Navegando por Internet me encontré este curso de la real academia española:
Ejercicios en Linea - Real Academia
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El Asterisco al final (El mas grande) son ejercicios para practicar tu conocimiento en ortografía en un texto real (Acabo de ejercitar en un texto de la Iliada, me sorprendió), en definitiva mi favorito.
Buenaventura compañer@s del foro...
Aquí en este espacio, colgaré el proyecto en el que trabajo y que tenía tambíen arriba en nuestro querído foro. Lo he pulído un poco más, espero les guste y me critiquen. Un tremendo saludo a todos. Que gustoso me siento de verlos (leerlos) por aquí, denuevo.
Indice ->El asesino en la corte. -I-
->Un culpable. Un inocente y Un traidor. -II-
->Una Huída Perfecta -III-
->Reodem, la ciudad sin ley -IV-
->El Bárbaro de Sarbia -V- -> Los Veinte Capas Púrpura -VI- -> Temblores en lo Profundo -VII- ->El Engarce Maldito -VIII-
_________________________________________________________________________________________ Capítulo I El Asesino en la corte.
La puerta tronó con violencia, tras esta se oyeron los rudos gritos de uno de los guardias preguntando por ella. Era más de media noche, se levantó de la cama con desgana, cogió un batín aterciopelado y se lo echó sobre la espalda. La brisa fría se colaba por la ventana, tenía la costumbre de dormir con ella abierta durante el verano, pero ahora las noches estaban más heladas. La estación estival daba sus últimos bríos antes de dar paso a su primo antagónico tan durable: el invierno.
Salió de la habitación cuando el soldado le abrió la puerta, un sequito de armaduras la recibió en el pasillo.
—¿Qué ocurre? —Se acomodó un mechón que le cosquillaba el rostro— ¿Por qué se me ha despertado a estas horas de la noche?
—Princesa Lidias. —El guardia de mayor rango, se quitó el yelmo e hincó una rodilla—. Ha ocurrido una desgracia y...
—Me está asustando.
La joven miró a los varones a su alrededor y advirtió la silueta de Roman, que se acercaba apurando el paso al verla.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó ella todavía más confundida.
El recién llegado, traía puesta una coraza bruñida y dorada con la insignia de la corona grabada en el pecho. No llevaba casco y una capa del mismo tono que la armadura, le pendía hasta los tobillos. Era el uniforme de los paladines del reino.
—¡Benditos sean los dioses! Estás bien —dijo antes de acercarse a la princesa. Los guardias hicieron una venia de respeto y se replegaron para dejarlo pasar—. Subí tan pronto como me enteré.
—Espera. —Ella adelantó el brazo para detener al paladín que ya tenía enfrente— ¿De qué se trata todo esto?
—¿Entonces no?... —Roman miró al capitán de la guardia y este inclinó la cabeza. El noble acercó su mano a las de la princesa y entonces dijo—: Lidias, es el rey; tu padre está muerto.
—¿Q-qué? —soltó entre un gemido sordo.
El rostro le palideció. Miró a la guardia, al paladín y el pasillo tenuemente iluminado por las candelas que guindaban del techo. Pretendió tragar saliva, en un frustrado intento por desasir el nudo que se le cerró en la garganta. Luego corrió por la galería, zafándose de los guardias y de Roman que intentó detenerla.
No avanzó más de veinte varas y ya se encontró frente al umbral de la habitación del rey. Había una treintena de guardias y soldados cercando el paso, la puerta estaba abierta y Lidias antes de ser agarrada por los varones, logró divisar el horror que había dentro: la sangre manchaba sabanas, muebles y la pared; consiguió también ver dos cuerpos de mujer. Estaban desnudos en el suelo con una expresión terrorífica, una de ellas tenía un tajo que le surcaba desde el sexo hasta los senos, dejando a la vista gran parte de sus órganos; a la otra le habían cercenada la garganta y la sangre la cubría el cuerpo de un rojo carmesí.
—Princesa —le decía uno de los guardias que la sostenía—. No debería estar aquí, aún es peligroso.
—¡Déjenme verlo! —ordenó evitando forcejear—. Es mi derecho ¡Déjenme verlo! ¿Dónde está?
—Ya hemos retirado el cuerpo, mi dama. —Un agente de la Sagrada Orden, con la capa púrpura le salió al encuentro—. Fue asesinado mientras dormía, aún no tenemos clara la ocurrencia de los hechos, pero estamos trabajando en ello. Una de las concubinas sobrevivió y ya fue trasladada hasta la torre, para su interrogatorio.
—¿Asesinado mientras dormía? —Había decepción en sus ojos, miró a los guardias y buscó al capitán, que llegaba junto a ella con Roman— ¿Cómo es que han permitido una cobardía semejante? Mi padre era varón de honor, siempre soñó con una muerte más digna, que encontrase yaciendo con un hatajo de meretrices.
—La muerte solo nos llega. —El paladín le alcanzó el batín que se le había caído y se lo colocó sobre los hombros con ternura—. No es digna ni tampoco indigna, simplemente es.
El páramo agreste desteñía sus verdes vestidos para hacerse tan pálidos como los rayos del sol que anuncian la mañana en Freidham. Enclavada en las faldas de un cerro solitario en medio del gran valle, la gloriosa capital del reino arrullaba la magnificencia y monumentalidad que caracteriza a los hombres del norte: construcciones formidables y robustas, cuidadosamente labradas en roca, mármol y piedras volcánicas. Las torres más grandes de todo el continente se encontraban aquí, desafiando al firmamento, altas así como las montañas que lejanas les rodeaban y separaban el reino de los barbaros del este y las bestias del Norte Blanco; allí donde siempre era invierno y los días solo duraban media jornada.
—Me lo cuentas como si no hubiese oído ya a tu padre. —Se levantó del asiento dando la espalda a Roman—. Jamás borraré esa escena de mi cabeza.
—Lo siento. —Se arrimó hasta la muchacha y le acarició el cabello—. Intento ponerte al tanto de todo. Todavía no han dado con el asesino.
—Roman, mi padre está muerto. —La mirada se le oscureció y perdió en el horizonte, mientras la voz le pareció fluir ajena a sus sentidos—. Nada podrá regresármelo, sin embargo desde ayer todo gira entorno a dar con el culpable de esta desgracia; mas su cuerpo está allí, envuelto detrás de esas paredes, esperando a ser sepultado.
—Princesa, todos lamentamos la muerte de mi rey. —Con profundo y sincero pesar Roman cogió las manos de su prometida y las besó—. Hallar al culpable no nos arrebatará la tristeza, pero si nos brindará paz.
—¿Paz? —Lidias apartó las manos de las de Roman y avanzó rauda hacia la ventana que daba al balcón— ¿Ves a toda esa gente allá afuera? —Aglomerados a las afueras del basto jardín, una muchedumbre aguardaba mirando hacia el palacete— ¿Crees que toda esa gente que viene a despedir a su rey tiene paz?
—No comprendo lo que dices. —Se acercó al balcón y contempló al gentío
—Todos seguramente han perdido a alguien por causa de su rey. —Sus ojos miraron a la ventana intentando capturar a cada mujer, varón y niño allá abajo—. No han pasado muchos años desde las últimas batallas en la frontera. El culpable de sus desdichas claramente es uno solo.
—No olvides que también de sus alegrías. —Roman pareció comprender lo que decía Lidias—. Ellos amaban a su rey y están aquí para despedirlo. Las buenas decisiones, como la defensa de la frontera, les han permitido vivir tranquilos todos estos años.
—Tú no lo entiendes, porque eres un soldado igual que mi padre.
El siervo de Roman, Jen, irrumpió en la estancia señalando que les esperaban abajo para iniciar el cortejo. Bajaron las escalinatas hasta el vestíbulo, donde, aguardando junto al féretro, se encontraba un sequito de caballeros y miembros de la Sagrada Orden. Lidias se detuvo junto al ataúd, pero no se acercó lo suficiente para ver el rostro del rey caído. A su lado Roman, con una fugitiva lágrima rodando en su mejilla, hincó una rodilla y luego le cedió el brazo a su prometida. Ella no lloraba, ni siquiera al verlo quebrarse, en cambio, sus luminosos ojos parecieron haber perdido el brillo por un instante, la mirada de la joven se oscureció mientras reflexionaba ensimismada apoyada sobre los hombros del paladín.
Era una joven hermosa realmente, una poesía hecha mujer, como se había referido a ella Roman cuando la conoció. Apenas era una muchacha de catorce veranos en aquel entonces, que regresaba de la Torre Blanca donde había culminado sus estudios. Roman fue enviado escoltarla de regreso al palacio desde aquel día se enamoró de la princesa como un loco. Tierna y blanca como el marfil era su piel, de suaves formas su rostro y los ojos, cual turquesa, proyectaban su propia luz en una mirada aguda y desafiante que dejaba lucir un carácter fuerte e indomable. Su larga y sedosa cabellera azabache resbalaba despreocupada hasta su cintura, acariciándole los hombros cual velo negro, con un aire enigmático y majestuoso que decoraba su esbelta figura.
Ahora que ella contaba con diecisiete inviernos, Roman paladín del trono, por fin obtenía la bendición del rey para tomarla como esposa, sin embargo, con el monarca caído seguramente esa boda sería pospuesta. No por los funerales, que duraban alrededor de tres semanas, sino porque Lidias no parecía muy convencida ante Roman, lo que le destrozaba el corazón.
Los preparativos del duelo habían comenzado la noche anterior. Lidias, sin querer acercarse a ver a su padre, se zafó del brazo de Roman y salió del vestíbulo con cierta prisa. El caballero, aunque algún ademán hizo de detenerla, desistió al instante, comprendiendo que la princesa quería un momento de soledad.
Lidias se adentró en el salón del trono, completamente vació en ese momento y se echó de rodillas sobre la loza reluciente y fría. Así pasó un rato, hasta que unos pasos rompieron el silencio que hasta ese entonces reinaba. Un varón cruzó la puerta y entró hallando a la heredera inclinada en el piso; se acercó despacio.
—Los funerales de tu padre acabarán para el próximo mes.—Indicó el dignatario—.Entiendo que estés consternada, querida. Este episodio nos ha descolocado a todos.
—Vaya directo al punto, quiere.— Contestó con delicada violencia, sin mirar al canciller a su espalda.
—Oh. Ya veo.—Se mantuvo en su posición y entrelazó los dedos de sus manos—.Lo cierto es que como canciller, aun cuando mi corazón se siente abrumado, debo hacerme cargo de los asuntos pendientes que dejó tu padre. Con la responsabilidad que recae sobre mis hombros, al menos hasta el día de tu matrimonio con mi hijo.
