22/11/2022 06:28 PM
Aquellos eran tiempos de luz, de ciudades ancestrales y bestias aladas surcando los cielos. Había rebaños de ovejas albinas y manadas de lobos de lomo verdoso, pesca en los ríos y mares y una muerte segura si te adentrabas en ellos. Eran los tiempos en que los antiguos dioses se encontraban solo en los libros viejos y polvorientos, pues la edad de la razón se había impuesto y las religiones se diluyeron hasta solo formar parte del folclore. Eran los tiempos en que los senderos de la magia y la hechicería se habían ido olvidando, y con el olvido, su razón de ser.
Y en esos tiempos, la tríada de razas superiores, que solo habían conocido la guerra entre ellos, se cansaron y encontraron la paz sin buscarla. Y es que los Mephistis, Behemis y Luzbelis descubrieron mejores formas de ocupar su tiempo, un tiempo que podía alcanzar el milenio en cada generación, y por tanto, dejaron el apremio apartado en un rincón.
Y en épocas de paz, los días se vuelven lentos y decadentes.
Las antiguas razas se habían dedicado al estudio cada vez más abstracto de la filosofía, la música y el arte, perdiendo el interés por el mundo que les rodeaba, paseando ante sus largas vidas y meditando sobre la existencia del Universo.
Pero la existencia seguía su curso y el Universo proveía de nuevas razas. Y fue en ese tiempo cuando el Hombre, una raza menor, nacida entre los grandes, se refugiaba en los rincones oscuros. En esa oscuridad se forjó su espíritu, brotado del miedo, y comenzó su lucha contra todo lo que no entendía.
Los Hombres eran de vida breve, y para su supervivencia, el Universo los había dotado con una prodigiosa velocidad de reproducción. En lo que a las razas superiores les pareció un efímero espacio de tiempo, llegaron a asentarse en todo el continente, rodeando los castillos de las antiguas razas, pero sin atreverse a molestarles por miedo a su ira. Y cuando se dieron cuenta de que la ira no llegaba, la superstición fue menguando y el rencor creciendo en sus corazones. La belleza de las construcciones de las razas antiguas no conmovía al Hombre, sino que alimentaba los celos y la envidia.
Sin embargo, la antiguas razas no se percataron de ello. Habían habitado aquel continente durante tanto tiempo que hasta los registros más antiguos se habían convertido en polvo. El poder y conocimiento acumulado durante milenios reposaba en las estanterías de maderas nobles en las más que nobles bibliotecas. Sabían de la existencia del Hombre, pero no le daban más importancia que a la existencia de los lobos. Los consideraban animales que formaban parte del ecosistema. Las antiguas razas los habían estudiado en sus inicios, catalogado en sus tomos de fauna e incluso algunos Mephistis los habían incorporado a sus zoológicos privados.
Y cuando los Hombres dejaron de pelearse entre ellos y sus caciques se unieron frente a un enemigo común, fue tarde para los antiguos. El Hombre atacó a las antiguas razas allí donde las encontraba, llevando la muerte y el horror a límites que ni los más antiguos Mephistis, Behemis o Luzbelis habían conocido, y éstas no entendían el odio del que eran víctimas, pues nunca habían causado daño a los hombres. Redujeron a cenizas grandes joyas arquitectónicas que habían permanecido en pie milenios, exterminando a todos sus habitantes de las formas más atroces, como solo podría hacer una mente desquiciada que trata de liberarse así de su locura.
El Hombre, el esclavo del miedo, orgulloso de su ignorancia, carbonizaba todo el conocimiento acumulado durante generaciones por las antiguas razas. Ciego por el odio, provocó cataclismos en el equilibrio del mundo al utilizar brujería oscura en la consecución de sus insignificantes ambiciones.
Parecía, por tanto, una terrible injusticia que aquellas sabias razas perecieran a los pies de criaturas que eran poco más que animales, como si las carroñeras se dieran un festín sobre el cuerpo paralizado de un filósofo, sin comprender cómo era posible que se pudiera hacer tanto daño por un objetivo tan insignificante.
Al crear la Hombre, el Universo le había dado la espalda a las antiguas razas.
El Universo, creador, no distingue entre unas criaturas u otras, ni de los elementos que lo constituyen. Todos son iguales. Está en la naturaleza del Universo crear, durante toda la eternidad, sin control. Y esto también aplica a sus creaciones que, alcanzando un alto nivel de consciencia, tratan de controlarlo.
