28/03/2018 12:52 PM
Saludos, hermanos y hermanas. Soy Jaden de nueva cuenta, y vengo a presentar un relato corto que he hecho para mejorar mi escritura. Sobre todo, mi descripción de personajes.
Aquí se las dejo, para que comenten.
El día había llegado; la princesa Katalina Montesco y sus padres se marcharían del reino de Ucilia, para establecerse en Kartina. Por órdenes de su tío, el rey Luis Felipe Montesco, les cambiarían sus títulos de príncipes por el de archiduques para sus padres y duquesa para ella. El tener que marcharse de su tierra natal la mataba por dentro; tantos años vividos en el castillo real se sentían tan efímeros mientras veía caer la lluvia por la ventana de su cuarto. Lo que antes era una recamara llena de estanterías de libros de alquimia y cocina, decorada con la más fina mueblería del sur de Celes, ahora estaba vacía, como si nadie hubiera vivido ahí. Kat no quería irse y abandonar las únicas personas con las cuales se había encariñado, sus primos Mario y Luis Manuel Montesco, más tampoco podía oponerse a los deseos de su padre y su tío. Lo que menos quería era hacerlos enfurecer. Sin más que hacer, la damita salió del cuarto, cabizbaja y meditabunda, lista para despedirse de sus parientes. No esperó a llegar al vestíbulo para sollozar, marchitando su rostro redondeado y delicado como la seda derramando lágrimas en la alfombra roja de los pasillos del edificio. Al llegar a la sala, se secó la cara y acicaló su melena, que le caía como una cascada azabache, tratando de sonreír un poco para sus primos menores. La habitación estaba resguardada por un grupo de armaduras platinadas, portando filosas alabardas que brillaban con fuerza tras la luz del candelabro dorado en el techo. En lo alto de la chimenea se podía ver el emblema de Ucilia, decorado en un bordado morado con dorado: un grifo devorando un basilisco.
—Katalina, ¿ya te vas?
Luis se levantó del gran sillón azul en medio de la chimenea, abrazando a la damisela. La ahora duquesa solo le acarició su cabellera dorada cual trigo, mirando sus ojos color esmeralda como su traje se veían llorosos.
—Prima, ¿me permites ir contigo, por favor? —Preguntó Mario, acomodando su traje rojo como la sangre, acercándose lentamente a la señorita. La apariencia exterior de ambos hermanos era igual, pero sus miradas eran diferentes; Luis le observaba con unos ojos de incertidumbre, temiendo por lo que pueda pasarle a Katalina, abrazándola cada vez más fuerte. El mirar de Mario era severo, si bien algo decepcionado porque aquellos momentos felices se evaporaban lentamente en frente de él.
—Los voy a extrañar tanto, muchachos. Prometo que cuando pueda, vendré un día a visitarlos.
La suave y melodiosa voz de la duquesa tranquilizó los corazones destrozados de los gemelos. Katalina quería contener el llanto, pero su rostro blanco como la nieve y sus ojos cual zafiros se llenaron de lágrimas, disipándose rápidamente, mientras caia de rodillas en el suelo, estropeando su fino vestido lapislázuli. Los hermanos no soportaron ver a su prima derrumbarse, por lo que ambos la abrazaron abarcando su contorno. Aunque la muchacha fuese algo grande para su edad, eso no le quitaba belleza. Un rato después de que se desahogaran, la dama habló un rato más con los príncipes para suavizar su tristeza. Los tres nobles hablaron una última vez de sus anécdotas, aquella vez que fueron a la bahía de Galecia y los atacó una medusa, o la fiesta de disfraces en la mansión de la familia Buccelati. Sin darse cuenta, la hora había llegado; la duquesa tenía que irse. Antes que se marchara, la chica le entregó un globo de hielo a ambos, que tenía dentro una cabaña de jengibre y unos muñecos de los tres, como gesto de cariño.
—Muy bien, me tengo que ir. Este no es el último adiós, muchachos.
