12/05/2017 06:50 AM
Hola de nuevo, he estado ocupado estos días así que no he podido continuar con las muestras. pero aqui estoy de nuevo. Gracias de antemano.
'' Los Herederos de la Luz Parte 4''.
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Sólo hubo una cosa que desvió la atención de Nirek. La sombra de Shauri, pasando junto a él, clavándole una mirada que parecía decir: “te arrepentirás de esto”.
'' Los Herederos de la Luz Parte 4''.
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''Si alguien preguntara a otro sobre la forma más digna de vivir, con toda seguridad recibiría una respuesta basada en las circunstancias. El lugar, el momento, e incluso la tradición, son los factores más recurrentes. Sin embargo, si alguien le preguntara a otro sobre cuánto tiempo se tiene para vivir esa vida que se ha elegido, la respuesta será invariable: poco.
Sólo se vive una vez y hay que aprovechar el tiempo que se nos ha dado en el mundo; esa es la herencia para todas las criaturas vivas.
Sin importar cómo, el ser que vive debe aspirar a convertirse en algo en ese lapso, pues la muerte significa la nada, la extinción de todas las aspiraciones. Con esa premisa marcando las existencias de todas las criaturas que habitan el mundo, es seguro que todas intentarán alcanzar algún tipo de trascendencia.
Pero, por muy diáfano que parezca ser un sistema, la semilla de la rebeldía siempre germina en él.
Ese era el caso de Nirek, fruto del antiguo pacto, devano y ukano a partes iguales. No siendo suficientes para él las dudas intrínsecas a la propia vida, se cuestionó lo que debía esconder la muerte. De ese modo, desafió no sólo lo establecido por los pueblos de los que provenía, sino al resto de la Creación.
Su padre ukano murió a causa de la vejez. Para un devano podría parecer que su muerte fue prematura, pero para la raza ukana esa edad era más que digna para morir. Su madre, sin embargo, pareciendo joven incluso para los devanos, sufrió el mismo destino de su marido. Algo que no parecía tener explicación para el joven Nirek.
¿Por qué existía esa diferencia? ¿Por qué unos tenían que partir hacia el Otro Mundo antes que otros?
Eso fue lo primero que, en su afán por encontrar la verdad, se preguntó. Si era cierto que los seres vivos debían aprovechar su existencia, ¿por qué unos abandonaban este mundo sin fructificar? Esa injusticia, que para algunos estaba establecida como el orden natural, a él comenzaba a indignarle.
¿Era que, tal vez, si algunos marchaban antes se debía a que existía una fuerza que requería de sus servicios antes que los del resto? ¿Qué pasaría si algunas razas tenían que ser más trascendentes en otro lugar que las demás? Quizá la respuesta a todas sus cavilaciones se encontraba en el Otro Mundo; un lugar hipotético, invisible para los ojos mortales y que sólo se mostraba cuando se llamaba a alguien a formar parte de él.
Si algo así pudiera ser cierto, significaría el fin de las restricciones impuestas por la muerte.
Nirek decidió trabajar sobre la hipótesis del Otro Mundo; no tenía más evidencia que su fe, pero estaba dispuesto a asumir los riesgos. Y la manera en que lo hizo fue atentando contra su propia vida.
En ese momento, algo se abrió ante sus ojos. Su padre, su madre, ambos estaban frente a él. ¿Era una alucinación provocada por la cercanía a la muerte?
No. En aquel instante, Nirek sintió que su padre, su madre, y él mismo estaban en el mismo lugar, compartiendo espacio. Escuchó las palabras de sus progenitores, y no como un recuerdo, pues le dijeron algo totalmente nuevo, algo que no habían hablado jamás en vida.
Sintió un inmenso deseo de quedarse allí, al calor de sus seres más amados. Sin embargo, algo hizo que volviera al mundo de los vivos; se encontró de nuevo solo, y sin poder recordar lo que sus padres le habían dicho. A pesar de esa amnesia, la certeza de que las palabras de sus padres habían llegado a su corazón era imborrable.
La idea de que había vuelto porque aún le quedaba algo por hacer en el mundo de los vivos fue creciendo en su interior. ¿Ese algo era, quizá, revelar la verdad a su gente? ¿Al mundo? Comenzó a expandir relatos sobre lo que había experimentado por diversos círculos, pero no hubo nadie que le creyera. Quizá nadie quería creer algo que atentaba con tanta fuerza contra lo connatural.
La evidencia estaba de su lado, y sus palabras podrían haberse asemejado a las de un profeta; no obstante, aunque alguien posea una verdad poderosa, hay ocasiones en las que otros no pueden comprenderla. Esa ha sido la ruina de grandes hombres a lo largo de la historia, y no sólo en Vimala, sino en los rincones más inhóspitos de todo Aryam.
