Mi pregunta va a los fans de Harry Potter. Yo solo he visto las películas y no me he leído los libros. Las encontré entretenidas, pero no me fascinaron. Entre que el actor principal no me agradó despues de la tercera peli y cosas asi. Entonces, quiero saber si vale la pena leer los libros, si son más mágicos o entretenidos que las películas.
Espero vuestra orientación, para ver si le doy oportunidad a los libros
Saluditos
Fantasitura es un portal destinado a compartir temas referentes a la escritura y a los géneros fantásticos. Nace a raíz de la caída momentánea del foro Fantasía Épica —casa de la cual somos participantes agradecidos, y tomamos como referente—, como un lugar de acogida para terminar proyectos pendientes en dicho portal, y no perder el contacto, mientras se produce su retorno.
Sin embargo, en el proceso de creación, ha surgido el sueño de dar vida a un nuevo proyecto, que también pueda despegar por sí solo y ampliar el abanico de posibilidades para la expansión del género y el divertimento en la red.
Nuestra intención es compartir, crecer y expandir, acogiendo a quién quiera aportar con sus ideas, conocimientos y sueños, y crecer en conjunto.
Lo primero: este es un relato bastante macabro, oscuro y con un toque de humor ácido (casi tanto como sus personajes) es un relato que estoy acabando de escribir y, tal y como digo en el título, es un borrador, aún no he empezado a revisar nada (ya que me queda un poco para acabarlo), pero así voy cogiendo lo que considere de vuestros comentarios para mejorarlo.
Lo segundo: puse fantasía oscura, pero realmente apenas tiene un toque fantástico. Está ambientado en la Europa antigua (moderna en realidad), cuando empezaba la caza de brujas.
Lo tercero: Espero que lo disfrutéis, aunque sea un borrador
Los dedos de Friederich von Spee se movían a una velocidad endiablada sobre las teclas del órgano. Sentado sobre un taburete, el hombre ejecutaba con maestría una melodía lúgubre que resonaba por toda la iglesia. Cada nota que salía del instrumento recorría el lugar como el lamento de un muerto, deslizándose por las paredes de piedra desgastada del edificio y llegando hasta el sótano que se ocultaba bajo sus ruinas. No es que en otros tiempos la iglesia hubiese sido mejor de lo que era, pero al menos no se había encontrado en el estado de decadencia actual: un estado que compartía con el resto del pueblo.
Fuera, la lluvia caía con fuerza sobre las casas de Vilheim que aún se mantenían en pie, formando una densa cortina translúcida que apenas permitía distinguir algo en medio de la oscuridad. Por suerte, un relámpago iluminaba de vez en cuando las calles embarradas de la villa, realizando la labor que le correspondería a las farolas de aceite que se erguían a lo largo de los adoquines que conducían a la iglesia. Los techos de varias casas estaban hundidos y maltratados por el tiempo, y el agua aprovechaba la oportunidad para filtrarse por ellos y anegar su interior. Sin embargo, hacía ya muchos años que nadie vivía en aquel pueblo maldito y abandonado por Dios. Solo Friederich había optado por no marcharse de allí, pero claro, él tenía sus propias razones para no hacerlo, y la sinfonía que tocaba era una de ellas. La más importante.
Las notas del órgano se apagaron y Friederich von Spee dejó caer su última lágrima sobre la partitura que había compuesto. El músico tenía los ojos rojos e hinchados, sin embargo, su rostro reflejaba una sonrisa radiante. De forma inesperada, soltó un grito parecido al aullido de un lobo y comenzó a correr de un lado a otro de la iglesia, colgándose de los miles de engranajes y palancas que sobresalían de las paredes y que se conectaban entre sí. Los truenos hacían retumbar las vidrieras mientras saltaba sobre los bancos y bailaba encima de ellos emitiendo sonidos con la boca, como un niño pequeño. Hacía volteretas en el suelo, deshilachando las calzas bermejas que había robado a uno de los nobles que tenía prisioneros en el sótano, y la túnica y la capa que le cubrían el torso no corrían mejor fortuna durante sus acrobacias. Alzó la vista y observó la luna a través de uno de los agujeros del techo que iluminaba el espacio en el que se apilaban los bancos.
—Ya casi está todo listo —decía para sí—. ¡Claro que está todo listo! Solo falta uno. ¡Uno y podremos poner en marcha el mecanismo! —Hizo una voltereta, rodó por el suelo y se rió—. La última balada. Dolor por amor. Amor para el dolor y música para todos. —Cambió el tono de su voz—. Pero todavía falta uno —susurró, y su tono volvió a cambiar—. Lo sé, lo sé; pero lo encontraremos, como hicimos con los demás. —Y se rió tanto que casi se atraganta.
Entretenido con la conversación que mantenía consigo mismo, no se enteró de las pisadas que se acercaban a su espalda. El ritmo de los pies que se dirigía al lugar en el que permanecía tumbado era irregular, al igual que la respiración de la persona que lo producía, si a aquella cosa se le podía llamar persona, claro.
Se dio la vuelta y se topó con una imagen repulsiva: un ser la mitad de alto que él lo observaba a través de un ojo saltón. La criatura tenía la cara quemada por uno de los lados y la piel era una masa rosa y arrugada que le cubría el otro ojo impidiéndole la visión. El poco pelo que tenía en la cabeza le nacía en diferentes zonas, como si alguien se lo hubiera arrancado a tirones, y varios bultos negros y purulentos le coronaban la frente. Su cuerpo contrahecho no ofrecía una imagen diferente. Una de sus piernas era más larga que la otra, y de la espalda le salía una joroba tan pronunciada que el joven era incapaz de mirar hacia arriba. Resumiendo: no se podía decir que fuera muy guapo.
Sir Friederich se levantó lo más rápido que pudo.
—¡Mi querido Wyover! —dijo, y besó al enano deforme en uno de los bultos de su frente—. ¿Qué tal se encuentran nuestros instrumentos?
El enano realizó un gesto parecido al amago de una sonrisa.
—Dijeron que lo iban a matar.
Friederich asintió, contento. Casi se le escapa una lágrima de la emoción.
—Esto cada vez pinta mejor. ¡La balada será un éxito! Lady Marg...
—A uno le corté un dedo —interrumpió el enano. Su voz parecían gorjeos—. Gritó mucho.
—Mi querido Wyover —respondió el compositor—, ya sabe lo que opino acerca de esos actos hacia nuestros huéspedes.
El enano asintió y repitió de carrerilla:
—Si le corta algún miembro aproveche la sangre.
Friederich gritó y aplaudió de entusiasmo.
—¡Exacto! Es usted un chico sabio. Nunca se sabe cuánta sangre se puede necesitar. —Agarró la cabeza del jorobado con las manos y se la volvió a besar—. Y, cambiando de tema. —Subió sobre un banco y se puso a dar saltos—. ¿Qué se sabe de Sir Laneher?
Wyover retorció la masa rosada y deforme que era su cara.
—Ya sé dónde se esconde —respondió—. Ahora mismo salgo a por él. Tardaré un día.
—¡Perfecto! Mientras va usted a buscar a nuestro invitado yo aprovecharé para visitar a Lady Margaret y contarle nuestros avances. —El enano asintió y se dio la vuelta—. Acuérdese de...
