia de sus auspicios se había prolongado desde que el ancestro del Rey Devdas había tenido audiencia con ellos. Cada vez que algún acontecimiento pudiera alterar el orden natural, o el orden establecido por su soberanía, Devdas sabía que debía acudir allí, pues una fuerza sobrenatural le impulsaba a ello, a pesar de no haber recibido nunca una respuesta.
—Bien, si no hay nada más que sea objeto de debate para el Consejo —tomando la palabra de nuevo, El Rey se dispuso a zanjar la reunión—, comenzad con vuestras obligaciones.
Nadie necesitó decir una palabra más. La reunión del Consejo del Aura había dado su veredicto; ahora sólo restaba ejecutarlo.''