A pesar del aciago panorama, Nirek no se resignó, y se dedicó a buscar la manera de hacer tangible su experiencia con el Otro Mundo. Tenía que encontrar la manera de que ese mundo cobrara significado en las almas de aquellos que aún vivían.
Un buen día, Lomir, un ukano, ya anciano y gran forjador, que había escuchado por otros de los delirios de Nirek, decidió acercarse a él.
Su esposa, Amir, conocida por ser una ukana extraordinariamente longeva, comenzó a atisbar en lontananza ese temido final. Temido por su esposo, más bien, pues ella creía que ya había cumplido con su cometido en el mundo de los vivos. Había aceptado el destino tal como venía.
Lomir, que veía que sería él quien se quedaría solo en este mundo, sintió el temor que sólo la muerte puede provocar. Semejante cosa no había sucedido nunca en el pueblo ukano, gallardo por naturaleza.
Por un tiempo, Nirek tuvo alguien con quien expresarse tal y como era. Lomir escuchó atentamente sus palabras.
Desde su primer encuentro ya habían pasado meses, y el inevitable final de Amir llegó.
Lomir deseaba que Nirek estuviese presente, y Nirek, a su vez, tenía deseo de salir, aunque sólo fuese por aquella vez, de su propia burbuja.
Para su desgracia, ellos no eran los únicos con voz en la comunidad ukana. Su relación estaba mal vista por el resto de integrantes, que habían puesto toda su esperanza en Shauri, uno de los mayores detractores de Nirek, también mestizo de devanos y ukanos. Finalmente, consiguió separar a Lomir de los delirios de Nirek, como él mismo lo expresaba. La realidad era que Nirek se había separado de Lomir porque no quería perjudicarle socialmente.
Mientras sus hermanos de sangre ukana preparaban en el desierto el fin de Amir, Nirek seguía con su propia misión, aislado en el hogar que se le había asignado en la nueva ciudad.
Aún quedaban un par de días para que la ciudad creada para desobstruir Vimala pudiera ser habitable. Sin embargo, los ukanos y los mestizos habían recibido permiso para incorporarse ya a aquel nuevo comienzo, en gratitud por sus esfuerzos. Escogieron, pues, la nueva ciudad para dar el último adiós a la difunta.
El silencio en el hogar de Nirek era absoluto, ya que era esencial para su búsqueda. La voz del Otro Mundo era frágil y la más mínima brisa de este mundo podría tergiversar el mensaje.
Con la vista apuntando hacia el techo de piedra reforzado por vigas de gruesa madera, Nirek buscó mantener la concentración para que, con paciencia, pudiese conectar su visión a lo imperceptible.
El tiempo transcurría y los detalles de uno de los relieves más desgastados de la madera comenzaron a difuminarse, dando paso a otro tipo de figura.
Nirek sintió que su cuerpo se hacía más ligero, más libre, y cuando se percató de su alrededor, lo que veía ya no era su hogar asignado en la nueva ciudad, sino el hogar que le vio nacer en Vimala.
Las cosas seguían tal y como las había dejado antes de partir.
Se dejó llevar y comenzó a flotar por todo el lugar. Su familia se asentó a las afueras de la Cascada de Maljut, por lo que su casa estaba construida fundamentalmente de madera, a diferencia de las estructuras que pertenecían al interior de la muralla, en las que predominaba la piedra. Lo único que no podía sentir, pero que a su vista parecía igual, era el crujido de los tablones de madera que se unían entre sí, formando el suelo.
En ese momento, escuchó precisamente cómo unos pasos en el piso superior delataban que alguien había pensado en entrar en su propiedad, aprovechando que él no se encontraba allí.
Como si estuviera siendo arrastrado por la brisa a causa de su fragilidad corporal, ascendió, llegando al pasillo que conectaba con las habitaciones. Ante él se presentó una diminuta figura a la que no podía ponerle rostro por la ausencia de luz.
La silueta parecía mirar de un lado a otro, alertada, temiendo que alguien la hubiera escuchado. Actuaba de la misma manera que alguien que sabe que está haciendo mal.
Sin embargo, cuando el contorno parecía que se giraba hacia Nirek, no pudo notar su presencia.
—Tú, pequeño potro —dijo Nirek, emulando las palabras que su madre le decía cuando no era más grande que aquella figura—, fuera de esta casa. No te pertenece.
El muchacho, pues estaba seguro ya de que se trataba de un crío, no reaccionó de ninguna manera.
