Se vio una gran nave espacial aterrizar en los parajes antiguos, al centro de un valle rodeado de montañas, cavernas y chozas.
Los nativos, curiosos e inofensivos, rodearon a las criaturas alienígenas al instante. Algo invadía su hogar, después de todo.
Las extrañas criaturas de la nave parecían ser un solo organismo, mitad androide y mitad viviente, que accionaba en modo de múltiples individuos con rasgos fieros y salvajes, sus rostros parecían tener la forma de los tiburones martillo. Éstos seres sacaron a relucir sus mejores armas venidas de estrategias pensadas en un espacio-tiempo planificado hace mucho tiempo atrás, en el futuro por el “supremo”.
Entonces el cabecilla Diver alienígena gritó:
—¡A exterminar estos malditos zombies!
Dispararon unos balines nano-cuánticos a la multitud de nativos. Los balines ingresaban al cuerpo y se engarzaban a ellos. Esto no asustó a los sujetos, más bien los enfureció, y de manera organizada decidieron abalanzarse sobre los invasores.
Los alienígenas se vieron sobrepasados y se mantuvieron aferrados a su estrategia. Cuando distinguieron una distancia prudente entre los “zombies” y ellos, comenzaron con el plan.
—¡Presionad los nano-activadores ahora! —balbuceó el cabecilla Diver.
Y entonces sucedió que mientras activaban los balines, éstos comenzaban una transformación en el individuo al que estaban incrustados. Mientras los primitivos corrían enfurecidos hacia los violentos entes, rápidamente muchos heridos por los balines se fueron convirtiendo en piedra. Caían y caían petrificados. Sus hermanos ilesos no se rindieron, y con más fuerza se arriesgaron a acercarse a los fanáticos evolucionados.
—¡Seguid disparando!
Se iba disminuyendo la distancia entre unos y otros y la tensión aumentaba.
Fue entonces cuando de entre la multitud enfurecida apareció un águila. Misteriosa y veloz, impulsada por ese pueblo como si de una honda se tratara, atravesó el espacio de manera espectacular dirigiéndose justamente al Diver.
Y a unos metros de él, cambió su forma y figura volviéndose lo que era, un humano nativo. Sacó, ágilmente, una cuchilla rustica con aquel brazo que había sido baleado, y decidido lo enterró con ira en el torso del Diver Tiburón Martillo. Éste, sorprendido y abatido, sólo atinó a presionar el nano-activador del balín. Pero ocurrió que el brazo del joven águila, enterrado en el cuerpo del Diver, se fue convirtiendo en piedra y la transformación fue alcanzando y petrificando al cabecilla alienígena.
De manera casi planificada y organizada, como si de un solo organismo se tratara, cada alienígena fue alcanzado por la petrificación. Y en un instante todos estaban convertidos en verdaderas estatuas espacio-temporales, que miraban obsesivamente el infinito, ¿se podría decir que con ambición?
El joven quedó en postura de eterna lucha, agrediendo eternamente a aquel invasor vencido.
Fin
Cuento inspirado en el estallido social chileno, 18 de Octubre.
Hola a todos. Esta es una saga del autor de la trilogía del Angel de la Noche (esa de asesinos), Brent Weeks. No soy un gran fan de los libros esos de asesinos, muy trillados, pero parece ser que Weeks creció como autor, ya que esta saga, El Portador de la Luz, está bastante mejor. La encontré tratando de buscar una saga de fantasía que tuviera un buen sistema de magia, y aunque este no es exactamente lo que buscaba, está bien. Es bastante complejo y elaborado. Se basa en transformar los colores en materia. Os lo recomiendo si os gusta leer fantasía por sus sistemas de magia. Estos son los libros en la saga, en orden:
1. El Prisma Negro
2. La Daga de la Ceguera
3. El Ojo Fragmentado
4. El Espejo de Sangre
5. El Blanco Ardiente.
La multitud se agolpaba alrededor de la enorme carpa. Sinae intentó acercarse pero no pudo; una fina llovizna caía del cielo completamente nublado, los vítores eran ensordecedores y el olor era una mezcolanza entre sudor e incienso que le provocaba arcadas.
