PRÓLOGO
Parte I
Los pocos hombres que quedaban sintieron unas pisadas fuertes subiendo las escaleras del porche cuando la puerta de la posada se abrió casi sin hacer ruido y entró el candor. Algunos, los que repararon en su presencia, se sorprendieron, pues nunca antes habían visto una criatura semejante, pero el posadero no se inmutó lo más mínimo y lo saludó cordialmente; eran viejos conocidos.
Aquella criatura, semejante a un sátiro, era cliente habitual y el tiempo lo había hecho a su curiosa forma, y mientras todos se sorprendían y reprimían murmullos ahogados y miradas indiscretas, Alton siguió sirviendo cervezas.
— ¿Un vino ruiseñor? —preguntó el posadero alzando la ceja gruesa. Rodas se limitó a asentir y se sentó a una de las mesas que miraban hacia el campo. Fuera hacía frío, lo sabía demasiado bien: llevaba algunas semanas de aquí para allá sin un rumbo fijo, y como era costumbre en los suyos, lucía un fuerte torso desnudo.
Aquí tienes –volvió el posadero al cabo de un rato –. ¿Quieres comer algo? Me queda un poco de guiso del mediodía.
—No, yo te agradezco –dijo con un acento muy marcado. El posadero sonrió con condescendencia y volvió a la barra. Mientras, los hombres de la mesa del fondo se incorporaron y desaparecieron escaleras arriba, hacia sus habitaciones, donde quizás continuarían la juerga. Y aunque el posadero tenía sueño, tendría que seguir trabajando incluso después de que se les pasaran los efectos del alcohol y se rindieran finalmente al sueño.
Rodas dio un trago y se acicaló las patas blancas de cabra. Era la cuarta o quinta vez que se pasaba por allí aquel año y aún no se había acostumbrado a las incómodas sillas y al extraño sabor de la bebida. Además, por alguna curiosa razón, cuando la terminaba se sentía mareado, y si seguía aceptando uno de esos vinos, era por cortesía. Al cabo de casi una hora, la lóbrega sala ya se había vaciado de personas y solo quedaron el candor y el posadero; era hora.
—Yo traje un par de dos conejos y leña de horno. ¿Tú tienes algo para yo?
Alton miró fijamente el cuerno plateado y curvado de unicornio que le nacía en mitad de la frente y asintió largamente.
—Veamos… Desde la última vez que nos vimos, allá por verano, he oído muchas cosas. Hace mes y medio un grupo de hombres del norte hablaba de los salvajes, de cómo cada vez se acercaban más y profundizaban en la frontera, arrasando granjas y aldeas. Tiempo después un mercader me comentó que Mirabel estaba saturada de refugiados “pueblerinos”, como él mismo dijo con desprecio, que escapaban de algo. Ya sabes como son los mercaderes, gente ambiciosa y sin escrúpulos la mayoría. Piensan que los de campo somos…
Rodas clavó en el hombre sus ojos almendrados.
—¿Y los magos? – interrumpió - ¿Qué dicen?
—Ni idea. La torre más cercana está a cuatro días de aquí, y se comenta que ya nadie vive en ella. Eso no lo sé. Aunque siguiera viviendo ahí algún barbudo, dudo que hiciera algo al respecto. Y los llaman sabios… que mundo de locos…
Rodas se dio por satisfecho y le estrechó la mano a Alton, que mientras hablaba frotaba con un paño húmedo los platos más sucios (los otros los volvía a guardar como estaban). Entonces, el candor extrajo de la mochila que llevaba a la espalda los conejos de los que había hablado.
—¡Estupendo! ¿Pero te vas ya? Aún me quedan un par de habitaciones libres –dijo con un tono sugerente mientras reparaba en la cicatriz que recorría el abdominal derecho de la criatura.
—Sí, tengo prisa. La leña en el porche. Yo te agradezco todo.
Y así se despidió Rodas, que esta vez desapareció por la puerta de la posada casi sin hacer ruido. Y Alton aún se aproximó a la ventana para ver como la andrógina y hechizante figura del candor, de aquel hombre-unicornio, se desvanecía lentamente en el horizonte oscuro.
Parte II
Los ocho se sentaban alrededor de una larga mesa rectangular que ocupaba casi toda la estancia, iluminada por unas pocas velas que arrojaban su luz parpadeante y luchaban por prevalecer en medio de aquella honda negrura. Había mucha humedad, y ninguno de los grandes señores se sentía a gusto en aquella angosta bodega.
-Me remito a mis anteriores palabras. Nuestra mejor baza es Melle II. Es inocente, estúpido, jamás sospecharía de…
-Larga ha crecido vuestra confianza –intervino otro –. Nuestras guerras nunca son abiertas, ni externas. Si queremos destruir el Imperio de una vez por todas, debemos reabrir nuestras guaridas allí, sembrar el caos desde dentro. Solo así tenemos posibilidades de victoria.
Uno de los ocho dejó escapar un suspiro.