Nirek entendió entonces que la gente normal no puede escuchar mediante métodos mundanos a aquellos que caminan por el Otro Mundo. Por fin había conseguido romper su cascarón físico; estaba lleno de júbilo por su logro.
Mientras la satisfacción interior de Nirek aumentaba, el muchacho abrió la puerta de una de las habitaciones, y con cautela comenzó a asomar su cabeza por la apertura que se iba formando mientras la puerta cedía.
Nirek frunció el ceño, sabiendo que el muchacho no había elegido esa habitación por azar. Decidió, pues, entrar tras él.
A pesar de su cuerpo etéreo, una ola de sensaciones le inundó. Aquella habitación era la más especial, el lugar predilecto de su padre, pues allí había guardados recuerdos de su vieja ciudad, de su lugar de origen.
Recuerdos tallados por hermanos; hachas, espadas y todo tipo de armamento que aún conservaban los dedos marcados en la empuñadura. Todos ellos eran objetos magníficos, que cualquier artesano podría haber admirado. Aquel muchacho, no obstante, no les prestó la más mínima atención. Sabía hacia dónde ir, el lugar donde encontrar el premio que buscaba.
El armario situado junto a la ventana fue lo que llamó toda su atención. El muchacho, sin discreción alguna, llevado por una extraña prisa, abrió uno a uno los cajones con cuidado de no remover demasiado de su interior.
Nirek, consciente de que no podría actuar en ese instante contra el usurpador, forzó su memoria para poder rememorar en un futuro el rostro de ese chico a su regreso, y así poder recuperar lo que quisiera llevarse.
Para su sorpresa, el chico sacó de uno de los cajones la cabeza tallada de un caballo; una cabeza que se había desprendido de su cuerpo hacía tiempo, y que poseía dos expresiones distintas. Una era la serenidad personificada, y la otra la belicosidad en su extremo.
El bien más preciado de su padre, algo que guardó con recelo incluso de él, su propio hijo, hasta que el momento adecuado llegase. Un momento que, en realidad, ya llegó.
Era imposible que estuviese en ese armario, porque Nirek lo llevaba siempre consigo. Con cierta intriga, se llevó la mano hacia el pecho y comprobó que, efectivamente, la cabeza de caballo seguía colgando de la cadena atada a su cuello.
La madera crujió por fuera de la habitación y el muchacho, que sí pudo escuchar ese sonido, se escondió con presteza bajo el escritorio.
—Tú, pequeño potro —dijo una voz, que resonaba tras Nirek, en la puerta de la habitación—, ¿cuántas veces tendrá que repetirte tu padre que algo tan valioso no puede obtenerse de esa manera?
Nirek se giró para comprobar que lo que escuchaba no era una ilusión. Su piel clara, sus ojos azules, su cabello ondulado del color de la miel. La mujer más bella que había visto jamás. Su madre.
Hipnotizado por la visión de la persona que más había querido, no se percató de que el muchacho avanzó hacia ella, atravesando su cuerpo insustancial.
El extraño manto que había ocultado hasta entonces la identidad de aquel muchacho se desvaneció, y Nirek entendió que se trataba de él mismo, en su juventud, tal como se recordaba.
—Nirek, Nirek, Nirek… —Escuchaba a su madre una y otra vez.
Entonces, los ojos del mestizo se abrieron. Se trataba de un mero sueño, y su decepción era palpable. Estaba de nuevo en el mundo real, que tan bien conocía y que tan poco le apasionaba. No había modificado su posición ni un milímetro, y sus ojos todavía apuntaban a la viga de madera en el techo.
—Nirek… ¡Nirek! —Decía una voz real tras la puerta cerrada, que conocía y que parecía estar cansándose de reclamar su atención.
—Pasa, abuelo Lomir —respondió tan rápido como su cuerpo se restableció de su sopor.
Al mismo tiempo que Lomir abría prudentemente la puerta, Nirek se incorporaba para acabar sentado sobre la cama.
—Siento si interrumpo algo, hijo —dijo Lomir con la voz quebrada ya por los años—, pero me gustaría preguntarte algo. Es importante para mí.
Nirek asintió al anciano, dando su consentimiento para recibir cualquier cuestión.
Lomir, caminando como si sus piernas estuvieran atadas con zarzas que le punzasen con dolor, logró sentarse junto a Nirek.
—He escrito algo, pero… —Comenzó a decir, atribulado por las dudas— ¿Crees que ella podrá escucharlo?
Con una soltura en las manos extraordinaria, hecho que contrastaba con sus capacidades físicas actuales, sacó de una bolsa que colgaba de su cinto una tablilla de piedra de color broncíneo, como el color de piel de los ukanos, y se la enseñó a Nirek.