—¿Es eso todo lo que tenía que decirme? —La desgana fue evidente en su tono de vos—. Porque por lo que a mí concierne, puede hacer lo que quiera ahora que es el soberano de Farthias—indicó poniendo especial énfasis en sus últimas palabras.
—Princesa Lidias, yo no lo vería de ese modo —señaló con incómoda reverencia—. Para mí es un honor adquirir este compromiso, pero entiendo que no me corresponde y quiero desprenderme lo antes posible de él.
—Entonces no se preocupe, volverá a ser canciller cuando Roman me tome como esposa. —El tedio en la mirada y en su voz fue innegable—. Ahora si me disculpa, quisiera un poco de soledad. Así que si no tiene nada más que agregar, agradecería que saliera de aquí.
—La esperamos para iniciar el cortejo —profirió con una reverencia el ahora designado monarca—. No tarde demasiado.
La joven levantó la cabeza y miró la perspectiva de aquella vasta sala, observó las columnatas de mármol que sostenían el elevado cielo, minuciosamente labrado con decoraciones en relieve y pinturas al fresco que recordaban dinastías del ayer. Cada columna de mármol tenía surcada una figura majestuosa que evocaba a los antiguos reyes. Pronto abría espacio para una nueva, con la estampa de su padre. Lidias sabía que el caído monarca no había sido un hombre más amado que temido por el pueblo, sin embargo, ella tenía mucho de él en su personalidad y sentía que de alguna manera le debía amor. Jamás fue una hija que le complaciera y llenara de dicha, excepto cuando no opuso mayor queja al enterarse que su matrimonio impuesto había sido convenido con el hijo del canciller. Sir Roman le parecía más un chiquillo necesitado de cuidado que un hombre recio y maduro. Lo cual más que amor, le despertaba lástima, quizá esa compasión era la que le impedía ser lo suficientemente dura como para rechazarlo y hacer de su futuro juntos un martirio.
Las nubes de tormenta acariciaron el firmamento, la noticia que había despertado al reino ya era el tema de discusión en todos los hogares y lugares dentro y fuera de sus dominios. El cortejo fúnebre se acercó a paso lento hasta la entrada del palacio. Venían a buscar el cuerpo del monarca para pasearlo por última vez por la metrópolis. En silencio, todos los habitantes de la casa real miraban con respeto aquella escena, hasta que un agente del reino se acercó hasta al ahora designado monarca, lord Condrid, para hablarle algo a su oído. Acto seguido la guardia real cayó sobre sir Roman, que caminaba junto a Lidias, apartándola con violencia.
—Ser Roman.—Declaró el oficial, levantando entre sus manos un pergamino que extendió frente a sus ojos—. Queda usted arrestado por ser el presunto autor del asesinato a nuestro rey. Acompáñenos sin objeción.
—¿Qué hacen? Suéltenme inmediatamente— intentando no levantar mucho la voz el caballero se zafó de las manos que se acercan para cogerlo—Esto es un error. ¡Por toda piedad! Van a lamentar esto.
—¿Qué sucede aquí?—intervino Lidias con la mirada en llamas—.Suéltenlo inmediatamente.
—Son órdenes del capitán.—indicó el soldado encogiéndose de hombros—.No podemos aceptar su petición.
Lidias se encaminó con diligencia por entre los nobles que acompañaban el cortejo hasta que llegó ante el canciller.
—Lord Condrid.—La princesa le hizo un gesto para que se acercase—.Es preciso que atienda esto.
—¿Debe ser en este momento? —El canciller le indicó el ataúd, que estaba siendo transportado a paso lento por el carruaje fúnebre y frunció su ceño.
—Los guardias se llevan a Roman.—Ya junto al canciller se acercó a su oído—Tienen una orden de arresto.
—Evidentemente, los agentes de la corona han tomado cartas en el asunto. —Disimulaba ante la multitud evitando mirar a Lidias mientras hablaba casi en susurros—. Ya hablaremos de esto luego.
—Sabe que él no tiene nada que ver.—Expuso con decisión la princesa, agarrándolo por el brazo con firmeza.
—Entiendo que tú no puedes asegurarlo— Cubriéndose ante la comitiva, Condrid se quitó la mano de Lidias que se aferraba a su antebrazo con cierta violencia—Pues yo tampoco puedo.
—Según las pericias de las hechiceras en los cuerpos de los fallecidos—Interrumpió el agente real, que llegó tras Lidias sorpresivamente.—La última visión antes de morir es poco clara, pero tenemos una confesora que relató haber sido impulsada por el sospechoso.
—Sus prácticas me resultan, cuanto menos, dudosas—La princesa se volvió hacia el recién llegado clavando sus ojos en la máscara que le cubría el rostro— ¿Desde cuándo los relatos bajo tortura le resultan tan concluyentes a la corte?
—Señorita, usted está haciendo graves acusaciones. Le recomiendo que.—El agente no acabó de terminar su oración, cuando la muchacha le puso dos dedos sobre los labios de la máscara y con un fiero gesto en la mirada le obligó a guardarse sus palabras.
—Lo que yo diga o haga, es mi responsabilidad desde que tengo uso de razón—Le indicó con voz airada y a la vez serena—Ni un plebeyo ni un noble falto de clase como usted va a amenazarme en mi palacio ¿Entendido?
El varón, derrotado por la actitud de la muchacha, solo asintió con la cabeza y culminó con una reverencia ante la joven, que se alejó de la escena con paso ligero y seguro. Luego acompañó en completo silencio al féretro mientras era paseado por las calles principales de la ciudad, hasta que regresó al palacete donde el ataúd fue devuelto a la sala de los reyes: un espacio preparado para recibirlo, donde permanecería los próximos veinte días antes de ser sepultado.
Una vez a solas, la princesa se acercó al cuerpo limpio y perfumado, acarició los cabellos canos del monarca y besó su frente por última vez.
Hola, en el foro de Fantasía, colgué en un apartado algunos link, con los nombres y características de la vestimenta típica de epoca medieval.
Me pareció que quisá sea util recolgarlo por aquí, pues siempre es útil saber de esto a la hora de escribir, sobre todo en fantasía epica.
Un saludo a todos. Buenaventura.
¡Hola, compañeros foreros!
Bueno, aquí voy a volver a compartir mi primera novela, que gracias a Fantasíaepica creció muchísimo. Espero que sea tan bien recibida aquí como en la web anterior
¡Por cierto! Esta es la versión definitiva tras la última corrección, así que espero que os guste y os animéis a darme vuestra opinión.
Un saludo a todos, y a seguir aporreando los teclados
Sinopsis:
El fuego me vuelve a atormentar esta noche. No puedo dormir.
Con el tiempo creí que me acostumbraría a esta sensación, pero el dolor sigue siendo impetuoso, más que mi aguante. Mi cuerpo se cansa de esta lucha constante contra algo que es ajeno, que no nos pertenece y no podemos controlar. Como un parásito que se alimenta de mi mente, de mi fuerza psíquica, y que lo único que intenta es que me repudie a mí mismo… y lo está logrando.
Me miro en el reflejo del agua y no veo más que marcas de sufrimiento por todo mi cuerpo: mi cara, mi brazo… Y entonces aparece Ella, representando a todo lo que he jurado combatir y eliminar de este mundo y, sin embargo, la miro y me vuelvo débil, estúpido. Mis piernas se rinden ante ella y me quedo perdido en su rostro.
Pero no es más que una ilusión; intenta que caiga mi defensa con su cara angelical y su aspecto delicado.
Pero un Hijo de Dahyn nunca bajará la guardia… Jamás.
Alerigan, Hijo de Dahyn.
Capítulo 1:
Había calma plena en el bosque, solo se oían los movimientos parsimoniosos de un joven ciervo. El cazador no se movía, casi no respiraba, con la mirada fija en su presa y los músculos del cuerpo tensos y preparados para actuar en cualquier instante. Apenas se escuchó el suave rasgueo de la flecha contra la cuerda del arco como una dulce caricia, tensándolo por completo y fijando la dirección del blanco.
El cazador respiró, llenando el pecho de aire, y apuntó a la vez que esbozaba una sonrisa de autosuficiencia, anticipando lo que iba suceder. Pero su plan perfectamente elaborado se fue al traste cuando apareció en la escena una pieza con la que no había contado.
—¡Corre, corre! ¡Huye! —El ciervo dio un brinco y huyó asustado por el hombre que acababa de aparecer.
—¡Maldito bastardo! ¿Cómo te atreves a espantar mi presa? ¡Ya era mía! —dijo el cazador con furia, saltando con agilidad a través de la maleza.
—¡Oh, vamos, Alerigan! ¿Cómo puedes ser tan cruel? Era un pobre animalito indefenso.
—¿Un pobre animalito? ¡Era nuestra cena, Anders! Llevamos metidos en este estúpido bosque seis días, y por hacerte caso lo único que hemos comido han sido esas asquerosas bayas que no sé ni de dónde las sacas. Y ¡sí, son asquerosas y quiero un poco de carne!
—Pues no sé si lo recuerdas, amigo mío, pero la idea de estar aquí fue solo tuya. Tú querías impresionar al maestro con una disparatada expedición, pensando que encontrarías nuevas aventuras y volverías al gremio pavoneándote. Pues ¿sabes qué? Eso no va a suceder.
—¡Dioses! ¡Eres insoportable! —gritó Alerigan mientras lanzaba la flecha que tenía preparada. Esta pasó rozando la mejilla de Anders, dibujando una fina línea de sangre en su rostro impoluto.
Se miraron y, en contra de todo pronóstico, rieron de forma escandalosa.
Anders y Alerigan se conocieron en las calles de Festa, mientras mendigaban mendrugos de pan a la nobleza. Nunca tuvieron a nadie más que a ellos mismos para salir adelante, lo que les hizo convertirse en un equipo de ladronzuelos a la fuerza. Anders siempre fue inteligente, la mente del equipo, flacucho y ágil, con una capacidad muy útil para introducirse por cualquier recoveco, por eso adoptó el mote de Comadreja. Por el contrario, Alerigan era duro, frío, el Músculo; siempre andaba buscando pelea, y todas las noches se dormía con algún hueso roto o una nueva magulladura.