-Sabéis, mi señora, tan bien como yo, que lo que propones es inviable. La mayoría de estos “refugios” fueron descubiertos, saqueados y destruidos, y no tenemos la mano de obra necesaria para construir más guaridas. Ni tan siquiera una sola.
-¿Y qué hacemos? –replicó notablemente irritada.
-Como decía Vinne, el rey Melle II es nuestra mejor carta. Su gobierno ya es medio nuestro, sólo tenemos que darle una razón para entrar en guerra con el Imperio.
-Si fuera así de sencillo, quizás…
Surgió, entonces, en una de las esquinas, una sombra poderosa que se revolvía como un torbellino ansioso, y unas llamas verdes y azules surgieron a su alrededor mientras la oscuridad se condensaba y tomaba forma. Los ocho se irguieron, envueltos como estaban en unas togas rojas como la sangre de cordero, y desenvainaron las ocho dagas de la aflicción, que destellaban con un brillo mortal de advertencia.
-¿Quién osa irrumpir en la Casa Roja? –inquirió el que parecía más anciano y tenía el porte más severo. La sombra se enderezó hasta alcanzar una gran estatura y un silencio de muerte cayó alrededor.
-No debéis dirigiros a mi así –se escuchó una voz profunda que sonaba en todas partes –, pues en nombre de Isilbis vengo, y para él habéis de cumplir su voluntad.
Los ocho parecieron sorprendidos y avergonzados, y envainaron casi al unísono las dagas de la aflicción, todos menos uno: Vinne Elgaunt.
-¿Y como sabemos, ser, que vienes en nombre de quien dices venir?
La sombra no respondió, pero de su espalda surgieron ocho brazos negros como patas de araña que extendió hasta rozar las paredes de ambos lados. Vinne guardó inmediatamente la daga y murmuró algo, azorado.
-Dinos, mensajero. –volvió a intervenir el más anciano. Ahora su tono de voz era de admiración y respeto, y la sombra replegó de nuevo los cuatro pares de patas.
-Sabed que Isilbis requiere de vuestros servicios. Un advenedizo grupo de hombres, comandados por la maga Élinae, están en una misión de gran importancia en las Estepas Salvajes, al Norte. Es la voluntad de la araña que la muerte les sobrevenga antes de regresar a la Punta. Jamás debió de salir de su Imperio…
La sombra se desvaneció lentamente, pero las llamas que la rodeaban se alargaron y una ráfaga de aire fresco sopló desde la esquina ahora vacía. Tan rápidamente como había llegado, el Maggari se había ido sin dar tiempo a que nadie replicara.
Los ocho seguían desconcertados. Todos se sentaron de nuevo.
-Nunca antes nuestro dios nos ha enviado un mensajero… –reflexionó el mayor. Tenía una corta barba blanca y su nariz aguileña, sumada a unos pequeños ojos azules, le confería una expresión siniestra.
Pero Brudd, conde de Llalo, parecía convencido.
-¡Señores! ¿Qué nos cuestionamos? ¿Quién más, sino Isilbis el-araña, sabe de nuestros ritos y tradiciones, quién si no podría saber de este cónclave secreto? Deberíamos celebrar este día, en el que nuestro dios se ha pronunciado y nos ha dado instrucciones claras y estrictas. ¡Por la caída de los hombres! ¡Ya sabemos que hacer!
Parecía que el entusiasmo de Brudd podía contagiar a los demás miembros, pero unos cuantos seguían recelosos e inseguros.
-Quizás sea conveniente recordar que nosotros también somos hombres –intervino Vinne con su voz de serpiente. Aquel hombre, en cierta forma, acababa de restarle autoridad a las órdenes de su mismo dios, pero tenía razón. Y nadie reparó en la verdad que había en sus palabras, si bien no era la sabiduría, sino la ambición, quien las había motivado…
Parte III
El grupo llevaba horas caminando. Eran tres hombres y una mujer. Ella vestía una larga túnica color carmesí que le cubría hasta casi las botas, de cuero oscuro, y llevaba la melena rubia recogida en una cola de caballo que caía sobre su hombro, justo por encima de una única hombrera metálica. Ellos eran soldados, con armadura y cota de malla por debajo. Dos de ellos portaban un yelmo rematado en dos plumas doradas, el tercero llevaba la cabeza al descubierto, luciendo barba de una semana y un cabello largo y oscuro.
Del cinturón negro de la túnica colgaba una bolsa de tela algo descosida, por cuya boca asomaba un fajo de hierbas y flores de muchos colores. Ella era Élinae, hija de Álara, archiamaga y duquesa del Ducado del Zorro, al otro lado del Mar Ceniciento. Élinae también era maga, y soñaba con convertirse en una hechicera poderosa como su madre y ocupar su puesto algún día. Por eso estaba allí, en las Estepas Salvajes, al norte de Punta Mordaz, expuesta al peligro que continuamente acechaba en aquellos parajes. Había ido como exploradora, emisaria del Sacro Imperio por petición del gobernador de la Punta, para investigar la creciente actividad de los Salvajes y corroborar los rumores de los lugareños.
-Mi señora –advirtió el hombre sin yelmo –, algo se ha movido por allá.