—Ya tengo la ballesta preparada —se adelantó el jorobado.
—¡Excelente! —contestó el compositor—. Pronto pondremos en marcha el mecanismo. Sí, muy pronto.
Y se perdió en la oscuridad de las escaleras que descendían hasta el sótano.
«Las paredes manchadas de sangre; la mayoría de casas quemadas; la aldea en ruinas. Todo eso podría ser obra de saqueadores. Sí, podría. Pero una voz en mi interior grita con rabia y me dice que no ha sido cosa de humanos.
Elevo el antebrazo y, con una explosión de luz azul, se manifiesta Laht: mi cuervo sagrado.
«Busca sus rastros» le ordeno mentalmente.
Grazna y se pierde entre las copas de los árboles. Miro a Adalt, asiento con la cabeza y, mientras caminamos hacia los caballos pisando la tierra manchada con el líquido negro que recorre las venas de los silentes, gruñe.
Sonrío sin que me vea y pienso que esta caza será entretenida»
Prólogo
Elevo la mano y parte de la tierra que sostengo en la palma cae escapándose entre mis dedos. Observo minuciosamente el puñado que queda y, mientras miro a Adalt, asiento con la cabeza. No hace falta decir nada, ambos sabemos a qué nos enfrentamos.
Desmonta del caballo y, guardando silencio, ata las correas a un árbol. Con un gesto, le digo que ate también las de mi corcel y, luego, le indico con la mano que avanzaré primero.
Me adentro unos metros en el bosque siguiendo los rastros. Cuando examino un arbusto lleno de sangre negra, me pregunto: ¿Por qué tantas pistas? Y, sobre todo, ¿por qué está sangrando?
Me quito el guante y toco el líquido oscuro. Acerco los dedos a la nariz y lo huelo. No hay duda, la sangre no es de un espécimen joven. No, es muy antiguo. Este olor tan fuerte solo lo he olido una vez, hace ya demasiado tiempo.
Escucho los pasos de Adalt, me giro y lo veo portando su inmensa hacha de doble hoja. No sé qué es lo que me transmite mejor su estado de ánimo, el rostro inexpresivo o la cicatriz que lo surca en diagonal desde la sien hasta la barbilla. Se agacha y escribe en la tierra con una rama: “Ocho rastros. Dos son de los nuestros”. Asiento y sigo avanzando. Oigo cómo se alejan las pisadas de Adalt. Vamos a rodearlos.
El viento sopla y trae el olor del humo. Huele a carne quemada. Cierro los ojos y aumento la sensibilidad de mi olfato. Aunque muchos no son capaces de detectar las diferencias, el olor de la carne humana al ser quemada es ligeramente distinto al de los otros animales. Inspiro y, tras unos segundos, sé que es un jabalí el que está ardiendo.
Abro los párpados y camino rápido en busca del fuego. No me lleva mucho tiempo encontrarlo. Está en medio de un improvisado campamento que seguro fue construido por bandidos o, quizá, por enemigos del Condomator.
La hoguera arde con fuerza. En ella ha caído parte del jabalí que estaban cocinando. El animal tiene la mitad del cuerpo calcinada y el hocico supura un líquido transparente que chisporretea al contacto con el fuego.
Examino las tiendas y, aparte de ropa sucia y mantas ensangrentadas, no veo nada de importancia. No sé cuántos hombres había aquí, pero calculo como mínimo unos diez. Cierro los ojos y un pensamiento cobra mucha fuerza en mi mente:
«Podríamos haber acabado con cuatro o seis, pero si han transformado a estos forajidos, no tenemos muchas probabilidades de sobrevivir en un enfrentamiento.»
Observo pensativo las manchas de sangre en las cortezas de los árboles. Luego contemplo cómo bailan las llamas. Lo que más ansía mi alma es acabar con los monstruos. Sin embargo, he de ser realista, muerto no sirvo de nada.
Elevo el antebrazo y, tras un estallido de luz azulada, aparece Laht, mi cuervo sagrado. Miro a sus brillantes ojos rojos y le ordeno con el pensamiento:
«Busca a Adalt, dile que debemos retirarnos. Que volveremos con más hombres.»
Muevo el brazo y, la parte de mi alma que representa Laht, sale volando. Cuando desaparece entre las copas de los árboles, bajo la mirada y aprovecho para inspeccionar los alrededores del campamento. El suelo me muestra cómo algunos de los hombres se resistieron. Creo que llegaron a herir a uno de los engendros. Al menos eso parece por la sangre negra de un espécimen joven que veo sobre una gran roca.
Oigo algo. No es un sonido natural del bosque. Afino el oído y busco el origen. Cuando lo encuentro siento cierta tristeza, es uno de los hombres del campamento. Le falta un brazo y parte de una pierna, pero las heridas no sangran, están cauterizadas. Me agacho para examinarlas y, mientras lo hago, escucho con más fuerza la respiración agónica. Quien le amputó las extremidades no quiso que se desangrara y, de alguna forma, le sanó los tajos. Sin embargo, le dejó sin curar los huesos rotos y las heridas internas. Supongo que lo hizo para que sufriera más… Es muy extraño, este no es el modo de actuar de los silentes. Esto casi parece personal.
Miro a los ojos del condenado y maldigo por no poder interrogarlo. No sobreviviría hasta que nos alejáramos lo suficiente de este territorio, así que tendré que darle una muerte piadosa. Desenvaino mi puñal, la hoja brilla con un rojo intenso. Me gustaría decirle algo, pero no puedo. Lo único que puedo hacer es transmitirle con mi expresión que lo siento mucho.
Acerco la punta del arma al pecho y la dejo apuntando al corazón. El pobre no es consciente, respira con los pulmones encharcados en sangre y tiene la mirada perdida. Cuando retrocedo la mano para dar la estocada, me coge la muñeca y pregunta:
—¿Quién anda ahí? —La cara le cambia y me busca con la mirada—. No te veo, pero presiento que estás cerca. ¡¿Quién eres?! —brama, escupiendo sangre negra por la boca. Se ha convertido, es uno de ellos…, pero ¿por qué lo dejaron lisiado?
Aunque tiene mi muñeca sujeta no sabe con certeza que estoy aquí. Me gustaría interrogarlo, pero no puedo permitirme revelar mi posición. Tampoco lo puedo llevar conmigo porque sabrían que alguien lo está moviendo. No, mejor esto.
—¡Dime! ¿Quie…? —cuando el puñal le atraviesa el corazón, la pregunta queda a medio pronunciar.
Limpio la hoja en su ropa y envaino el arma. Paso la mano por la cara y le cierro los ojos. Me gustaría darle un entierro, sería lo más humano, pero soy consciente de que no puedo hacerlo. Esa plaga se desplaza con rapidez por el bosque y nada le impedirá contagiar a más hombres en las aldeas cercanas.
«Lo siento —pienso mientras me levanto—, siento haber llegado tarde y siento no poder enterrarte.»
Me doy la vuelta y retorno sobre mis pasos. Cuando llego al campamento veo a Laht volar en círculos un par de veces. Desciende rápido y se posa en mi hombro. Grazna y, aunque solo lo entiendo yo, dice que Adalt está de camino.