—Seguro que lo hará —contestó Nirek con los ojos fijos en la tablilla, lleno de seguridad—, pero tú no podrás oír la respuesta que ella te dé.
—No importa —se apresuró a decir Lomir—, muy pronto, podrá decírmelo personalmente.
Cuando ambos dijeron y oyeron todo lo necesario en aquel momento, se produjo un cómodo silencio; esa sensación de paz hizo que cada uno evocara sus propios pensamientos. De pronto, unos pasos firmes al principio y unos murmullos salvajes después rompieron la tranquilidad de que disfrutaban.
Sin ser tan respetuoso como Lomir, el artífice de aquellos sonidos abrió la puerta de par en par.
El ser que hizo acto de presencia compartía rasgos con Nirek, ya que al igual que él, era producto de la unión de lo devano y lo ukano; aunque, a diferencia de éste, los rasgos que parecían predominar en el invitado inesperado eran los ukanos.
—No vas a dejar en paz al abuelo Lomir ni en el peor de los momentos —dijo el indeseado visitante con la mirada clavada en su congénere mestizo—. Deja por un día tu locura, Nirek.
—He sido yo el que se ha acercado a él —dijo Lomir, en honor a la verdad—. Si debes tener ese tono con alguien, que sea conmigo, Shauri.
Shauri, aquel que había tomado el mando de los detractores de Nirek, al ver la ausencia de Lomir tuvo claro quién debía ser el causante.
—Abuelo, después de todo lo que has pasado, no deberías caer en mentiras así —respondió Shauri, mucho más comedido—. Ella ha dejado este mundo, es el orden natural de las cosas. Las mentiras de este impostor son equivalentes a la Mente Impura.
Todos quedaron en silencio; ni Nirek esperaba que Shauri hiciera referencia a algo tan destructivo para todos los Hijos del Amanecer, y menos equiparándolo a su persona.
—El orden natural de las cosas es distinto para mí ahora —replicó Lomir, haciendo caso omiso de la desvergüenza de Shauri.
—Ya veo —Shauri pronunció esas últimas palabras con desdén mientras observaba la tablilla que, en ese momento, sostenía Nirek—. Haz lo que quieras, pero es la hora.
Ante esas palabras Lomir se incorporó, y tanto él como Shauri comenzaron a caminar hacia la salida.
—¿Acaso no vas a venir? —Dijo el anciano, cerca ya de la puerta de la habitación, pues no notó el más mínimo movimiento en Nirek—. Yo quiero que estés presente, y seguro que Amir también lo desea.
Nirek no tenía intención alguna de presentarse allí, sabiendo que estarían todos los que le rehusaban; sin embargo, algo le impulsó a levantarse.
El hecho de que Lomir había hablado de su mujer en presente, era lo que le había dado la motivación. Para él, eso significaba que se recompensaba su esfuerzo.
Shauri, probablemente, ya estaría fuera de la casa, y Nirek, en apenas tres zancadas, ya se había puesto a la altura de un Lomir ralentizado por la edad. Juntos, salieron al desierto donde se había edificado la nueva ciudad.
Los vientos de aquellos parajes se vieron frenados por la muralla de la ciudad; no obstante, no era suficiente para paliar totalmente las tormentas de arena y todos los ukanos y los descendientes de éstos llevaban la cabeza cubierta por harapos.
Nirek, sin embargo, no había encontrado la tela que había preparado de antemano para cubrirse. Estaba seguro de que había sido cosa de Shauri y sus acólitos, como una medida absurda para evitar su presencia en el funeral.
Al poco de que Nirek se pusiera a la altura de Lomir, con la clara intención de asistir, pues ambos se habían unido a la fila puesta en marcha hacia la salida señalizada, no tardaron en ser presa de miradas de repudio a cada cual más indiscreta.
Siendo conscientes de que sucedería, y estando acostumbrados, aunque sobre todo Nirek, a ese tipo de miradas, no prestaron atención y continuaron hacia el lugar que tenían derecho a ocupar.
En las afueras la arena era más persistente, hasta el punto de que Nirek tuvo que usar su brazo para cubrirse, como sustituto de la tela robada. Como si creyesen que no podían ser vistos, algunos dibujaron en sus rostros obscenas muecas, mostrando que les parecía graciosa la desgracia del mestizo.
Nirek no dijo nada, pues no era el momento. Además, de una manera ridícula, algunos de los que se habían reído estaban en la misma situación que él; tampoco transportaban sus telas.
Nirek pensó que podía tratarse de otra estratagema para hacer parecer que lo que le había sucedido era algo generalizado.