Así fueron pasando los años, sobreviviendo a los implacables inviernos en las calles, lo que provocaba que Anders enfermera con facilidad y que su compañero acabase cuidando de él, arrastrándolo por la ciudad en busca de una esquina que los protegiera de las gélidas corrientes de aire. Siempre hablaban de que algún día la vida les sonreiría y les daría la oportunidad de hacer grandes cosas. Alerigan soñaba con convertirse en un caballero andante, salvando princesas y siendo vitoreado por el pueblo. Anders, en cambio, quería alcanzar el máximo de sabiduría posible, ser un erudito. Pero solo eran los sueños de dos ratas callejeras.
Hasta que un día cometieron el mayor y más afortunado error de su vida.
Con quince primaveras a las espaldas ya eran unos expertos carteristas, y aprovechaban los grandes desfiles que se celebraban en Festa con motivo del comienzo de la primavera para vaciar las bolsas de oro de los ciudadanos despistados. Anders escogía con mucho cuidado a cada una de las víctimas: elegía a miembros de la nobleza con olor a vino, o a damas delicadas que estuvieran más pendientes de sonreír a los caballeros que de su propio monedero. Sin embargo, Alerigan era impulsivo y siempre buscaba nuevos retos; por suerte tenía una gran capacidad para moverse en silencio, lo que le había salvado en numerosas ocasiones de acabar en un calabozo.
Esta vez eligió a un caballero de gran porte que parecía perdido en el festival de colores del desfile. Se coló con sigilo entre la gente hasta estar justo debajo de su bolsa, que parecía colmada de monedas. Comenzó a relamerse ante la idea de qué harían con tanto dinero. «Comprarme mi primera espada», pensaba el muchacho. Sería un mandoble enorme y pesado, o un hacha de doble filo, con una hoja tan afilada que sería capaz de cortar sandías de un tajo… ¿O quizá debería comprar sandías? Últimamente no habían comido demasiado, y ambos lo notaban. Ya no tenían mucha fuerza, ni siquiera podían huir del panadero al que le intentaban robar cada mañana. Así que sí, comprarían sandías y a lo mejor hasta podrían comprar carne y comer caliente por una vez. Aunque la tos de Anders empeoraba por momentos, quizá deberían gastárselo en un sanador. Necesitaban tantas cosas que se perdía en sus ensoñaciones.
Cuando volvió en sí se centró en realizar un trabajo limpio y sin complicaciones, así que sacó un pequeño puñal que había robado a un soldado la noche anterior en la posada, mientras dormía con la cabeza postrada en su jarra de hidromiel, y cortó con delicadeza la cuerda que mantenía la bolsa atada al cinturón del caballero.
Todo pasó en milésimas de segundo. Cuando se dio cuenta estaba suspendido en el aire, con la mano del hombre aferrada al cuello de su camisa. En la otra mano, el hombre sostenía la bolsa de monedas. Solo podía pensar en Anders con cara de petulancia diciendo: «Ya te lo advertí», mientras lo arrastraban lejos del gentío.
—¿Eres consciente del lío en el que te has metido, renacuajo? —dijo el hombre mientras lo empotraba contra la pared de una casucha vieja. Tenía el cabello blanco, sus brazos eran enormes y duros como el acero. Alerigan se quedó maravillado ante la superioridad que irradiaba, y enseguida decidió que algún día sería igual a aquel hombre y se burlaría de los ladronzuelos callejeros como él mismo.
—¡Suéltame, abuelo! Si no me hubiera empujado esa marabunta de gente, ni te habrías enterado. Que sepas que eres un privilegiado, eres el primero que me pilla cuando trabajo con estas manos mágicas —dijo mientras se retorcía y pataleaba aún en el aire.
—Eres valiente, sobre todo teniendo en cuenta que estás acorralado. Parece que no eres una rata cualquiera… —El caballero le soltó la camisa y lo dejó caer desde bastante altura. Alerigan se quedó tendido en el suelo, más parecido a un corderito asustado que a una rata acorralada.
En aquel momento, el hombre se fijó en las cicatrices que tenía ese niño tan joven. Un corte le cruzaba la cara a la altura de los ojos, había sido realizado por una mano experta, era fino y sin laceraciones, como perpetrado por un cuchillo bien afilado, de carnicero o barbero. Sin duda se había infectado en su día y le dejaría una marca horrible de por vida.
—¿Quién te hizo esa herida, chico? Parece dolorosa.
—No es nada, gajes del oficio. El viejo Oswaldo, el carnicero, nos pilló a mi hermano y a mí huyendo de su puesto con un trozo de carne. Supongo que me lo tengo merecido. —Alerigan se levantó del suelo con dificultad, sacudiéndose las rodillas y con la mirada ensombrecida. Ahora recordaba la cruda realidad: llevaban semanas sin comer y todavía no se había recuperado de la última pelea. Por las noches no podía dormir, le ardía la herida, como si tuviera fuego por dentro, y las imágenes no cesaban en su mente—. Me figuro que los triunfadores como tú nunca han tenido que luchar por un trozo de carne, ¿verdad?
—Te sorprenderían algunas cosas de mí, no todo es fácil para los hombres como yo. Me llamo Glerath, caballero y soldado de la orden de los Hijos de Dahyn, ¿la conoces, renacuajo?
—¡Deja de llamarme renacuajo! —En cuanto Alerigan se dio cuenta de lo que significaban las palabras de Glerath se quedó de piedra. Los Hijos de Dahyn eran los hombres más honorables y poderosos del reino de Miradhur.
Cuando recobró el sentido se hincó de rodillas.
—Os lo suplico. ¡Llevadme con vos! —Glerath se sorprendió, no esperaba esa reacción.
Anders salía de entre el bullicio con aire victorioso. «Buena caza», se decía a sí mismo lanzando la bolsa de monedas al aire. Cuando vio a su compañero, arrodillado con aire suplicante delante de un soldado, se imaginó lo peor. Escondió las ganancias y se dirigió todo lo rápido que pudo hacia Alerigan. Al llegar junto a él, se arrodilló también ante la cara de desconcierto del caballero.
—Sea cual sea la afrenta que le haya podido ocasionar mi hermano, os pido mil perdones, mi señor, no es más que un pobre ignorante que no sabe lo que hace. Llevamos semanas sin comer, y hemos enfermado. Por favor, perdonadle la vida.
Glerath se quedó aún más sorprendido al observarlos; eran dos muchachos muy distintos, por lo que comprendió que no eran hermanos. Anders era un niño hermoso a los ojos de cualquiera, a pesar de su estado famélico: de ojos verdes intensos, la piel blanca y una mata de pelo rojizo, rizado y enredado por la falta de limpieza. Alerigan, por el contrario, tenía el cabello oscuro y liso, con ojos color ónice, profundos y de mirada triste donde se ocultaban grandes infortunios dormidos durante años. Lo que llamaba la atención de su rostro eran las laceraciones que había sufrido: un corte le atravesaba los labios al lado de la comisura derecha con la misma precisión que el que le surcaba el rostro bajo la mirada. Estaba claro que la historia del carnicero era una treta bien montada para evitar más preguntas. El chico era rápido como una gacela, habría podido evitar al pobre Oswaldo, cuya barriga no le dejaba verse los pies.
La relación que había surgido entre dos muchachos tan diferentes y que se habían encontrado por azar, hizo que Glerath recordara un fragmento del juramento de los Hijos de Dahyn: «Ante todo cuidaré de mis hermanos, arriesgando mi propia vida lucharé por el honor de estos hasta mi último aliento». Cuando cogió a los dos niños y los puso en pie, ya había tomado una decisión.
—Quiero vuestros nombres, renacuajos.
—Mi nombre es Anders, mi señor, y este es mi hermano Alerigan. —Estaba tan asustado que las palabras salían atropelladas de su boca.
—Bien, Anders y Alerigan, os vendréis conmigo y yo os daré comida, cobijo y curaré vuestras heridas, pero debéis jurarme lealtad. Debéis prometerme que cuando os ordene que saltéis, saltaréis, que cuando os ordene que os quedéis entrenando bajo la lluvia, preguntaréis: ¿Cuánto tiempo? No os mentiré, será muy duro, pero merecerá la pena. ¿Qué contestáis?
Los dos muchachos mudaron por completo la expresión y se miraron el uno al otro. Era una decisión que les cambiaría la vida, pero la necesidad pesaba más que cualquier otra circunstancia, así que ambos asintieron y siguieron a Glerath hacia un nuevo mundo.
Alerigan abrió los ojos poco a poco, con el sol bañándole la piel. Anders estaba tumbado junto a él, se habían quedado dormidos después de la discusión por el estúpido ciervo. Al ver a su hermano tirado en el suelo, sonrió. No recordaba del todo cómo se conocieron, fue como si siempre hubieran estado juntos, como si hubieran despertado un día el uno al lado del otro, como esa mañana en el bosque. Pero sabía que no era real, él tenía un pasado oscuro que le perseguía y, como un acto reflejo, se acarició una de las cicatrices del rostro: aún le dolían, era un dolor sordo e íntimo que nunca desaparecería.
Ambos habían cambiado mucho en los últimos diez años, se habían convertido en hombres de verdad. El entrenamiento al que les había sometido Glerath había sido muy duro, sobre todo al inicio, y habían sobrevivido.
Siempre recordarían ese período que les marcó la vida.
El gremio de los Hijos de Dahyn era una fortaleza situada al este de la ciudad de Festa. La entrada estaba dominada por unas murallas tan altas como el cielo y protegidas por dos gigantes de piedra armados con grandes escudos y la mirada dirigida hacia la ciudad. A los muchachos les temblaron las piernas cuando llegaron por primera vez ante semejante majestuosidad. Tras las murallas había unas ruinas titánicas, edificios labrados en la misma piedra de la montaña, como hormigueros cruzados que desembocaban en cuevas.
Glerath los llevó a través del camino principal hasta un gran edificio que se encontraba en el centro y que resultó ser el Gran Comedor, donde todos los miembros se reunían y disfrutaban de la comida y de la compañía de los hermanos.
Había un ambiente festivo y de hermandad, tal como Glerath les había contado, pero para su sorpresa, cuando este hizo acto de presencia en el lugar todos se quedaron en silencio, lo miraron con la mano sobre el pecho y, con una reverencia, dijeron: «Bienvenido, maestro». Los niños estaban estupefactos: sabían que Glerath era importante, pero no tenían ni idea de su grandeza hasta que vieron el respeto reflejado en los ojos de los Hijos de Dahyn. Para Alerigan era un sueño hecho realidad, siempre había fantaseado con pertenecer a algo… a un lugar.
La primera noche la pasaron entre amigos, disfrutando de la primera comida caliente en meses, y escuchando las aventuras de los caballeros más solemnes que habían visto jamás. Cuando llegó la hora de dormir, los enviaron a un barracón con dos camas pequeñas. No cabían en sí de gozo: ¡una cama! Hasta entonces, su cama había consistido en un saco de patatas húmedo tirado en un rincón de la ciudad.