Élinae escudriñó las distantes rocas con sus penetrantes ojos azules e hizo una seña a los soldados, que desenvainaron las espadas en silencio. En sus expresiones se dibujó la incertidumbre y el temor a lo desconocido, y avanzaban con paso inseguro y muy despacio, con los escudos por delante. El tercero, no obstante, parecía muy seguro de sí mismo. Aunque cauteloso, avanzaba rápido y con determinación, y a cada rato echaba una mirada de reojo hacia la maga para cerciorarse de que ésta observaba cuán atrevido y valiente era.
Élinae hizo otro gesto para que flanqueara la roca por la izquierda mientras sus hombres avanzaban desde la derecha. La maga observaba desde lejos como una frívola y calculadora estratega, guiando la batalla pero sin entrar en ella.
Guber dobló la esquina de la roca y enfundó su arma.
-Aquí no hay nada –vociferó llevándose ambas manos a la cabeza, con expresión despreocupada. Los otros dos hombres enfundaron también sus armas y suspiraron aliviados. No habría combate.
-Bien, volved –llamó ella –, iremos hacia el este, a ver si tenemos más suerte.
“Más suerte” repitió mentalmente Áevin, el más joven de todos los soldados. “Si fuera ella la que peleara, cambiaría de idea.” Áevin apenas contaba veinte inviernos, pero era vigoroso y hábil en el manejo de la espada. Su padre lo educó desde pequeño en el arte marcial de la guerra, y el joven hijo del capitán creció entre armas y códigos de honor. Ahora era el escolta de una refinada hechicera con la que caminaban en círculos sin sacar nada en claro.
Y ya llevaban seis días en aquel yermo. Las Estepas Salvajes era un conjunto de llanuras secas y grises, salpicadas por alguna que otra pequeña montaña granítica y profundas y repentinas depresiones. Buscaban huellas, animales muertos, rocas desprendidas, cuevas… todo aquello que sugiriera que los salvajes habían abandonado sus hogares y se estaban reuniendo era bienvenido y meticulosamente analizado por Élinae, que lideraba la expedición.
Se detuvo.
Alguien gruñó en la lejanía, tras una suave ondulación que les impedía ver a la criatura.
-¿Es un salvaje? –quiso saber Guber desenvainando su espada con cuidado. La hoja brillaba a la luz del asfixiante Sol. Era plateada y tenía unas inscripciones que brillaban con tonalidades azules y cían; runas.
-Sí –asintió Élinae tragando saliva y aferrando el báculo con su pálida mano de porcelana. –. Sin duda alguna.
Áevin y Sadro desenvainaron también las espadas y buscaron nuevamente el amparo de sus rodelas de madera y metal.
Oyeron unos pasos pesados ascendiendo por la ladera opuesta.
Élinae agarró con todavía más fuerza el báculo, como si le diera seguridad, y tragó saliva por segunda vez.
Oyeron otro rugido, y otro. Y otro más, y por la cima de la colina asomaron tres seres como hombres encorvados, casi bípedos y de tres metros, piel roja como la sangre y mirada fiera. Unos colmillos asomaban entre los labios negros en su rostro bestial, y sus ojos sin párpado se clavaban en los humanos.
Otro rugido y emprendieron la frenética persecución. El primero se abalanzó contra Áevin, que vanamente interpuso el escudo. El joven salió despedido varios metros hasta golpearse la cabeza con una afilada roca, que se tiñó de un sugerente rojo brillante. El segundo golpeó a Sadro con la zarpa abierta, rompiéndole las costillas y dejándolo malherido y jadeando. Respiraba entrecortadamente y por entre los incisivos se filtraba una hilera de sangre.
Agonizó durante veinte segundos hasta que Fered decidió llevárselo.
Pero Guber echó a correr. Ya no le importaban ni el honor ni Élinae, que se alzaba enhiesta como un tronco seco antes del huracán. La maga musitó unas palabras y de su mano brotó una columna helada que congeló al tercer salvaje justo antes de que la alcanzara. El asesino de Áevin echó a correr hacia ella, con la amenazante boca de dientes como agujas profiriendo ensordecedores rugidos, pero ésta lo esquivó con un grácil movimiento y ayudada del báculo proyectó un mortal rayo que atravesó su oscuro corazón, bañado en tinta negra. Cuando cayó abatido, Élinae se giró para fulminar al restante con un último hechizo, pero el salvaje se adelantó, hendiendo su garra en el pecho de la maga, que apenas pudo escupir la sangre que se amontonaba en su garganta antes de caer y expirar.
Su cuerpo quedó tendido sobre la hierba gris y seca, ahora regada con una sangre todavía tibia. Estaba boca abajo pero tenía la cabeza girada y en su rostro se podía advertir una expresión hueca de horror.
El salvaje echó a correr una vez más en persecución de Guber. No tenía emociones ni sentimientos; era un depredador, una bestia sanguinaria sin remordimiento alguno. El salvaje siguió corriendo hasta que Guber desapareció tras unas rocas, en la distancia. Entonces, volvió y se deleitó devorando los cuerpos de los caídos. Solo la hechicera, por alguna extraña superstición, se salvó de sus afilados dientes y su cuerpo quedó abandonado en las estepas como si de una muñeca rota se tratase.
