Lo primero: este es un relato bastante macabro, oscuro y con un toque de humor ácido (casi tanto como sus personajes) es un relato que estoy acabando de escribir y, tal y como digo en el título, es un borrador, aún no he empezado a revisar nada (ya que me queda un poco para acabarlo), pero así voy cogiendo lo que considere de vuestros comentarios para mejorarlo.
Lo segundo: puse fantasía oscura, pero realmente apenas tiene un toque fantástico. Está ambientado en la Europa antigua (moderna en realidad), cuando empezaba la caza de brujas.
Lo tercero: Espero que lo disfrutéis, aunque sea un borrador
Los dedos de Friederich von Spee se movían a una velocidad endiablada sobre las teclas del órgano. Sentado sobre un taburete, el hombre ejecutaba con maestría una melodía lúgubre que resonaba por toda la iglesia. Cada nota que salía del instrumento recorría el lugar como el lamento de un muerto, deslizándose por las paredes de piedra desgastada del edificio y llegando hasta el sótano que se ocultaba bajo sus ruinas. No es que en otros tiempos la iglesia hubiese sido mejor de lo que era, pero al menos no se había encontrado en el estado de decadencia actual: un estado que compartía con el resto del pueblo.
Fuera, la lluvia caía con fuerza sobre las casas de Vilheim que aún se mantenían en pie, formando una densa cortina translúcida que apenas permitía distinguir algo en medio de la oscuridad. Por suerte, un relámpago iluminaba de vez en cuando las calles embarradas de la villa, realizando la labor que le correspondería a las farolas de aceite que se erguían a lo largo de los adoquines que conducían a la iglesia. Los techos de varias casas estaban hundidos y maltratados por el tiempo, y el agua aprovechaba la oportunidad para filtrarse por ellos y anegar su interior. Sin embargo, hacía ya muchos años que nadie vivía en aquel pueblo maldito y abandonado por Dios. Solo Friederich había optado por no marcharse de allí, pero claro, él tenía sus propias razones para no hacerlo, y la sinfonía que tocaba era una de ellas. La más importante.
Las notas del órgano se apagaron y Friederich von Spee dejó caer su última lágrima sobre la partitura que había compuesto. El músico tenía los ojos rojos e hinchados, sin embargo, su rostro reflejaba una sonrisa radiante. De forma inesperada, soltó un grito parecido al aullido de un lobo y comenzó a correr de un lado a otro de la iglesia, colgándose de los miles de engranajes y palancas que sobresalían de las paredes y que se conectaban entre sí. Los truenos hacían retumbar las vidrieras mientras saltaba sobre los bancos y bailaba encima de ellos emitiendo sonidos con la boca, como un niño pequeño. Hacía volteretas en el suelo, deshilachando las calzas bermejas que había robado a uno de los nobles que tenía prisioneros en el sótano, y la túnica y la capa que le cubrían el torso no corrían mejor fortuna durante sus acrobacias. Alzó la vista y observó la luna a través de uno de los agujeros del techo que iluminaba el espacio en el que se apilaban los bancos.
—Ya casi está todo listo —decía para sí—. ¡Claro que está todo listo! Solo falta uno. ¡Uno y podremos poner en marcha el mecanismo! —Hizo una voltereta, rodó por el suelo y se rió—. La última balada. Dolor por amor. Amor para el dolor y música para todos. —Cambió el tono de su voz—. Pero todavía falta uno —susurró, y su tono volvió a cambiar—. Lo sé, lo sé; pero lo encontraremos, como hicimos con los demás. —Y se rió tanto que casi se atraganta.
Entretenido con la conversación que mantenía consigo mismo, no se enteró de las pisadas que se acercaban a su espalda. El ritmo de los pies que se dirigía al lugar en el que permanecía tumbado era irregular, al igual que la respiración de la persona que lo producía, si a aquella cosa se le podía llamar persona, claro.