A la mañana siguiente, Glerath acudió a despertarlos al barracón, abrió la puerta y Alerigan se dio cuenta de que aún no había amanecido.
—Se acabó el dormir, renacuajos. Hoy empieza vuestro entrenamiento como futuros Hijos de Dahyn. —Alerigan se levantó con rapidez y se puso firme. Apenas había dormido en toda la noche, deseoso de empezar su nueva vida. Anders se frotó los ojos y se incorporó con desgana—. Bien, el día de hoy será largo, muy largo, tan largo que quizá no acabe en años. Pero si sobrevivís a esto, con toda probabilidad consigáis ser nuestros hermanos. Habéis visto la mejor parte de serlo, ahora toca la peor.
Glerath salió del barracón sin decir nada más, y los muchachos lo siguieron corriendo para poder alcanzar aquellas largas zancadas. Caminaron lo que les pareció una eternidad hasta llegar a una zona boscosa en la que había un pequeño lago. El sol ya ascendía a sus espaldas, dando la bienvenida a un nuevo día.
Una cascada eterna descendía desde el pico de la montaña hasta fundirse en el lago de agua cristalina formando olas de espuma blanca. Era un paraíso para la vista, pero la brisa helada que se inspiraba escarchaba el alma.
—Los hombres somos débiles por naturaleza —dijo Glerath con expresión sobria—. Nuestra mente, mediante la razón, nos domina por completo, impidiéndonos superar lo insuperable. Para los Hijos de Dahyn no existe la palabra imposible, porque nuestro Padre nos da la fuerza necesaria para superar cualquier situación. Si el Padre cree en vosotros, impedirá que muráis congelados bajo la cascada. Si no es así, moriréis.
—Perdonad, maestro, ¿estáis insinuando que debemos meternos bajo esa agua helada? —Anders no se podía creer lo que estaba pasando, nadie podría sobrevivir a algo así—. ¡Me convertiré en un bloque de hielo con solo rozar el agua!
—Es la razón quien habla, Anders, no tú. Deberás desnudarte y meterte bajo el agua y únicamente saldrás cuando yo te lo ordené, al igual que tú, Alerigan. —Mientras tanto, este no apartaba la mirada de la cascada—. Si crees que no serás capaz de hacerlo, no lo serás, porque tu mente te lo impedirá. Es vuestra decisión.
Alerigan empezó a desnudarse ante la mirada atónita de su hermano y se encaminó hacia la corriente de agua.
—¡No, no lo hagas! —gritó Anders—. ¡Estás loco, no lo vas a conseguir!
—No, sí que voy a conseguirlo. Porque es mi destino, porque este es nuestro lugar. ¡Lo hemos encontrado, Anders! —Respiró hondo y se zambulló en el lago.
Bajo la cascada, mirando hacia el cielo y con los brazos alzados, recibió cada gota de agua como una cuchilla que le rasgaba la piel hasta las entrañas, con la esperanza de que, si existía ese Padre, era a ellos a quien debía proteger. Anders se lanzó al agua y corrió al lado de su hermano: nada les pasaría mientras lucharan juntos.
Glerath se dio la vuelta y se marchó con la cabeza bien alta y con una sensación extraña en el corazón: «¿Será orgullo?». Solo podía pensar: «Sí, renacuajos, este es vuestro hogar».
Permanecieron bajo la cascada durante días enteros, soportando un dolor intenso en cada centímetro de la piel. Las lágrimas les recorrían el rostro hasta la barbilla, para unirse con el agua helada de las montañas. Anders temblaba de frío, las piernas se rindieron antes que la mente, y cayó de rodillas sobre las rocas. Pero su entereza no flaqueaba, seguiría allí hasta que fuera necesario, porque Alerigan tenía razón: «Este es mi lugar, y lo conseguiré porque así debe ser». De repente sintió que le cogían de la mano, levantó la mirada y vio a su hermano firme como una roca, con los ojos fijos en el cielo y una sonrisa en los labios. Con esa ayuda se volvió a poner en pie y ahora el dolor era mitigado por la lealtad de un compañero de fatigas.
Cerca de allí, sentado en las raíces de un árbol estaba Glerath observándolos junto a un caballero de la hermandad.
—Tus chicos son fuertes, Glerath. Nunca había visto a ninguno aguantar tanto tiempo. Dicen que ni siquiera tú te mantuviste firme después de un día bajo la Cascada Nubia.
—Yo no tenía un deseo tan fuerte de pertenecer a este lugar, pero esos renacuajos lo anhelan con toda su alma. Creo que encajarán perfectamente aquí y harán grandes cosas, sin duda. Por ello el entrenamiento será el más duro que hayamos llevado a cabo. Conseguiré que sean una leyenda en todo Miradhur.
—¿Y si no sobreviven? —Glerath se levantó del árbol, recogió unas mantas del suelo y comenzó a caminar hacia el lago. De pronto se paró, y miró hacia su compañero.
—Lo harán —dijo sonriendo.
Cuando llegó al lago los niños seguían en la misma posición, cogidos de la mano y con la cabeza mirando al cielo.
—¡Venid aquí, renacuajos!
Alerigan y Anders salieron del lago con lentitud y cuando llegaron a los pies de su maestro, cayeron desmayados por el dolor. Glerath los envolvió en las mantas y los cargó en sus hombros, encaminándose hacia el gremio.
Anders se desperezó como un gato, estirándose por completo tras el largo sueño. El sol estaba alto en el cielo, parecía que habían vuelto a dormir más de la cuenta. Como siempre, se llevarían una buena bronca a la vuelta al gremio. Alerigan no estaba por ninguna parte, seguro que andaba por el bosque buscando al ciervo para cobrarse una pequeña venganza. Anders colocó los brazos bajo la cabeza y se propuso disfrutar de la quietud y de la lejanía del incordio de su hermano.
Corría una brisa suave con aroma a humedad que embelesaba los sentidos. Anders cerró los ojos e inspiró dejando que su pecho se hinchara por completo. No podía evitar pensar en cómo habían cambiado las cosas para ellos en los últimos años, ahora tenían un hogar y además se habían ganado el respeto de sus compañeros al superar su entrenamiento y las duras pruebas que habían ido culminando ya como Hijos de Dahyn. Cada día veía más cerca el objetivo de convertirse en uno de los Sabios de Miradhur, por lo que se pasaba los días recopilando información sobre los lia’harel, que le apasionaban e intrigaban. Se dedicó sobre todo a instruirse en relación a cómo vivían en el pasado, antes de la Revelación, pero había muy poca información recabada, ya que siempre fueron muy reservados en referencia a su forma de vida anterior, lo que los hacía aún más llamativos y apasionantes.
Anders creía que los lia’harel nunca habían confiado en los humanos por completo, por lo que sabían que en algún momento tendrían que volver a su antiguo hogar, para huir. Soñaba con poder conocer a uno de ellos y preguntarle todo cuanto se le ocurriera.
—Algún día, Anders… algún día —dijo resoplando.
—¿Algún día, qué? ¡Ah, claro! Algún día moverás el culo y llegaremos al gremio para que Glerath nos castigue con algún maravilloso método nuevo. —Alerigan apareció de entre la maleza con el cabello empapado y una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Nunca te cansas de meterte en ese charco? Cualquier día te quedarás allí flotando, y yo no pienso sacarte, te lo aseguro. —Cuando Alerigan necesitaba estar solo, que solía ser con bastante frecuencia, se iba a la Cascada Nubia y pasaba horas nadando y sumergiéndose bajo el frío invernal—. Deberías haberme despertado, vamos a llegar tarde y no hemos conseguido nada, así que el maestro nos pondrá a correr alrededor de alguna montaña, o ¡quién sabe lo que se le puede ocurrir!
Desde que se unieron a los Hijos de Dahyn, Anders se había dado cuenta de que la disciplina no era lo suyo. Se pasaban la mayor parte del tiempo sufriendo castigos, cada vez más extraños, impuestos por Glerath, que trataba de inculcarles un poco de orden. La mayoría de estos escarmientos consistían en hacerlos correr hasta desfallecer o ponerlos en ridículo delante del resto del gremio. Esto último Glerath lo adoraba, ya que sabía que no había persona en el mundo más orgullosa que Alerigan. Esta soberbia de su hermano los había llevado a situaciones complicadas y más castigos de los necesarios, sobre todo.
Alerigan lanzó las botas de cuero y un guante al suelo, y se tumbó a terminar de secarse bajo el sol.
—Ya nos hemos ganado el castigo, así que no importa que nos retrasemos un poco más. —Se echó a reír, mientras golpeaba a su hermano en el hombro.
Anders lo observó con detenimiento, era extraño verle de buen humor. Estaba tumbado con las piernas y los brazos extendidos, los ojos cerrados y el cabello brillando al sol.
Ambos solían vestir de la misma forma, con las ropas que les daban en el gremio: una camisa blanca de lino, que Alerigan solía llevar abierta en el pecho y con las mangas encogidas, y unos pantalones de cazador marrones. Además, su hermano siempre ocultaba el brazo derecho con un guante de cuero tachonado que le llegaba a la altura del codo, pero por alguna razón se había olvidado de ponérselo tras el chapuzón. Este brazo tenía una peculiar deformación de la que Alerigan nunca le había hablado: poseía la textura de la corteza de los árboles, pero con la misma movilidad y flexibilidad de los músculos humanos. Y en algunas ocasiones había visto cómo se dibujaban formas de color verde que le recorrían la piel, aunque él intentara ocultarlo.
—Oye, hermano, nunca me has contado qué te pasó en el brazo. —El olfato inquisidor de Anders no le permitía guardarse la pregunta.
Alerigan cambió la expresión, la sonrisa infantil que tenía en los labios hacía escasos segundos desapareció por completo, como si se hubiera despojado de una máscara de felicidad irreal. Se levantó, cogió su guante del suelo y se lo puso con cierta torpeza, para luego enfundarse las botas con los pantalones aún empapados.
—Deberíamos volver ya, no me extrañaría que Glerath estuviera aporreando a algún hermano inocente por nuestra culpa —dijo Alerigan, cogiendo su arco y el carcaj.
De camino al gremio, ambos se mantuvieron en silencio, caminando el uno al lado del otro pero sin ni siquiera mirarse. Anders era consciente de que había vuelto a hundir el dedo… no, el brazo entero en la herida de su hermano.