¿Podría llegar a su hijo y arreglar todos sus errores? ¡Apartad!, gritaba, entre el aullido de la multitud que se asombraba ante la cercanía de un enviado por los dioses. Pero ella sabía que eso no era cierto, estas gentes no idolatraban a un tocado por lo divino, sino maldito por su progenie.
A empellones logró acercarse lo suficiente. Bajo la carpa, su hijo, vistiendo una túnica que le recordaron a las que llevaban los sacerdotes del festival de las nieves en el que estuvo siendo una niña, se hallaba sentado en un trono que parecía esculpido en plata; ante él, un hombre enjuto y con unas vestimentas similares aunque menos regias observaba a la gran multitud en silencio. Ese silencio se extendió a la multitud cuando su hijo levantó una mano.
—¡Yo, Seffré de Solhian, presto mi voz a Trinjent de Malicoitea. —Su hijo no era de Malicoitea, quien procedía de allí era ella. Sinae se preguntaba: ¿qué significa esto?—, para que os cante las palabras que el viento le sopla al oído, palab…
—¡Basta! —aulló la madre, desesperada. Ante ello sufrió golpes y empujones que la arrojaron al suelo.
—¡Parad! —ordenó el sacerdote enjuto, pero Sinae aún continuó recibiendo golpes mientras era insultada—. ¡Os he dicho que paréis! ¡Mi palabra es la palabra de Trinjent, y su palabra es la palabra del viento; parad ya u os lo ordenará él mismo!
Esas palabras —amenazas, ella sabía que eran amenazas— hicieron efecto en quienes atacaban a la indefensa mujer; algunos incluso la ayudaron a levantarse. Cuánto temor sentían por la voz de su hijo; cuánto echaba ella de menos su dulce voz.
—¡Mujer, no promulgamos la violencia, pero tampoco las faltas de respeto; no permitiré que seas agredida en este lugar sagrado pero si no respetas tu posición deberás marcharte! —La sentencia del sacerdote fue seguida de un carraspeo del silencioso joven tras él. Seffré miró a su maestro, quien señaló a su madre y le hizo un gesto para que se acercara.
Ella intentó correr, pero se hallaba agotada tras tanto tiempo de peregrinación para llegar hasta aquí. Aún al trote, ese trayecto se le hacía eterno; tantos años sin ver a su hijo, tantos años creyendo que su pequeño había muerto, y al fin poder tocarle y abrazarle —pero no oírle, se dijo, pero no le importó—.
Postrada a sus pies lloró desconsolada, mientras era tocada por la mano santa de su semilla. Poco a poco se levantó hasta quedar arrodillada ante él.
—Hijo m… —fue callada por un dedo y una mirada que tras una aparente serenidad ocultaba una ira que ella comprendía bien. Sin embargo, ese gesto del joven descubrió parte de su brazo y ella pudo leer parte de las palabras divinas que habían allí grabadas—. ¡Lamentó lo que te hice, lamento hab…!
—Calla —susurró su hijo, un susurro tan suave que sólo ella pudo escuchar e, incluso con un tono tan bajo, la brisa de viento que acompañó esa palabra llegó a revolver el cabello de Sinae.
—Lo que te hice… convertirte en un monstruo fue…
—Calla —ordenó el santo, y aunque su tono de voz fue suave, la madre fue arrojada hacia atrás y golpeó el suelo con un golpe seco.
Notando la sangre correr y un dolor sordo en el brazo se incorporó la mujer, su hijo caminó hasta situarse ante ella y sus seguidores; se liberó de sus ropajes. Sinae llevaba años sin leer las palabras del viento inscritas en su cuerpo; observarlas le causaba una mezcla entre temor y asombro.
—¡Yo soy el viento! —gritó su hijo a los cielos y su voz apartó las nubes del cielo—. ¡Yo soy el viento —repitió—, el que aparta la tormenta, el que obra los milagros! ¡Bienventurados los que se postran ante el viento, pues ellos conocen el origen de su aliento! ¡Bienaventurados los que temen a los dioses, pues ellos conocen su lugar en el mundo! ¡Bienaventurados los que cuidan a su progenie, pues ellos protegen el futuro!
La madre desconocía el discurso que daba su hijo, no sabía si siempre clamaba las mismas cosas, pero estaba segura de que esa última alabanza era la respuesta que su hijo le daba.