Todos aquellos pensamientos se expandían y contraían mientras Hefastos, posiblemente de los últimos ancianos Mephistis, contemplaba con ojos húmedos y tristes el ejército de hombres que asaltaba su castillo. Se encontraba en uno de los balcones del torreón del homenaje, apoyado sobre la balaustrada como un anciano cansado se apoya sobre su bastón.
Aquellos hombres eran como una hueste de hormigas asaltando a un escorpión. Muchos morían, destruidos por los hechizos y criaturas invocadas, pero eran repuestos de inmediato. Las pocas y desentrenadas fuerzas con las que resistía el embate sucumbirían en breve.
Hefastos suspiró, agotado. Miró sus manos, ahora viejas. Habían adquirido un color carmesí apagado. Lejos quedó el tiempo en que su piel era de color rojo brillante, intenso. Sus dientes, antes puntiagudos y cortantes como sierras, perdieron su filo algunos siglos atrás, y su crin azabache, que le recorría la espalda hasta la cola, era ahora lacia y cana. Como él, la era de los antiguos habían envejecido, y su tiempo estaba llegando a su fin.
Demasiado tarde comprendieron que centurias de paz les habían debilitado frente a nuevos enemigos, pero con formas primitivas de vivir. ¿Acaso no es la violencia un instinto básico de todas las criaturas creadas por el Universo? Pero las razas antiguas habían desechado la violencia tiempo atrás, comprendiendo y aborreciendo sus terribles consecuencias. La razón, el diálogo y la diplomacia se habían convertido en las únicas formas de resolver los pocos conflictos que surgían, pues en la madurez de la existencia racial habían aprendido a vivir en armonía los unos y los otros. O a ignorarse. Y no supieron enfrentarse a la amenaza, cuando finalmente fueron conscientes de que era real. Con la bandera del diálogo se enviaron emisarios tratando de parar la guerra, pero se recibía de vuelta la cabeza cortada del mensajero. ¡Cuánta barbarie innecesaria! Muchas familias de las antiguas razas optaron por la rendición, contrarios a levantar las armas contra los hombres, pues habían extirpado la violencia de sus vidas y preferían vivir subyugados a matar. Fueron torturados salvajemente en multitudinarios espectáculos sangrientos, donde los hombres se tomaban su venganza inventada. Y cuando llegaban historias semejantes a los castillos, nadie les daba veracidad. Eran incapaces de creer que algo así pudiese ocurrir.
Igual que en esos mismos momentos en los que Hefastos contemplaba la destrucción de su existencia. No se podía creer que estuviese ocurriendo. Pero él sí había tomado medidas e instruído a los habitantes del castillo, enseñándoles olvidados ritos de invocación y conjuración, y adiestrando en combate a todo aquel que pudiese empuñar un arma. Porque él sí recordaba los horrores de las guerras, cómo luchar y cómo utilizar la violencia hasta las últimas consecuencias.
Pero sus fuerzas eras escasas. Si hubiesen recibido ayuda militar podrían haber resistido, o incluso repelido el ataque, solo para poder rearmarse y abastecerse hasta la siguiente batalla. Porque así es la guerra, una serie continua de batallas y descansos, de luchas y reabastecimientos, hasta que uno de los dos bandos no puede más.
Pero todo eso ya no importaba. Ni las centurias de conocimiento atesorado, ni todos los versos creados, ni el arte, ni la filosofía desarrollados en detrimento de las guerras. Nada de eso importaba ya, pues sería reducido a ceniza para que otra civilización emergente buscara su propio camino de conocimiento, si alguna vez abandonaba el de la violencia. Porque el conocimiento y la violencia van por sendas distintas.
Un estruendo le sacó de sus elucubraciones. Habían derribado la puerta de entrada del torreón. Su tiempo de vida se escurría como la arena entre los dedos.
—Padre, ya han entrado.
Hefastos se volvió. En el umbral del balcón estaban sus dos hijos, de porte orgulloso y mirada severa. La sangre joven contempla la guerra con ojos distintos.
El último de los ancianos Mephistis abrió los brazos y sus hijos corrieron a abrazarlo. Fue un abrazo largo e intenso, en el que trataron de condensar en unos instantes los abrazos que nunca más se darían.
