13/11/2019 04:04 PM
Por el más recóndito camino de la más yerma tierra que en los lares desérticos se puede encontrar, dos jinetes cabalgaban en silencio, juntos e inmensamente separados. El uno, un muchacho de unos veinte años, de nombre irrelevante para el mundo indiferente, y el otro, un misterioso viejo de ceño fruncido y orgulloso mirar. Sus caballos iban a la par, sí, pero en los dos días que llevaban de viaje, a pesar de los esfuerzos del muchacho, su acompañante no se había dignado a abrir la boca. Mas, guiado por un curioso sentido del deber, el joven decidió intentarlo una vez más, a sabiendas de que aún antes de intentarlo ya había fracasado.
- No es, señor, por perturbar vuestra paz, pero llevo ya dos jornadas viajando con vos y aún no nos hemos presentado. Yo soy Dórin Corito, mensajero, y viajo al reino de Iadon. ¿Ante quién, pues, me encuentro?
Silencio. Dórin agachó la cabeza y siguió caminando. Era de esperar. Aquel debía de ser un viejo sin alma, de esos que desprecian a los jóvenes porque les recuerdan lo que ya no tienen. Iba a ser un viaje muy largo...
- Fui antaño un hombre importante –dijo de repente el viejo, con una voz ronca y apagada-. En otro tiempo, en otra era, en otra vida. Antes de que el caprichoso destino y mi infame ambición me lo arrebatasen todo.
Dórin frunció el ceño. Aquella muestra de sentimiento le había sorprendido, pero ahora que su interlocutor había empezado no iba a ser él el que le impidiera hablar.
- Seguid, os lo ruego –dijo al fin.
- En una tierra no muy lejana a esta yo goberné hace no demasiado tiempo. Heredé el imperio más grande que nuestros días vieron, lo dirigí con sabiduría y justicia y el mundo me quiso. Mi gente me adoró, en boca de todos estaba mi magnanimidad y grandeza, mi sentido del deber y lo correcto. Todos me querían, creían que era un gran hombre... Mentira, todo era mentira. Nadie lo sabía, pero yo no era el hombre que ellos creían. No, en lo más profundo de mi ser una oscura ambición me consumía, como un fuego latente que, sin que nadie salvo yo lo supiera, me empapaba en las sombras ocultas. Yo nunca fui el héroe que todos creían y aún creen que soy, las cosas en mi vida nunca han sido tan sencillas.
Dórin frunció el ceño. No había en Sarintia tierra más poderosa que la suya, Tarlica, de modo que no era capaz de imaginar quién era ese afligido señor que tan arrepentido estaba de sus actos cuando era grande. La credulidad ante lo que creía saber le impedía ver la realidad que tan claramente se postraba ante sus ojos.
El extraño continuó su relato.
- El mundo me adoró cuando acabé con la cruenta Guerra de las Nueve Noches, la más sangrienta que nuestro mundo ha conocido desde la terrible Guerra del Maldito. Yo mismo entré triunfante en el castillo de Zanor y acabé con el hombre que había iniciado la guerra. Las historias cuentan que era un hombre sanguinario e inmisericorde, un hombre malvado, vengativo, comparable en crueldad solamente al Demonio de Hielo. Por eso me aplaudieron cuando clavé mi espada en su pecho, cuando la sangre blanca de aquel elfo resbaló por mi mano... No sabían que era yo quien había escrito esas historias, que eran mis hombres quienes habían atacado las aldeas, buscando siempre un pretexto para poder eliminar al único hombre más poderoso que yo –Hizo una pausa y continuó hablando-. Yo libré al mundo de su yugo, yo lo hice pero era yo quien debiera haber muerto. Ahí empezó todo, pero ese no fue el peor de mis crímenes. No, porque muchas fueron y son las mentiras que al mundo yo conté. Nada es cierto, nada, pues aquellos nobles que encerré por haber conspirado contra la patria eran inocentes, y aquel poeta al que acusé de haber asesinado a un niño también, y aquellos campesinos... y aquellos soldados... y aquel mago... y aquella mujer, que lo cambió todo en mi vida pero a la que traicioné... Ella era la esperanza de mis días, ella me sacó del oscuro pozo en el que me hallaba... Ella era el sol, la luna y las estrellas, era todo lo que tenía; lo era todo en mi vida, pero como a todos los demás la maté. La maté, guiado por mi ego, ciego y feroz, pensé que su búsqueda de mi redención era traición, y con el pretexto de la enfermedad, de la naturaleza, justificando con ello mi asesinato, maté a Tera, y mi alma se condenó para siempre. La maté, pero el mundo creyó y aún cree que soy un héroe.
Calló entonces, y solo entonces Dórin logró, al fin, ver la verdad. Sintió un extraño vacío al comprenderlo, pero aún entonces seguía sin creerlo. Aquello, simplemente, no podía ser cierto, y es por eso que finalmente, con una timidez nada habitual en él, preguntó.
- ¿Sois vos por ventura Háleftim el Noble, aquel por quien dicen que cantan los bardos, el hombre que heredó el Imperio Tarlicano hecho añicos tras la caída de los Aldos? ¿Sois vos el hombre que trajo la paz a esta tierra en llamas, el hombre que hizo de la justicia su nombre, el hombre a quien todas las mujeres amaron pero que a solo una amó? ¿Sois vos el hombre que lloró la muerte de esa dama seis largos meses, encerrado en su habitación sin hablar con nadie ni comer nada? ¿Sois vos, desdichado, Háleftim el Noble?
El sol se escondía tras las montañas y el camino se bifurcaba cuando, lleno de angustia, el anciano respondió.
Soy yo, por desgracia, sí, lo soy. Soy el hombre con dos caras, el hombre con dos almas. He estado mintiendo toda mi vida y, aunque sé mi nombre, no me conozco. No, pues lo que todos creen y lo que yo sé difieren, son distintos. Y, puesto que solo cometí mis crímenes, solo he de morir en penitencia por ellos. Solo, lejos de todo, he de morir. Adiós, Dórin. Que vientos de fortuna guíen tu vida por un camino mejor del que yo escogí.
Y torció a la izquierda, hacia el otro sendero, mientras el muchacho continuaba por la derecha. Dórin le vio marchar en silencio, sin decir nada, hasta que la figura del rey de Tarlica se perdió en la lejanía. Un hombre malvado, terriblemente malvado pero lleno de remordimientos.
“Un hombre extraño para un mundo extraño, supongo”, pensó Dórin, y continuó su camino.
Adelante, pues. El destino nos aguarda.