Trinjent era lo que era porque ella no le cuidó, lo ofreció a los dioses como sacrificio y lo convirtió en esa abominación capaz de exterminar naciones con su voz.
Y sin embargo… ¿cuánta gente lo adoraba? ¿Cuánta gente se sentía salvada bajo el amparo de esa voz? Ella era una madre monstruosa, una madre que había vendido a su simiente a los dioses a cambio de un plato de lentejas; pero su niño había logrado convertirse en un guía para todas estas gentes. Sinae se abrazó a las piernas y besó sus pies mientras lloraba a lágrima viva.
Su hijo calló un momento, para volver a hablar al cielo como antes:
—¡Bienaventurados los que imploran el perdón, pues ellos buscan redimirse!
Tras ello, Sinae se unió al séquito de su hijo. Trinjent recorría un largo camino deteniéndose en cada pueblo y villa para unir a más cabezas a su rebaño; contaba ya con medio millar de seguidores, y para cuando su madre llevaba un mes junto a él, ese número casi se había doblado.
Su hijo no tenía poderes curativos, pero ella era capaz de ver como las gentes lo alababan igual, como si hubieran sido liberadas de sus males; en especial recordaría el encuentro con cierta muchachita ciega que vivía en una aldea de media docena de casas.
Trinjent sólo entró acompañado de una cuarentena de sus seguidores, y aún así superaban de largo a los habitantes de la localidad. No era tan extraño, cuando se movían en poblaciones tan pequeñas, pero la madre notó un ambiente enrarecido, así lo hizo también Seffré, quien tuvo una conversación con su señor, apartado del resto; Sinae procuró escuchar a escondidas y lo que pudo sacar en claro es que este lugar temían a los dioses, ¿pero no era eso lo que buscaba su hijo? Bienventurados los que temen a los dioses, recitó la mujer mientras se alejaba de allí.
—¿A qué rey servís? —preguntaba un hombre cuando ella volvió junto al grupo; portaba una azada que mantenía ligeramente inclinada hacia el grupo.
—No servimos a ningún rey, sólo servimos a los dioses y a sus emisarios. —Fue la respuesta de las mujeres que se adentraron en la aldea.
—¡En estas tierras no queremos saber de dioses! Idos por donde habéis venido y no miréis atrás.
—Nadie ren-n-niega de los d-d-dioses sin rene-n-negar de su vida —tartamudeó otro de los seguidores de Trinjent; Sinae creía que que su nombre era Orem u Oren, sólo recordaba que fue el que la ayudó a levantarse tras el ataque que sufrió aquél día.
El séquito empezaba a murmurar ante esa muestra de desprecio a los dioses, mientras los hombres del pueblo se acercaban con cautela para apoyar a su compañero.
—¿Qué ocurre aquí? —inquirió un exaltado Seffré ante la tensión que se podía notar en el aire.
—Sacerdote, llévate a tu rebaño a pastar a otras tierras. Rechazamos a los dioses y a sus servidores.
—¿Pero cómo te atreves? —bramó el sacerdote, mientras Trinjent le puso una mano en el hombro para tranquilizarle.
Señaló el santo a una muchacha que estaba medio agazapada tras un par de mujeres. Ante esta seña, una de ellas abrazó a la niña y uno de los hombres se abalanzó hacia Trinjent, para a continuación arrojarle violentamente contra el suelo.
Sinae sintió una punzada en su pecho, no solo por ver esa violencia contra su hijo, sino porque supo cómo reaccionaría la muchedumbre. Como ya le ocurriera a ella, varios se dirigieron contra el hombre, pero esta vez su hijo lo impidió con una palabra:
—Suficiente. —En tono firme aunque bajo, mandó a volar a los primeros en acercarse, enviándoles contra los que les seguían.
—¡¿Qué creéis que hacéis?! —berreó Seffré al grupo que se levantaba dolorido.
—¡Marchaos de nuestro hogar, monstruos! —gritó el primer hombre mientras un par de hombres alejaban al que se había abalanzado contra Trinjent.
La madre se acercó a su hijo, quien la miró con indiferencia.
—No puedes salvar a todos —imploró sujetando su mano.
—Mis palabras son las palabras del viento —respondió él sin mirarla.