«Menos mal que ese gigante malhumorado no ha decidido ignorar mi aviso y luchar él solo.»
Elevo el antebrazo, Laht salta hacia él y, cuando sus patas lo tocan, desaparece y vuelve a unirse a mí.
No pasa mucho rato hasta que Adalt hace acto de presencia. Me mira serio y, sin decir nada, suelta un pequeño gruñido. Sonrío, no porque me haga gracia, sino porque es listo, sabe que ese pequeño sonido no nos delata; es inapreciable para ellos.
En cambio para mí es un mensaje claro. Esto me va a cansar mucho, pero tengo que decírselo. Me acerco y le toco el hombro. Mis ojos se iluminan con un rojo intenso y le digo mentalmente:
«Amigo, tengo tantas ganas como tú de cazarlos, pero no podemos arriesgarnos a caer en combate y que uno de ellos sobreviva. Debemos exterminarlos a todos y debemos darnos prisa antes de que la plaga crezca. El que ha iniciado el contagio es antiguo, muy antiguo.»
Vuelve a gruñir y me contesta desde dentro de su mente:
«No me dices nada nuevo, Vagalat. El hedor a podrido de esa sangre apesta por todo el bosque. Ese monstruo es tan antiguo que puede ser el primero de ellos. —Mira el hacha y añade—: Pero ni a mí ni a mi arma nos gusta esperar.»
Usar la telepatía me produce un inmenso dolor de cabeza. Adalt lo sabe y, aunque le debe de costar muchísimo, en cierta forma muestra su apoyo palmeándome la mejilla con la mano. Después, se separa de mí y gruñe.
Aun sintiendo como si un cuchillo con la hoja al rojo vivo estuviera clavado en mis sienes, sonrío. El gigante, incluso con su humor de perros, es mi mejor amigo.
Me doy la vuelta y camino en silencio. Mientras ando, al pensar en el olor de esa sangre negra, me planteo si el destino no estará en verdad escrito.
Pues aquí dejo el relato con que competí en el reto de Ciencia Ficción, y del cual me criticaron mucho con el alegato ¡que no era CF! xd. Podéis despalillarlo a gusto.
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Apoplejía en la infancia
Ya casi es la hora de la partida. Me pregunto por qué tiene que ir toda la familia, por qué tengo que ir yo. Si total, basta con que vaya una sola persona a firmar los papeles y recoger eso que hay que recibir. Pero no, mamá quiere que yo la acompañe y está con esa matraca que poco a poco se vuelve insoportable. Ella quiere que viaje hasta ese lugar alejado de la ciudad, que viaje para verlo a él por última vez y para hacer esa cosa de ciencia ficción que llaman “repartir recuerdos”. Y lo digo abiertamente, él me importó en los primeros años, cuando aún no lo conocía, cuando era esa otra persona. Ahora es un extraño, o peor, un extraño de esos a quienes se les tiene inquina de solo recordarlos, sin la necesidad de que hagan algo malo, porque ya han hecho demasiado.
Suena cuatro veces la campanilla, anunciando que en varios minutos saldrá el tren. Mi madre, mis dos hermanas y yo nos dirigimos al tercer vagón, donde viajan los de clase regular, o clase media, como mencionan los profesores de historia.
Alicia y Sofía son mucho más pequeñas que yo y son mellizas. A mamá le debe haber dolido traerlas al mundo, y no solo porque al mundo llegaron casi solas, ella, el doctor y nadie más; porque la abuela estaba enferma en esos días y yo tenía pocos años, me habían dejado en casa de una vecina, una vecina que siempre me regañaba, pero aquel día accedió a hacerse cargo de mí; a mamá también debió dolerle porque eran dos a la misma vez.
Ya delante del tren, Alicia sube corriendo y mamá la regaña para que no se aleje. Quiere mantenernos cerca de la puerta para salir más rápido, porque dice que se llena el tren con tanta gente que viaja. Tuvimos suerte de que mamá conociera a un empleado y consiguiéramos subir entre los primeros. Sofía es más tranquila y no suelta mi mano, pero desearía que lo hiciera, porque la palma me está sudando. No hay aire acondicionado aquí y la energía es un problema tan grande que vamos a asarnos como pavos.
Nos sentamos en el segundo asiento, contando desde la entrada, apretándonos cuatro donde irían tres. A mamá no le gusta dejarnos muy lejos, dice que hay que estar juntos en todo momento y creo que por eso vamos tan incómodos, por estar demasiado unidos. Me toca ir entre mis hermanas y el trayecto es irresistible. Una me sujeta la mano y creo que va a terminar por entumecerla; la otra quiere salir por la ventana, me grita al oído con cada árbol, con cada montaña que ve pasar.
—¡Mira! —me dice—. ¡Es una mata de naranjas! —Se ríe frente a mi cara.
Siempre he deseado que Sofía sonría un poco más, que las palabras no se le ahoguen en la garganta cuando quiera demostrar su emoción por una nube, por un ave; pero Alicia es irritante, se pasa todo el rato gastando una energía que no sé de dónde saca, seguro nos la va quitando a nosotros.
—¡Siéntate tranquila! —le ordena mamá, cuando ve en mi cara lo poco que me falta para lanzarla hacia uno de los árboles.
—Pero… —dice y baja la cabeza, como si se estuviera recargando, porque después sigue.
La doy por incorregible y me entretengo con una señora que está en la fila izquierda de asientos, media dormida y cabeceando. Mientras sonrío, noto que Sofía se remueve con una especie de jugueteo retenido, también está burlándose de la mujer. Le aprieto un poco la mano, que sigue soldada a mí. Me mira, y como si la regañara, lo cual no fue mi intención, se vuelve a encerrar dentro de su cofrecillo de prudencia.
—¡Ay, mamá! —comento—. ¿Cuánto falta para que este cacharro llegue? Me está entrando esa picazón que da el calor.
—Ya casi —me consuela, pero con una mirada de severidad, porque ella cree que los malestares se pegan, y que si uno insiste en ellos y se queja mucho, se transmiten a los demás, y si se les pasan a mis hermanas... Así que me callo y agacho la cabeza intentando pensar en otra cosa.
Mamá entonces nos llama, nos pide atención y comienza a explicarnos lo que ya nos ha explicado un montón de veces, lo de dividir los recuerdos. Dice que con una máquina van a cortar en cuatro pedacitos todas sus memorias, las de él, y que nos las van a dar a nosotros. Y que es obligatorio, porque según los científicos, los recuerdos se quedan en el aire y van entonces a meterse en la cabeza de algún pobre diablo, que termina mal. Que por eso hay locos en el mundo, porque recogen los recuerdos de quienes no están conectados por ningún hilo. Pero yo no quiero nada más de él, ojalá y me quitaran los que tengo. Cuando lleguemos allá, voy a ver si eso se puede hacer, con un poco de suerte reparten los míos también. Pero mamá no da tregua y no me deja expresar mi negatividad. Mis hermanas, las pobres, no entienden mucho de todo esto, solo saben que les van a dar algo, aunque ellas no tienen casi nada de él…
El tren pita y esa es la señal de que casi llegamos. Nos preparamos en nuestros asientos para salir de primeros y Alicia protesta, se cruza de brazos y dice que se quiere quedar; y yo pienso en cuán contradictorio es el ser humano, porque más incómodo que aquí no se puede estar en ningún otro sitio.