Se dio la vuelta y se topó con una imagen repulsiva: un ser la mitad de alto que él lo observaba a través de un ojo saltón. La criatura tenía la cara quemada por uno de los lados y la piel era una masa rosa y arrugada que le cubría el otro ojo impidiéndole la visión. El poco pelo que tenía en la cabeza le nacía en diferentes zonas, como si alguien se lo hubiera arrancado a tirones, y varios bultos negros y purulentos le coronaban la frente. Su cuerpo contrahecho no ofrecía una imagen diferente. Una de sus piernas era más larga que la otra, y de la espalda le salía una joroba tan pronunciada que el joven era incapaz de mirar hacia arriba. Resumiendo: no se podía decir que fuera muy guapo.
Sir Friederich se levantó lo más rápido que pudo.
—¡Mi querido Wyover! —dijo, y besó al enano deforme en uno de los bultos de su frente—. ¿Qué tal se encuentran nuestros instrumentos?
El enano realizó un gesto parecido al amago de una sonrisa.
—Dijeron que lo iban a matar.
Friederich asintió, contento. Casi se le escapa una lágrima de la emoción.
—Esto cada vez pinta mejor. ¡La balada será un éxito! Lady Marg...
—A uno le corté un dedo —interrumpió el enano. Su voz parecían gorjeos—. Gritó mucho.
—Mi querido Wyover —respondió el compositor—, ya sabe lo que opino acerca de esos actos hacia nuestros huéspedes.
El enano asintió y repitió de carrerilla:
—Si le corta algún miembro aproveche la sangre.
Friederich gritó y aplaudió de entusiasmo.
—¡Exacto! Es usted un chico sabio. Nunca se sabe cuánta sangre se puede necesitar. —Agarró la cabeza del jorobado con las manos y se la volvió a besar—. Y, cambiando de tema. —Subió sobre un banco y se puso a dar saltos—. ¿Qué se sabe de Sir Laneher?
Wyover retorció la masa rosada y deforme que era su cara.
—Ya sé dónde se esconde —respondió—. Ahora mismo salgo a por él. Tardaré un día.
—¡Perfecto! Mientras va usted a buscar a nuestro invitado yo aprovecharé para visitar a Lady Margaret y contarle nuestros avances. —El enano asintió y se dio la vuelta—. Acuérdese de...
—Ya tengo la ballesta preparada —se adelantó el jorobado.
—¡Excelente! —contestó el compositor—. Pronto pondremos en marcha el mecanismo. Sí, muy pronto.
Y se perdió en la oscuridad de las escaleras que descendían hasta el sótano.
Lo segundo: puse fantasía oscura, pero realmente apenas tiene un toque fantástico. Está ambientado en la Europa antigua (moderna en realidad), cuando empezaba la caza de brujas.
Lo tercero: Espero que lo disfrutéis, aunque sea un borrador
ÍNDICE
La balada de los muertos
Los dedos de Friederich von Spee se movían a una velocidad endiablada sobre las teclas del órgano. Sentado sobre un taburete, el hombre ejecutaba con maestría una melodía lúgubre que resonaba por toda la iglesia. Cada nota que salía del instrumento recorría el lugar como el lamento de un muerto, deslizándose por las paredes de piedra desgastada del edificio y llegando hasta el sótano que se ocultaba bajo sus ruinas. No es que en otros tiempos la iglesia hubiese sido mejor de lo que era, pero al menos no se había encontrado en el estado de decadencia actual: un estado que compartía con el resto del pueblo.
Fuera, la lluvia caía con fuerza sobre las casas de Vilheim que aún se mantenían en pie, formando una densa cortina translúcida que apenas permitía distinguir algo en medio de la oscuridad. Por suerte, un relámpago iluminaba de vez en cuando las calles embarradas de la villa, realizando la labor que le correspondería a las farolas de aceite que se erguían a lo largo de los adoquines que conducían a la iglesia. Los techos de varias casas estaban hundidos y maltratados por el tiempo, y el agua aprovechaba la oportunidad para filtrarse por ellos y anegar su interior. Sin embargo, hacía ya muchos años que nadie vivía en aquel pueblo maldito y abandonado por Dios. Solo Friederich había optado por no marcharse de allí, pero claro, él tenía sus propias razones para no hacerlo, y la sinfonía que tocaba era una de ellas. La más importante.