Tras ello se soltó de Sinae y se levantó y caminó lentamente hacia esa niña. Los hombres se apartaban de su camino, las mujeres se escondían en sus casas, y los pocos que se atrevieron a intentar pararle, fueron ellos detenidos por el viento que acompañaba las palabras del santo.
La niña y su madre se habían escondido en su cabaña, un edificio sencillo de un aposento, sin ninguna clase de puerta; el santo entró.
Fuera el movimiento era mínimo; los devotos se habían arrodillado para rezar a los dioses, los aldeanos estaban paralizados ante el terror que estaban viviendo. ¿Qué hizo Sinae? Anduvo junto a su hijo.
Nunca estaba solo cuando atendía a las gentes, siempre tenía a Seffré a su lado para hablar en su nombre; Seffré ahora rezaba junto a los suyos, aunque Sinae estaba convencida que lo hacía para mantenerlos a raya, por tanto ella debía ocupar su lugar.
Trinjent había atravesado el umbral de la casa y se quedó ahí quieto, esperando. Su madre no sabía si la esperaba a ella o esperaba a que la niña se acercara por su propio pie.
Eso no pasaría; aunque quisiera moverse, su madre la mantenía aferrada contra sí, sollozando en silencio.
—No temáis —suplicó desde fuera Sinae. La mujer se encogió aún más contra la pared—. Os pido que no temáis. Aunque pueda no haber parecido así, no traemos el dolor, os traemos la paz.
—¡Dejadnos! —gritó la mujer que no podía estar más acurrucada ya.
—Hijo mío… No puedes salvar a alguien en contra de su voluntad.
—No es la voluntad de la madre la que debo conquistar, pues no es a la madre a quien he de salvar —respondió antes de empezar a andar hacia las dos aldeanas.
—¡Dejadnos en paz! —berreó la mujer.
Trinjent se detuvo a unos pasos de ambas y habló a una pared:
—Acércate niña.
La niña no se movió, tampoco lo hizo su madre. Tampoco lo hizo Sinae.
—Acércate niña —repitió el santo.
La niña dio unos pequeños bandazos, su madre la sujetó más fuerte. Sinae observó en silencio mordiéndose el labio para no suplicar.
—Acércate niña —dijo por tercera vez.
La niña se soltó y se acercó lentamente al santo, su madre sollozando intentó agarrarla pero no se atrevió a separarse de la pared. Sinae dio un paso hacia su hijo, pero tampoco se atrevió a acercarse más.
El santo puso la mano en la frente de la muchacha que ahora estaba arrodillada ante él, y escupiéndole en los ojos dijo:
—Tendrás la vista del viento. Tus ojos no van a funcionar en este mundo, pero vas a ver más que cualquier mortal. —Tras ello restregó su saliva sobre esos ojos ciegos.
Ambas madres sintieron un sobrecogimiento ante lo que contemplaban: la de la muchacha, se vio superada ante lo divino, perdiendo el conocimiento; la del santo, se vio superada ante lo divino, cayendo de rodillas, sintiendo que le faltaba el aliento, como si las palabras de su hijo le hubieran robado el aire.
El santo salió sin decir ni una palabra más, su madre le siguió cuando fue capaz de moverse. Fuera, los seguidores de Trinjent empezaban a levantarse para abrir paso a su patrón, que se dirigía a las afueras de la ciudad.
Allí habló a todos:
—¡Bienaventurados los que oran, pues ellos hablan con los dioses! ¡Bienaventurados los sensatos, pues ellos no cometen errores! —Sinae conocía ya las bienaventuranzas de su hijo, sabía elegir las correctas para el momento. Ahora era el momento perfecto para instar a la calma: el grupo de los cuarenta sentía la necesidad de pasar por el hierro a los pobres desdichados de esa aldeucha sin nombre.
Tras los clamores habituales ante las palabras del santo, le siguió el habitual momento de silencio en el que las buenas gentes intentaban asimilar las palabras del viento antes de empezar el murmullo en el que discutían sobre ellas hasta llegar a un consenso. Esta vez había algo extraño, Sinae, notó un sensación ofegante, como si estuviera cargando una pesada piedra a la espalda.