Élinae, hija de Álara, archimaga y Duquesa del Ducado del Zorro al otro lado del Mar Ceniciento había muerto.
Parte IV
La luz roja del ocaso trajo melancolía y soledad. Como cada día, el Sol desaparecía rápido por el horizonte y sus últimos rayos iluminaban la mesa del escritorio de Selam, abarrotada de papiros, libros y extraños artefactos que brillaban con luz propia.
Aquel era una de los muchos dormitorios de la academia Zelca, la primera y más grande de las escuelas de Magia del Sacro Imperio, uno de los últimos templos del saber en aquella era incierta.
Largo tiempo había pasado Selam encerrado entre aquellos muros, más que ninguno otro. Pues mientras que la mayoría de estudiantes no superaban los treinta años de edad, él ya recordaba contar cuarenta, cuarenta y cinco y hasta cincuenta inviernos. Y es que sus únicos amigos, los más sinceros, habían sido desde siempre los libros de estudio, y en su interior había una sed de conocimientos que jamás sería saciada.
Y ahora abandonaba su hogar, su cómoda cama y sus amados grimorios. Un mundo nuevo se abría ante él, una grave urgencia. No sabría decir si aquella llamada era auténtica o simples desvaríos de una mente demasiado vieja, pero sentía la necesidad de acudir y de responder, y aquello ya no venía de su mente, sino de lo profundo de su alma.
Se llevó las manos huesudas a la cabeza y recogió la larga melena negra en una cola de caballo bastante alta. Estaba delgado y tenía el rostro chupado, pero su expresión era seria y sus ojos encerraban un misterio insondable que nadie podía desvelar.
“Keseth” se dijo para sí. “El norte se corrompe en tanto que los herederos de tu legado observan el mundo con ojos ajenos. ¿He de hacer yo su trabajo? ¿He de purgar en tu nombre las lejanas Estepas?”
Abrió los ojos, pero nadie le contestó. ¿O quizás sí? Tuvo de pronto la convicción de que algo se corrompía en las Estepas Salvajes, y un murmullo ahogado, como un eco desesperado, sonó en su oreja derecha.
“… mi voluntad es la tuya”
Una sombra magnífica recorrió la pared del fondo mientras el horizonte devoraba los últimos rayos de luz.
Parte V
-Hermanos… El plan está en marcha. Cada uno ha jugado su papel y ahora es el turno de los mortales. ¡Ig´garón volverá en toda su gloria, y el mundo se retorcerá de tormento mientras se libera!
El lugar de la reunión era una gran plaza negra de adoquines levantados. Había un cielo tormentoso que esporádicamente iluminaba la ciudad en ruinas de la cual habían hecho su guarida: Gargol...la antigua capital de Imperio del Norte estaba ahora abandonada y maldita, y la paz de la muerte se había depositado en cada roca, cada calavera y cada árbol seco casi sin ser advertida.
Otras tres columnas de humo negro se revolvían a cada lado de la plaza alrededor del descomunal colmillo negro de Zephirom, el dios-dragón que sacrificó su esencia hacía miles de años para librar al mundo de la locura del-que-susurra.
Y ahora, se alzaría una vez más.
-Los hijos de Isilbis han sido ya advertidos –informó uno de los cuatro Maggari con su profunda voz de tinieblas –. Los ocho y sus muchos agentes se asegurarán de que la maga no regrese jamás a su tierra y la amenaza pillará de improviso a los hombres mortales.
-¿Y los orrdrim?
-Todavía hay odio en sus corazones. La emperatriz tiene muchos enemigos. Solo es cuestión de tiempo que la guerra estalle y que orrdrim, hombres y candor sean el festín de almas que libere al maestro. Aunque para eso…
El mismo Maggari que preguntó por los orrdrim se adelantó a hablar ahora, y su voz parecía ceniza al viento:
-Los salvajes se mueven… No tardaré en reunir un ejército digno del-que-susurra, un ejército capaz de aplastar las defensas de los hombres mortales y allanar el camino a los orrdrim. Pero aún queda mucho por hacer…
-Y luego está el mago.
Todos se volvieron hacia el Maggari que acababa de hablar.
-¿El mago? –repitieron al unísono con sus voces profundas.
El Maggari habló entonces de Selam y de sus planes, y en sus palabras había temor, pues el hechicero contaba con la bendición de Keseth, el único y primer mago de todos, y había sentido su alma inmortal envenenando la mente de aquel hombre, manipulándolo en su único beneficio oscuro.
Los demás Maggari también parecían inquietos. Pero daba igual. Ig´garón se alzaría gracias a la guerra, una guerra que estallaría antes o después, pero que lo haría.
-Pero hay amenazas mayores, tal vez. El tiempo lo dirá. Nos hemos olvidado de ella, pero ella siempre está atenta y alerta. Ya sabéis de quien hablo.
Y lo sabían, vaya. Pero nadie dijo su nombre.