—Os quiero, hijos míos.
—Nos llevaremos a la no existencia a todos los que podamos. Esta victoria les saldrá cara —dijo el mayor.
Se separaron y miraron por última vez. Nada era como habían deseado que ocurriese.
—Marchad.
Los dos hijos abandonaron el balcón y entraron en el salón, en dirección a sus puestos.
Hefastos se volvió de nuevo, contemplando el cielo estrellado por última vez. El misterio de las estrellas no había sido descubierto, aunque muchas hipótesis se habían discutido. Tal vez estos hombres, tras milenios de evolución, podrían llegar a discernir sus secretos.
El calor de los incendios provocados por el asalto era ya agobiante. Él se resistía a dar su último paso, tratando de aferrarse unos instantes más a la existencia, tratando de mantener el conocimiento de miles de años un tiempo más, como si fuese a ocurrir algún extraño suceso, un milagro supersticioso del que ignorase su existencia, o tal vez una fuerza cósmica fuese a aparecer para arreglar aquella injusticia universal. Con una sonrisa amarga abandonó aquella idea. Tan solo era un producto más de la negación de lo que estaba ocurriendo.
Con pasos agotados se dirigió al pentagrama que había dibujado en el suelo unos días atrás. Estaba dentro de un círculo perfecto y envuelto por intrincados símbolos arcanos. En pocas ocasiones en su juventud había tenido que utilizarlo, cuando todavía estaban en guerra con los Behemis y Luzbelis. E hizo bien en conservar los grimorios donde se explicaba todo el proceso.
Se desnudó y puso las palmas frente a su pecho, con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba, mientras empezaba su salmo. Al principio no era más que un susurro, pero poco a poco las palabras arcanas fueron ganando en intensidad hasta que se convirtieron en un rugido. Se clavó las garras en el pecho para que la sangre brotara y el dolor activara la siguiente fase del ritual.
Su cuerpo se iba transformando, ganando en volumen y musculatura. La voz se distorsionaba, hasta quedar gutural y desgarradora.
Cuando el ritual de transformación terminó, lanzó un rugido largo e intenso a la luna que dejaría su impronta en el miedo de todos los hombres que sobrevivieron a aquella noche, y que se transmitiría durante generaciones.
Hefastos se llevaría por delante a todos los que pudiese, aunque al Universo no le importase lo más mínimo.
Y en esos tiempos, la tríada de razas superiores, que solo habían conocido la guerra entre ellos, se cansaron y encontraron la paz sin buscarla. Y es que los Mephistis, Behemis y Luzbelis descubrieron mejores formas de ocupar su tiempo, un tiempo que podía alcanzar el milenio en cada generación, y por tanto, dejaron el apremio apartado en un rincón.
Y en épocas de paz, los días se vuelven lentos y decadentes.
Las antiguas razas se habían dedicado al estudio cada vez más abstracto de la filosofía, la música y el arte, perdiendo el interés por el mundo que les rodeaba, paseando ante sus largas vidas y meditando sobre la existencia del Universo.
Pero la existencia seguía su curso y el Universo proveía de nuevas razas. Y fue en ese tiempo cuando el Hombre, una raza menor, nacida entre los grandes, se refugiaba en los rincones oscuros. En esa oscuridad se forjó su espíritu, brotado del miedo, y comenzó su lucha contra todo lo que no entendía.
Los Hombres eran de vida breve, y para su supervivencia, el Universo los había dotado con una prodigiosa velocidad de reproducción. En lo que a las razas superiores les pareció un efímero espacio de tiempo, llegaron a asentarse en todo el continente, rodeando los castillos de las antiguas razas, pero sin atreverse a molestarles por miedo a su ira. Y cuando se dieron cuenta de que la ira no llegaba, la superstición fue menguando y el rencor creciendo en sus corazones. La belleza de las construcciones de las razas antiguas no conmovía al Hombre, sino que alimentaba los celos y la envidia.
Sin embargo, la antiguas razas no se percataron de ello. Habían habitado aquel continente durante tanto tiempo que hasta los registros más antiguos se habían convertido en polvo. El poder y conocimiento acumulado durante milenios reposaba en las estanterías de maderas nobles en las más que nobles bibliotecas. Sabían de la existencia del Hombre, pero no le daban más importancia que a la existencia de los lobos. Los consideraban animales que formaban parte del ecosistema. Las antiguas razas los habían estudiado en sus inicios, catalogado en sus tomos de fauna e incluso algunos Mephistis los habían incorporado a sus zoológicos privados.