Cada vez nos acercamos más a la parada y comienzan a aparecer unos edificios blancos con grandes cristales. Hay muchísimo sol y el brillo del reflejo me obliga a cerrar los ojos, pero intento abrirlos. El lugar me ilusiona un poco, parece un centro de experimentos, como en las películas de robots y alienígenas. Mamá nos apura, agarra la mano de Alicia y la obliga a bajar; y resulta que somos los únicos que nos quedamos, resulta que todo aquello de estar cerca de la puerta es pura paranoia de mamá, porque nadie más se queda, a nadie más le van tocar recuerdos en este día.
—Yo no voy a entrar —meto berrinche, sobre todo porque quiero explorar las afueras del complejo. He visto una fuente con unos angelitos y quiero ir a verla de cerca, quiero ir a ver si hay peces. Pero Sofía no me suelta y mamá me grita, dice que no se puede, que ya vamos tarde, que debemos ser puntuales.
Entramos. Yo voy rezongando y Alicia sonriente, ya se le olvidó lo de quedarse en el tren y ahora está contenta con el nuevo lugar. En cuanto a Sofía, ya logré quitármela de arriba, ahora está pegada a la falda de mamá, que mira de un lado a otro como perdida, buscando a quién preguntarle.
Entonces ve a dos señores con espejuelos y con unas batas blancas que pasan por el pasillo donde queda la puerta principal, en la que estamos parados.
—Discúlpenme —La miran contrariados—. ¿Me pueden indicar dónde queda la sala de recuerdos?
A uno de los doctores se le ilumina el rostro:
—Claro, no faltara más. Siga por la izquierda. La penúltima puerta a la derecha tiene un rótulo que dice “Caja de Recuerdos”. Entre por ella y aparecerá un largo pasillo frente a usted. Camine hasta el final y allí encontrará la entrada que busca.
Mamá les agradece y ellos continúan su camino, contrario al nuestro. Seguimos las indicaciones que nos han dado y hallamos el cartel. Alicia, sin peguntar, le da vuelta al picaporte, empuja la puerta y allí está el pasillo, largo, muy largo… así que avanzamos.
Ahora el lugar desprende una sensación distinta. Ya no me dan deseos de explorarlo, ahora parece un hospital, tiene olor a medicina y creo que en cualquier momento nos toparemos con alguna enfermera. Al final no aparece nadie y damos con una puerta cerrada. Mamá toca, un poco nerviosa, se le nota porque no ha regañado a Alicia, que sigue intranquila como siempre. Después de un rato sin recibir respuesta, intenta abrirla pero no puede. Hay una cámara, que ha comenzado a moverse y nos enfoca. Alicia se pone a saltar delante de ella, intentando alcanzarla, Mamá la agarra del brazo y se la pega a un costado, para que no moleste más. Sofía se esconde detrás de la espalda de mamá, ocultándose de esa cosa que parece escudriñar el fondo de nuestras vidas.
La puerta se abre, es una corrediza. Nosotros entramos, yo de primero y luego mamá con las niñas acuestas. La entrada se vuelve a cerrar. En la nueva habitación todo parece raro, como si estuviésemos en una nave. Hay una filita de asientos en una esquina, una planta ornamental, una puerta al fondo y un mostrador con una mujer. Está muy seria, pero es bastante bonita y joven, quizás tenga el doble de mi edad. No me puedo ver, pero creo que me he sonrojado un poquito.
Nos sentamos, porque mamá dice que aunque no haya nadie más, uno debe ser respetuoso y esperar a que lo llamen, que no hay razón para atosigar a la gente cuando queremos un servicio; pero yo creo que con esa lógica a veces la espera puede llegar a ser eterna.
Sofía se aprieta a mi lado y yo la empujo un poco, porque estoy al borde de la tira de asientos y, de seguir así, me va a sacar. Alicia está deshojando la planta… y mamá peleándole de nuevo, ella ha peleado mucho en los últimos días, más que de costumbre.
No pasan ni cinco minutos antes de que la muchacha nos llame, probablemente le dio pena con la infeliz mata que mi hermana está martirizando. Nos pregunta si tenemos cita. Mamá saca unos papeles de su bolso y se los entrega. La joven agarra un teléfono. El modelo es viejo, no tiene botones, sino un marcador redondo que da vueltas. Del otro lado del auricular alguien contesta, aunque no se entienden las palabras y la muchacha no dice nada, solo asiente con la cabeza (como si del otro lado la pudieran ver). Cuelga y nos manda a continuar por la otra puerta. Es del tipo que se empuja y cede con facilidad, pero después, por un mecanismo de resortes, se queda un rato oscilando entre abrir y cerrar. Cuando la cruzamos, mamá le quita la libertad y la deja cerrada como antes, para mantenerlo todo ordenado.
Me detengo y miro alrededor. Se trata de una habitación cuadrada, semejante a la anterior. Hay una entrada en cada una de las paredes. Pasa un tiempo corto y se presenta un señor. El hombre tiene un sombrero negro y de copa, también un traje con corbata, parece sacado de una película de dos siglos atrás. Nos saluda y se aproxima a mamá, le pide que se aparte hacia una esquina. Allí le cuchichea unas palabras al oído y ella le responde, le dice que solo yo.
No entiendo qué significa, pero no pregunto. Mamá nos ha intentado enseñar que no se puede interrumpir cuando dos personas mayores conversan, que es de mala educación y uno debe esperar a que terminen. Por eso me guardo mis dudas.
El hombre se va por donde mismo entró y mamá se acerca a nosotros, que estamos parados porque en esa sala no hay asientos. Al instante se vuelve a abrir una de las puertas y regresa el señor. Lleva en las manos dos cajitas con lazos encimas, una rosa y otra amarilla, que me recuerdan a las cajoncitos de zapatos de mis hermanas. Se las entrega a mamá, quien a su vez se lo agradece.
Ella le da la caja rosada a Sofía y la otra a Alicia, y les dice que las abran. Alicia, con mucha emoción, pero sin saber qué es aquello, es la primera en abrirla, y a los pocos segundos se le cae y se pone a llorar, aferrándose a un muslo de mamá, que la agarra, la carga y le da un beso.
Y entonces miro a Sofía que ya abrió la suya. La está apretando tanto que en cualquier momento va a romperla. Se ha puesto roja como un tomate. Mamá le pasa el brazo por encima y la arrima también hacia ella, hasta que se calman las dos.
Me pide que permanezca allí, que no me mueva y se las lleva a la sala de antes, donde están la joven y la planta. Después regresa y a través de la puerta oscilante, que esta vez mamá no ha acotejado, veo a mis hermanas sentadas una al lado de la otra, agarradas de la mano, con las cabecitas un poco gachas, no sé si tristes, y con las cajitas encima de sus piernas. Mamá me llama desde la otra puerta, por la que entró el señor, y por primera vez no quiero dejar de lado a Alicia y Sofía, pero mamá insiste, y entonces la sigo.
Estamos ahora en un gigantesco salón, por donde transitan muchas personas, personas vestidas con trajes verdes, azules y blancos. Aquí la luz es muy brillante.