«Pronto volverá a la Cascada Nubia, y esta vez será por mí», pensó Anders, cabizbajo.
Hoy en día todos sabemos que la música inspira, seduce, te hace soñar, reír, llorar, te llena de energía, produce ira, amor y tantas cosas mas que no me llegan a la cabeza ahora mismo. Por eso quiero abrir este hilo para que compartan conmigo y con los miembros de este foro aquella música que los hace soñar, los motiva a escribir, les hace imaginar batallas de ejércitos, romances, luchas entre guerreros y tantas cosas mas.
Chicos! mis esfuerzos se han visto recompensados!! El puto disfraz de predator ha obtenido el primer premio en el concurso del cole de mi hijooooooo!! Yihaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!
Perdí el tema del viejo foro que tenía una intro más épica que esta, así que ni modo...
Durante mucho tiempo fui amo del calabozo del D&D, y con mi grupo fuimos creando un mundo propio de aventuras y personajes. Dicho grupo murió y me quedé con las notas de las campañas que hicimos. Hace unos meses, las encontré y empecé el proceso para convertirlo en una saga de historias que conservaran el espíritu de los personajes y campañas que creamos pero a su vez fuesen algo desligado lo más posible a la mitología de D&D. Postee el primer cap en el anterior foro y... se cayó, no pude seguir publicando más ahí. Así que me conseguí un beta reader por otro lado, que tomó mi trabajo, lo desmembró parte por parte y luego me dijo: esto tiene potencial si lo haces bien.
Así que me di en la tarea de rehacer mi mundo una vez más, y así nació la tierra de Aret, originalmente llamada Vhalmar, pero como ese es un nombre un poco tolkieniano, se lo cambié a uno un tanto más original (Aret - Ter[r]a - Tierra).
-Epilogo: El final de un viaje y el inicio de otro
El Despertar de los Dioses (Mito de la creación)
Fue en los tiempos antes del tiempo, cuando la Luz no había nacido y solo existía la oscuridad del Caos. De aquel nació Anzu, el gran primigenio, el colosal dragón negro de alas luminosas.
Cuando las montañas aún no existían, y los mares no podían ser vistos, y los dioses dormían en el seno del Caos, esperando al momento en que serían nombrados; cuando la sempiterna Rueda del Destino yacía inmóvil, pues la fatalidad aún no estaba escrita.
Fue en ese instante en que el Tiempo nació, con el primer batir de las alas de Anzu.
Del Tiempo nacieron los dioses, que despertaron del Caos, ganando así sus nombres. La primera de ellos fue Enuma, la hermosa, cuyas enormes raíces se enroscaron en la Rueda del Destino, forzándola por fin a moverse, creando así el sino de todo lo que vive. De sus hojas nació la Luz, y la vida al fin se puso en movimiento.
Antes de que las ramas de Enuma tocaran los cielos, fueron nombrados los demás dioses. Vorld, el más grande, que de los mares liberó las montañas. Fraiga la verde, que tomó posesión de la tierra seca, y en ella sembró las semillas de Enuma. Olthos, el viento, quien creó a los vientos de magia de las hojas de Enuma, para ayudar a sus hermanos a construir el nuevo mundo. Y bajo ellos Irkhalla, quien tomó posesión del mundo sin vida que descansa bajo la Rueda del Destino.
Y desde su pináculo en el Caos, Anzu maravillado observaba las creaciones de los dioses. Con un gran rugido voló sobre las ramas de la bella Enuma, y tan fuerte fue el batir de sus luminosas alas, que chispas brotaron de estas y cayeron en el nuevo mundo. Allí donde las chispas cayeron, dejaron enormes huevos, de los cuales nacerían los ancestros de los grandes dragones.
Pero mientras los dioses construían el mundo, en el Caos quedaron otros dioses, que no fueron nombrados. Y cuatro de ellos se despertaron molestos, envidiosos de no haber participado en tan hermosa creación. Y al no tener nombres eran débiles y pequeños, por lo que lloraron y maldijeron en la oscuridad. Y entonces, ansiando tener un nombre propio, mataron a sus hermanos, los dioses que aún dormían, y comieron de su carne y bebieron su icor, hasta que tuvieron el poder para nombrarse a sí mismos.
Ramiel el vengativo, Morog el decadente, Nirgal la extasiada y Pazureru el cambiante. Esos fueron sus nombres, que ellos mismos escogieron.
Pero su felicidad fue breve, pues Anzu, furioso por su acto de herejía, los exilió a lo más profundo del Caos, donde los cuatro usarían los restos de sus hermanos muertos para crear a los demonios que ahora plagan la oscuridad.
Y Anzu nombró a los pocos durmientes que no fueron comidos, y los envió al mundo que Enuma y los dioses más viejos habían creado. Y así nacieron Eol, el impasible sol; Lumina la amorosa, Nume la oscura y Basth la oculta, las hermanas-luna que danzan junto al sol; Muinares el cronista y Jiro el sanador; Nid, la danzarina, musa y poetiza; Lotán la sirena y Alara de cabellos nevados; Baral, el Señor del Trueno Sagrado, y su hermana Mervna, la Guerrera Incansable.
Serían ellos quienes protegerían el mundo de los dioses que ahora reinaban en el Caos.
Y cuando el mundo por fin estuvo terminado, de las raíces de Enuma despertaron los elfos, hermosos como su madre y bendecidos por Olthos, el viento de magia. Fueron ellos los que dieron su nombre al mundo, pues era lo único que aún carecía de uno.
Le llamaron Aret, que en la lengua de los dioses significa “Hogar”.
Traducción de un antiguo poema élfico hallado en Karnak en el año 300 del Imperio de Telos, traducido por el sabio Balzac en el año 948 del Imperio.
La trilogía La Primera Ley fue la presentación en la alta sociedad de Joe Abercrombie. Abercrombie nació en Inglaterra en 1974; antes de dedicarse a la literatura trabajó en cine y televisión.
Con La Voz de las Espadas se inaugura la trilogía con una fuerza arrebatadora desde las primeras líneas. Fantasía pura y brutal. Un nuevo aliento después de Martin, a quién se le compara pero que aún está un pelín lejos. Directo, sin contemplaciones, Abercrombie nos traslada a una época brutal, donde se mezcla la magia con la política y con unos personajes que dejan huella.
Bien llevada desde el principio, no te deja aliento hasta la siguiente página. Personajes muy logrados, cada uno con su historia que poco a poco van confluyendo a lo largo de las tres novelas. No hay concesiones al sentimentalismo, aunque estos personajes brutales te llegan a tocar el corazón. Completan la trilogía Antes de que los cuelguen, y El último argumento de los Reyes
Copio ahora la sipnosis de la primera entrega:
"El inquisidor Glokta, convertido en un cínico tullido tras su paso por las cárceles de los enemigos de la Unión, es ahora a su vez un eficaz torturador capaz de extraer cualquier información de un criminal o de quien decidan sus superiores...
El capitán Jezal dan Luthar no ha hecho en su vida nada más peligroso que desplumar a sus amigos jugando a las cartas y soñar con la gloria de vencer en el certamen de esgrima. Pero se está fraguando una guerra, y en los campos de batalla del Norte la lucha se rige por normas mucho más sangrientas...
Logen Nuevededos, infame bárbaro de pasado sangriento, acaba de perder a sus amigos y está decidido a abandonar sus tierras y dirigirse al sur, pero los espíritus le advierten que le busca un Mago de los Viejos Tiempos…
Sus historias se entrelazan en una fantasía negra repleta de acción y personajes"
Solo me queda recomendar esta trilogía, y como no, las otras novelas que a raíz de estas recorren esas tierras imaginadas por Abercrombie:
La Mejor Venganza, Los Héroes y Tierras Rojas, que se disfrutan tanto o más que la trilogía original.
Quisiera escribir más de estas novelas, pero queda el hilo abierto para todos, ¡ojito con los spoils!
Bueno... aquí dejo la primera parte de mi nuevo proyecto... Un saludo a todos!
Prólogo
En los orígenes estaba la Luz.
Ella creó las aguas y la tierra, las montañas y los bosques.
Creó también a las criaturas que dominarían la tierra.
Y creó a los seres que debían protegerlas.
Los magos dominaron los poderes más impresionantes.
Los magos juraron fidelidad a la Siempre Luz.
Pero siempre hay un hijo que desobedece a su padre.
La Luz lo cuidó y le pidió que regrese.
El hijo traidor se alejó a las profundidades de la tierra.
Allí el traidor se volvió oscuro como la misma noche.
Pronto dejó de tener cuerpo. Era una esencia extraña. Era invisible.
Los magos de la Luz combatieron la Oscuridad.
La Siempre Luz creó las Dos Torres.
La Siempre Luz creó la Orden.
La Orden de los Magos fue como una madre.
Y allí también, un hijo la traicionó.
Körtoj se llamaba, sí… Körtoj, el Tenebroso.
Manuscrito hallado en las Bibliotecas de Kalípodos (del Libro de Artemius), datado en el año 500 después de la Traición del hijo.
Capítulo I
La Torre Blanca mueve sus piezas
El Señor Nupeh Harrin caminaba por los jardines de la Torre Blanca, aunque el frío alejaba a cualquier aventurero que surcaba sus caminitos de polvo de ladrillo. Estaba solo, como era de suponerse, y mantenía la cabeza gacha, observando el suelo y escrutando sus pensamientos más sombríos. Tenía la capucha baja y fumaba su pipa de raíz, un antiguo regalo del Señor Bandier, su mejor amigo, uno de los tres magos del Consejo.
Hace días que no tenía noticias del sur. Se inquietaba por los últimos sucesos de la guerra entre los hombres. En Helli, una gran batalla infructuosa demostró el poderío de la Torre Negra. Se corrían los rumores sobre el apoyo de los magos al ejército del Tenebroso. «¿Qué hace la Torre Blanca que no defiende a sus aliados?», pensaba con cierto enfado. Las Dos Torres, una histórica unión de dos tradiciones mágicas poderosas, ahora se hallaban divididas por un poder mucho más grande que antiguos peligros, y se alistaron en alianzas enfrentadas. Nadie sabía con exactitud qué había disparado el conflicto y la división, pero sí era conocido por todos los enfrentamientos entre los dos líderes de las Torres: el Señor Gálamir y el Señor Wirg. ¿Nadie pudo conciliar las dos partes? ¿O acaso era Kortoj, el Príncipe de la Sombra, quien había sembrado la semilla del odio? La verdad estaba fuera de sus influencias, y Nupeh juró fidelidad a la Torre Blanca, su hogar desde que tuvo uso de razón.