Y cuando los Hombres dejaron de pelearse entre ellos y sus caciques se unieron frente a un enemigo común, fue tarde para los antiguos. El Hombre atacó a las antiguas razas allí donde las encontraba, llevando la muerte y el horror a límites que ni los más antiguos Mephistis, Behemis o Luzbelis habían conocido, y éstas no entendían el odio del que eran víctimas, pues nunca habían causado daño a los hombres. Redujeron a cenizas grandes joyas arquitectónicas que habían permanecido en pie milenios, exterminando a todos sus habitantes de las formas más atroces, como solo podría hacer una mente desquiciada que trata de liberarse así de su locura.
El Hombre, el esclavo del miedo, orgulloso de su ignorancia, carbonizaba todo el conocimiento acumulado durante generaciones por las antiguas razas. Ciego por el odio, provocó cataclismos en el equilibrio del mundo al utilizar brujería oscura en la consecución de sus insignificantes ambiciones.
Parecía, por tanto, una terrible injusticia que aquellas sabias razas perecieran a los pies de criaturas que eran poco más que animales, como si las carroñeras se dieran un festín sobre el cuerpo paralizado de un filósofo, sin comprender cómo era posible que se pudiera hacer tanto daño por un objetivo tan insignificante.
Al crear la Hombre, el Universo le había dado la espalda a las antiguas razas.
El Universo, creador, no distingue entre unas criaturas u otras, ni de los elementos que lo constituyen. Todos son iguales. Está en la naturaleza del Universo crear, durante toda la eternidad, sin control. Y esto también aplica a sus creaciones que, alcanzando un alto nivel de consciencia, tratan de controlarlo.
Todos aquellos pensamientos se expandían y contraían mientras Hefastos, posiblemente de los últimos ancianos Mephistis, contemplaba con ojos húmedos y tristes el ejército de hombres que asaltaba su castillo. Se encontraba en uno de los balcones del torreón del homenaje, apoyado sobre la balaustrada como un anciano cansado se apoya sobre su bastón.
Aquellos hombres eran como una hueste de hormigas asaltando a un escorpión. Muchos morían, destruidos por los hechizos y criaturas invocadas, pero eran repuestos de inmediato. Las pocas y desentrenadas fuerzas con las que resistía el embate sucumbirían en breve.
Hefastos suspiró, agotado. Miró sus manos, ahora viejas. Habían adquirido un color carmesí apagado. Lejos quedó el tiempo en que su piel era de color rojo brillante, intenso. Sus dientes, antes puntiagudos y cortantes como sierras, perdieron su filo algunos siglos atrás, y su crin azabache, que le recorría la espalda hasta la cola, era ahora lacia y cana. Como él, la era de los antiguos habían envejecido, y su tiempo estaba llegando a su fin.
Demasiado tarde comprendieron que centurias de paz les habían debilitado frente a nuevos enemigos, pero con formas primitivas de vivir. ¿Acaso no es la violencia un instinto básico de todas las criaturas creadas por el Universo? Pero las razas antiguas habían desechado la violencia tiempo atrás, comprendiendo y aborreciendo sus terribles consecuencias. La razón, el diálogo y la diplomacia se habían convertido en las únicas formas de resolver los pocos conflictos que surgían, pues en la madurez de la existencia racial habían aprendido a vivir en armonía los unos y los otros. O a ignorarse. Y no supieron enfrentarse a la amenaza, cuando finalmente fueron conscientes de que era real. Con la bandera del diálogo se enviaron emisarios tratando de parar la guerra, pero se recibía de vuelta la cabeza cortada del mensajero. ¡Cuánta barbarie innecesaria! Muchas familias de las antiguas razas optaron por la rendición, contrarios a levantar las armas contra los hombres, pues habían extirpado la violencia de sus vidas y preferían vivir subyugados a matar. Fueron torturados salvajemente en multitudinarios espectáculos sangrientos, donde los hombres se tomaban su venganza inventada. Y cuando llegaban historias semejantes a los castillos, nadie les daba veracidad. Eran incapaces de creer que algo así pudiese ocurrir.