Parte I
Los pocos hombres que quedaban sintieron unas pisadas fuertes subiendo las escaleras del porche cuando la puerta de la posada se abrió casi sin hacer ruido y entró el candor. Algunos, los que repararon en su presencia, se sorprendieron, pues nunca antes habían visto una criatura semejante, pero el posadero no se inmutó lo más mínimo y lo saludó cordialmente; eran viejos conocidos.
Aquella criatura, semejante a un sátiro, era cliente habitual y el tiempo lo había hecho a su curiosa forma, y mientras todos se sorprendían y reprimían murmullos ahogados y miradas indiscretas, Alton siguió sirviendo cervezas.
— ¿Un vino ruiseñor? —preguntó el posadero alzando la ceja gruesa. Rodas se limitó a asentir y se sentó a una de las mesas que miraban hacia el campo. Fuera hacía frío, lo sabía demasiado bien: llevaba algunas semanas de aquí para allá sin un rumbo fijo, y como era costumbre en los suyos, lucía un fuerte torso desnudo.
Aquí tienes –volvió el posadero al cabo de un rato –. ¿Quieres comer algo? Me queda un poco de guiso del mediodía.
—No, yo te agradezco –dijo con un acento muy marcado. El posadero sonrió con condescendencia y volvió a la barra. Mientras, los hombres de la mesa del fondo se incorporaron y desaparecieron escaleras arriba, hacia sus habitaciones, donde quizás continuarían la juerga. Y aunque el posadero tenía sueño, tendría que seguir trabajando incluso después de que se les pasaran los efectos del alcohol y se rindieran finalmente al sueño.
Rodas dio un trago y se acicaló las patas blancas de cabra. Era la cuarta o quinta vez que se pasaba por allí aquel año y aún no se había acostumbrado a las incómodas sillas y al extraño sabor de la bebida. Además, por alguna curiosa razón, cuando la terminaba se sentía mareado, y si seguía aceptando uno de esos vinos, era por cortesía. Al cabo de casi una hora, la lóbrega sala ya se había vaciado de personas y solo quedaron el candor y el posadero; era hora.
—Yo traje un par de dos conejos y leña de horno. ¿Tú tienes algo para yo?
Alton miró fijamente el cuerno plateado y curvado de unicornio que le nacía en mitad de la frente y asintió largamente.
—Veamos… Desde la última vez que nos vimos, allá por verano, he oído muchas cosas. Hace mes y medio un grupo de hombres del norte hablaba de los salvajes, de cómo cada vez se acercaban más y profundizaban en la frontera, arrasando granjas y aldeas. Tiempo después un mercader me comentó que Mirabel estaba saturada de refugiados “pueblerinos”, como él mismo dijo con desprecio, que escapaban de algo. Ya sabes como son los mercaderes, gente ambiciosa y sin escrúpulos la mayoría. Piensan que los de campo somos…
Rodas clavó en el hombre sus ojos almendrados.
—¿Y los magos? – interrumpió - ¿Qué dicen?
—Ni idea. La torre más cercana está a cuatro días de aquí, y se comenta que ya nadie vive en ella. Eso no lo sé. Aunque siguiera viviendo ahí algún barbudo, dudo que hiciera algo al respecto. Y los llaman sabios… que mundo de locos…
Rodas se dio por satisfecho y le estrechó la mano a Alton, que mientras hablaba frotaba con un paño húmedo los platos más sucios (los otros los volvía a guardar como estaban). Entonces, el candor extrajo de la mochila que llevaba a la espalda los conejos de los que había hablado.
—¡Estupendo! ¿Pero te vas ya? Aún me quedan un par de habitaciones libres –dijo con un tono sugerente mientras reparaba en la cicatriz que recorría el abdominal derecho de la criatura.
—Sí, tengo prisa. La leña en el porche. Yo te agradezco todo.
Y así se despidió Rodas, que esta vez desapareció por la puerta de la posada casi sin hacer ruido. Y Alton aún se aproximó a la ventana para ver como la andrógina y hechizante figura del candor, de aquel hombre-unicornio, se desvanecía lentamente en el horizonte oscuro.
Parte II
Los ocho se sentaban alrededor de una larga mesa rectangular que ocupaba casi toda la estancia, iluminada por unas pocas velas que arrojaban su luz parpadeante y luchaban por prevalecer en medio de aquella honda negrura. Había mucha humedad, y ninguno de los grandes señores se sentía a gusto en aquella angosta bodega.
-Me remito a mis anteriores palabras. Nuestra mejor baza es Melle II. Es inocente, estúpido, jamás sospecharía de…
-Larga ha crecido vuestra confianza –intervino otro –. Nuestras guerras nunca son abiertas, ni externas. Si queremos destruir el Imperio de una vez por todas, debemos reabrir nuestras guaridas allí, sembrar el caos desde dentro. Solo así tenemos posibilidades de victoria.
Uno de los ocho dejó escapar un suspiro.