En su mano libre llevaba un libro rojo, su obra preferida y fiel compañera de viajes: La Historia del Continente de las Tres Tierras, escrita hace ya muchos siglos. Pero todavía no se había detenido a leerla en ninguno de los bancos de madera desperdigados por el jardín.
La Torre estaba rodeada por una espaciosa galería que ensanchaba toda su circunferencia, con refinadas columnas de mármol blanco, cubiertas todas por enredaderas de un verde claro tan delicado como la piel de los uynitas, los habitantes del Bosque de Úyn. El piso era de mármol con finas líneas grises que lo atravesaban en diagonal, dejando un curioso efecto visual a quien camine por allí.
De una de las treinta puertas de la Torre, salió el joven mago Riéi con su flamante túnica gris, la que llevan los iniciados durante cinco años. Apenas tenía barba y su cabello era oscuro como la noche sin luna, revelando sus cortos años frente a la inminente blancura que surgía de la cabellera de Nupeh. Sus pasos presurosos indicaban que la reunión en el piso superior de la Orden había terminado, y que la reunión general se llevaría a cabo en poco tiempo.
—¡Señor Harrin! —exclamó a la distancia—. La reunión del Consejo ha finalizado. Pronto iniciarán la reunión general en el Salón Magno de la Orden.
—De acuerdo —respondió Nupeh con serenidad—. Daré una caminata más alrededor de la torre y acudiré al Salón Magno. Gracias por buscarme, Riéi.
—De hecho… —agregó el iniciado—. Vengo a decirle que el Señor Bandier me ha pedido expresamente que lo busque para que usted acuda ya mismo a su oficina.
—Extraño…
—Sí, parecía nervioso por algo… —comentó Riéi pensativo—. Espero no sean malas noticias.
—Todas las noticias son malas últimamente, jovencito —confesó Nupeh—. Pero no hay que perder la esperanza. Vete ya, gracias.
—Sí, Señor.
Riéi regresó caminando hasta la torre, perdiéndose entre un conjunto de manzanos que invitaban a la lectura debajo de su sombra, un lugar con agradable frescura.
En el camino vació la pipa y la guardó en uno de los bolsillos internos de su túnica azul. El color indicaba su grado en la Orden, ni muy joven ni muy viejo. Los consejeros eran los únicos que llevaban túnicas blancas, luego se vestían por antigüedad: rojo, verde, azul, marrón, celeste, gris.
El Señor Nupeh Harrin era considerado como uno de los magos más poderosos, reconocido por sus años de travesía en el continente. Era un estudioso de la historia de los reinos y un conocedor de la naturaleza, pues dominaba las plantas y los animales, de allí sus largos paseos diarios por el jardín y su amistad con el pueblo de Úyn, donde era un ciudadano de honor. Lo único que disminuía sus influencias era el misterio de su pasado. No provenía de ninguna gran familia como la mayoría de los magos, propietarios de nobles apellidos: fue dejado en la Torre Blanca y allí se quedó como aprendiz hasta recibir la iniciación. Su apellido lo tomó gracias a su viejo maestro, Erwe Harrin, un difunto mago de gran poder y antiguo miembro del consejo.
Tomó uno de los senderos que llevaban a la puerta principal de la torre. Desde allí se accedía al Salón Magno, un espacioso lugar donde se producían las reuniones generales. Tres sillas elevadas estaban dispuestas para los Consejeros, rodeadas por cuatro gradas que formaban un semicírculo que ocupaban los magos de la Orden. Ahora estaba en silencio, pues ningún mago ocupaba su lugar, pero muy pronto sería un bullicio constante hasta que el martillo del Consejo resuene con autoridad.
Tomó la puerta que llevaba a la escalera y luego subió al tercer piso, donde Toll Bandier tenía su oficina. Los pasillos eran una marea de túnicas, todas de diferentes colores, aunque abundaban las grises luego de la última iniciación. Cundo llegó a la oficina golpeó la puerta y esperó hasta que un secretario abrió la puerta.
—Amigo… —dijo Toll en voz baja desde un sillón—. Me alegra que el muchacho te haya encontrado… Necesito hablar contigo a solas.
El secretario tomó unos papeles del escritorio y abandonó la oficina. Nupeh se sorprendió al ver tantos papeles desperdigados por doquier. El escritorio apenas tenía algunos lugares librados de pergaminos y libros, y en el suelo había montones de papiros listos para usar.
—Ahora sí… —dijo Toll, cuando el secretario cerró la puerta—. Tenemos la privacidad necesaria para tratar temas delicados, aunque no suficiente tiempo.
—Bien sabes, querido amigo, que los temas delicados llevan tiempo para ser tratados. Pero somos magos, creo que podremos hacer algo, ¿verdad? —exclamó Nupeh, mientras tomaba asiento en otro de los sillones.
—La reunión del Consejo no finalizó de manera muy feliz —confesó el viejo mago, contemplando el fuego del hogar—. Temo que ya estoy viejo para hacerme cargo de asuntos tan importantes. Dicen que la sabiduría se adquiere con los años y sirve para tomar las decisiones más difíciles, pero acabo de comprobar, amigo mío, que no es cierto.
»Conversamos sobre la guerra que se desarrolla más allá de cordillera de Ëndemor. No podemos permanecer con los brazos cruzados mientras hombres justos mueren. La cuestión es nuestra situación con la Torre Negra, puesto que también son nuestros hermanos. La Orden de las Dos Torres se ha dividido, pero no queremos que sea para siempre. Necesitamos volver a unirnos, ser los pacificadores de esta matanza.
—¿Gálamir está dispuesto a conversar con Wirg? —preguntó Nupeh con sorpresa—. Pensé que la pelea los había distanciado para siempre.
—Gálamir sabe que la Torre Negra posee un poder muy grande. Teme que sea mayor que el nuestro. Es un hombre prudente que teme un enfrentamiento abierto —Toll se irguió y bajó la voz —. ¿Imaginas lo que sería una guerra entre las torres? Liberaríamos fuerzas incontrolables.
—Toll… La guerra ya la han iniciado. Helli ha sido una pesadilla por el uso de la magia.
—Todavía no lo sabemos…
—Mil hombres incinerados —exclamó Nupeh interrumpiendo al Consejero—. Eso sólo sucede por el uso de la magia. Hubo elementales de fuego en la batalla, me lo han informado desde otros reinos.
—¿Por qué no lo informaste?
—Porque quería estar seguro de ello.
—¿Y ahora lo estás?
—Sí. Ayer recibí una carta de mi amigo, el rey Úynar. Sus exploradores han interrogado a varios sobrevivientes. Las respuestas han sido concluyentes: tres magos, elementales de fuego, han lanzado llamaradas desde las murallas.
—Esto cambia todo, pero no podremos decirlo en la Reunión General, sería un escándalo —Toll se mantuvo en silencio. Sus ojos azules brillaban como nunca—. Escúchame, Nupeh… En la Reunión General se decidirá quién partirá a la Torre Negra para buscar la paz. Quiero que tú seas el elegido. Eres el único capaz de lograr convencer a Wirg de volver atrás con toda esta locura. Erwe Harrin era su amigo. Si quiere escuchar a alguien, te escuchará a ti. Y si han peleado junto a Körtoj, hazle saber qué es lo que piensan los torreblanquinos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —aceptó Nupeh—. Me propondré como enviado del Consejo. La Siempre Luz me ilumine en mi camino. Oscuras sendas deberé cruzar para llegar a la Torre Negra. Pero desde que Erwe murió, tú has sido un padre para mí. Te debo este favor, Toll.
—Oraremos por ti, amigo —el viejo mago tomó las manos de Nupeh, mientras resonaban las campanas que llamaban a la Reunión General—. En tus manos dejo esta pesada misión, pues sólo en ellas confío. Hay un extraño susurro en el aire, y ya no podemos confiar en todos. Gálamir ha estado muy extraño también, no sé si es por su odio a Wirg o por algún otro sentimiento oscuro. No confíes en nadie, Nupeh. Fíjate a quién confías tu espalda en la travesía.
Descendieron hasta el Salón Magno. Toll subió hasta la silla del extremo derecho. A su lado, en la silla del medio, estaba Gálamir. Su figura causaba impresión. Era el más anciano, pero su rostro mostraba la audacia de la juventud y la fuerza de la adultez. Únicamente su cabello blanco delataba la edad avanzada, que en un mago siempre era aletargada por su poder. A la izquierda de Galamir estaba Áyrun, el mago de las aguas; era el más joven de los tres, con una rubia cabellera que le llegaba hasta la cintura. Había sido un gran compañero de Nupeh en la iniciación, pero se habían distanciado con el tiempo. Así mismo, se respetaban como siempre.
Los magos ingresaron lentamente desde las cuatro puertas del Salón y fueron ubicándose en las gradas. Cuando todos cubrieron sus lugares, resonó el martillo de Galamir.
—Daremos inicio a la Reunión General —ordenó Galamir—. Graves asuntos nos traen aquí, caballeros. La guerra en el continente está llegando a nuestras puertas. El Reino de Forthy acaba de integrar la Alianza del Norte para detener el avance de Körtoj. La cordillera de Ëndemor nos separa de la guerra, pero… ¿por cuánto tiempo?
»Sabemos que la Torre Negra se acercó a la oscura influencia del Señor de la Oscuridad, Körtoj. Pero los rumores son voces más fuertes que la verdad, en tiempos tan aciagos. Los hombres se han enfrentado, las dinastías se han roto. Los uynítas, seres del bosque con sangre verde, están a un paso de ingresar en el conflicto. Los mordianos… ¿quién sabe qué estarán tramando desde la Isla Pequeña? Y los sureños, las criaturas que se asemejan a los lobos… No tenemos noticias de que bando estarán. El mundo está cambiando… Los hombres están cambiando…
—Lo importante para nosotros, hermanos —continuó Toll—, es saber qué sucede con la Torre Negra. Si los rumores son ciertos, no podremos permitir que utilicen la magia para matar deliberadamente. Menos aún, en beneficio del Príncipe de las Sombras, que ha decidido salir de su cueva.
—Ahora debemos decidir quién irá hasta la Torre Negra para conversar con el Señor Wirg Fedort —anunció Áyrun—. Necesitamos encontrar un enviado, digno de la Torre Blanca.
—¿Quién está dispuesto a correr el riesgo? —preguntó Gálamir—. ¿Quién será la voz del consejo en el sur?