Igual que en esos mismos momentos en los que Hefastos contemplaba la destrucción de su existencia. No se podía creer que estuviese ocurriendo. Pero él sí había tomado medidas e instruído a los habitantes del castillo, enseñándoles olvidados ritos de invocación y conjuración, y adiestrando en combate a todo aquel que pudiese empuñar un arma. Porque él sí recordaba los horrores de las guerras, cómo luchar y cómo utilizar la violencia hasta las últimas consecuencias.
Pero sus fuerzas eras escasas. Si hubiesen recibido ayuda militar podrían haber resistido, o incluso repelido el ataque, solo para poder rearmarse y abastecerse hasta la siguiente batalla. Porque así es la guerra, una serie continua de batallas y descansos, de luchas y reabastecimientos, hasta que uno de los dos bandos no puede más.
Pero todo eso ya no importaba. Ni las centurias de conocimiento atesorado, ni todos los versos creados, ni el arte, ni la filosofía desarrollados en detrimento de las guerras. Nada de eso importaba ya, pues sería reducido a ceniza para que otra civilización emergente buscara su propio camino de conocimiento, si alguna vez abandonaba el de la violencia. Porque el conocimiento y la violencia van por sendas distintas.
Un estruendo le sacó de sus elucubraciones. Habían derribado la puerta de entrada del torreón. Su tiempo de vida se escurría como la arena entre los dedos.
—Padre, ya han entrado.
Hefastos se volvió. En el umbral del balcón estaban sus dos hijos, de porte orgulloso y mirada severa. La sangre joven contempla la guerra con ojos distintos.
El último de los ancianos Mephistis abrió los brazos y sus hijos corrieron a abrazarlo. Fue un abrazo largo e intenso, en el que trataron de condensar en unos instantes los abrazos que nunca más se darían.
—Os quiero, hijos míos.
—Nos llevaremos a la no existencia a todos los que podamos. Esta victoria les saldrá cara —dijo el mayor.
Se separaron y miraron por última vez. Nada era como habían deseado que ocurriese.
—Marchad.
Los dos hijos abandonaron el balcón y entraron en el salón, en dirección a sus puestos.
Hefastos se volvió de nuevo, contemplando el cielo estrellado por última vez. El misterio de las estrellas no había sido descubierto, aunque muchas hipótesis se habían discutido. Tal vez estos hombres, tras milenios de evolución, podrían llegar a discernir sus secretos.
El calor de los incendios provocados por el asalto era ya agobiante. Él se resistía a dar su último paso, tratando de aferrarse unos instantes más a la existencia, tratando de mantener el conocimiento de miles de años un tiempo más, como si fuese a ocurrir algún extraño suceso, un milagro supersticioso del que ignorase su existencia, o tal vez una fuerza cósmica fuese a aparecer para arreglar aquella injusticia universal. Con una sonrisa amarga abandonó aquella idea. Tan solo era un producto más de la negación de lo que estaba ocurriendo.
Con pasos agotados se dirigió al pentagrama que había dibujado en el suelo unos días atrás. Estaba dentro de un círculo perfecto y envuelto por intrincados símbolos arcanos. En pocas ocasiones en su juventud había tenido que utilizarlo, cuando todavía estaban en guerra con los Behemis y Luzbelis. E hizo bien en conservar los grimorios donde se explicaba todo el proceso.
Se desnudó y puso las palmas frente a su pecho, con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba, mientras empezaba su salmo. Al principio no era más que un susurro, pero poco a poco las palabras arcanas fueron ganando en intensidad hasta que se convirtieron en un rugido. Se clavó las garras en el pecho para que la sangre brotara y el dolor activara la siguiente fase del ritual.
Su cuerpo se iba transformando, ganando en volumen y musculatura. La voz se distorsionaba, hasta quedar gutural y desgarradora.
Cuando el ritual de transformación terminó, lanzó un rugido largo e intenso a la luna que dejaría su impronta en el miedo de todos los hombres que sobrevivieron a aquella noche, y que se transmitiría durante generaciones.
Hefastos se llevaría por delante a todos los que pudiese, aunque al Universo no le importase lo más mínimo.
«Mueres siendo un héroe... o vives lo suficiente para convertirte en villano»