¿Dónde estaban las cuarenta almas que rendían total devoción a las palabras del viento? Sinae siempre los vio lo más cerca de su hijo que era posible, pero ahora no; había alguno, aquí, allá, pero por más que rebuscaba entre el gentío, no pudo hallar todos. Rezó por las perdidas almas de esa aldea, porque de alguna manera supo, que al acabar el día este lugar sería polvo.
El gran séquito siguió su camino a la capital del reino. Cuando la villa había quedado ya fuera de la vista, una columna de humo ascendió al cielo, una columna de humo que Sinae observó con terror por ver cumplido su presagio.
—No mires atrás.
Sinae oyó a su hijo, pero la voz no fue más que una brisa; su hijo volvió a hablar, esta vez con voz más firme:
—No mires atrás.
Se había detenido ya cuando su madre le miró, pero ella no había sido la única que miraba el humo; ahora que la marcha se detuvo, muchos miraban, y un murmullo empezaba a ascender.
—¡No miréis atrás! —gritó el santo sin girarse.
El grupo calló, se giró y esperó.
—Seffré, vuelve y ve a cada casa; entierra a los muertos, reconforta a los vivos.
—Mi señor… tal vez Etania y el resto sigan ahí.
—Bien, así volverás a encarrilarles. Tú único propósito es evitar que los seguidores del viento malogren mis enseñanzas.
El sacerdote eligió a un grupo al azar y les obligó a acompañarle, el resto acampó ahí mismo. No volverían hasta el mediodía siguiente, y en ese tiempo Trinjent se fue a meditar en un montículo alejado de todos, desnudo, con el viento rozando sus palabras; su madre no pudo evitar observarle escondida tras unas rocas, aunque sabía que su hijo conocía su paradero.
—¿Qué vienes a buscar después de lo que has hecho, Oren? —preguntó Trinjent a nadie en concreto, o eso creía su madre, pues unos momentos después subió por el montículo el nombrado Oren, que se postró ante su patrón.
—Veng-go a bu-b-buscar el perdón. —Antes de poder escuchar la frase entera, alguien la lanzó al suelo desde atrás, durante de la caída pudo escuchar el resto—: m-m-mi señor, vengo a redim-mirme.
—¿Por qué buscarías redención cuando has traicionado mis enseñanzas y ahora permites que ataquen a mi sangre? —Sinae vio que era aquella mujer cuyo nombre desconocía, una de las almas más fieles de su hijo, quien le tapaba boca y nariz para ahogarla.
—S-s-soy un sierv-vo del viento, debo def-f-f-fender la palabra del viento aunque deb-ba hacerlo a base de sangre. —La madre intentó forcejear pero dos pares de manos le sujetaron los brazos.
—Lo que debes hacer es recordar mis enseñanzas antes de cruzar una frontera de la cual no podrás volver. —La mujer mientras intentaba moverse sin lograrlo y giraba los ojos hacia todos lados, vio a Seffré que miraba en silencio.
—Soy un s-sierv-v-vo del viento, deb-bo busc-c-car la red-d-den... redención. —La madre del santo se sentía morir, y se cansó de luchar; ya se había redimido, ¿o no lo había hecho? No importaba ya.
—¡No! —Esa palabra inundó el alma de Sinae, su último aliento no exhalado formaría parte por siempre de las palabras del viento.
Lo último que vería antes de abandonar este mundo, era la mirada impasible de Seffré; la última persona en quien pensaría, era en aquella muchachita ciega; lo último que escucharía antes de abandonar este mundo, era el eco del grito de su semilla. Lo último que sentiría; viento.
[ El autor de este relato se hace llamar Monje. Encontré que es un escritor interesante, con nuevas ideas y una gran creatividad. El texto se alinea en gran parte con mi propio proyecto de cómo deben personificar los antagonistas de alguna profunda novela
Esta trilogía es la historia de Thomas Hunter, quien intentando escapar de sus perseguidores es alcanzado por una bala, luego despierta en un mundo totalmente diferente.
Lo cierto es que cuando se vuelve a dormir en ese mundo desconocido, despierta en el presente. Y así van trascurriendo ambas historias, hasta el punto de estar estrechamente relacionadas.
La historia de Hunter en ese mundo de fantasía, bastante crudo y despiadado, es de lo mejor que he leído en fantasía. Pero a su vez la historia también transcurre en nuestro presente.
Si bien se publicó una precuela, Verde, aún no la he leído.