Y entonces lo veo a él. Ya casi lo había olvidado, había olvidado cuál era el cometido de este viaje. Está en medio del salón, pegado a una pared de cristal o de algún material transparente. Está en lo alto, con los brazos abiertos, sostenido por unos cables, me recuerda a los crucifijos de la iglesia a la que mamá nos obliga a ir. Pero es distinto, es él, y él no es nada. Verlo allí no me produce ningún sentimiento, ni lástima, ni pena, ni vergüenza, ni regocijo, nada, es como uno de los cables que cuelgan del techo, es un cable más. Me fijo en que aún conserva sus ojos, esos ojos negros que solo demuestran hipocresía y mentiras.
Por todo su cuerpo entran y salen tubos; y en su cabeza, a cada uno de los lados, de la parte donde está el cerebro, salen unos conductos. Por el de la derecha pasa un líquido blanco y por el de la izquierda, uno negro; y yo, siguiendo con la vista hasta donde llegan esas dos mangueras, veo dos cajitas, similares a las de mis hermanas, una negra y otra blanca.
—Son las memorias de él —me explica el señor, que nos había acompañado—. En unos segundos estarán listas, así que voy a recogerlas. —Y sale caminando hacia donde descansan las cajas con los recuerdos.
Miro a mamá y ella me abraza, pero trato de deshacerme de su apretón, lo que menos deseo es que me transmita su lástima. Lo único que quiero es irme, terminar y largarme para volver a mi casa. Para volver a leer, a jugar con mis amigos y subirme a los árboles. No quiero nada de él.
El hombre regresa con las dos cajas, idénticas en todo, menos en el color, y me alcanza la blanca. Yo la agarro, con un poco de miedo y un poco de asco, pero mamá me hace una señal, se ve muy triste. Así que la abro y los veo. Los recuerdos de él están allí y siento cómo empiezan a meterse en mi cabeza, a darle vueltas a todos mis pensamientos, y cuando terminan… cuando todo termina, unas pocas lágrimas corren por mis ojos. Es una acción involuntaria, como cuando uno ve una película y el cuerpo sabe que tiene que llorar, como cuando uno se da cuenta de que todo lo que ha hecho está mal y debe pedir perdón, pero no sabe hacerlo. Y razono “Si estos son los recuerdos blancos, los que me tocaron a mí ¿Dónde están los otros?” Y veo a mamá, apunto de abrir la caja negra. Me precipito y se la arrebato de las manos, y sin pensarlo la abro, y los acaparo para mí. Y ella me observa, triste, pero con un fondo de alegría, como en las pinturas impresionistas en las que se mezclan todos los sentimientos.
Me fijo en él, en sus ojos, que ya no son negros, sino grises. Están vacíos, sin recuerdos. Y yo, con las dos cajas agarradas, me doy cuenta de mi error; ahora comprendo, para que exista una caja tan negra, debe haber una muy blanca. Y sin razonar abrazo a mamá y lloro, lloro con todas las fuerzas que puedo encontrar, porque yo… yo acabo de ver morir a papá.
Parte I
Los pocos hombres que quedaban sintieron unas pisadas fuertes subiendo las escaleras del porche cuando la puerta de la posada se abrió casi sin hacer ruido y entró el candor. Algunos, los que repararon en su presencia, se sorprendieron, pues nunca antes habían visto una criatura semejante, pero el posadero no se inmutó lo más mínimo y lo saludó cordialmente; eran viejos conocidos.
Aquella criatura, semejante a un sátiro, era cliente habitual y el tiempo lo había hecho a su curiosa forma, y mientras todos se sorprendían y reprimían murmullos ahogados y miradas indiscretas, Alton siguió sirviendo cervezas.
— ¿Un vino ruiseñor? —preguntó el posadero alzando la ceja gruesa. Rodas se limitó a asentir y se sentó a una de las mesas que miraban hacia el campo. Fuera hacía frío, lo sabía demasiado bien: llevaba algunas semanas de aquí para allá sin un rumbo fijo, y como era costumbre en los suyos, lucía un fuerte torso desnudo.
Aquí tienes –volvió el posadero al cabo de un rato –. ¿Quieres comer algo? Me queda un poco de guiso del mediodía.
—No, yo te agradezco –dijo con un acento muy marcado. El posadero sonrió con condescendencia y volvió a la barra. Mientras, los hombres de la mesa del fondo se incorporaron y desaparecieron escaleras arriba, hacia sus habitaciones, donde quizás continuarían la juerga. Y aunque el posadero tenía sueño, tendría que seguir trabajando incluso después de que se les pasaran los efectos del alcohol y se rindieran finalmente al sueño.
Rodas dio un trago y se acicaló las patas blancas de cabra. Era la cuarta o quinta vez que se pasaba por allí aquel año y aún no se había acostumbrado a las incómodas sillas y al extraño sabor de la bebida. Además, por alguna curiosa razón, cuando la terminaba se sentía mareado, y si seguía aceptando uno de esos vinos, era por cortesía. Al cabo de casi una hora, la lóbrega sala ya se había vaciado de personas y solo quedaron el candor y el posadero; era hora.
—Yo traje un par de dos conejos y leña de horno. ¿Tú tienes algo para yo?
Alton miró fijamente el cuerno plateado y curvado de unicornio que le nacía en mitad de la frente y asintió largamente.
—Veamos… Desde la última vez que nos vimos, allá por verano, he oído muchas cosas. Hace mes y medio un grupo de hombres del norte hablaba de los salvajes, de cómo cada vez se acercaban más y profundizaban en la frontera, arrasando granjas y aldeas. Tiempo después un mercader me comentó que Mirabel estaba saturada de refugiados “pueblerinos”, como él mismo dijo con desprecio, que escapaban de algo. Ya sabes como son los mercaderes, gente ambiciosa y sin escrúpulos la mayoría. Piensan que los de campo somos…
Rodas clavó en el hombre sus ojos almendrados.
—¿Y los magos? – interrumpió - ¿Qué dicen?
—Ni idea. La torre más cercana está a cuatro días de aquí, y se comenta que ya nadie vive en ella. Eso no lo sé. Aunque siguiera viviendo ahí algún barbudo, dudo que hiciera algo al respecto. Y los llaman sabios… que mundo de locos…
Rodas se dio por satisfecho y le estrechó la mano a Alton, que mientras hablaba frotaba con un paño húmedo los platos más sucios (los otros los volvía a guardar como estaban). Entonces, el candor extrajo de la mochila que llevaba a la espalda los conejos de los que había hablado.
—¡Estupendo! ¿Pero te vas ya? Aún me quedan un par de habitaciones libres –dijo con un tono sugerente mientras reparaba en la cicatriz que recorría el abdominal derecho de la criatura.
—Sí, tengo prisa. La leña en el porche. Yo te agradezco todo.
Y así se despidió Rodas, que esta vez desapareció por la puerta de la posada casi sin hacer ruido. Y Alton aún se aproximó a la ventana para ver como la andrógina y hechizante figura del candor, de aquel hombre-unicornio, se desvanecía lentamente en el horizonte oscuro.