-Sabéis, mi señora, tan bien como yo, que lo que propones es inviable. La mayoría de estos “refugios” fueron descubiertos, saqueados y destruidos, y no tenemos la mano de obra necesaria para construir más guaridas. Ni tan siquiera una sola.
-¿Y qué hacemos? –replicó notablemente irritada.
-Como decía Vinne, el rey Melle II es nuestra mejor carta. Su gobierno ya es medio nuestro, sólo tenemos que darle una razón para entrar en guerra con el Imperio.
-Si fuera así de sencillo, quizás…
Surgió, entonces, en una de las esquinas, una sombra poderosa que se revolvía como un torbellino ansioso, y unas llamas verdes y azules surgieron a su alrededor mientras la oscuridad se condensaba y tomaba forma. Los ocho se irguieron, envueltos como estaban en unas togas rojas como la sangre de cordero, y desenvainaron las ocho dagas de la aflicción, que destellaban con un brillo mortal de advertencia.
-¿Quién osa irrumpir en la Casa Roja? –inquirió el que parecía más anciano y tenía el porte más severo. La sombra se enderezó hasta alcanzar una gran estatura y un silencio de muerte cayó alrededor.
-No debéis dirigiros a mi así –se escuchó una voz profunda que sonaba en todas partes –, pues en nombre de Isilbis vengo, y para él habéis de cumplir su voluntad.
Los ocho parecieron sorprendidos y avergonzados, y envainaron casi al unísono las dagas de la aflicción, todos menos uno: Vinne Elgaunt.
-¿Y como sabemos, ser, que vienes en nombre de quien dices venir?
La sombra no respondió, pero de su espalda surgieron ocho brazos negros como patas de araña que extendió hasta rozar las paredes de ambos lados. Vinne guardó inmediatamente la daga y murmuró algo, azorado.
-Dinos, mensajero. –volvió a intervenir el más anciano. Ahora su tono de voz era de admiración y respeto, y la sombra replegó de nuevo los cuatro pares de patas.
-Sabed que Isilbis requiere de vuestros servicios. Un advenedizo grupo de hombres, comandados por la maga Élinae, están en una misión de gran importancia en las Estepas Salvajes, al Norte. Es la voluntad de la araña que la muerte les sobrevenga antes de regresar a la Punta. Jamás debió de salir de su Imperio…
La sombra se desvaneció lentamente, pero las llamas que la rodeaban se alargaron y una ráfaga de aire fresco sopló desde la esquina ahora vacía. Tan rápidamente como había llegado, el Maggari se había ido sin dar tiempo a que nadie replicara.
Los ocho seguían desconcertados. Todos se sentaron de nuevo.
-Nunca antes nuestro dios nos ha enviado un mensajero… –reflexionó el mayor. Tenía una corta barba blanca y su nariz aguileña, sumada a unos pequeños ojos azules, le confería una expresión siniestra.
Pero Brudd, conde de Llalo, parecía convencido.
-¡Señores! ¿Qué nos cuestionamos? ¿Quién más, sino Isilbis el-araña, sabe de nuestros ritos y tradiciones, quién si no podría saber de este cónclave secreto? Deberíamos celebrar este día, en el que nuestro dios se ha pronunciado y nos ha dado instrucciones claras y estrictas. ¡Por la caída de los hombres! ¡Ya sabemos que hacer!
Parecía que el entusiasmo de Brudd podía contagiar a los demás miembros, pero unos cuantos seguían recelosos e inseguros.
-Quizás sea conveniente recordar que nosotros también somos hombres –intervino Vinne con su voz de serpiente. Aquel hombre, en cierta forma, acababa de restarle autoridad a las órdenes de su mismo dios, pero tenía razón. Y nadie reparó en la verdad que había en sus palabras, si bien no era la sabiduría, sino la ambición, quien las había motivado…
Parte III
El grupo llevaba horas caminando. Eran tres hombres y una mujer. Ella vestía una larga túnica color carmesí que le cubría hasta casi las botas, de cuero oscuro, y llevaba la melena rubia recogida en una cola de caballo que caía sobre su hombro, justo por encima de una única hombrera metálica. Ellos eran soldados, con armadura y cota de malla por debajo. Dos de ellos portaban un yelmo rematado en dos plumas doradas, el tercero llevaba la cabeza al descubierto, luciendo barba de una semana y un cabello largo y oscuro.
Del cinturón negro de la túnica colgaba una bolsa de tela algo descosida, por cuya boca asomaba un fajo de hierbas y flores de muchos colores. Ella era Élinae, hija de Álara, archiamaga y duquesa del Ducado del Zorro, al otro lado del Mar Ceniciento. Élinae también era maga, y soñaba con convertirse en una hechicera poderosa como su madre y ocupar su puesto algún día. Por eso estaba allí, en las Estepas Salvajes, al norte de Punta Mordaz, expuesta al peligro que continuamente acechaba en aquellos parajes. Había ido como exploradora, emisaria del Sacro Imperio por petición del gobernador de la Punta, para investigar la creciente actividad de los Salvajes y corroborar los rumores de los lugareños.
-Mi señora –advirtió el hombre sin yelmo –, algo se ha movido por allá.