Para los que no lo conocen Ted Dekker es un escritor cuya escritura me hace acordar mucho a Jim Butcher. Es dinámica y trepidante por momentos, pero también tiene un buen desarrollo de sus personajes y buenas descripciones de los mundos.
Y si hay algo que recuerdo de esta trilogía, son los costrados, humanos que han sido infectados por un mal y que, a pesar de seguir poseyendo inteligencia, esta es más primitiva. Son los enemigos naturales de los hombres en ese mundo fantástico.
Sinceramente recomiendo mucho esta trilogía para quienes se quieran aventurar a leer una historia un tanto diferente. Si bien no es super original, tiene lo suyo.
En estos conceptos he estado creando mi proyecto literario. Y en la siguiente reflexión están las ideas del universo de fantasía en el que trabajo escribiendo.
Preguntaremos primero cuál es el objeto de la ley. Este, sin duda, es el de impedir que sea vulnerada la libertad, la integridad o la propiedad de cada uno de nosotros.
Hay una ley-madre, de la que todas las demás deben derivarse: No hagas nunca daño a tu prójimo. Esta es la gran ley natural que el legislador articula, en cierto modo, para el buen orden de la sociedad; de ella emanan todas las leyes positivas.
Con la ayuda de estos principios elementales podemos juzgar los privilegios. Los que tienen por objeto una dispensa de la ley no pueden sostenerse, porque toda ley, como ya hemos indicado, dice, directa o indirectamente: No hagas daño a tu prójimo, y ellos supondrían algo así como decir a los privilegiados: Se os permite hacer daño al prójimo. Por esta razón, conceder a alguno un privilegio exclusivo sobre los demás, sería hacer daño a todos en beneficio de uno solo, lo que representa a la vez la idea de la injusticia y de la más absurda sinrazón.
Todos los privilegios son, pues, por su propia naturaleza, injustos, odiosos, y están en contradicción con el fin supremo de toda sociedad política. Penetrad un momento en los nuevos sentimientos de un privilegiado. Él se considera, con sus colegas, como formando un orden aparte, una nación escogida por la nación. Piensa que se debe, ante todo, a los de su casta hermética, y que los ajenos ya no son los suyos. El pueblo, ese pueblo que muy pronto en su lenguaje y en su corazón no será más que un conjunto de gentes de poca importancia, una clase de hombres creada expresamente para servir, mientras que él fue hecho para mandar y disfrutar.
No es bastante, en efecto, que los privilegiados se miren a sí mismos como otra especie de hombres, sino que han llegado a considerarse modestamente, entre ellos, como una necesidad de los pueblos. Se consideran como formando parte de un régimen privilegiado, que creen necesario en toda sociedad. Si hablan a la nación, aparecen como los “verdaderos” defensores de un pueblo que sin ellos sería pronto aplastado por el despotismo.
Abramos los ojos ante todos los grandes privilegiados y todos los grandes mandatarios, a los que su estado coloca en situación de gozar, en las providencias, de todos los pretendidos encantos de la “superioridad”. Todo parece conseguir para ellos esta superioridad; sin embargo, se encuentran solos... el fastidio fatiga su alma, su ludopática ambición de poder los ahoga, se envuelven en grotescas estrategias competitivas (para ellos unas evasiones entretenidas y recreativas), quebrantando los principios elementales de la ley natural y del pueblo, para finalmente conseguir, en su vicio, más privilegios.
PARTE 3: Infierno, Mundo y Cielo. Capítulo 14: El Ancestro.
En la fortaleza, en el salón de las audiencias, los hombres mas cercanos al rey, junto con los pocos sirios estaban reunidos para decidir los acontecimientos de las estrategias que vendrían en la incipiente guerra.
La amplia estancia estaba adornada en las lejanas paredes con estandartes de dos colores, amarillo y rojo. Y una alfombra enorme cubría de manera rectangular desde la entrada al trono.
Los magos humanos, lozanos en su leve magia, pero apasionados estudiosos, decían haber sentido en sus sueños y en premoniciones, la fuerza antigua de un poderoso hombre que despertaba después de siglos en cautiverio en un subterráneo calabozo.
Los líderes de las exploraciones decían haber encontrado la ubicación de un reguardado pero gigantesco castillo – templo, escondido entre los bosques, en la cima de un risco, que los Íosiros mantenían como su más sagrado territorio.