Parte II
Los ocho se sentaban alrededor de una larga mesa rectangular que ocupaba casi toda la estancia, iluminada por unas pocas velas que arrojaban su luz parpadeante y luchaban por prevalecer en medio de aquella honda negrura. Había mucha humedad, y ninguno de los grandes señores se sentía a gusto en aquella angosta bodega.
-Me remito a mis anteriores palabras. Nuestra mejor baza es Melle II. Es inocente, estúpido, jamás sospecharía de…
-Larga ha crecido vuestra confianza –intervino otro –. Nuestras guerras nunca son abiertas, ni externas. Si queremos destruir el Imperio de una vez por todas, debemos reabrir nuestras guaridas allí, sembrar el caos desde dentro. Solo así tenemos posibilidades de victoria.
Uno de los ocho dejó escapar un suspiro.
-Sabéis, mi señora, tan bien como yo, que lo que propones es inviable. La mayoría de estos “refugios” fueron descubiertos, saqueados y destruidos, y no tenemos la mano de obra necesaria para construir más guaridas. Ni tan siquiera una sola.
-¿Y qué hacemos? –replicó notablemente irritada.
-Como decía Vinne, el rey Melle II es nuestra mejor carta. Su gobierno ya es medio nuestro, sólo tenemos que darle una razón para entrar en guerra con el Imperio.
-Si fuera así de sencillo, quizás…
Surgió, entonces, en una de las esquinas, una sombra poderosa que se revolvía como un torbellino ansioso, y unas llamas verdes y azules surgieron a su alrededor mientras la oscuridad se condensaba y tomaba forma. Los ocho se irguieron, envueltos como estaban en unas togas rojas como la sangre de cordero, y desenvainaron las ocho dagas de la aflicción, que destellaban con un brillo mortal de advertencia.
-¿Quién osa irrumpir en la Casa Roja? –inquirió el que parecía más anciano y tenía el porte más severo. La sombra se enderezó hasta alcanzar una gran estatura y un silencio de muerte cayó alrededor.
-No debéis dirigiros a mi así –se escuchó una voz profunda que sonaba en todas partes –, pues en nombre de Isilbis vengo, y para él habéis de cumplir su voluntad.
Los ocho parecieron sorprendidos y avergonzados, y envainaron casi al unísono las dagas de la aflicción, todos menos uno: Vinne Elgaunt.
-¿Y como sabemos, ser, que vienes en nombre de quien dices venir?
La sombra no respondió, pero de su espalda surgieron ocho brazos negros como patas de araña que extendió hasta rozar las paredes de ambos lados. Vinne guardó inmediatamente la daga y murmuró algo, azorado.
-Dinos, mensajero. –volvió a intervenir el más anciano. Ahora su tono de voz era de admiración y respeto, y la sombra replegó de nuevo los cuatro pares de patas.
-Sabed que Isilbis requiere de vuestros servicios. Un advenedizo grupo de hombres, comandados por la maga Élinae, están en una misión de gran importancia en las Estepas Salvajes, al Norte. Es la voluntad de la araña que la muerte les sobrevenga antes de regresar a la Punta. Jamás debió de salir de su Imperio…
La sombra se desvaneció lentamente, pero las llamas que la rodeaban se alargaron y una ráfaga de aire fresco sopló desde la esquina ahora vacía. Tan rápidamente como había llegado, el Maggari se había ido sin dar tiempo a que nadie replicara.
Los ocho seguían desconcertados. Todos se sentaron de nuevo.
-Nunca antes nuestro dios nos ha enviado un mensajero… –reflexionó el mayor. Tenía una corta barba blanca y su nariz aguileña, sumada a unos pequeños ojos azules, le confería una expresión siniestra.
Pero Brudd, conde de Llalo, parecía convencido.
-¡Señores! ¿Qué nos cuestionamos? ¿Quién más, sino Isilbis el-araña, sabe de nuestros ritos y tradiciones, quién si no podría saber de este cónclave secreto? Deberíamos celebrar este día, en el que nuestro dios se ha pronunciado y nos ha dado instrucciones claras y estrictas. ¡Por la caída de los hombres! ¡Ya sabemos que hacer!
Parecía que el entusiasmo de Brudd podía contagiar a los demás miembros, pero unos cuantos seguían recelosos e inseguros.
-Quizás sea conveniente recordar que nosotros también somos hombres –intervino Vinne con su voz de serpiente. Aquel hombre, en cierta forma, acababa de restarle autoridad a las órdenes de su mismo dios, pero tenía razón. Y nadie reparó en la verdad que había en sus palabras, si bien no era la sabiduría, sino la ambición, quien las había motivado…
Parte III
El grupo llevaba horas caminando. Eran tres hombres y una mujer. Ella vestía una larga túnica color carmesí que le cubría hasta casi las botas, de cuero oscuro, y llevaba la melena rubia recogida en una cola de caballo que caía sobre su hombro, justo por encima de una única hombrera metálica. Ellos eran soldados, con armadura y cota de malla por debajo. Dos de ellos portaban un yelmo rematado en dos plumas doradas, el tercero llevaba la cabeza al descubierto, luciendo barba de una semana y un cabello largo y oscuro.
Del cinturón negro de la túnica colgaba una bolsa de tela algo descosida, por cuya boca asomaba un fajo de hierbas y flores de muchos colores. Ella era Élinae, hija de Álara, archiamaga y duquesa del Ducado del Zorro, al otro lado del Mar Ceniciento. Élinae también era maga, y soñaba con convertirse en una hechicera poderosa como su madre y ocupar su puesto algún día. Por eso estaba allí, en las Estepas Salvajes, al norte de Punta Mordaz, expuesta al peligro que continuamente acechaba en aquellos parajes. Había ido como exploradora, emisaria del Sacro Imperio por petición del gobernador de la Punta, para investigar la creciente actividad de los Salvajes y corroborar los rumores de los lugareños.
-Mi señora –advirtió el hombre sin yelmo –, algo se ha movido por allá.
Élinae escudriñó las distantes rocas con sus penetrantes ojos azules e hizo una seña a los soldados, que desenvainaron las espadas en silencio. En sus expresiones se dibujó la incertidumbre y el temor a lo desconocido, y avanzaban con paso inseguro y muy despacio, con los escudos por delante. El tercero, no obstante, parecía muy seguro de sí mismo. Aunque cauteloso, avanzaba rápido y con determinación, y a cada rato echaba una mirada de reojo hacia la maga para cerciorarse de que ésta observaba cuán atrevido y valiente era.
Élinae hizo otro gesto para que flanqueara la roca por la izquierda mientras sus hombres avanzaban desde la derecha. La maga observaba desde lejos como una frívola y calculadora estratega, guiando la batalla pero sin entrar en ella.
Guber dobló la esquina de la roca y enfundó su arma.
-Aquí no hay nada –vociferó llevándose ambas manos a la cabeza, con expresión despreocupada. Los otros dos hombres enfundaron también sus armas y suspiraron aliviados. No habría combate.
-Bien, volved –llamó ella –, iremos hacia el este, a ver si tenemos más suerte.