El silencio invadió los muros del Salón. Algunos susurros se escuchaban de diversos grupos de magos, que calculaban los beneficios de tan importante responsabilidad, pero… ¿y los riesgos? Eran demasiados. Algunos ya estaban decidiendo levantar la mano. Entonces, el Señor Nupeh Harrin decidió que ya era tiempo para cumplir con su promesa.
—Yo me propongo como Enviado del Consejo —pregonó Nupeh, levantando su mano derecha—. Si el Consejo me considera digno, iré a la Torre Negra.
El Señor Toll Bandier sonrió. Gálamir observaba a Nupeh con sorpresa, estudiando todas sus intenciones. Áyrun no hizo gesto alguno.
—Yo me propongo —dijo Asgón, un joven mago de origen torkeano.
—Y yo también —agregó Benett, el más antiguo de la Casa Renorév.
Nadie más levantó la mano. Gálamir esperó unos minutos más, hasta que los susurros cesaron. Había tres hombres dispuestos a correr el riesgo de la travesía, del cruce de la cordillera de Ëndemor, de surcar por los campos de batalla en las Llanuras grandes.
—Muy bien… —Gálamir observó a sus hermanos consejeros—. Tres magos de la orden se ofrecen como enviados del Consejo.
—Qué se adelanten, por favor —solicitó Áyrun.
Los tres dejaron sus puestos en las gradas, avanzando entre las miradas escrutadoras de un centenar de magos. Benett caminó con dificultad, con la túnica roja impecable, siendo un mago anciano pero respetado. Asgón se movió con agilidad, revoleando las lujosas telas de su túnica celeste. Nupeh se adelantó con la frente alta, tranquilo por sus posibilidades.
—¿Qué dicen? —preguntó Gálamir.
—Creo que el Señor Asgón es una tentadora posibilidad. Es un hombre joven y con un futuro prometedor —comentó el Señor Toll.
«¿Qué haces, viejo astuto?», pensaba Nupeh con enfado. Aunque pronto descifró las jugadas estratégicas del Señor Bandier. Era algo esperado que Toll Bandier esté a favor de su amigo Nupeh Harrin, de modo tal que, ante la mirada de toda la orden, había decidido dar su visto bueno al Señor Asgón Árul. Pero Toll sabía que, ante la delicada situación, no darían su apoyo a un mago tan joven.
—¿Te parece, Toll? —preguntó Gálamir, pensativo—. Estamos en una delicada situación…
—Yo no dudo de su buena voluntad, pero su juventud no me deja tranquilo —opinó Áyrun—. Es una difícil misión para alguien sin tanta experiencia.
—Perdón, Señor Áyrun —interrumpió Asgón—. Pero usted también es demasiado joven para ser Consejero. Sin embargo, sus aptitudes superan las expectativas que uno puede tener respecto a su edad.
Hubo un silencio espeso en todo el Salón. Pero Áyrun era más sabio que muchos ancianos, y no respondería los ataques del joven mago.
—Sin embargo… —opinó Gálamir—. Las aptitudes del Señor Nupeh Harrin son superiores a las suyas, Señor Asgón, y su edad es considerablemente superior, como su experiencia en combate.
—También conoce las tierras del continente, sus reinos y sus razas —agregó el Señor Bandier—. Pero… Si observamos al Señor Benett, encontramos igual de conocimiento y mayor experiencia.
«Estás jugando fuerte, anciano… Ten cuidado», se dijo Nupeh. Gálamir comparó a los dos magos, pensando las consecuencias de las dos elecciones.
—Creo que el Señor Harrin es el indicado para la misión —confesó Gálamir—. El Señor Benett es poderoso pero muy anciano. No sólo temo por la misión, sino por su salud.
—Creo que ya sabemos qué debemos elegir —afirmó Áyrun.
—¿Está de acuerdo, Señor Nupeh Harrin? —preguntó Toll, sonriente —. ¿Llevará esta peligrosa misión? ¿Será el Enviado del Consejo?
—Haré lo que el Consejo decida, Señor —respondió Nupeh.
—De acuerdo —dijo Gálamir—. Deberás elegir un acompañante.
Nupeh se dio vuelta y observó a todos los magos de la Orden. Había algunos que no lo miraban a los ojos, pues no deseaban acompañarlo a la Torre Negra. No era una misión fácil. Allí fuera, había batallas y fuerzas oscuras que todavía desconocía.
«Fíjate a quién confías tu espalda en la travesía», repetía la voz de Toll Bandier en su cabeza.
—Riéi Argo —dijo Nupeh.
Las miradas se cruzaron hasta el recién iniciado. Riéi sonreía y asentía, ante la mirada estupefacta de los magos más avanzados. Asgón corrió la mirada, humillado. Pensaba que Nupeh Harrin lo elegiría para acompañarlo.
—Es muy joven —opinó Gálamir—. Señor Harrin, le aconsejo que reconsidere su elección.
—Es mi decisión, Señor.
—El Señor Argo se está formando todavía, Nupeh —dijo Áyrun, olvidando la formalidad—. Debe pasar los cinco años como Iniciatï. No podemos darle un peso tan grande en su etapa de formación.
—Salvo… —interrumpió el Señor Bandier—. Que Nupeh Harrin sea su maestro.
—Hace tiempo dejaron de existir los pupilos, Señor Bandier —se opuso Áyrun—. Hemos confiado la educación de los futuros magos a los profesores del Instituto. Así no se formarán camarillas en la Orden.
—El Señor Riéi Argo puede ser la excepción —opinó Gálamir—. No tenemos más tiempo.
—Opino lo mismo —dijo Toll Bandier— ¿Estás de acuerdo, Áyrun? Debemos decidirlo los tres juntos.
—De acuerdo —respondió Áyrun—. Qué sea la voluntad del Consejo.
—¡Esta reunión ha finalizado! —exclamó Gálamir, golpeando su mazo—. Los dos Enviados partirán mañana por la mañana.
Ya era pasada la medianoche, y en lo alto de la torre dos figuras observaban hacia el sur. La cordillera de Ëndemor era una gigantesca sombra que despedía un constante zumbido. Los vientos del sudoeste soplaban con fuerza. En el reino de Forthy, el mismo viento movía miles de campanas a lo largo de toda su extensión. Pero del otro lado de la cordillera, sólo llegaba una suave ventisca.
—Debías convencer al Consejo, no pelearte con él —regañó Benett. El anciano tenía una gruesa túnica roja. Fumaba su pipa con tabaco de Áradut, contemplando las sombras del Pantano Negro—. Nunca pensé que ese maldito huérfano de Harrin se ofrecería para ser Enviado.
—Nadie pensaba que se postularía alguien —afirmó Asgón—. Es un camino muy largo hasta la Torre Negra. Sin contar los peligros por la guerra, claro.
—Partirás hacia la Torre Negra en secreto —ordenó Benett—. El maestro Wirg deseará saber de la llegada de Harrin y el pupilo. Yo veré como puedo envenenar este lugar. Infestarlo de odio y rencor será la solución a nuestros problemas.
—¿Y el Consejo?
—El consejo está sucio —respondió el viejo Benett con una sonrisa torcida—. Pero necesitaremos tiempo para pudrir este sitio. ¡Debes llegar a tiempo a la Torre Negra, y si puedes, asegúrate de que el viaje de Harrin tenga contratiempos!
—Haré lo que pueda.
—¡No! —gritó Benett—. Harás lo que te digo… No querrás que el Tenebroso se entere de tu falta de aptitudes… ¿verdad?
—Harrin llegará tarde —prometió Asgón con temor—. Aunque tenga que detenerlo yo mismo.
En el cuarto piso de la Torre reinaba el silencio, salvo en la habitación de Nupeh Harrin, donde preparaba su bolso para el viaje. Llevaba lo indispensable, pues quería ir ligero. Sabía que el camino estaría plagado de contratiempos, pero que la hospitalidad de los hombres le permitiría viajar liviano. En la pared descansaba su báculo. Lo contempló un momento, recordando el día de la admisión. Su maestro, Erwe, le había entregado el báculo de su padre. Caminó hasta él, lo tomó y lo elevó. Era blanco como una nube oronda, de marfil y con detalles en ébano. En su extremo superior, llevaba una gran piedra verde: la Piedra Natura. Con ella, dominaba la naturaleza y los animales.
—Erwe… —dijo mientras contemplaba la Piedra Natura—. Espero que Wirg te siga recordando como un viejo amigo.
La puerta de la habitación resonó con dos golpes secos. Luego se abrió tímidamente, hasta que el rostro del Señor Toll Bandier se distinguió entre las sombras.
—Haces tanto ruido que te escuchan en Forthy —bromeó el anciano—. Y eso que tenemos una cordillera por medio.
—Me cuesta decidir qué llevar —respondió Nupeh sonriendo—. Creo que no necesitaré tantas cosas —la preocupación asomó por sus ojos—. Espero dejar el temor.
—El miedo es bueno —afirmó Toll—. Impide que hagamos estupideces. Yo también tengo miedo. Aquí las cosas no serán mejores.
—¿Gálamir continúa extraño?
—No es sólo Gálamir… Hay más sospechosos, magos que actúan de forma extraña. Temo que la mano del Tenebroso ha llegado a nuestros muros, amigo.
—¿Y me dices esto antes que me vaya? —preguntó Nupeh con enojo.
—Tu misión es más importante —aseguró el anciano—. Debes convencer a Wirg de buscar la paz. Debes acercarlo a Gálamir.
El viajo se apoyó en su báculo y respiró agitadamente.
—Siéntate, Toll —dijo Nupeh, señalando un sillón—. ¿Alguien presenció la pelea entre Gálamir y Wirg?
—Nadie.
—Y… ¿qué opinas?
—Que es todo muy raro. ¿Puede algo tan grave separar a los dos líderes? Temo que sea un artilugio de Körtoj para separar la Orden de las Dos Torres.
—Sin dudas, lo ha conseguido.
—Sí, pero solamente es el comienzo.
—Una guerra entre los magos despejaría el camino para su conquista.
—Eso sería lo mejor que podría suceder, Nupeh. Mi gran temor es que quiera utilizarnos para sus planes. Tomar el control de la Orden sería desastroso para todo el continente. Nadie podría detenerlo con el favor de la magia.
—El Tenebroso es mago, dicen.
—Lo es —afirmó Toll—. Era un viejo mago de la Torre Negra. Vendió su alma a la Oscuridad. Ahora es el brazo de alguien lejano, alguien que no quisiéramos conocer. Nosotros, los magos, somos servidores de la Siempre Luz. Cuando un mago deja la luz, la sombra se encarga de transformarlo en una criatura aterradora. Por eso ha perdido su forma humana, aunque pocos lo han visto.