Élinae escudriñó las distantes rocas con sus penetrantes ojos azules e hizo una seña a los soldados, que desenvainaron las espadas en silencio. En sus expresiones se dibujó la incertidumbre y el temor a lo desconocido, y avanzaban con paso inseguro y muy despacio, con los escudos por delante. El tercero, no obstante, parecía muy seguro de sí mismo. Aunque cauteloso, avanzaba rápido y con determinación, y a cada rato echaba una mirada de reojo hacia la maga para cerciorarse de que ésta observaba cuán atrevido y valiente era.
Élinae hizo otro gesto para que flanqueara la roca por la izquierda mientras sus hombres avanzaban desde la derecha. La maga observaba desde lejos como una frívola y calculadora estratega, guiando la batalla pero sin entrar en ella.
Guber dobló la esquina de la roca y enfundó su arma.
-Aquí no hay nada –vociferó llevándose ambas manos a la cabeza, con expresión despreocupada. Los otros dos hombres enfundaron también sus armas y suspiraron aliviados. No habría combate.
-Bien, volved –llamó ella –, iremos hacia el este, a ver si tenemos más suerte.
“Más suerte” repitió mentalmente Áevin, el más joven de todos los soldados. “Si fuera ella la que peleara, cambiaría de idea.” Áevin apenas contaba veinte inviernos, pero era vigoroso y hábil en el manejo de la espada. Su padre lo educó desde pequeño en el arte marcial de la guerra, y el joven hijo del capitán creció entre armas y códigos de honor. Ahora era el escolta de una refinada hechicera con la que caminaban en círculos sin sacar nada en claro.
Y ya llevaban seis días en aquel yermo. Las Estepas Salvajes era un conjunto de llanuras secas y grises, salpicadas por alguna que otra pequeña montaña granítica y profundas y repentinas depresiones. Buscaban huellas, animales muertos, rocas desprendidas, cuevas… todo aquello que sugiriera que los salvajes habían abandonado sus hogares y se estaban reuniendo era bienvenido y meticulosamente analizado por Élinae, que lideraba la expedición.
Se detuvo.
Alguien gruñó en la lejanía, tras una suave ondulación que les impedía ver a la criatura.
-¿Es un salvaje? –quiso saber Guber desenvainando su espada con cuidado. La hoja brillaba a la luz del asfixiante Sol. Era plateada y tenía unas inscripciones que brillaban con tonalidades azules y cían; runas.
-Sí –asintió Élinae tragando saliva y aferrando el báculo con su pálida mano de porcelana. –. Sin duda alguna.
Áevin y Sadro desenvainaron también las espadas y buscaron nuevamente el amparo de sus rodelas de madera y metal.
Oyeron unos pasos pesados ascendiendo por la ladera opuesta.
Élinae agarró con todavía más fuerza el báculo, como si le diera seguridad, y tragó saliva por segunda vez.
Oyeron otro rugido, y otro. Y otro más, y por la cima de la colina asomaron tres seres como hombres encorvados, casi bípedos y de tres metros, piel roja como la sangre y mirada fiera. Unos colmillos asomaban entre los labios negros en su rostro bestial, y sus ojos sin párpado se clavaban en los humanos.
Otro rugido y emprendieron la frenética persecución. El primero se abalanzó contra Áevin, que vanamente interpuso el escudo. El joven salió despedido varios metros hasta golpearse la cabeza con una afilada roca, que se tiñó de un sugerente rojo brillante. El segundo golpeó a Sadro con la zarpa abierta, rompiéndole las costillas y dejándolo malherido y jadeando. Respiraba entrecortadamente y por entre los incisivos se filtraba una hilera de sangre.
Agonizó durante veinte segundos hasta que Fered decidió llevárselo.
Pero Guber echó a correr. Ya no le importaban ni el honor ni Élinae, que se alzaba enhiesta como un tronco seco antes del huracán. La maga musitó unas palabras y de su mano brotó una columna helada que congeló al tercer salvaje justo antes de que la alcanzara. El asesino de Áevin echó a correr hacia ella, con la amenazante boca de dientes como agujas profiriendo ensordecedores rugidos, pero ésta lo esquivó con un grácil movimiento y ayudada del báculo proyectó un mortal rayo que atravesó su oscuro corazón, bañado en tinta negra. Cuando cayó abatido, Élinae se giró para fulminar al restante con un último hechizo, pero el salvaje se adelantó, hendiendo su garra en el pecho de la maga, que apenas pudo escupir la sangre que se amontonaba en su garganta antes de caer y expirar.
Su cuerpo quedó tendido sobre la hierba gris y seca, ahora regada con una sangre todavía tibia. Estaba boca abajo pero tenía la cabeza girada y en su rostro se podía advertir una expresión hueca de horror.
El salvaje echó a correr una vez más en persecución de Guber. No tenía emociones ni sentimientos; era un depredador, una bestia sanguinaria sin remordimiento alguno. El salvaje siguió corriendo hasta que Guber desapareció tras unas rocas, en la distancia. Entonces, volvió y se deleitó devorando los cuerpos de los caídos. Solo la hechicera, por alguna extraña superstición, se salvó de sus afilados dientes y su cuerpo quedó abandonado en las estepas como si de una muñeca rota se tratase.