“Más suerte” repitió mentalmente Áevin, el más joven de todos los soldados. “Si fuera ella la que peleara, cambiaría de idea.” Áevin apenas contaba veinte inviernos, pero era vigoroso y hábil en el manejo de la espada. Su padre lo educó desde pequeño en el arte marcial de la guerra, y el joven hijo del capitán creció entre armas y códigos de honor. Ahora era el escolta de una refinada hechicera con la que caminaban en círculos sin sacar nada en claro.
Y ya llevaban seis días en aquel yermo. Las Estepas Salvajes era un conjunto de llanuras secas y grises, salpicadas por alguna que otra pequeña montaña granítica y profundas y repentinas depresiones. Buscaban huellas, animales muertos, rocas desprendidas, cuevas… todo aquello que sugiriera que los salvajes habían abandonado sus hogares y se estaban reuniendo era bienvenido y meticulosamente analizado por Élinae, que lideraba la expedición.
Se detuvo.
Alguien gruñó en la lejanía, tras una suave ondulación que les impedía ver a la criatura.
-¿Es un salvaje? –quiso saber Guber desenvainando su espada con cuidado. La hoja brillaba a la luz del asfixiante Sol. Era plateada y tenía unas inscripciones que brillaban con tonalidades azules y cían; runas.
-Sí –asintió Élinae tragando saliva y aferrando el báculo con su pálida mano de porcelana. –. Sin duda alguna.
Áevin y Sadro desenvainaron también las espadas y buscaron nuevamente el amparo de sus rodelas de madera y metal.
Oyeron unos pasos pesados ascendiendo por la ladera opuesta.
Élinae agarró con todavía más fuerza el báculo, como si le diera seguridad, y tragó saliva por segunda vez.
Oyeron otro rugido, y otro. Y otro más, y por la cima de la colina asomaron tres seres como hombres encorvados, casi bípedos y de tres metros, piel roja como la sangre y mirada fiera. Unos colmillos asomaban entre los labios negros en su rostro bestial, y sus ojos sin párpado se clavaban en los humanos.
Otro rugido y emprendieron la frenética persecución. El primero se abalanzó contra Áevin, que vanamente interpuso el escudo. El joven salió despedido varios metros hasta golpearse la cabeza con una afilada roca, que se tiñó de un sugerente rojo brillante. El segundo golpeó a Sadro con la zarpa abierta, rompiéndole las costillas y dejándolo malherido y jadeando. Respiraba entrecortadamente y por entre los incisivos se filtraba una hilera de sangre.
Agonizó durante veinte segundos hasta que Fered decidió llevárselo.
Pero Guber echó a correr. Ya no le importaban ni el honor ni Élinae, que se alzaba enhiesta como un tronco seco antes del huracán. La maga musitó unas palabras y de su mano brotó una columna helada que congeló al tercer salvaje justo antes de que la alcanzara. El asesino de Áevin echó a correr hacia ella, con la amenazante boca de dientes como agujas profiriendo ensordecedores rugidos, pero ésta lo esquivó con un grácil movimiento y ayudada del báculo proyectó un mortal rayo que atravesó su oscuro corazón, bañado en tinta negra. Cuando cayó abatido, Élinae se giró para fulminar al restante con un último hechizo, pero el salvaje se adelantó, hendiendo su garra en el pecho de la maga, que apenas pudo escupir la sangre que se amontonaba en su garganta antes de caer y expirar.
Su cuerpo quedó tendido sobre la hierba gris y seca, ahora regada con una sangre todavía tibia. Estaba boca abajo pero tenía la cabeza girada y en su rostro se podía advertir una expresión hueca de horror.
El salvaje echó a correr una vez más en persecución de Guber. No tenía emociones ni sentimientos; era un depredador, una bestia sanguinaria sin remordimiento alguno. El salvaje siguió corriendo hasta que Guber desapareció tras unas rocas, en la distancia. Entonces, volvió y se deleitó devorando los cuerpos de los caídos. Solo la hechicera, por alguna extraña superstición, se salvó de sus afilados dientes y su cuerpo quedó abandonado en las estepas como si de una muñeca rota se tratase.
Élinae, hija de Álara, archimaga y Duquesa del Ducado del Zorro al otro lado del Mar Ceniciento había muerto.
Parte IV
La luz roja del ocaso trajo melancolía y soledad. Como cada día, el Sol desaparecía rápido por el horizonte y sus últimos rayos iluminaban la mesa del escritorio de Selam, abarrotada de papiros, libros y extraños artefactos que brillaban con luz propia.
Aquel era una de los muchos dormitorios de la academia Zelca, la primera y más grande de las escuelas de Magia del Sacro Imperio, uno de los últimos templos del saber en aquella era incierta.
Largo tiempo había pasado Selam encerrado entre aquellos muros, más que ninguno otro. Pues mientras que la mayoría de estudiantes no superaban los treinta años de edad, él ya recordaba contar cuarenta, cuarenta y cinco y hasta cincuenta inviernos. Y es que sus únicos amigos, los más sinceros, habían sido desde siempre los libros de estudio, y en su interior había una sed de conocimientos que jamás sería saciada.
Y ahora abandonaba su hogar, su cómoda cama y sus amados grimorios. Un mundo nuevo se abría ante él, una grave urgencia. No sabría decir si aquella llamada era auténtica o simples desvaríos de una mente demasiado vieja, pero sentía la necesidad de acudir y de responder, y aquello ya no venía de su mente, sino de lo profundo de su alma.
Se llevó las manos huesudas a la cabeza y recogió la larga melena negra en una cola de caballo bastante alta. Estaba delgado y tenía el rostro chupado, pero su expresión era seria y sus ojos encerraban un misterio insondable que nadie podía desvelar.
“Keseth” se dijo para sí. “El norte se corrompe en tanto que los herederos de tu legado observan el mundo con ojos ajenos. ¿He de hacer yo su trabajo? ¿He de purgar en tu nombre las lejanas Estepas?”
Abrió los ojos, pero nadie le contestó. ¿O quizás sí? Tuvo de pronto la convicción de que algo se corrompía en las Estepas Salvajes, y un murmullo ahogado, como un eco desesperado, sonó en su oreja derecha.
“… mi voluntad es la tuya”
Una sombra magnífica recorrió la pared del fondo mientras el horizonte devoraba los últimos rayos de luz.
Parte V
-Hermanos… El plan está en marcha. Cada uno ha jugado su papel y ahora es el turno de los mortales. ¡Ig´garón volverá en toda su gloria, y el mundo se retorcerá de tormento mientras se libera!
El lugar de la reunión era una gran plaza negra de adoquines levantados. Había un cielo tormentoso que esporádicamente iluminaba la ciudad en ruinas de la cual habían hecho su guarida: Gargol...la antigua capital de Imperio del Norte estaba ahora abandonada y maldita, y la paz de la muerte se había depositado en cada roca, cada calavera y cada árbol seco casi sin ser advertida.
Otras tres columnas de humo negro se revolvían a cada lado de la plaza alrededor del descomunal colmillo negro de Zephirom, el dios-dragón que sacrificó su esencia hacía miles de años para librar al mundo de la locura del-que-susurra.
Y ahora, se alzaría una vez más.
-Los hijos de Isilbis han sido ya advertidos –informó uno de los cuatro Maggari con su profunda voz de tinieblas –. Los ocho y sus muchos agentes se asegurarán de que la maga no regrese jamás a su tierra y la amenaza pillará de improviso a los hombres mortales.