Las notas del órgano se apagaron y Friederich von Spee dejó caer su última lágrima sobre la partitura que había compuesto. El músico tenía los ojos rojos e hinchados, sin embargo, su rostro reflejaba una sonrisa radiante. De forma inesperada, soltó un grito parecido al aullido de un lobo y comenzó a correr de un lado a otro de la iglesia, colgándose de los miles de engranajes y palancas que sobresalían de las paredes y que se conectaban entre sí. Los truenos hacían retumbar las vidrieras mientras saltaba sobre los bancos y bailaba encima de ellos emitiendo sonidos con la boca, como un niño pequeño. Hacía volteretas en el suelo, deshilachando las calzas bermejas que había robado a uno de los nobles que tenía prisioneros en el sótano, y la túnica y la capa que le cubrían el torso no corrían mejor fortuna durante sus acrobacias. Alzó la vista y observó la luna a través de uno de los agujeros del techo que iluminaba el espacio en el que se apilaban los bancos.
—Ya casi está todo listo —decía para sí—. ¡Claro que está todo listo! Solo falta uno. ¡Uno y podremos poner en marcha el mecanismo! —Hizo una voltereta, rodó por el suelo y se rió—. La última balada. Dolor por amor. Amor para el dolor y música para todos. —Cambió el tono de su voz—. Pero todavía falta uno —susurró, y su tono volvió a cambiar—. Lo sé, lo sé; pero lo encontraremos, como hicimos con los demás. —Y se rió tanto que casi se atraganta.
Entretenido con la conversación que mantenía consigo mismo, no se enteró de las pisadas que se acercaban a su espalda. El ritmo de los pies que se dirigía al lugar en el que permanecía tumbado era irregular, al igual que la respiración de la persona que lo producía, si a aquella cosa se le podía llamar persona, claro.
Se dio la vuelta y se topó con una imagen repulsiva: un ser la mitad de alto que él lo observaba a través de un ojo saltón. La criatura tenía la cara quemada por uno de los lados y la piel era una masa rosa y arrugada que le cubría el otro ojo impidiéndole la visión. El poco pelo que tenía en la cabeza le nacía en diferentes zonas, como si alguien se lo hubiera arrancado a tirones, y varios bultos negros y purulentos le coronaban la frente. Su cuerpo contrahecho no ofrecía una imagen diferente. Una de sus piernas era más larga que la otra, y de la espalda le salía una joroba tan pronunciada que el joven era incapaz de mirar hacia arriba. Resumiendo: no se podía decir que fuera muy guapo.
Sir Friederich se levantó lo más rápido que pudo.
—¡Mi querido Wyover! —dijo, y besó al enano deforme en uno de los bultos de su frente—. ¿Qué tal se encuentran nuestros instrumentos?
El enano realizó un gesto parecido al amago de una sonrisa.
—Dijeron que lo iban a matar.
Friederich asintió, contento. Casi se le escapa una lágrima de la emoción.
—Esto cada vez pinta mejor. ¡La balada será un éxito! Lady Marg...
—A uno le corté un dedo —interrumpió el enano. Su voz parecían gorjeos—. Gritó mucho.
—Mi querido Wyover —respondió el compositor—, ya sabe lo que opino acerca de esos actos hacia nuestros huéspedes.
El enano asintió y repitió de carrerilla:
—Si le corta algún miembro aproveche la sangre.
Friederich gritó y aplaudió de entusiasmo.
—¡Exacto! Es usted un chico sabio. Nunca se sabe cuánta sangre se puede necesitar. —Agarró la cabeza del jorobado con las manos y se la volvió a besar—. Y, cambiando de tema. —Subió sobre un banco y se puso a dar saltos—. ¿Qué se sabe de Sir Laneher?
Wyover retorció la masa rosada y deforme que era su cara.
—Ya sé dónde se esconde —respondió—. Ahora mismo salgo a por él. Tardaré un día.
—¡Perfecto! Mientras va usted a buscar a nuestro invitado yo aprovecharé para visitar a Lady Margaret y contarle nuestros avances. —El enano asintió y se dio la vuelta—. Acuérdese de...
—Ya tengo la ballesta preparada —se adelantó el jorobado.
—¡Excelente! —contestó el compositor—. Pronto pondremos en marcha el mecanismo. Sí, muy pronto.
Y se perdió en la oscuridad de las escaleras que descendían hasta el sótano.
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