—Cuídate mucho, amigo —aconsejó Nupeh—. Prometo regresar pronto.
El Señor Toll Bandier lo miró con ternura. Sus ojos decían que tal vez no lo vería de nuevo. Pero así debía ser, era lo que Erwe hubiera hecho de estar con vida. Proteger la vida de Nupeh, enviándolo donde el enemigo menos espera encontrarlo: en su propio hogar.
—Ve en paz, hijo.
Abro este hilo porque es uno de los errores más comunes que los escritores nóveles o aficionados tenemos.
Copio aquí la definición del wordreference:
inciso, sa
1.-adj. [Estilo] literario cortado, caracterizado por organizar los conceptos separadamente, en cláusulas breves y sueltas.
2.-m. Oración intercalada en otra:
en la frase "mi coche, que lo compré hace un año, ya ha sufrido tres averías", las palabras entre comas forman un inciso.
3.- Comentario o digresión distinta del tema principal que se intercala en un discurso:
hizo un inciso en el discurso para contar una anécdota.
Se utiliza tanto en los párrafos de nuestra prosa como en los diálogos.
En párrafos:
Tomar la segunda definición del wordreference.
Es aquí donde he visto errores a la hora de formar un inciso, sobre todo por dónde deben ponerse las comas.
Los incisos en este caso, deben llevar una coma de inicio y otra de cierre.
1.- " El hermano de Anita, que solía comer papas fritas todos los días, solo comió lechuga."
2.- "El hermano de Anita que, solía comer papas fritas todos los días, solo comió lechuga"
La oración que queda entre comas, en ambas oraciones, forma el inciso.
Una técnica bien fácil que yo utilizo para saber si el inciso está bien construido y no altera la idea principal es quitar la oración entre comas, y ver si la oración que queda está bien construida.
Veamos:
1.- "El hermano de Anita solo comió lechuga"
2.- "El hermano de Anita que solo comió lechuga"
Aquí, en apariencia, ambas oraciones están bien construidas, sin embargo, el sentido de ellas es muy diferente.
La primera oración funciona perfecto con inciso o sin él, manteniendo la idea original de lo que se quiere trasmitir.
En el segundo ejemplo, la oración funciona por sí sola, pero tiene otro sentido. Y con el sentido que le queda, no habría razón para poner un inciso allí (a menos que fuera la línea de un personaje que sufra de dicotomía y corte de pronto sus propias frases para expresar en voz alta sus pensamientos XD ).
"El inciso es la intervención del narrador testigo de los diálogos (o participante a la vez, en algunos casos) para indicar quién habla. Amplía la información sobre variados aspectos referidos al hablante, sólo cuando es necesario.
Generalmente, y en su forma más común y convencional, los incisos (llamados acotaciones en el lenguaje teatral) corresponden a las distintas variantes de «dijo él» y «dijo ella», denominados verbos dicendi. Informan sobre:
El locutor emisor (quien emite el mensaje).
El interlocutor o receptor (a quien va dirigido).
La forma en que se emite el mensaje.
Los objetivos
Cuando un narrador se mete en mitad de la conversación, puede limitarse a hacer una indicación o alterar completamente el efecto que ésta nos produce.
Los incisos del narrador en los diálogos directos pueden ser muy breves, simplemente para indicar qué personaje habla en cada intervención, muy largos o inexistentes.
Umberto Eco dice que cuando se puso a escribir El nombre de la rosa, «las conversaciones me planteaban muchas dificultades. Hay un tema muy poco tratado en las teorías de la narrativa: los artificios de los que se vale el narrador para ceder la palabra al personaje».
Propone el siguiente ejemplo: dos personajes se encuentran y uno le pregunta al otro cómo está. El otro responde que no se queja y pregunta a su vez qué tal está el primero.
a) -¿Cómo estás?
-No me quejo, ¿y tú?
b) -¿Cómo estás ? -dijo Juan.
-No me quejo, ¿y tú ? -dijo Pedro.
c) -¿Como estás? -se apresuró a decir Juan.
-No me quejo, ¿y tú ? -respondió Pedro en tono de burla.
d) Dijo Juan:
-¿Cómo estás ? ,
-No me quejo -respondió Pedro con voz neutra. Luego, con una sonrisa indefinible-: ¿Y tú?
a) y b) son similares, pero c) y d) son muy distintos y muy diferentes entre sí. Debido a la intromisión del narrador, de c) y d) se desprenden ciertas alusiones en la respuesta de Pedro que no aparecen en a) y b)
El uso adecuado del inciso en el diálogo
El inciso suele ser necesario en los siguientes casos:
Cuando se quiere insistir sobre algún aspecto.
Cuando el mensaje sugiere distintos matices de res- puestas por parte del interlocutor.
Cuando son varios los hablantes.
Insistir sobre algún aspecto
Cuando queremos destacar un rasgo o una reacción que pesan en la trama, recurrir al inciso puede ser una manera propicia.
Ejemplo:
En el siguiente caso, queremos destacar el carácter obsesivo del personaje, empleamos para ello un inciso que marque el uso del lenguaje y el gesto:
•¿Regaste las azaleas, seguro que las regaste? -repitió X por tercera vez mientras se alisaba el bigote con un pequeño peine frente al cristal de la ventana.
Sugerir distintos matices
La escritura de un diálogo responde a una propuesta que previamente podemos hacernos. Para decidir su uso, una vía es probar algunas posibilidades en el mismo diálogo y analizar los resultados, como lo hacemos en el ejemplo siguientes, en que el inciso resulta necesario al insinuar en cada caso un sentido diferente que de otro modo se perdería:
a) -¡Será mejor que te alejes de mí! -respondió X con rabia.
b) -Será mejor que te alejes de mí -dijo X angustiada con un hilo de voz.
c) -Será mejor que te alejes de mí -lanzó X después de un momento como pensando en otra cosa.
Varios hablantes
En muchos casos, es imprescindible el inciso si hablan varios personajes, para que el lector no se pierda.
Ejemplo:
-¿ Quién de nosotros será el primero? -preguntó Raúl.
-Conmigo no contéis -se apresuró a decir Lalo.
-Ya veo que tendré que ser y o -dijo Rita.
-No tienes por qué -respondió Raúl.
-¿ Y si lo fueras, qué? -intervino Magda.
El inciso cumple una función determinada. No se deben emplear incisos por hábito o de forma arbitraria.
Colocar el inciso
El verbo dicendi, «dijo», puede colocarse antes o después del parlamento del personaje. Ambas modalidades se pueden encontrar en un mismo texto, aunque no es muy habitual.
Ejemplo:
-Dime una cosa -dijo el padre Ángel-. ¿Me has ocultado alguna vez algún pecado ?
Trinidad negó con la cabeza.
El padre Ángel cerró los ojos. De pronto dejó de revolver el café, puso la cucharita en el plato, y agarró a Trinidad por el brazo.
-Arrodíllate -dijo.
[...] Trinidad cerró los puños contra el pecho, rezando en un murmullo indescifrable, hasta cuando el padre le puso la mano en el hombro y dijo:
-Bueno.
-He dicho mentiras -dijo Trinidad.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, La mala hora
Variantes del verbo «decir»
El verbo decir es el verbo más utilizado en los incisos del narrador; pero hay muchos otros verbos que pueden precisar con mayor exactitud la información que la voz narrativa desea dar al lector, entre los cuales señalamos los siguientes:
No utilizar mecánicamente el verbo decir. Escoger el más apto para transmitir la información.
Ampliar el efecto
Los personajes deben expresarse según sus propias características y las del momento de la historia que están viviendo. Existen mecanismos válidos para ampliar el efecto del diálogo, que subrayan o resaltan sus reacciones. Los principales son los calificativos y la descripción.
- Los calificativos
Los adverbios y los adjetivos nos permiten calificar a los personajes. A menudo, no son necesarios porque la fuerza del diálogo basta para decir lo que hace falta y el lector debe entender «qué pasa» gracias a lo que dice y a cómo lo dice cada personaje; pero hay casos en que para expresar estados como miedo o tensión, por ejemplo, una palabra extra -adverbio o adjetivo- puede permitirnos producir la atmósfera adecuada.
Ejemplo:
-Ahora te arrepientes -dijo Federico.
El efecto cambia según cuál sea la actitud de Federico, algo que es posible de especificar mediante alguna palabra que establece el matiz anímico correspondiente:
-Ahora te arrepientes -dijo Federico tímidamente.
-Ahora te arrepientes -dijo Federico cabizbajo.
-Ahora te arrepientes -dijo Federico amenazante.
-Ahora te arrepientes -dijo Federico apasionadamente.
La descripción
Otra opción es elaborar la idea, ampliando el calificativo y reemplazándolo por una explicación referida a un estado anímico, un gesto, una sensación o una acción del personaje.
El mensaje transmitido con palabras puede ir acompañado de determinada carga emocional y por algún movimiento corporal que el narrador suele especificar ampliando la visión del personaje que habla. Se puede indicar la desazón con la mirada dirigida al suelo; la ansiedad con un ir y venir constante; una acción específica puede agregar más vivacidad a la escena, etcétera. Cuando el receptor recibe el mensaje hablado del emisor, capta también lo que dice con sus movimientos. Muchas veces, los gestos de los interlocutores se intercambian constituyendo un diálogo sin palabras. Por lo tanto, podemos emplear la descripción breve y específica de estas acciones mínimas para ampliar el inciso.
Ejemplo 1:
Referido a un estado anímico:
-Ahora te arrepientes -murmuró apenas Federico con desazón.
-Ahora te arrepientes -le lanzó Federico con rabia.
Como resultado, se percibe a un Federico diferente en cada caso, caracterizado por su estado de ánimo.
También se puede suponer la reacción del segundo personaje, antes y después de que Federico hable.
Ejemplo 2:
Referido a un gesto
-Ahora te arrepientes -amenazó Federico, señalándolo con el índice.
-Ahora te arrepientes -dijo Federico mientras se quitaba un mechón de pelo de los ojos.
Ejemplo 3:
Referido a una sensación
-Ahora te arrepientes -dijo Federico algo mareado.
-Ahora te arrepientes -Federico dijo sintiendo un mal gusto en la boca.
Ejemplo 4:
Referido a una acción
-Ahora te arrepientes -gritó Federico rompiendo la estatuilla.
Debemos basar la elección del diálogo en las necesidades de la historia narrada y en el aspecto que queremos destacar: poniendo el énfasis en ciertos calificativos, en ciertas explicaciones o regulando el tono expresivo, podemos resaltar un aspecto del personaje en cuestión.