-¿Y los orrdrim?
-Todavía hay odio en sus corazones. La emperatriz tiene muchos enemigos. Solo es cuestión de tiempo que la guerra estalle y que orrdrim, hombres y candor sean el festín de almas que libere al maestro. Aunque para eso…
El mismo Maggari que preguntó por los orrdrim se adelantó a hablar ahora, y su voz parecía ceniza al viento:
-Los salvajes se mueven… No tardaré en reunir un ejército digno del-que-susurra, un ejército capaz de aplastar las defensas de los hombres mortales y allanar el camino a los orrdrim. Pero aún queda mucho por hacer…
-Y luego está el mago.
Todos se volvieron hacia el Maggari que acababa de hablar.
-¿El mago? –repitieron al unísono con sus voces profundas.
El Maggari habló entonces de Selam y de sus planes, y en sus palabras había temor, pues el hechicero contaba con la bendición de Keseth, el único y primer mago de todos, y había sentido su alma inmortal envenenando la mente de aquel hombre, manipulándolo en su único beneficio oscuro.
Los demás Maggari también parecían inquietos. Pero daba igual. Ig´garón se alzaría gracias a la guerra, una guerra que estallaría antes o después, pero que lo haría.
-Pero hay amenazas mayores, tal vez. El tiempo lo dirá. Nos hemos olvidado de ella, pero ella siempre está atenta y alerta. Ya sabéis de quien hablo.
Y lo sabían, vaya. Pero nadie dijo su nombre.
El año recién pasado, estuve en un taller con uno de los escritores chilenos más renombrados. El Señor Pablo Simonetti. Él nos entregó un listado de 50 libros que quién desea ser escritor no debería dejar de leer y consultar. Obviamente, yo no me los he leído, aún, a excepción de Mientras Escribo, de Sthephen King, que en realidad me sirvió muchísimo.
Bueno, aquí la lista, por si se topan con alguno, para que no pierdan la oportunidad. O si han leído alguno, que comenten que tal les ha parecido!
1. “Seis propuestas para el próximo milenio”, Italo Calvino, Siruela.
2. “Los mecanismos de la ficción”, James Wood, Gredos.
3. “How fiction works”, James Wood, Picador.
4. “The broken state”, James Wood, Picador.
5. “El arte de la ficción”, David Lodge, Península.
6. “El futuro de la novela”, Henry James, Taurus.
7. “La imaginación literaria”, Henry James, Alba editorial
8. “Cartas a un novelista”, Mario Vargas Llosa, Ariel
9. “La verdad de las mentiras”, Mario Vargas Llosa, Alfaguara.
10. “Lectures on Literature”, Vladimir Nabokov, Harcourt.
11. “Strong opinions”, Vladimir Nabokov, Vintage international
12. Curso de literatura rusa, Vladimir Nabokov, Zeta.
13. Curso de literatura europea, Valdimir Nabokov, Zeta.
14. “Con los ojos abiertos”, entrevistas a Marguerite Yourcenar, Plataforma.
15. “Escritores ante el espejo, Estudio de la creatividad literaria”, Anthony Percival (ed.), Editorial Lumen.
16. “Sobre el bloqueo del escritor”, Victoria Nelson, Península.
17. “Un arte espectral”, Norman Mailer, Emecé.
18. “La Guerra contra el cliché”, escritos sobre literatura, Martín Amis, Anagrama
19. “El oficio de escritor”, Ana Ayuso, Punto de Lectura.
20. “Cartas a Louise Colet”, Gustave Flaubert, Siruela.
21. “The writing of fiction”, Edith Wharton, Touchstone, Simon&Schuster.
22. “Six walks in the fictional woods”, Umberto Eco, Harvard University Press.
23. “Vidas escritas”, Javier Marías, Siruela.
24. “Literatura y fantasma”, Javier Marías, Alfaguara.
25. “Diez grandes novelas y sus autores”, W. Somerset Maugham, Tusquets.
26. Cuadernos de un escritor, Somerset Maugham, Península
27. “Ensayos”, Natalia Ginzburg, Lumen.
28. “El cuento de nunca acabar”, Carmen Martín Gaite, Anagrama
29. “Sobre la creación literaria”, Gustave Flaubert, extractos de su correspondencia, Ediciones y taller de escritura creativa Fuentetaja.
30. “Aspects of the novel”, E.M. Forster, Harcourt.
31. “El arquero inmóvil, nuevas poéticas sobre el cuento”, varios autores, Páginas de Espuma.
32. “Función de la poesía y función de la crítica”, T.S. Eliot, Tusquets
33. “Ensayos”, Gore Vidal, Edhasa.
34. “On writing”, Stephen King, Pocket Books
35. “El héroe de las mil caras, psicoanálisis del mito”, Joseph Campbell, Fondo de Cultura Económica.
36. “The Paris review, entrevistas”, Ignacio Echevarría Editor, El Aleph editores
37. “Consejos a un escritor”, Antón Chéjov, Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja
38. “El canon occidental”, Harold Bloom Anagrama
39. Genios, Harold Bloom, Norma.
40. “Para ser novelista”, John Gardner, Ediciones y talleres de escritura creativa Fuentetaja.
41. “El arte de la ficción”, John Gardner, Ediciones y talleres de escritura creativa Fuentetaja.
42. “La fórmula de la inmortalidad”, Guillermo Martínez, Seix Barral.
43. “Obra selecta”, Cyril Connolly, Lumen.
44. “Obra selecta”, Edmund Wilson, Lumen.
45. “El grado cero de la literatura”, Roland Barhtes, Siglo XXI editores.
46. “El novelista ingenuo y el sentimental”, Orhan Pamuk, Mondadori.
47. www.parisreview.com
48. www.advicetowriters.com
49. Mecanismos internos, J.M.Coetzee, Mondadori.
50. Cambiar de idea, Zadie Smith, Salamandra.
51. El arte de la ficción, Edith Wharton, El Barquero.
52. Escritos sobre el arte de escribir, Franz Kafka, Ediciones y talleres de Escritura Creativ FuenteTaja, El oficio del escritor.
Bibliografía de Lenguaje:
Segunda bibliografía: Lenguaje.
1. Diccionario del uso del español, María Moliner, Gredos.
2. Gramática Esencial del Español, Manuel Seco, Espasa Calpe.
3. Diccionario de idea afines, Fernando Corripio, Herder.
4. Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Joan Corominas, Gredos.
5. Diccionario de filosofía, J. Ferrater Mora, Ariel.
6. Diccionario de dificultades de la lengua española, Punto de Lectura.
7. Diccionario Akal de Términos literarios, Akal Ediciones.
8. Diccionario Panhispánico de dudas, Santillana.
9. El arte de escribir bien en español, Manuel de corrección de estilo, María Marta Gracia Negroni (coordinadora), Santiago Arcos editor.
10. Logoi, una gramática del lenguaje literario, Fernando Vallejo, Fondo de Cultura Económica.
11. Diccionario esencial de la lengua española, Real Academia Española, Espasa
12. www.wordreference.com (significados, usos y conjugaciones verbales)
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Este es Manolo, mi cobaya (es macho, muuuy maaaacho)