Estoy empezando una novela. Lo único que he escrito, por ahora, es el prólogo. Ya tengo las ideas principales hechas en mi cabeza. Quisiera conocer vuestras críticas, si fuera posible. Iré subiendo los capítulos poco a poco.
Vio al fin una oquedad en el pie de la montaña. Ya empezaba a creer que el tiempo empleado iba a ser en vano, pero no fue así. Todo era un mal augurio, las nubes y la lluvia siempre lo provocaban. Aquel cielo encapotado no era bueno para nadie y el frío que se extendía por la llanura penetraba más allá de la ropa, calando en los huesos. Ya estaba viejo y aquello era demasiado para él, pero tenía que poner todo su empeño si quería conseguirlo, si quería la paz de su pueblo.
Apartó las pequeñas rocas que obstruían el paso de una persona. Vaciló un momento antes de entrar. Lo había pensado muchas veces a lo largo de los últimos años y, después de tantos intentos fracasados, decidió hacer lo último que se le ocurriría a cualquier ser humano. Un olor putrefacto inundó todo su ser. Apretó la mandíbula y, con esfuerzo sobrehumano, comenzó a caminar por el pequeño y angosto túnel que se extendía ante él. Era un camino estrecho y muy bajo, con lo cual tenía que ir encorvado; y tan solo anduvo dos minutos, ya tuvo que soportar el dolor descomunal en la espalda.
Estoy demasiado viejo para esto. ¿Por qué he de ser yo? No hay otro loco en el mundo, al parecer...
El túnel corría hacia abajo, serpenteando cuando no podía hacerlo más. En varias ocasiones tropezó y estuvo a punto de caerse. El cabello grisáceo se le pegaba a la frente y el sudor le caía a los ojos. Su corazón retumbaba con la fuerza de un terremoto. El frío asemejaba a una noche del invierno más mortal que hubiera habido en la historia de la Tierra.
Era viejo, sí, pero al menos tenía el bastón para ayudarse en aquel camino tan pedregoso, el cual se bifurcaba, ambos peligrosamente hacia abajo. No titubeó, ya sabía qué bifurcación era la correcta. Lo había leído tantas veces que le era imposible olvidarlo, por más que quisiera.
Después de lo que parecieron horas y horas, llegó a un amplio arco de piedra. En el borde rezaba: Los muertos no renacen.
Sufrió un escalofrío. De pronto, se percató de que estaba temblando y ni siquiera se encontraba nervioso. Algo sombrío había en el ambiente, algo sobrecogedor que lo hizo encogerse de miedo. Se agachó y se quitó el sudor de la cara con las manos.
Sé valiente, viejo. Tienes que despertarlo, si no todo esto será en vano y las cosas sucederán de nuevo. Y siempre las mismas...
Se incorporó como le fue posible. Tuvo mucho cuidado de no escapársele el frasco del bolsillo de su chaqueta. Suspirando hondamente y sintiéndose ya con miedo, ya con excitación, atravesó la puerta con tambaleantes movimientos confusos.
Una gran sala gigantesca era lo que le esperaba. El suelo era piramidal, pero hacia abajo. Bajó las escaleras mientras iba mirando las antorchas que, aunque de manera tenue, aún prendían en sus goznes. Supuestamente, allí no había estado nadie en movimiento desde hacía trescientos años, ¿cómo podían seguir las antorchas con vida?
No pienses, viejo, no pienses.
Una gruesa capa de polvo cubría el suelo y lo que parecían cientos de objetos que yacían en el suelo desparramados. Siguió adelante hasta el centro de la estancia, donde había algo semejante a una mesa rectangular y bastante alargada. Un ataúd, eso es lo que era, un ataúd.
El anciano tragó saliva. El ataúd no tenía tapa y la madera se encontraba en descomposición. Al ver lo que había dentro, no tuvo más que agacharse y vomitar en el suelo. Era lo más asqueroso que había visto en su vida, asqueroso, tétrico y espeluznante. Aún agachado, ladeó la cabeza y vio en realidad lo que antes le pareció objetos escondidos tras el polvo. Eran cadáveres, cientos de cadáveres amontonados y putrefactos. De ahí el olor nauseabundo que le hizo vomitar más veces.
Después de recuperar un poco la compostura, metió la mano en el bolsillo y sacó aquel frasco con un oscuro y denso líquido. Miró de nuevo al hombre que se hallaba durmiendo en la tumba. Prácticamente, era un esqueleto con una fina y rajada capa de piel. Los párpados se encontraban cerrados, protegiendo, si aún tenía, unos ojos malévolos y traicioneros.
Espero que esto sirva para algo. Bueno, allá voy.
Descorchó el frasco de cristal, le abrió la boca al hombre y vertió un poco de líquido. Al ver que no obtenía resultados, volvió a hacer lo mismo. De pronto, advirtió un leve movimiento en la mano del cadáver. Lo estaba consiguiendo. El anciano sonrió, no sabía si porque lo estaba consiguiendo o por puro nerviosismo y miedo. Luego de verter más líquido, observó que había movido un pie. Al mirar de nuevo el rostro demacrado del cadáver, se paralizó. Había abierto los ojos y le estaba mirando directamente.