Los sirios, por su parte, explicaban airados que los últimos mensajeros traían noticias de una feroz batalla en los cielos, cuyo objetivo era una de las seis ciudades elevadas, siendo ésta destruida por los Ojos de Íos y su flota.
—En definitiva, las fuerzas enemigas quieren abarcarlo todo, en un voraz intento de conquistar el infierno, el mundo y el cielo. Escuchando a nuestros jóvenes hechiceros y a los exploradores, decidiremos ir en recate de nuestro ancestro. Suponemos que el extraño poder de nuestros enemigos se sustenta en él, nuestro antepasado.
“La defensa de la ciudades del cielo se la dejaremos a los sirios. Sabemos que lograron organizarse en sólo unos minutos, defenderse y destruir una de aquellas tres gigantescas abominaciones. Por su parte están armando una escuadra, vigilando los cielos y buscando con determinación a la flota enemiga antes que se acerque a alguna ciudad”.
“Si logramos hacernos paso hasta el castillo de Belmor, toda la fuerza fanática de los Iósiros caerá como por efecto mariposa. La clave es nuestro ancestro”.
***
Miguel yacía de pie, amarrado entre lienzos que emanaban una difusa luz, con nudos en sus brazos y piernas.
La extraña hechicera de Belmor que lo custodiaba había llenado la estancia de esferas flotantes y transparentes, del tamaño de una palma. Se mantenían en el aire y parecían guardar imágenes y escenas en un raro espectáculo de magia. Miguel sentía que su conciencia se perdía entre esas vivencias, volando de una a otra y sintiendo incontables voces en cada una con sus propias personalidades.
Haciendo un gran esfuerzo, decidió arriesgarse a recordar un poco más de su pasado… para llenarse de poder, pero entonces lo invadía el temor de estar entregándole vida y alma a sus captores al hacerlo.
“¿Dónde estará mi pueblo?”... “¿Cuanto tiempo ha pasado?”
Capítulo 15: El Ascenso.
La marcha de la tropa de hombres emprendía su rumbo por las llanuras extensas en camino al sur. Sin contar con grandes fuerzas aéreas, y en su mayoría montados en sus caballos, se disponían a llegar al sagrado territorio oculto de los Iósiros y asediar el enigmático castillo de Belmor.
Apartados, un poco más atrás a un flanco de la marcha, el grupo sirio se encontraba reunido.
—Creo que necesitaremos de sus mágicas habilidades… —habló con desdén uno de los capitanes de los hombres que se había acercado al cabecilla del grupo—. Me envía el alto mando del rey.
—Sabemos que podemos infiltrarnos, capitán.
—En efecto, vengo a exponeros una posible estrategia, aunando nuestras fuerzas podremos…
***
Subían por unas antiguas y gastadas escalinatas de piedra llenas de hojas de árboles.
El grupo compuesto por veinte personas se había apartado de la tropa días antes, adelantándose a ésta y al pronto asedio al castillo. El par de exploradores en comunión con el mago vidente de la cuadrilla habían guiado a todos a través de la espesura del bosque y las montañas.
Según explicaban, aquel camino viejo había atraído a muchos líderes de la casta del los hombres, en los tiempo de antaño.
“Aparecidos en este mundo, en una gran planicie de lomas nevadas entre las montañas, y marchando sólo con su vaga esperanza de buscar respuestas encontraron este templo... vaya uno a saber en qué momento se apartaron unos de otros. Finalmente unos fueron engañados y por poco lograron escapar. Según entendemos, la casta de los hombres se dividió en dos. Un grupo oculto y poco numeroso con cierto poder diferente y tendencias ambiciosas, muy paradojales de acuerdo a sus raíces, encontraron en este castillo una manera de adquirir más poder. Belmor, en ese tiempo solo un viejo hombre, descubrió un extraño ritual donde podría convertirse en un ser mucho más grandioso y magnánimo. Pensaba ensu destino, en su odio, en su sagrada persecución, que milagrosamente lo había llevado a él y a los suyos este nuevo mundo. Lo abarcaría todo… Íos así lo ordenaba… Infierno, Mundo y Cielo. Y sin más, lo que fue de él desapareció. En la brisa y el viento se escuchó algo parecido a “Proctos”… mientras en los salones de aquel galante castillo sus seguidores se unían a aquel oscuro ritual. Así quedó la tribu aparecida en Kronlla, dividida en sus dos bandos. Los Íosiros quedaron asentados en esos territorios. Los hombres nómades vagaron por mucho tiempo en aquella región de Kronlla”.