El tono de la duquesa se volvió algo frío, pero también dulce. Entonces, salió de la recamara, lista para continuar con su vida en un nuevo reino, donde ésta cambiaría.
Adieu.
Aquí se las dejo, para que comenten.
El día había llegado; la princesa Katalina Montesco y sus padres se marcharían del reino de Ucilia, para establecerse en Kartina. Por órdenes de su tío, el rey Luis Felipe Montesco, les cambiarían sus títulos de príncipes por el de archiduques para sus padres y duquesa para ella. El tener que marcharse de su tierra natal la mataba por dentro; tantos años vividos en el castillo real se sentían tan efímeros mientras veía caer la lluvia por la ventana de su cuarto. Lo que antes era una recamara llena de estanterías de libros de alquimia y cocina, decorada con la más fina mueblería del sur de Celes, ahora estaba vacía, como si nadie hubiera vivido ahí. Kat no quería irse y abandonar las únicas personas con las cuales se había encariñado, sus primos Mario y Luis Manuel Montesco, más tampoco podía oponerse a los deseos de su padre y su tío. Lo que menos quería era hacerlos enfurecer. Sin más que hacer, la damita salió del cuarto, cabizbaja y meditabunda, lista para despedirse de sus parientes. No esperó a llegar al vestíbulo para sollozar, marchitando su rostro redondeado y delicado como la seda derramando lágrimas en la alfombra roja de los pasillos del edificio. Al llegar a la sala, se secó la cara y acicaló su melena, que le caía como una cascada azabache, tratando de sonreír un poco para sus primos menores. La habitación estaba resguardada por un grupo de armaduras platinadas, portando filosas alabardas que brillaban con fuerza tras la luz del candelabro dorado en el techo. En lo alto de la chimenea se podía ver el emblema de Ucilia, decorado en un bordado morado con dorado: un grifo devorando un basilisco.
—Katalina, ¿ya te vas?
Luis se levantó del gran sillón azul en medio de la chimenea, abrazando a la damisela. La ahora duquesa solo le acarició su cabellera dorada cual trigo, mirando sus ojos color esmeralda como su traje se veían llorosos.
—Prima, ¿me permites ir contigo, por favor? —Preguntó Mario, acomodando su traje rojo como la sangre, acercándose lentamente a la señorita. La apariencia exterior de ambos hermanos era igual, pero sus miradas eran diferentes; Luis le observaba con unos ojos de incertidumbre, temiendo por lo que pueda pasarle a Katalina, abrazándola cada vez más fuerte. El mirar de Mario era severo, si bien algo decepcionado porque aquellos momentos felices se evaporaban lentamente en frente de él.
—Los voy a extrañar tanto, muchachos. Prometo que cuando pueda, vendré un día a visitarlos.
La suave y melodiosa voz de la duquesa tranquilizó los corazones destrozados de los gemelos. Katalina quería contener el llanto, pero su rostro blanco como la nieve y sus ojos cual zafiros se llenaron de lágrimas, disipándose rápidamente, mientras caia de rodillas en el suelo, estropeando su fino vestido lapislázuli. Los hermanos no soportaron ver a su prima derrumbarse, por lo que ambos la abrazaron abarcando su contorno. Aunque la muchacha fuese algo grande para su edad, eso no le quitaba belleza. Un rato después de que se desahogaran, la dama habló un rato más con los príncipes para suavizar su tristeza. Los tres nobles hablaron una última vez de sus anécdotas, aquella vez que fueron a la bahía de Galecia y los atacó una medusa, o la fiesta de disfraces en la mansión de la familia Buccelati. Sin darse cuenta, la hora había llegado; la duquesa tenía que irse. Antes que se marchara, la chica le entregó un globo de hielo a ambos, que tenía dentro una cabaña de jengibre y unos muñecos de los tres, como gesto de cariño.
—Muy bien, me tengo que ir. Este no es el último adiós, muchachos.
El tono de la duquesa se volvió algo frío, pero también dulce. Entonces, salió de la recamara, lista para continuar con su vida en un nuevo reino, donde ésta cambiaría.
Adieu.
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