Había despertado a uno de los seres más crueles de la historia de la humanidad.
Prólogo
Vio al fin una oquedad en el pie de la montaña. Ya empezaba a creer que el tiempo empleado iba a ser en vano, pero no fue así. Todo era un mal augurio, las nubes y la lluvia siempre lo provocaban. Aquel cielo encapotado no era bueno para nadie y el frío que se extendía por la llanura penetraba más allá de la ropa, calando en los huesos. Ya estaba viejo y aquello era demasiado para él, pero tenía que poner todo su empeño si quería conseguirlo, si quería la paz de su pueblo.
Apartó las pequeñas rocas que obstruían el paso de una persona. Vaciló un momento antes de entrar. Lo había pensado muchas veces a lo largo de los últimos años y, después de tantos intentos fracasados, decidió hacer lo último que se le ocurriría a cualquier ser humano. Un olor putrefacto inundó todo su ser. Apretó la mandíbula y, con esfuerzo sobrehumano, comenzó a caminar por el pequeño y angosto túnel que se extendía ante él. Era un camino estrecho y muy bajo, con lo cual tenía que ir encorvado; y tan solo anduvo dos minutos, ya tuvo que soportar el dolor descomunal en la espalda.
Estoy demasiado viejo para esto. ¿Por qué he de ser yo? No hay otro loco en el mundo, al parecer...
El túnel corría hacia abajo, serpenteando cuando no podía hacerlo más. En varias ocasiones tropezó y estuvo a punto de caerse. El cabello grisáceo se le pegaba a la frente y el sudor le caía a los ojos. Su corazón retumbaba con la fuerza de un terremoto. El frío asemejaba a una noche del invierno más mortal que hubiera habido en la historia de la Tierra.
Era viejo, sí, pero al menos tenía el bastón para ayudarse en aquel camino tan pedregoso, el cual se bifurcaba, ambos peligrosamente hacia abajo. No titubeó, ya sabía qué bifurcación era la correcta. Lo había leído tantas veces que le era imposible olvidarlo, por más que quisiera.
Después de lo que parecieron horas y horas, llegó a un amplio arco de piedra. En el borde rezaba: Los muertos no renacen.
Sufrió un escalofrío. De pronto, se percató de que estaba temblando y ni siquiera se encontraba nervioso. Algo sombrío había en el ambiente, algo sobrecogedor que lo hizo encogerse de miedo. Se agachó y se quitó el sudor de la cara con las manos.
Sé valiente, viejo. Tienes que despertarlo, si no todo esto será en vano y las cosas sucederán de nuevo. Y siempre las mismas...
Se incorporó como le fue posible. Tuvo mucho cuidado de no escapársele el frasco del bolsillo de su chaqueta. Suspirando hondamente y sintiéndose ya con miedo, ya con excitación, atravesó la puerta con tambaleantes movimientos confusos.
Una gran sala gigantesca era lo que le esperaba. El suelo era piramidal, pero hacia abajo. Bajó las escaleras mientras iba mirando las antorchas que, aunque de manera tenue, aún prendían en sus goznes. Supuestamente, allí no había estado nadie en movimiento desde hacía trescientos años, ¿cómo podían seguir las antorchas con vida?
No pienses, viejo, no pienses.
Una gruesa capa de polvo cubría el suelo y lo que parecían cientos de objetos que yacían en el suelo desparramados. Siguió adelante hasta el centro de la estancia, donde había algo semejante a una mesa rectangular y bastante alargada. Un ataúd, eso es lo que era, un ataúd.
El anciano tragó saliva. El ataúd no tenía tapa y la madera se encontraba en descomposición. Al ver lo que había dentro, no tuvo más que agacharse y vomitar en el suelo. Era lo más asqueroso que había visto en su vida, asqueroso, tétrico y espeluznante. Aún agachado, ladeó la cabeza y vio en realidad lo que antes le pareció objetos escondidos tras el polvo. Eran cadáveres, cientos de cadáveres amontonados y putrefactos. De ahí el olor nauseabundo que le hizo vomitar más veces.
Después de recuperar un poco la compostura, metió la mano en el bolsillo y sacó aquel frasco con un oscuro y denso líquido. Miró de nuevo al hombre que se hallaba durmiendo en la tumba. Prácticamente, era un esqueleto con una fina y rajada capa de piel. Los párpados se encontraban cerrados, protegiendo, si aún tenía, unos ojos malévolos y traicioneros.
Espero que esto sirva para algo. Bueno, allá voy.
Descorchó el frasco de cristal, le abrió la boca al hombre y vertió un poco de líquido. Al ver que no obtenía resultados, volvió a hacer lo mismo. De pronto, advirtió un leve movimiento en la mano del cadáver. Lo estaba consiguiendo. El anciano sonrió, no sabía si porque lo estaba consiguiendo o por puro nerviosismo y miedo. Luego de verter más líquido, observó que había movido un pie. Al mirar de nuevo el rostro demacrado del cadáver, se paralizó. Había abierto los ojos y le estaba mirando directamente.
Había despertado a uno de los seres más crueles de la historia de la humanidad.
¿El arma más poderosa? La palabra, sin duda.