—Bien, hemos llegado. Es aquí —dijo uno de los exploradores.
Junto al risco, el camino parecía destruido más adelante. Intentar pasar por ahí podría suponer una larga caída a los bosques, mucho más abajo.
Pronto comprendieron que debían escalar el último tramo para infiltrarse.
Ambos exploradores, preparados, sacaron a relucir sus ballestas con unas saetas que contenían un complicado mecanismo. Sin más, apuntaron a la cima, dispararon y surcando el viento las saetas se incrustaron en la parte más alta del risco, dejando unas anaranjadas cuerdas al descubierto.
Así, paciente y lentamente, amarrados a las cuerdas, fueron subiendo de par en par cada miembro de la comitiva, observados atentamente por el protector vidente.
Capítulo 16: Madau
Avanzaron por un gran pasadizo, una caverna gigantesca llena de intrincados glifos y relieves ya olvidados por el tiempo. Habían abismos hacia el vacío en ciertos lugares y también se vislumbraba el oscuro cielo en ciertos tramos.
Finalmente hallaron el primer portal, en el horizonte. Los exploradores de inmediato alarmaron al grupo. Vislumbrando a la distancia descubrieron un ser resguardando el paso.
—Es el portal de Madau, un demonio Iósiro castigado por Belmor a resguardar la desolación de estos lugares —susurró el experto explorador.
De inmediato se escucharon unos graznidos aterradores provenientes de los oscuros rincones.
—Sus mas cercanos secuaces… droglos alados que graznan al infinito para complacer a su amo, ¡En guardia, compañero, que estos piden a gritos nuestras saetas!
Y así se cubrieron tras un promontorio, mientras ambos alistaron sus ballestas. Esta vez desprendían un fulgor azul.
Primero se acercaron tres de esas bestias, buscando a los intrusos. Hizo falta un pestañeo azulado, para escuchar el alarido de dos droglos con el cráneo atravesado, cayendo. La bestia restante, enfurecida y fanática, descendió sobre el grupo descubierto. Un destello rápido hizo rodar la cabeza del droglo, junto a su arrugado cuerpo impulsado aún por su vuelo desplazándose por el suelo.
No hubo más molestos graznidos. Se vio huir a los demás volando por una abertura hacia la oscuridad de la noche. Madau no los perdonaría.
El grupo sirio retomó el paso. Caminando… afinando su visión hacia esa figura humanoide en la distancia, decididos.
—Quién osa interrumpir mi sueño —dijo Madau, dando un paso adelante, saliéndose de unas intrincadas figuras y círculos dibujados en el suelo. De inmediato, el vidente sirio pudo observar que tenues hilos estaban unidos a todo el cuerpo de Madau. Arriba, en lo más alto de la estancia, se podía ver un gigantesco y complicado mecanismo mágico, que parecía controlar al demonio Iósiro.
Al instante, Madau levantó su mano, dejando ver una luminiscencia roja. Una poderosa fuerza arrojó a gran parte de la comitiva por los aires, hasta caer estrepitosamente al suelo. Haciendo un movimiento con su otro brazo, las figuras y símbolos del suelo comenzaron a resplandecer, crujiendo y expandiéndose en desordenadas líneas que se acercaban al grupo.
Desde el suelo, más allá, el vidente observó, esperanzado, a uno de los exploradores de pie, con su ballesta alistada, dudando si disparar o no a Madau.
—¡Arriba! —gritó el vidente, mientras las líneas se acercaban de manera fanática.
El explorador, consternado, vislumbró en lo alto aquella maquinaria de magia oscura y reluciente. Comprendiendo de inmediato y siguiendo su intuición infalible, levantó la ballesta.
Luego de un instante azulado, una magnífica explosión en las alturas de la caverna inundó con luz y estruendo todo el lugar.
Al mismo tiempo, Madau se desplomaba, cayendo al piso, como un ser inerte.