Una vez inmersos en las arenas del desierto, anaranjadas como el azufre y ardientes como la flama, bordearon la muralla por el exterior para dirigirse al punto opuesto en el que se encontraban. De esa manera, buscaban penetrar más en ese páramo. Una vez tuvieron a la vista la pira, se dispersó su marcha en fila y se reorganizaron alrededor de la misma.
Alrededor de la pira habían sido colocados todos aquellos objetos que en su día formaron parte de ella; todo confeccionado por sus propias manos.
Los ukanos, desde tiempos remotos, practicaban como ritual fúnebre la incineración, pues creían que cuando su cuerpo moría y era vaciado de su esencia, éste podría ser ocupado por la Mente Impura, deshonrando toda una vida al servicio de un próspero amanecer. A su vez, todos los objetos en los que el fallecido había volcado sus días eran destruidos, por la misma causa.
La muerte para ellos significaba, literalmente, la nada.
Acostada y visible, pues ninguna tela cubría su cuerpo inerte, yacía Amir, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su pecho.
La razón de esa exposición era que, además de que podían controlar de una manera más eficiente que no quedara nada de sus restos, los ukanos habían sido bendecidos, incluso en la muerte, con un cuerpo impoluto. Sus vidas eran más cortas que las del resto de razas, pero si se diese el extraño caso de que el cuerpo no fuese quemado, sino enterrado, el paso de los años no importaría, pues la descomposición no tendría efecto en ellos.
Nadie quería decir ni una palabra; todos esperaban a ver el cuerpo arder para continuar con sus vidas, la única que poseían y que aprovecharían.
Shauri, con los ojos clavados en el suelo intentando que su mirada no se encontrase con la de Nirek o con la de Lomir, se acercó a este último con una antorcha y se la colocó en la mano derecha para que cumpliera con su cometido. El anciano, alzando la mano hacia el rayo de luz concentrado con el espejo consagrado para tal fin, miró a Nirek que, acercándole la tablilla con las últimas palabras que el ukano quería dedicarle a su esposa, despertó miradas de indignación. A pesar de todo, las cóleras se reprimieron, pues entendieron que no era el momento adecuado para dar rienda suelta a la disputa.
Con las dos cosas que necesitaba, Lomir se acercó a la pira. Entonando con potente voz el idioma ukano, se dirigió por última vez al gran amor de su vida.
—¡Ujev, ya dunod ziuysa delyexezud! ¡yiyzu dovud-mal apcmumu; yiyzu dovud-mal hvodu mo pu yumu, havfio pu yumu ya oqdedso! Pu jiovso od dapa iy piluv mo odhovu, b jo fimu haza huvu voiyevjo zaysela.
El viento del desierto, que tan molesto le había parecido a los presentes, se convirtió por unos instantes en su aliado. Tan enfrascado como estaba Lomir en su lectura, no se percató del desprecio de los presentes hacia lo que, creían, era una gran farsa.
Lomir no recibiría ningún reproche; Nirek, sin embargo, ya sabía que había sido marcado como la presa, pues sus palabras hacían referencia a que la nada era simplemente un lugar de espera, en clara referencia a lo que Nirek le había enseñado.
Lomir colocó la tablilla sobre el pecho de su mujer, y con la mano que le quedó libre acarició por última vez sus yertas manos. Tras ello, se alejó y prendió la pira; ahora sólo quedaba esperar.
Una columna de humo blanco se extendió hacia el cielo. La espera comenzaba a incomodar a los invitados que, pese a haber asistido a una gran cantidad de rituales fúnebres, sintieron la necesidad de marcharse de aquel lugar. El motivo era la falta de tacto del anciano en las palabras que había pronunciado antes, además de las inclemencias del propio desierto, implacable si se le intentaba hacer frente durante largos periodos al raso. A pesar de todo, decidieron quedarse hasta el final.
La columna fue haciéndose cada vez más delgada y el viento que los azotaba se encargaría de dispersar las cenizas. Para poder terminar el ritual, algunos de los allí presentes cargaron con las grandes jarras que habían dejado junto a ellos, y vertieron el agua recogida en Vimala sobre la arena del desierto, mezclándose simbólicamente hasta las capas más profundas del suelo.
La despedida para unos, y el hasta luego para Lomir, llegó a su fin.
En pequeños grupos de familiares o amigos los asistentes reanudaron la marcha hacia el interior de la muralla, sin querer decir nada por el momento. Cuando llegaran a la privacidad del hogar, maldecirían al mestizo. Lomir se quedó un rato más, y Nirek se mantuvo a su lado, observando el lugar donde, hasta hacía un momento, había estado el cuerpo físico de Amir.