Élinae, hija de Álara, archimaga y Duquesa del Ducado del Zorro al otro lado del Mar Ceniciento había muerto.
Parte IV
La luz roja del ocaso trajo melancolía y soledad. Como cada día, el Sol desaparecía rápido por el horizonte y sus últimos rayos iluminaban la mesa del escritorio de Selam, abarrotada de papiros, libros y extraños artefactos que brillaban con luz propia.
Aquel era una de los muchos dormitorios de la academia Zelca, la primera y más grande de las escuelas de Magia del Sacro Imperio, uno de los últimos templos del saber en aquella era incierta.
Largo tiempo había pasado Selam encerrado entre aquellos muros, más que ninguno otro. Pues mientras que la mayoría de estudiantes no superaban los treinta años de edad, él ya recordaba contar cuarenta, cuarenta y cinco y hasta cincuenta inviernos. Y es que sus únicos amigos, los más sinceros, habían sido desde siempre los libros de estudio, y en su interior había una sed de conocimientos que jamás sería saciada.
Y ahora abandonaba su hogar, su cómoda cama y sus amados grimorios. Un mundo nuevo se abría ante él, una grave urgencia. No sabría decir si aquella llamada era auténtica o simples desvaríos de una mente demasiado vieja, pero sentía la necesidad de acudir y de responder, y aquello ya no venía de su mente, sino de lo profundo de su alma.
Se llevó las manos huesudas a la cabeza y recogió la larga melena negra en una cola de caballo bastante alta. Estaba delgado y tenía el rostro chupado, pero su expresión era seria y sus ojos encerraban un misterio insondable que nadie podía desvelar.
“Keseth” se dijo para sí. “El norte se corrompe en tanto que los herederos de tu legado observan el mundo con ojos ajenos. ¿He de hacer yo su trabajo? ¿He de purgar en tu nombre las lejanas Estepas?”
Abrió los ojos, pero nadie le contestó. ¿O quizás sí? Tuvo de pronto la convicción de que algo se corrompía en las Estepas Salvajes, y un murmullo ahogado, como un eco desesperado, sonó en su oreja derecha.
“… mi voluntad es la tuya”
Una sombra magnífica recorrió la pared del fondo mientras el horizonte devoraba los últimos rayos de luz.
Parte V
-Hermanos… El plan está en marcha. Cada uno ha jugado su papel y ahora es el turno de los mortales. ¡Ig´garón volverá en toda su gloria, y el mundo se retorcerá de tormento mientras se libera!
El lugar de la reunión era una gran plaza negra de adoquines levantados. Había un cielo tormentoso que esporádicamente iluminaba la ciudad en ruinas de la cual habían hecho su guarida: Gargol...la antigua capital de Imperio del Norte estaba ahora abandonada y maldita, y la paz de la muerte se había depositado en cada roca, cada calavera y cada árbol seco casi sin ser advertida.
Otras tres columnas de humo negro se revolvían a cada lado de la plaza alrededor del descomunal colmillo negro de Zephirom, el dios-dragón que sacrificó su esencia hacía miles de años para librar al mundo de la locura del-que-susurra.
Y ahora, se alzaría una vez más.
-Los hijos de Isilbis han sido ya advertidos –informó uno de los cuatro Maggari con su profunda voz de tinieblas –. Los ocho y sus muchos agentes se asegurarán de que la maga no regrese jamás a su tierra y la amenaza pillará de improviso a los hombres mortales.
-¿Y los orrdrim?
-Todavía hay odio en sus corazones. La emperatriz tiene muchos enemigos. Solo es cuestión de tiempo que la guerra estalle y que orrdrim, hombres y candor sean el festín de almas que libere al maestro. Aunque para eso…
El mismo Maggari que preguntó por los orrdrim se adelantó a hablar ahora, y su voz parecía ceniza al viento:
-Los salvajes se mueven… No tardaré en reunir un ejército digno del-que-susurra, un ejército capaz de aplastar las defensas de los hombres mortales y allanar el camino a los orrdrim. Pero aún queda mucho por hacer…
-Y luego está el mago.
Todos se volvieron hacia el Maggari que acababa de hablar.
-¿El mago? –repitieron al unísono con sus voces profundas.
El Maggari habló entonces de Selam y de sus planes, y en sus palabras había temor, pues el hechicero contaba con la bendición de Keseth, el único y primer mago de todos, y había sentido su alma inmortal envenenando la mente de aquel hombre, manipulándolo en su único beneficio oscuro.
Los demás Maggari también parecían inquietos. Pero daba igual. Ig´garón se alzaría gracias a la guerra, una guerra que estallaría antes o después, pero que lo haría.
-Pero hay amenazas mayores, tal vez. El tiempo lo dirá. Nos hemos olvidado de ella, pero ella siempre está atenta y alerta. Ya sabéis de quien hablo.
Y lo sabían, vaya. Pero nadie dijo su nombre.